lunes, febrero 10

Cartagena de Indias


 
Como ya os avisé, he estado fuera de circulación estas últimas dos semanas. Aunque, en realidad, lo que he estado es fuera de España, fuera de Europa y a veces me parecía que fuera del mundo. Fui invitado a participar en el Hay Festival de Cartagena de Indias, y ahí, en Colombia, estuve, junto a Pepa, mi mujer, desde el 27 de enero hasta el 7 de febrero.

            ¿Qué es el Hay Festival? Copio de la Wikipedia: “El Hay Festival of Literature & Arts es un festival literario y de artes originado en la pequeña población mercantil de Hay-on-Wye en Gales que se realiza anualmente como un encuentro entre literatos, músicos, cineastas y otras personalidades de talla internacional (...) Hay-on-Wye es una pequeña población de 1500 personas en donde hay 41 librerías, conocida también como la ciudad de los libros. El festival se originó allí como un encuentro de amigos para compartir y debatir sus gustos en literatura, música y otras artes. El certamen se lleva a cabo en dicha población cada año desde 1988 y desde 1996 se organiza también a nivel mundial”. Aparte de en Gales, el Hay Festival se celebra en Cartagena de Indias, Medellín y Segovia.

            Aprovechando el viaje, una de las editoriales con que trabajo me organizó algunas charlas en colegios de Bogotá, así que pasamos allí tres días. Luego fuimos a Cartagena, donde, durante el fin de semana, participé en cuatro actos del festival, y finalmente Pepa y yo dedicamos unos días más a conocer la zona.

            ¿Qué tal nos fue? Pues muy bien; cuando estás invitado a uno de estos certámenes todo suele ser buen trato y amabilidad. El hotel, situado en el interior de la ciudad amurallada, era estupendo, la comida muy sabrosa y conocimos a gente de lo más interesante. Además, Cartagena es preciosa. Asistimos a una recepción de la primera dama del país (donde estaba, por cierto, Felipe González), y a otra ofrecida por el embajador de Inglaterra en el Palacio de la Inquisición. Esa última me llamaba poderosamente la atención, porque una recepción en Cartagena de Indias del embajador inglés sonaba a novela de Graham Greene. Por desgracia, en vez de un viejo coronel con feroz mostacho, el embajador resultó ser un jovenzuelo con aspecto de acabar de salir de la facultad, lo que le restó encanto al asunto. Pero el Palacio de la Inquisición era precioso y la noche cartagenera siempre es romántica.

            Así que todo estupendo, ¿verdad? Bueno, pues sí, aunque... no sé, me ha quedado un regusto un poquito amargo.

            Veréis, ya había estado antes en Colombia. En 1990, para rodar unos anuncios de café. Fue un viaje extraño, porque en vez de visitar las zonas turísticas del país recorrí la Colombia profunda. Así, que recuerde de memoria: Bogotá, Cali, Buenaventura, Pereira, Medellín, el Chicamocha, el desierto de la Candelaria, Villa de Leyva... Si lo miráis en un mapa, comprobaréis que fue un periplo por el oeste y el centro del país.

            Cuando uno viaja, siempre lleva consigo dos clases de equipaje: el físico -las maletas- y el mental. El segundo es lo que podríamos llamar “la burbuja cultural”, y consiste en comportarte y mirarlo todo como si estuvieses en tu país. Un error, por supuesto. Durante aquel primer viaje a Colombia, mi burbuja cultural se pinchó al poco de llegar, cuando estaba en un “pueblo” situado en la selva próxima a Buenaventura. Era un villorrio de casas de madera habitado por negros descendientes de esclavos y atravesado por un río; y fue allí, en el río, donde vi a una mujer lavando a un bebé recién nacido. Le pedí permiso para fotografiarla, a ella y al niño, y les hice un montón de retratos (preciosos, por cierto). Al cabo de un rato, formulé una pregunta: “¿Cómo se llama el bebé?”. Y ella me contestó: “Todavía no tiene nombre. Si vive, ya se lo pondré”.

            Me quedé helado. En mi mundo, los recién nacidos viven, eso no se cuestiona; en el suyo, las posibilidades eran del cincuenta por ciento, como tirar una moneda al aire. Mi burbuja cultural saltó por los aires.

            Durante mi primer viaje apenas pude ver Bogotá; esta vez lo he visto un poco mejor. Es una ciudad caótica, extensa (8 millones de habitantes, o puede que más) y no demasiado bonita. Aunque hay urbanizaciones preciosas, es cierto: las de los ricos, rodeadas por vallas y protegidas por ejércitos de guardias privados de seguridad. Porque junto a esas urbanizaciones, por todas partes, hay miserables colonias de chabolas donde la gente es paupérrima.

            Y allí donde existe pobreza extrema, nula protección social y absoluta desigualdad, la delincuencia brota de forma natural. Bogotá es una ciudad peligrosa para los extranjeros, porque desde el punto de vista de los pobres autóctonos, cualquier extranjero es automáticamente un rico y, por tanto, una pieza codiciada para los maleantes. Desde que pisamos la ciudad, los lugareños se dedicaron a meternos el miedo en el cuerpo.

            Por ejemplo, fuimos al Museo del Oro –un museo estupendo dedicado a la orfebrería prehispánica-, situado en una zona comercial, cerca de la universidad, frente a una plaza con niños jugando y gente de lo más normal paseando. Todo aparentemente pacífico. A las seis de la tarde, al anochecer, cuando cerró el museo y nos disponíamos a irnos, nos advirtieron que no cogiéramos un taxi de la calle, que mejor pidiéramos uno desde el mostrador de información. Lo hicimos y, como el museo había cerrado, nos dispusimos a salir a la calle para esperar al taxi, pero los guardias del centro nos dijeron que eso no era seguro, que esperáramos dentro. Y yo, sintiendo cómo mi burbuja cultural se deshinchaba, contemplaba a través de los cristales aquella plaza con niños y parejitas de novios que, por lo visto, podía convertirse en una trampa mortal para incautos como nosotros.

            Los cuatro colegios que visité eran colegios para ricos, con vallas y guardias de seguridad (en uno hasta nos retuvieron los pasaportes). Sólo los hijos de los más afortunados podían permitirse el lujo de comprar mis libros.

            Más tarde, en Cartagena de Indias, la seguridad era absoluta; podíamos deambular tranquilamente por el interior de la ciudad amurallada a cualquier hora del día o de la noche. Por la sencilla razón de que esa parte de la ciudad, la colonial, la turística, está llena de policías y agentes de seguridad privados. Algo parecido había visto en la Zona Rosa de Ciudad de México.

            La Cartagena turística consta de la ciudad antigua, con los fuertes y las murallas, y Bocagrande, que es como Benidorm o la Manga. El resto es cochambre, y los alrededores pura miseria. En realidad, las autoridades habían creado una burbuja en la Cartagena de los turistas, una burbuja protegida por policías donde la gente como yo podía ir de un lado a otro manteniendo intacta la ilusión de su propia burbuja cultural. Era como estar en un acuario, sólo que con los peces fuera y tú dentro de la pecera, protegido de los posibles tiburones.

            Resulta desconcertante contemplar los océanos de chabolas de Bogotá salpicados de islas de insultante riqueza, o las cochambrosas barriadas que rodean a las zonas turísticas de Cartagena. Eso es miseria, piensas. Pero luego te acuerdas de los negros de la selva del Valle del Cauca, cerca de Buenaventura, y te das cuenta de que eso sí que es auténtica miseria. Y entonces recuerdas a los indios que viste en las montañas de Cundinamarca y comprendes que no, que los negros del Cauca al menos tienen fruta y pueden pescar, pero los indios sólo comen patatas... Te quedas pensando y te preguntas cómo es posible tanta desigualdad social, tan tremenda brecha entre ricos y pobres, y que no pase nada. ¿Creemos que las cosas están mal aquí? Pues esto es un paraíso comparado con lo que hay allí. Pero entonces caes en la cuenta de que nos dirigimos hacia lo de allí, y te echas a temblar.

            En mis novelas protagonizadas por Jaime Mercader –La Cruz de El Dorado y La piedra inca-, el protagonista vive en Cartagena de Indias, a finales del XIX y comienzos del XX. Cuando las escribí, no conocía la ciudad, salvo por la documentación que manejaba. Así que me gustó visitar la vieja Cartagena, imaginando a mi personaje recorrer sus angostas y coloristas callejas. Pero, a decir verdad, la ciudad que imaginé era, no más bonita, pero sí más romántica que la que vi con mis propios ojos. Es lo que tiene la ficción: suele mejorar la realidad.

8 comentarios:

  1. La idea de que nos encaminamos hacia ese mundo invita a reflexionar. Pero no tengo tan claro que sea así. También podría ser que venimos de ese mundo. Y hablo del florecimiento de chabolas, al menos en Barcelona, en el primer tercio del siglo veinte. O, para dar una vuelta más de tuerca, puede que esa clase de mundos, con unas diferencias tan abismales, sean cíclicos y provengamos de ellos para volver a acabar allí.
    Cavilaciones a parte, el viaje me parece espectacular.

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  2. Anónimo9:35 p. m.

    Das una clave española terrorífica: caes en la cuenta de que nos dirigimos hacia lo de allí, y te echas a temblar. Todos los datos lo indican. La brecha cada vez es más grande. La desigualdad es cada vez mayor.
    Retrocedemos. Y sin embargo, hay países latinoamericanos que progresan a pesar de su tradicional desigualdad y pobreza que afecta SOLO a la mayoría. Ecuador, Bolivia, Brasil. Incluso Venezuela, aunque no lo tengo tan claro. Y la violencia.
    Hace muchos años que viajé a Cartagena y Bogotá. Pero lo que describes me recuerda aquella época. Las seis de la tarde, en efecto, es una hora peligrosa en muchas ciudades de América dl Sur. Ocurre, ocurría lo mismo que cuentas en Lima, por ejemplo. Y de la violencia de México para qué hablar.
    Pero Cartagena es una preciosidad. Seguro que el viaje ha merecido la pena. Y me alegro de que hayas podido hablar de tu obra por allá.
    Me ha impresionado la historia del bebé sin nombre. ¿Nos acercamos nosotros a eso? Da miedo.
    De todas formas, aunque el equipaje mental nos condiciona, la impresión que permanece es de una cercanía extraordinaria.
    Saludos.

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  3. Sebastián2:58 a. m.

    Joder, joder, joder...
    Soy de Cartagena, y aún así nunca he ido al Hay Festival, porque mi colegio está en Bogotá y debo volver de vacaciones el 20 más o menos. Pero es que... que vayas tú, César Mallorquí, el Abominable Hombre de las Letras, y yo me lo pierda... por favor dime que volverás.

    Aparte... es cierto lo que dices sobre las desigualdades en Cartagena y Bogotá. Y la historia de la mujer la leí hace un tiempo; es como de 2007. En fin, sólo puedo decir que me estremece cada vez que la leo.
    Saludos.

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  4. Espero sinceramente que no nos acerquemos a ese mundo. Quiero quedarme con la historia del bebé sin nombre y creer que hay un cincuenta por ciento de posibilidades de vivir y de salir de esta difícil situación. Necesitamos muchas cosas para ello, pero la primera de ellas es la compartimos todos aquí, nuestro amor por la lectura.

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  5. Anónimo10:39 p. m.

    Enhorabuena por el viaje. Cartagena debe ser preciosa. Pero claro, la pobreza es terrible. Un amigo mio sudamericano me cuenta que nosotros los españoles aun no hemos entendido la palabra crisis. Hace pocos años cogieron a un mafioso de las chabolas de brasil, pero lo curioso es que el tipo no empezó de mafioso, era profesor, luego se quedo en el paro -hay mucha gente de clase media venida a menos viviendo enchabolas- y como tenia un hijo enfermo fue a pedir ayuda al mafioso de turno y acabo trabajando para el, y de ahí para arriba. Hasta que lo pillaron. Vamos, un tipo como cualquiera de nosotros pero que la necesidad y pobreza lo llevo al crimen....
    Mazarbul

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  6. Anónimo7:45 p. m.

    y película buena sobre las chabolas en Brasil: Ciudad de Dios, de Fernando Mireilles.
    Mazarbul

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  7. Mazcota: Cierto, venimos de ahí. Aún recuerdo las barriadas de chabolas que había en torno a Madrid, por el sur y el este. Pero, como señalas, nada nos impide volver a eso...

    Anónimo de las 9:35 & Mazarbul: Donde hay pobreza y brecha social surge la delincuencia. Es lógico, porque cuando a las personas les quitas la esperanza también les quitas el miedo, y las personas sin miedo pueden hacer cualquier cosa.

    Sebastián: Vaya, qué pena no poder conocernos. ¿Volveré? Ni idea. Pensaba que no iba a volver y he vuelto, así que quién sabe. Por cierto, sí, hace años ya conté la historia de la mujer del bebé sin nombre.

    Plinio: Yo también espero que no volvamos a ese mundo, pero es la dirección que llevamos. Ojala cambiemos el rumbo.

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  8. Anónimo9:02 a. m.

    A diario uno va teniendo noticia de más precariedad, sobre todo en el trabajo. Se siguen cerrando empresas y pagando menos salario a los trabajadores por el mismo trabajo ejecutado. Y los impuestos y la vida sigue subiendo más en una espiral que parece no dejar de girar.
    Los países más desfavorecidos comienzan a parecerse demasiado al nuestro, la verdad.
    Begoña

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