lunes, junio 27

Filotopía


Unamuno escribió en Niebla: “La manía de viajar viene de topofobia y no de filotopía”. Es decir que, según don Miguel, la gente viaja porque odia el lugar donde se encuentra, no porque ame el lugar adonde se dirige. Supongo que hay cierta dosis de verdad en esa sentencia, que nos aburrimos de lo que conocemos y muchas veces buscamos el cambio por el cambio, aunque no conduzca a nada concreto; pero me llama la atención la palabra “manía”. ¿Viajar es una manía? Según la RAE, manía es, en su segunda acepción, extravagancia, preocupación caprichosa por un tema o cosa determinada. Es decir, algo parecido a una moda. Y sí, desde luego ahora, gracias a la democratización del turismo, viajar se ha convertido en una moda. En una manía pues. Pero, ¿sólo es una manía?

Nuestras actuales ideas acerca del “viaje” son relativamente nuevas. En el pasado hacía falta un buen motivo para desplazarse, porque los viajes eran lentos, incómodos y peligrosos. Se viajaba en busca de caza, o para comerciar, o para huir de una desgracia (topofobia), o en busca de riquezas (filotopía), o para hacer la guerra... Siempre ha habido, por supuesto, viajeros curiosos que recorrían el mundo sólo para ver cosas y gentes nuevas, pero esa modalidad de viaje no cristalizó hasta mediados del siglo XVII, cuando en Inglaterra se adoptó la costumbre de que los jóvenes de clase alta realizaran un itinerario cultural por diferentes ciudades de Francia e Italia. A eso se le llamó el Grand Tour (de ahí la palabra “turismo”) y su popularidad se incrementó con el romanticismo, añadiéndose a la ruta otros países como Grecia, España o Alemania. Así nació el concepto de “viajar sólo para ver”.


El incremento del nivel de vida en occidente, así como la mejora y abaratamiento de los medios de transporte, convirtieron el “viaje” en un negocio masivo y viajar se popularizó. Hoy en día es imposible ir a ciertos lugares sin encontrarte con hordas de turistas. ¿Por qué viaja tanta gente? Hay múltiples respuestas, por supuesto, pero a veces no encuentro ninguna. Pepa y yo fuimos al norte de Italia durante nuestra luna de miel. En Florencia coincidimos cenando en una pizzería con otra pareja de recién casados españoles; charlamos y, al poco, uno de ellos propuso que quedáramos al día siguiente, porque estaban “hartos de ver piedras”. Improvisamos una excusa y nos despedimos. Y yo no pude evitar preguntarme: si no les gustaban las piedras, ¿por qué cojones viajaron a Florencia?


Hace unos años estuvimos en Mont Saint-Michel, en el noroeste de Francia. Como sabéis, es un islote, un peñasco que se eleva unos doscientos metros sobre el mar, con una abadía en su cima. En la parte baja hay un falso poblado medieval llenos de tiendas y restaurantes para turistas; conforme se remontan las empinadas cuestas hacia la iglesia, uno se adentra en el auténtico y maravilloso conjunto medieval. Cada año, unos cuatro millones de personas llegan a ese lugar, pero sólo un millón sube hasta la abadía. Tres de cada cuatro visitantes se quedan en el falso poblado medieval, comiendo perritos calientes y comprando horteradas. Y yo me pregunto: ¿para qué cojones fueron allí, teniendo Disneylandia tan a mano?


Creo que mucha gente, quizá la mayoría, viaja porque se supone que hay que hacerlo. Viajan porque viajan sus vecinos, viajan porque queda bien y, según donde vayas, confiere estatus, viajan porque la publicidad les dice que es bueno viajar, viajan porque sí, por acumular estancias y lugares en una lista sin sentido. Pero eso no es viajar: es moverse.


Conozco a personas, gente inteligente y cultivada cuyo intelecto admiro, que no solo odian viajar, sino que, como Unamuno, desprecian el concepto de “viaje de placer”. Según ellos, se trata de un mero impulso gregario (seguir al rebaño), pues la excusa de que los viajes sirven para aumentar el conocimiento es absurda, ya que ese conocimiento puede adquirirse de maneras mucho mejores y más cómodas. Y tienen razón. Cuando el mundo era en su mayor parte desconocido, tenía sentido embarcarse en un viaje para adquirir conocimientos, pero hoy en día podemos encontrar todo el conocimiento (e imágenes) del mundo en libros, documentales, Internet... Los periplófobos tienen razón en eso, pero se equivocan en algo: no se viaja para conocer, sino para sentir.


Adoro viajar, me encanta; si pudiese, pasaría la mitad de mi vida viajando. Me confieso filotópico. ¿Por qué? ¿Soy otra ovejita del rebaño? Espero que no. Como decía antes, viajo para sentir; pero ¿qué significa eso? Vamos a hacer un experimento. Salid de casa y recorred despacio vuestra calle, prestando mucha atención a todo lo que hay en ella, abajo y arriba. Os garantizo que encontraréis montones de detalles en los que no os habíais fijado jamás. ¿Cómo es posible, tratándose de un entorno tan familiar? Pues precisamente porque es tan familiar que ya no lo miráis. Lo veis, pero sin fijaros. Lo ya conocido no estimula nuestros sentidos y acaba convirtiéndose en un paisaje de fondo desenfocado. Así es nuestro mundo cotidiano, un mundo por el que nos movemos con la mente ocupada en otras cosas, un mundo al que no le prestamos gran atención porque lo conocemos demasiado bien, un mundo borroso y ya carente de estímulos. Un mundo en el que sentimos muy poco.


Pero cuando viajamos, cuando nos movemos por entornos muy distintos a los usuales, nuestros sentidos se despiertan; es como acceder a un estado alterado de conciencia. Pero hay que viajar bien, con la actitud adecuada y la sensibilidad a flor de piel. Debes prestar mucha atención, debes tener los conocimientos adecuados, debes avivar tu imaginación. Detesto las visitas guiadas; por muy interesante que sea lo que cuente el guía, lo puedo leer en un libro antes o después, porque lo que quiero “durante” es aprovechar la oportunidad, quizá única, de disfrutar del lugar sin que me moleste nadie con su cháchara.


Recuerdo que la primera vez que entré en la catedral de Jaca, la más antigua de España, el templo estaba lleno de turistas, así que volví al día siguiente a las ocho de la mañana, cuando la catedral estaba totalmente vacía, y me quedé más de una hora allí, “sintiendo” el lugar. He hecho cosas similares en muchos sitios, en la Alhambra, en Chartres, en Stonehenge, en Saint-Michel, en Uxmal, en el Cementerio de los Ingleses del monte Urgull, en Knossos, en el Gran Cañón, en Compostela, en Omaha Beach, en Glastonbury... Probablemente he adquirido más conocimientos de todos esos lugares, y de otros muchos, antes de ir que durante mi estancia en ellos. Pero, por Júpiter, qué cantidad de sensaciones me han hecho experimentar.


Porque he leído decenas de libros sobre la selva, he visto horas y horas de documentales, pero no es comparable a lo que experimenté en las selvas de Venezuela, Colombia y Costa Rica. El calor húmedo, los indescriptibles olores, los sonidos, la abrumadora vegetación, nada de eso puede transmitirse sólo con palabras y/o imágenes. O cruzar las puertas de la muralla de Essaouira, la antigua Mogador, y retroceder al Medioevo rodeados por un intenso olor a especias. O el sobrenatural silencio de los bosques árticos. O el impacto sonoro de los tambores de Calanda. O la magia de las ciudades mayas tragadas por la selva. O los colosales bosques de secuoyas. O un volcán vomitando lava. O las cumbres de los Andes. O un amanecer en el Caribe. O un atardecer junto a un faro de Bretaña. O estar enamorado en la Alhambra. Esas cosas no pueden “conocerse”; han de sentirse. Y viajar es el precio que pagas para poder sentirlas.


Y luego, la sorpresas. Como cuando una noche, paseando por los jardines situados bajo la Acrópolis, Pepa y yo nos encontramos, en un teatro romano, con el ensayo general de una obra clásica (en griego, claro), solo los actores, nosotros y tres o cuatro pirados más. O como cuando tropezamos en una iglesia de Pals con los ensayos de un concierto barroco para piano y violín. O ese anochecer, en Colombia, cuando un bosque de árboles barbudos se llenó de luciérnagas. O aquella alucinante fiesta popular en Anomera, lo más alto de Mikonos. O una surrealista procesión de Semana Santa en Baeza. O los ritos paganos de San Juan Chamula, en Chiapas. Nada de eso te ocurre si te quedas en casa.


Porque nuestro verdadero hogar no es el piso o el chalet donde vivimos, ni el barrio, ni la ciudad, ni el país. Creer eso es padecer miopía. Nuestra auténtica casa es la Tierra, el planeta que nos sustenta. Un mundo lleno de maravillas asombrosas que yo daría cualquier cosa por experimentar. ¿Viajar es una manía sin sentido? Si de repente heredaras un palacio inmenso, y por muy confortables que fueran el salón, el comedor y el dormitorio, ¿no te gustaría visitar todas sus habitaciones? Pues eso.

martes, junio 21

L'Auberge du Pont de Collonges, Pepa y yo


¿Sabéis algo acerca de Lyon? Yo, desde luego, antes de ir allí lo ignoraba todo sobre esa ciudad; y ahora que he ido tampoco sé mucho, porque no hay mucho que saber. Lyon es una ciudad bonita situada entre dos anchos río, el Ródano y el Saona, que corren paralelos entre colinas. Las ciudades con ríos grandes molan, y ésta tiene dos. También tiene un barrio viejo muy lindo y mucha arquitectura burguesa típicamente gabacha. Por lo demás, no hay demasiadas cosas que ver. Está la catedral gótica de St-Jean, que no es gran cosa, los teatros romanos y, lo más llamativo de todo, la Basílica de Notre-Dame de Fourvière. Este templo está situado sobre la colina más alta que preside la ciudad y es una construcción neo-románica de finales del XIX. En fin, erigir un edificio románico en esa época resulta, se mire como se mire, una horterada. Y eso es lo que es esa basílica, con sus enormes esculturas de estilo románico y el interior policromado: una de las horteradas más grandes que he visto en mi vida. Pero es tan hortera, y al mismo tiempo tan bien hecha, y en cualquier caso tan surrealista, que resulta... sí, bonita. Es un lugar curioso.


Pero, claro, en Lyon también está L'Auberge du Pont de Collonges, el famoso restaurante de Paul Bocuse. Aunque en realidad no está en Lyon, sino en Collonges, un pueblo situado a unos diez kilómetros de la capital. Por si acaso no lo sabéis, aclararé que Bocuse fue el cocinero que revolucionó la cocina francesa allá por los 70, el inventor de la Nouvelle Cuisine, o Cuisine du Marché, que tanto influyó en nuestros cocineros vascos y catalanes. De hecho, es lo que hoy entendemos por cocina clásica, pues acabó reemplazando por completo a la anterior gastronomía francesa.

El caso es que Pepa y yo habíamos ido a Lyon para comer en Bocuse, así que allí nos plantamos a las 13:30 del sábado pasado. Por fuera el edificio del restaurante es... ¿feo? Echadle un vistazo a la foto de la entrada anterior; desde luego, los colores son estridentes. La verdad es que, como ocurre con la basílica, de puro hortera resulta hasta bonito.

La primera sorpresa es que el propio Bocuse, o lo que queda de él dada su provecta ancianidad, te recibe en la puerta vestido de chef y te estrecha la mano mientras te da amablemente la bienvenida. Es una tontería, pero me hizo ilusión saludar a ese mito de la gastronomía, qué cosas. El interior es puro estilo francés, elegante y recargado, agradable en conjunto. El servicio impecable; rápido, sobrio, amable y no atosigante. Nos sentaron a una mesa del comedor principal y pedimos el Menú Gran Tradición, porque tenía algunos de los principales platos de Bocuse. El primer plato era Escalope de foie gras de canard poêlée au verjus; pero sólo lo tomó Pepa, porque a mí no me gusta el foie (ni me parece ético) y lo cambié por una Salade de homard du Maine à la française, una ensalada de langosta. El segundo plato fue una Soupe aux truffes noires, una sopa de trufas negras prodigiosa que luego comentaré. Después vinieron unos Filets de sole Fernand Point, lomos de lenguado en una salsa ligera aromatizada con salvia, creo. A continuación llegó un sorbete de beaujolais para cortar el sabor y pasar del pescado a la carne. El cuarto plato consistió en Volaille de Bresse en vessie "Mère Fillioux", una pieza de caza cocinada con trufas en una especie de papillote. Luego llegó el carro de quesos y finalmente los postres: yo pedí Baba au rhum "Tradition", un bizcocho con crema mojado en ron, y Pepa unos Oeufs à la neige Grand-Mère Bocuse, merengue flotando sobre salsa de vainilla.

¿Os suena eso a mucha comida? Pues sí, era mucha, muchísima comida. Existe el tópico de que la gran cocina francesa se presenta en raciones minúsculas, pero es mentira. Eso fue una estúpida moda de la restauración española de los 80, porque en Francia siempre te sirven raciones abundantes. Y Pepa & moi salimos del L'Auberge du Pont de Collonges tan llenos que consideramos la posibilidad de volver rodando a Lyon. Ah, cuando estábamos acabando se pasó por las mesas la mujer de Bocuse, una vaporosa y frágil anciana más sosa que una mata de habas. Sospecho que en realidad estaba muerta.

En fin, ¿qué nos pareció el famosísimo L'Auberge du Pont de Collonges? Pues que todo estaba buenísimo... pero sin la menor sorpresa. Gran cocina clásica, deliciosa y un tanto anticuada. Salvo la sopa de trufas negras (ver foto). Se trata de una sopa muy matizada, de sabores leves, con un fino picadillo de verduras y carne (y trufas en láminas, off course) servida en un cuenco coronado por una ligerísima confitura de hojaldre “brisa”. Bocuse la creó en 1975 para el entonces presidente de Francia, Giscard d'Estaing, y es una obra de arte. Ese plato sí que nos sorprendió. Su único defecto: lo sirven directamente del horno, extraordinariamente super-hiper-mega caliente. Y se mantiene super-hiper-mega caliente durante mucho, mucho rato. Todavía tengo ampollas en la lengua y el paladar.

En fin, el restaurante de Bocuse es más o menos lo que nos esperábamos. Resulta gracioso; hace treinta años, cuando Pepa y yo prometimos visitar ese lugar, L'Auberge du Pont de Collonges era el templo de la revolución gastronómica. Hoy es un clásico totalmente demodé. Supongo que podría sacarse alguna brillante a la par que atinada enseñanza de esto, pero, qué queréis que os diga, no me apetece ni un pelo hacerlo, no vaya a ser que yo también sea un “clásico demodé”.

Pero comimos bien, amigos míos. El hotel era cómodo, una villa situada en lo alto de una colina en el Vieux Lyon, con espléndidas vistas. La ciudad es tranquila y bonita. Los franceses, como siempre, muy bien educados. Pero lo mejor de todo con diferencia: la compañía.

Por cierto, hoy a las 17:16 hora solar tendrá lugar el momento del solsticio. Feliz solsticio de verano, amigos.

viernes, junio 17

Carpe diem

Mi buen amigo y magnífico escritor Luis Manuel Ruiz mantiene un blog llamado La lección de anatomía donde cada día escribe una frase, más o menos en la línea de El diccionario del diablo, de Bierce. Como es natural, unas frases son más brillantes que otras, pero el nivel medio es sobresaliente. Y no resulta fácil escribir frases, sentencias. Han de ser breves, ingeniosas y, al tiempo, contener una verdad. Son algo así como micro-ensayos. Pues bien, de entre todas las frases que Luis Manuel ha escrito en su blog, hay una que se me ha quedado grabada a fuego en la memoria. Dice más o menos así:

 
“Si el final es feliz, no es el final”.


Paraos a pensarlo: vuestras vidas pueden estar llenas de cierres de capítulo y entreactos rebosantes de felicidad, pero el final-final siempre será una tragedia. Y si lo dudáis, echad un vistazo a vuestro alrededor. O haced memoria.


¿Deprimente? Supongo, pero cierto; y lo bueno de toda certeza sobre el futuro es que nos permite adecuar nuestros planes. Y el único plan que se me ocurre ya se le ocurrió a Horacio hace más de 2000 años cuando escribió:


Tu ne quaesieris (scire nefas) quem mihi, quem tibi
finem di dederint, Leuconoe, nec Babylonios
temptaris numeros. Vt melius, quidquid erit, pati!
seu pluris hiemes, seu tribuit Iuppiter ultimam,
quae nunc oppositis debilitat pumicibus mare
Tyrrhenum: sapias, uina liques et spatio breui
spem longam reseces. Dum loquimur, fugerit inuida
aetas: carpe diem, quam minimum credula postero.


Lo que significa: “No preguntes (contra la voluntad divina el saberlo), Leucónoe, qué fin han puesto para mí los dioses, cuál para ti, ni sondees el cálculo babilonio. ¡Cuánto mejor soportar lo que haya de ser, tanto si Júpiter nos ha concedido muchos inviernos, como si es el último nuestro el que ahora quiebra las olas del mar Tirreno en azote contra los escollos! Sé sabia, filtra el vino y, breve como es la vida, corta la esperanza larga. Mientras hablamos, habrá huido celosa la edad: disfruta del momento y no confíes en el mañana”.


Carpe diem... El mes pasado, con motivo de la Feria del Libro de Fuenlabrada, estuve dando unas charlas en un par de institutos. Les hablé de El club de los poetas muertos, les dije que, aunque aún les faltaba mucho, morirían y que por eso debían sacarle el máximo partido a la vida. Luego, intenté explicarles que, para sacarle partido a la vida hay que enriquecer la vida y que la literatura ayuda en ese sentido. Aquellos amables adolescentes me escucharon con mucha atención, pero creo que ni uno entendió lo que pretendía decirles. Porque para ellos la idea de la muerte es tan solo un concepto abstracto y nebuloso.


Pero yo sí lo entiendo; sé que el final será una tragedia, así que intento que todos los capítulos que me restan acaben en tono de comedia. Carpe diem, sí señor; debería tatuármelo en la frente, escrito del revés, para leerlo cada mañana cuando me miro al espejo antes de cepillarme los dientes.


Hace treinta años, cuando Pepa y yo aún no estábamos casado, ella me prometió que si conseguíamos estar juntos me invitaría a comer en el restaurante de Paul Bocuse. Pues bien, ha tardado 28 años en cumplir su promesa, pero el día de mi cumpleaños me regaló un sobre con dos billetes para Lyon y una reserva, para mañana, 18 de junio, en L'Auberge du Pont de Collonges, el famosísimo restaurante de Bocuse. Es una mujer fantástica; menudo detalle romántico...


Así que esta tarde, Pepa y yo volaremos a Lyon para pasar el fin de semana haciéndole caso a Horacio. Aunque, en este caso, la mejor traducción de carpe diem sería: “cómete el día”.

viernes, junio 10

Reflexiones de un caballero otoñal


Dado que en la anterior entrada trataba sobre algo muy viejo –un templo de 11.600 años-, este post también versará sobre antigüedades: hoy es mi cumpleaños. ¿Cuántos me caen? Lo siento, no puedo decirlo; me avergüenza lo jurásico que soy. De todas formas, el perfil del blog actualiza automáticamente el dato, maldito traidor.

Tengo la misma edad que mi madre y un año menos que mi padre, es increíble. De hecho, no me lo creo. Mi padre era un señor muy serio y formal, pero yo no soy ni serio ni formal. Mi padre era un PADRE y yo, aunque tengo dos hijos, no soy un PADRE, sino un PADRE. Mi padre tenía los años que tenía, mientras que yo, si me paro a pensarlo, sólo tengo treinta y tantos. No me parezco en nada a mi padre; ¿cómo es posible que tengamos casi la misma edad? De hecho, no reconozco a ese tipo añoso que se asoma al espejo cada vez que me miro. Aunque, la verdad, me recuerda un poco a mi padre... Comienzo a sospechar que no soy lo que creo que soy.


Seamos realistas: tengo aspecto de víctima de un accidente de tráfico; me ha atropellado la cuarta dimensión, el tiempo. Eso me recuerda un chiste nada gracioso: dos amigos cincuentones se encuentran y uno le dice al otro: “Cómo me alegro de verte. ¿Qué tal estás?”. Y el amigo responde: “Muy bien. Pero si, cuando tenía 20 años, me hubiera sentido como me siento ahora, habría ido corriendo al hospital más cercano”. Así que aquí estoy, vapuleado por el tiempo, ese falso amigo que nos sonríe durante la primavera y nos da la espalda al llegar el otoño. Parménides ha muerto; ¿viva Heráclito? No, que le den; el cabronazo de Éfeso es tan deprimente como la entropía.


Llegados a este punto, cuando los cumpleaños comienzan a sonar como una cuenta atrás, es lógico que los caballeros otoñales, como yo, volvamos la serena mirada hacia el pasado y hagamos balance de los días vividos. Y al llegar aquí me sucede algo paradójico. Si me centro en un único momento del pasado –por ejemplo, la muerte del hijoputa de Franco-, tengo la sensación de que apenas ha transcurrido tiempo, de que todo ha sucedido en un suspiro. Sin embargo, si rememoro varios momentos, como por ejemplo hice al narrar la vida de mi hermano –por cierto, aunque era diez años mayor que yo, ahora tengo su misma edad-, si recuerdo en particular los momentos de cambio, entonces siento que han transcurrido millones de años y, es más, que he vivido diferentes vidas y he sido distintas personas. Ya veis, la vida se me antoja demasiado corta y demasiado larga al mismo tiempo.


En cuanto al balance... qué queréis que os diga, todo depende del humor con que me pilléis. Tuve una bonita infancia, una primera juventud loca, una segunda juventud muy movida, unos cuantos años de hacer el gilipollas, varios desastres, algunos triunfos, algunos fracasos, ciertos insólitos momentos de lucidez... Me arrepiento de muchas cosas; sobre todo de lo que no he hecho, y aún más de lo que no me he atrevido a hacer. Lo mejor que me ha sucedido en la vida ha sido encontrar a Pepa, mi pareja, mi compañera. Mi mejor obra son Óscar y Pablo, mis hijos. Mi mayor tesoro mis amigos. Pero lo segundo mejor que me ha sucedido sois vosotros, los que estáis al otro lado de lo que escribo. Y no me refiero sólo al blog, sino a cuantos leen mis textos. Es asombroso; todavía me sorprende que a alguien pueda interesarle lo que digo, sobre todo siendo, como soy, un caballero otoñal tan discreto.


Ya han pasado los tiempos en que la vejez era una nebulosa abstracción, algo lejano; el IMSERSO se aproxima, amigos míos. ¿Qué hacer? Pues lo mismo que con la muerte y el colesterol: ignorarla. No prestarle atención. En fin, está claro que el pequeño soldadito ya no se pone firmes tantas veces como a uno le gustaría (aunque aún sigue rindiendo armas de vez en cuando, y sin estímulos azules). Y no puedo olvidar que, ahora, una noche de juerga supone tres semanas en la UVI. Vale, de acuerdo, soy un maldito viejo. ¿Y qué? Paso de sacar conclusiones al respecto; voy a seguir vistiendo como siempre he vestido, voy a seguir dudando como (casi) siempre he dudado, voy a seguir haciendo lo que me gusta hacer (aunque quizá con menor frecuencia), y voy a seguir viviendo a mi manera (que no es la común de las maneras) hasta que la jodida Parca venga a hacerme una visita. Lamento tener tantos años, es cierto; me parece una vulgaridad y una ordinariez. Y un descuido; no sé cómo lo he permitido. Pero, ¿sabéis?, estoy demasiado ocupado para darle más vueltas.


Ahora bien, quizá estéis tentados de felicitarme por mi cumpleaños y todas esas zarandajas. Antes de hacerlo, prestad atención a esta parábola: Había una vez un hombre, llamado Heráclito, que se cayó a un río, cuyas torrenciales aguas le arrastraban inexorablemente hacia una elevada catarata con el fondo erizado de afiladas piedras. Cuando tan sólo le faltaban unos metros para llegar a la cascada, unos jóvenes que estaban en la orilla comenzaron a gritarle: “¡Felicidades, ya has avanzado otro metro! ¡Cojonudo, un metro más! ¡Ánimo, ya falta poco!”. Pues bien, aparte de llegar a la, escasamente reconfortante, conclusión de que nunca podría caerse dos veces por la misma catarata, ¿qué creéis que pensaba Heráclito acerca de los parabienes de esos jóvenes?


Os ruego que reflexionéis sobre el asunto antes de plantearos siquiera la remota posibilidad de empezar a considerar la opción de felicitarme.

jueves, junio 2

Göbekli Tepe


Supongo que el raro soy yo, pero no me explico por qué hay asuntos que a mí me parecen fascinantes y, sin embargo, a la mayoría de la gente le dan igual. Por ejemplo, hace tiempo se comprobó que, aparentemente, al universo le falta materia para ser como es. De hecho, sólo podemos detectar un 5 % de los componentes del universo. Veréis, la masa produce gravedad y las galaxias adoptan la forma más o menos compacta y ordenada que vemos porque las estrellas se mantienen unidas mediante lazos de gravedad. Pues bien, teniendo en cuenta la cantidad de materia que podemos detectar en cualquier galaxia, resulta que no hay suficiente para mantener unidas las estrellas y, por tanto, las galaxias no deberían existir. Pero existen, así que debe de haber una clase de materia que no podemos detectar (salvo por su influencia gravitacional) y de cuya composición no tenemos la menor idea. A eso se le llama Materia Oscura y se calcula que constituye el 23 % de toda la masa del universo.

Por otra parte, a finales de los 90 se descubrió algo que revolucionó la cosmología. Hasta entonces, se creía que la expansión de nuestro universo se iba frenando a causa de la atracción gravitatoria (como una bala, que al principio sale a toda pastilla, pero que poco a poco va decelerando, atraída por la gravedad, hasta caer a tierra). Pues bien, nuevas y más ajustadas observaciones demostraron que, en vez de decelerar, la expansión del universo está acelerando. De modo que debe haber una energía desconocida que “empuje” la materia para acelerarla. Se le llama Energía Oscura, nadie sabe qué es y constituye nada más y nada menos que el 72 % del universo.


¿Qué son la materia y la energía oscuras? ¿Existen realmente o acabarán siendo explicaciones fallidas, como la del éter? A mí todo eso me fascina, me parece incluso poético, me asombra... Pero la mayor parte de la gente ni lo sabe ni le interesa. Aunque claro, diréis: ¿Ese rollo de la materia y la energía oscuras tiene alguna importancia para nuestras vidas? Pues no, es cierto, ninguna importancia para nuestra cotidianeidad. Mejor dicho: exactamente la misma importancia para nuestras vidas que el hecho de si Belén Esteban se casa, se divorcia o se encasqueta un par de enormes implantes mamarios. Y sin embargo, cientos de miles de personas se interesan por las peripecias de una impresentable absolutamente carente de interés, salvo por la sin duda intensa atracción gravitacional de sus tetas, que deben de tener otras tetas más pequeñas orbitando a su alrededor. Entonces, ¿por qué Materia Oscura no y la Estaban sí?


Porque la ciencia es complicada, pero las tetas son sencillas. Touché, es verdad. Para asombrarte con la Materia Oscura hay que tener unos mínimos conocimientos de cosmología, mientras que estamos genéticamente programados para valorar las tetas (entendiendo “tetas” como una metáfora sobre la peripecia vital de la mujer-que-le-tocó-la-chorra-a-un-torero, según Ángel Martín dixit). Los seres humanos somos curiosos por naturaleza, pero también perezosos, así que la mayoría solemos mostrar curiosidad sólo por lo más fácil y cómodo de entender.


Vale, pues hablemos de un descubrimiento fascinante relacionado con algo que, en principio, debería interesar a todo el mundo: la religión. En nuestro país, aproximadamente el 80 % de la población se declara creyente, religiosa. Cuando presionas un poco a esos creyentes (por ejemplo, enarbolando la bandera del ateísmo), inmediatamente descubres que la mayoría no sólo creen, sino que para ellos la religión es algo muy importante en sus vidas, una cuestión que llena de sentido y consuelo su existencia. Perfecto. Siendo así, tratándose de algo tan importante, es lógico suponer que mediten con frecuencia sobre el hecho religioso y que se interesen sobre toda novedad importante relacionada con el tema.

Entonces, ¿qué pasa con Göbekli Tepe? Veréis, a mediados de los 90, el arqueólogo Klaus Schmidt excavó en el punto más alto de una cadena montañosa situada en el sudeste de Turquía, a 15 km. de la ciudad de Sanliurfa, en una elevación llamada Göbekli Tepe, que significa “monte panzudo”. Encontró un templo circular de piedra de 30 metros de diámetro, una construcción megalítica compuesta por enormes pilares en forma de T, algunos de hasta 16 toneladas. Recuerda un poco a Stonehenge, pero los pilares están mucho mejor tallados y, lo que es más importante, el megalito inglés tiene cinco mil años de antigüedad, mientras que Göbekli Tepe fue construido ¡hace once mil seiscientos años! Siete milenios antes de la pirámide de Keops.

Estamos hablando del templo más antiguo conocido y, por lo que sabemos, de la construcción más grande y compleja que existía en nuestro planeta por aquel entonces. Es más, probablemente estamos hablando del lugar donde surgió la civilización, pero eso es otra historia. Sorprendentemente, el templo fue deliberadamente enterrado hacia el 8.200 a. C., y, más sorprendentemente aún, hay al menos otros veinte templos circulares enterrados por la zona. Es como si los templos perdieran su poder y fuera necesario ocultarlos y erigir otros para sustituirlos (algo parecido ocurría con las Pirámides de Túcume, en Perú, sólo que nueve mil años después). Pero, siguiendo con las sorpresas, los templos circulares más modernos son mucho más toscos y pequeños que los más antiguos. De hecho, la perfección de Göbekli Tepe, el primer círculo de todos, es extraordinaria, tanto por su acabado como por las estatuas y grabados que lo adornan.


Todo esto es fascinante, o al menos a mí me lo parece, pero si profundizamos un poco más, aún resulta más fascinante. Göbekli Tepe se erigió, como he dicho, hace 11.600 años. Eso es finales del paleolítico o el neolítico temprano. No hay el menor indicio de que en esa zona y en aquella época hubiera agricultura, así que quienes construyeron el templo eran cazadores-recolectores. Y tuvieron que ser muchos trabajando durante mucho tiempo. Pero, sin agricultura y en una zona semi-desértica, ¿cómo se alimentaban? Según lo que se creía hasta ahora, es imposible que un grupo de cazadores-recolectores construyera algo semejante. Göbekli Tepe no debería existir. Pero existe.


Por otra parte, resulta evidente que tuvo que haber un poder, una jerarquía, capaz de concitar y controlar el inmenso esfuerzo que supuso la construcción del templo. Un poder evidentemente sacerdotal. Y de nuevo eso contradice lo que dábamos por supuesto. Hasta ahora se pensaba que la religión organizada (más allá del chamanismo) no surgió hasta que la aparición de la agricultura permitió acumular excedentes de alimentos para mantener una casta sacerdotal, que a su vez reforzaría la cohesión social. Sin embargo, Göbekli Tepe demuestra que, al menos allí, existía religión organizada antes de la agricultura.


Y eso replantea las cosas: quizá la religión organizada no fue consecuencia de la agricultura, sino al revés. Tanto durante la construcción de Göbekli Tepe como en las posteriores ceremonias que allí se realizaban, debía de reunirse mucha gente, multitudes que tenían que ser alimentadas. Y quizá esa necesidad de alimentos condujese a la agricultura, en cuyo caso el motor de la civilización habría sido la religión. Aunque lo más probable es que eso ocurriese de ese modo allí, en el sudeste de Turquía, mientras que en otros lugares y otros momentos sucediera al revés.


En cualquier caso, Göbekli Tepe, el templo más antiguo del mundo, es un prodigio que debería llenar de asombro a cualquier persona interesada en la historia y la cultura; y, por supuesto, a cualquiera con mínimas inquietudes religiosas. A mí, por lo menos, me maravilla, me hace soñar. Pero, dejando aparte a los especialistas, casi nadie ha oído hablar del asunto, nadie le da la más mínima importancia. Y quién sabe, quizá no la tenga; puede que sea una soplapollez que sólo me interesa a mí y a cuatro chalados más. No sé, a veces me siento tan raro...


En fin, por si a alguien le interesa saber más al respecto, en el National Geographic de este mes hay un excelente artículo sobre Göbekli Tepe.