El
martes pasado, 29 de julio de 2014, en la clínica Ruber de Madrid, a la edad de
74 años, murió José Carlos Mallorquí del Corral, hijo primogénito del
escritor José Mallorquí Figuerola y de Leonor del Corral Abuin, arquitecto,
fotógrafo y arquero. Mi hermano mayor. Big Brother.
Según me han contado quienes
estuvieron presentes, su muerte, causada por una insuficiencia respiratoria,
fue dulce y serena. Estaba inconsciente; su respiración, cada vez más leve, se
interrumpió. Su pulso fue debilitándose hasta desvanecerse. Fin. Game over. No
sufrió.
Llevo unos minutos parado aquí, sin
saber cómo seguir. Me gustaría construir un monumento de palabras para
dedicárselo, pero no sé hacerlo, sólo soy un artesano. ¿Recordáis la serie de
entradas que escribí sobre mi hermano Eduardo? Pues no voy a hacer lo mismo con
José Carlos, porque no hay tema. La vida de Eduardo fue un drama, pero la de
José Carlos no, todo lo contrario. Su vida fue cómoda, ordenada y
razonablemente feliz. Y la felicidad no es buena materia prima para la
literatura.
Era trece años y medio mayor que yo.
Nos parecíamos físicamente. Él medía un metro noventa y tres centímetros de
altura, y yo uno noventa y dos; ambos teníamos los ojos azules y la piel clara.
Nuestras voces se parecían mucho –por teléfono eran indistinguibles-, aunque la
de Eduardo también. Pero Eduardo no era tan alto (sólo medía 1’88), y era
moreno, con la piel más oscura. Eduardo se parecía más a nuestro padre, y nosotros a
nuestra madre.
Cuando yo era pequeño, no me
relacioné mucho con José Carlos. Por la diferencia de edad, claro; pero también
porque mi hermano mayor no sabía tratar con niños, se sentía incómodo con
ellos.
José Carlos estudió arquitectura y,
al concluir la carrera, montó un pequeño estudio con dos compañeros de
universidad. Uno de ellos, Teresa, acabaría siendo su esposa, con la que
tuvo una hija a la que llamaron Leonor como homenaje a nuestra madre. Le habría
gustado tener más hijos, pero no fue posible.
A José Carlos le fue bien con la
arquitectura: había mucho trabajo y ganaron mucho dinero. Le gustaba viajar y
se daba todos los caprichos que le apetecían. Era un pirado de la tecnología y
le encantaban los gadgets. Su espléndido equipo de sonido, por ejemplo, era tan
sofisticado y estaba tan lleno de cachivaches que llegó un momento en que ni él
mismo sabía qué estaba conectado con qué, ni cómo, ni por qué.
Pero su auténtica pasión –heredada
de nuestro padre- era la fotografía. Tenía un equipo excelente, casi
profesional, y había montado un laboratorio fotográfico en el estudio (eran los
tiempos de la fotografía analógica). Y, lo más importante, era un fotógrafo excepcional,
de esos que saben ver lo que los demás no ven. Al principio, sus fotografías
eran impecables, de gran calidad técnica, pero quizá demasiado académicas.
Hasta que, de repente, rompió las normas y comenzó a hacer una fotografía mucho
más libre y creativa. Era muy bueno (no lo dice el hermano, sino el
publicitario que hay en mí). Siempre he pensado que si se hubiera dedicado
profesionalmente a la fotografía habría sido aún más feliz. Pero sólo es mi
opinión.
Su otra gran afición era el tiro con
arco. Lo practicó de jovencito y luego, ya adulto, de forma más seria. En 1981
fue campeón de España de tiro olímpico. Más tarde, sería presidente de la
Federación Española de Tiro con Arco y miembro del Comité Olímpico Español. Y
en ese contexto tuvo lugar uno de sus mayores éxitos. Para las Olimpiadas de
Barcelona 92, el Estado dotó de presupuesto extra a las distintas federaciones;
pero, claro, unas se llevaron más pasta y otras menos. El tiro con arco español
nunca había pintado nada internacionalmente, así que su federación recibió
mucho menos que las otras.
Hasta entonces, las ayudas se habían
repartido entre varios arqueros, con lo cual, al ser poco dinero, no servían
para nada. Así que José Carlos hizo algo distinto: Escogió a los dos mejores
arqueros del país y destinó todo el dinero a becarles para que se dedicaran
durante unos años exclusivamente a practicar el tiro. ¿El resultado? España
ganó la medalla de oro en Tiro por Equipos, un oro con el que nadie contaba. En
la primera reunión del Comité Olímpico que hubo tras los juegos, cuando mi
hermano entró en la sala todos los presidentes federativos se pusieron en pie y
le aplaudieron. Había hecho un milagro. José Carlos me confesó que esos fueron los
momentos más exultantes de su vida.
Aunque nos parecíamos físicamente,
José Carlos y yo éramos muy distintos. Él de derechas y yo de izquierdas; él un
hombre de vida ordenada y yo una cabra loca; él tradicional y yo rupturista.
Además, él era muy Mallorquí, y yo mucho menos (quienes nos conozcan sabrán lo
que significa ser “muy Mallorquí”). Y otra cosa: yo era por dentro más fuerte
que él. Es paradójico; pese a su gran tamaño y fortaleza física, José Carlos
era frágil en su interior, se quebraba con facilidad. Él mismo reconocía que
lloraba con La casa de la pradera. A
veces me da por pensar que mi familia se parece un poco a la de El padrino. De todos los hermanos, el
más duro, el que mejor encajaba los golpes, fui yo, el pequeño Y también he
sido yo el sucesor de mi padre (¿Soy Michael Corleone?).
Pero otras cosas nos unían. Ambos
amábamos la literatura y la cultura popular. A los dos nos gustaba viajar y la
gastronomía. Éramos muy aficionados a la ciencia ficción (él me inició en
ella). Nos apasionaba el cine, sobre todo el clásico norteamericano. Nos encantaban
los conocimientos chorras. Yo también era aficionado a la fotografía, aunque
con mayor modestia. La verdad es que compartíamos muchas aficiones e intereses.
José Carlos y yo apenas tuvimos
relación durante mis primeras dos décadas de vida, hasta unos años después de
la muerte de nuestro padre. Luego, poco a poco, fuimos aproximándonos. Las,
afortunadamente, no muchas veces que le necesité, él respondió. El desastre
vital de nuestro hermano Eduardo contribuyó a unirnos. Y al final sellamos un
tácito pacto de hermandad. Aprendimos a querernos.
Hicimos algunos viajes juntos, asistimos a conciertos y
exposiciones, íbamos al cine, nos veíamos con cierta frecuencia. Luego, me
casé, tuve hijos, y nuestros encuentros se hicieron más esporádicos, pero no nos
distanciamos, pues hablábamos mucho por teléfono. En los 90, José Carlos y
Teresa clausuraron el estudio y se prejubilaron. Al tener más tiempo libre, las
llamadas telefónicas de mi hermano se intensificaron, tanto en número como en
extensión.
Pasó el tiempo y, ya entrado el
siglo XXI, comenzaron los problemas de salud. Lesiones en la columna que
dificultaban su movilidad. Apneas del sueño. Y lo más terrible: la enfermedad
de Parkinson. Yo creía que el único efecto del Parkinson eran los temblores,
pero no; eso es una broma comparado con los verdaderos síntomas. Es una
enfermedad lenta, pero condenadamente hija de puta.
José Carlos cada vez tenía más
problemas para desplazarse. A veces, se quedaba paralizado. No podía estar
mucho rato en la misma posición. Dormía mal. Y todo eso, cada vez peor.
Dejó de salir de casa. Yo le
visitaba de vez en cuando, pero sobre todo hablábamos muchísimo por teléfono.
Siempre llamaba él; con frecuencia dos o tres veces el mismo día. En gran
medida, era una putada, porque me interrumpía cuando estaba trabajando; pero yo
siempre le daba toda la bola que él quisiera. Él decidía cuándo llamarme y
cuándo interrumpir la llamada. No soy una persona paciente, pero con él tuve
toda la paciencia del mundo, porque muchas veces me llamaba en momentos muy
inoportunos. Pero yo era uno de sus escasos contactos con el exterior, una de
sus pocas distracciones. Y, qué demonios, también me gustaba hablar con él. El
teléfono era casi nuestro único contacto.
Y a partir de un momento, ya fue
literalmente lo único que nos unía. Para entonces, casi sólo nos veíamos en
Nochebuena, pues mi familia y yo íbamos a su casa para cenar. Hasta que José
Carlos decidió dejar de hacerlo, porque se sentía demasiado incómodo
físicamente para pasar una velada entera. Y ya nunca más celebramos las fiestas
de Navidad juntos.
Pero seguíamos hablando muchísimo por teléfono. ¿De qué hablábamos?
De cine, de series de TV, de libros, de ciencia ficción, de nuestra familia, de
banalidades. Bromeábamos. José Carlos tenía un gran sentido del humor, pero una
inconfesable debilidad por los juegos de palabras. Yo me metía con él, le decía
que el juego de palabras es el pariente pobre del ingenio. Pero él, inasequible
al desaliento, incluso me telefoneaba exclusivamente para contarme el último
juego de palabras que se la había ocurrido. Su último comentario en el blog no
lo firmó “Big Brother”, como solía. Aparece en la entrada Procrastinando y es el comentario del anónimo de las 2:51. Y, cómo
no, es un juego de palabras.
Una de las consecuencias del
Parkinson es, en su fase avanzada, provocar crisis de insuficiencia
respiratoria. La primera que sufrió mi hermano fue, creo recordar, hace dos
años y medio. Le ingresaron urgentemente en el hospital, le intubaron, le
practicaron una traqueotomía, le indujeron un coma. Estuvo varios meses
ingresado. Más o menos un año más tarde, sufrió otra crisis que conllevó una
nueva y prolongada hospitalización.
Y este mes de julio sobrevino la
tercera y definitiva.
Mi sobrina Leonor me telefoneó al día siguiente del ingreso de mi hermano en el hospital, por
la noche. Odio cuando suena el teléfono después de las once; sólo pueden ser
malas noticias. Y esta vez lo fueron. José Carlos se moría. Fui a verle a la
mañana siguiente. Tuve suerte, muchísima suerte, porque pude reunirme con él
durante uno de sus últimos momentos de lucidez. Y hablamos de banalidades, como
siempre hacíamos, durante algo menos de una hora.
Pero sobre todo, pude despedirme de
él. En realidad, yo ignoraba que era un adiós definitivo; sabía que estaba muy
grave, que los médicos le habían desahuciado, pero mi hermano era fuerte como
un toro... Sin embargo, cuando él me pidió que me fuese porque quería
descansar, sentí la necesidad de besarle, algo que nunca hacía. Así que le cogí
de la mano y le besé en la frente. Puede que ése haya sido el beso más
importante de mi vida.
El pasado martes, Leonor me
llamó por la mañana y me dijo que José Carlos estaba agonizando, que su muerte
era inminente. Vale, sabía que eso iba a ocurrir, pero me desmoroné. Fue
entonces cuando escribí la anterior entrada.
Poco antes de las tres de la tarde
sonó el teléfono. Era Leonor; entre lágrimas, me dijo que su padre había muerto.
Yo no podía hablar; balbuceé una disculpa, colgué el teléfono y lloré como hacía
mucho tiempo que no lloraba. Afortunadamente, un minuto más tarde llegó a casa
Pepa, mi mujer, se abrazó a mí y me consoló. Luego llegaron mis hijos y me
abrazaron también. Qué buena gente es mi actual familia...
Nada puede prepararnos para la
muerte de un ser querido, y cada muerte es distinta, única. Si hubiese estado
en mi mano elegir si mi hermano vivía o moría, ¿qué habría hecho? De prevalecer
el egoísmo, habría optado por su supervivencia. Pero actuando con bondad,
habría elegido la muerte. Porque la vida de José Carlos era un infierno, y su
muerte una liberación.
Mi hermano solía comentarme lo bien
que había sabido morir nuestra madre. Él la acompañó en la ambulancia que la
condujo al hospital; por lo visto, ella miraba por la ventanilla, como
despidiéndose del mundo. Estaba tranquila, había aceptado su final. José Carlos
también estaba presente cuando nuestra madre sufrió el colapso definitivo. Lo
último que dijo justo antes de perder el conocimiento fue preguntar qué tal
estaba nuestro padre.
Al final, José Carlos aceptó la
muerte y también supo irse con elegancia.
Pero todo eso sólo es un leve
consuelo para mí. En mi interior bullen un montón de emociones, muchas de ellas
contrapuestas. Tristeza, sí, y vacío, un inmenso vacío. Es como si me quedara
huérfano otra vez. También siento un raro vértigo... Mi familia original, en la
que nací, estaba compuesta por mis padres, mis dos hermanos y mi abuela
materna. Eso era todo; no tengo tíos ni, por tanto, primos. Pues bien, de esa
familia original sólo quedo yo.
Es como ser una ruina; lo que resta de
lo que fue. Yo soy ahora el guardián de la memoria, el último de una saga,
aunque no el último de la estirpe. Ahí están Leonor, Óscar y Pablo. Pero me
siento un poquito solo, un poquito perdido, porque con la muerte de José Carlos
una parte de mi vida, de mi hogar, de mi verdadera patria, se ha esfumado. En
el fondo, muy en el fondo de mi interior, me siento como un niño abandonado.
Ahora, cuando suena el teléfono por
la mañana, el primer pensamiento que me viene a la cabeza es que es José Carlos
llamándome (casi siempre era él cuando sonaba el teléfono). Y un instante
después, el corazón me da un vuelco al comprender que no, que no puede ser, que
nunca jamás volveré a charlar por teléfono con mi hermano, que Big Brother no
volverá a merodear por Babel.
En fin... Adiós José Carlos, hermano
mayor; te voy a echar muchísimo de menos.
José Carlos Mallorquí del Corral
26 de diciembre de 1939 – 29 de
julio de 2014
Nuestro padre publicó como complemento de una de sus novelas
la historia de Levi Strauss y sus pantalones. La empresa, en
agradecimiento, le envió a m padre una gran caja llena de ropa
vaquera para toda la familia. Las dos fotos se tomaron el día que
llegó, el sábado 30 de junio de 1956. Por entonces, los Levi's
no se vendían en España, así que debimos de ser los primeros
del país en llevarlos.
José Carlos y yo en 1956
José Carlos y yo en 1954
Nuestro padre hacía sus propias felicitaciones de Navidad.
En la foto, la mano de la izquierda es de Eduardo y la de la derecha
de José Carlos.