lunes, diciembre 29

Feliz año nuevo

Debo reconocer que la Nochevieja siempre se me ha antojado una de las fiestas más tontas, sólo superada por el resacoso Año Nuevo. Celebramos que la Tierra ha dado una vuelta completa en torno al Sol, y lo celebramos con desmesura, como si en el fondo temiéramos que el planeta se iba a parar antes de completar su recorrido. Es una apoteosis del calendario, lo cual ya es una bobada, pero es que además celebramos un calendario desacertado, pues Dionisio el Exiguo se equivocó al menos en cuatro años al fijar la fecha del nacimiento de Cristo (que, paradójicamente, debió de nacer entre el cuatro y el seis antes de Cristo y, desde luego, en ningún caso en invierno).

Pero es que, además, es una fiesta frustrante. Cuando yo era un jovencito alocado, me pasaba los días previos al fin de año buscando alguna fiesta a la que asistir. En vano; nadie daba fiestas. Un año –diciembre de 1971-, mi padre se fue de vacaciones a Londres con mi hermano mayor y me quedé solo. Como era joven e inexperto, decidí dar un fiesta en casa. Creo que fue la única fiesta que se celebró esa Nochevieja en Madrid, porque la casa se llenó de gente, en su mayor parte desconocidos. Yo acababa de romper con mi novia y estaba borracho antes de que llegara el primer invitado, así que no me importó mucho. Pero jamás se me volvió a pasar por la mente dar otra fiesta de Nochevieja. A partir de entonces, vagué como un alma en pena en pos de festejos tan tirados que incluso me aceptasen a mí. A veces lo conseguía, a veces no. La reunión más divertida que recuerdo fue en un chalé de gente desconocida donde me tiré toda la noche jugando al póker con desconocidos. No recuerdo si gané o perdí, pero estuvo muy bien.

Ahora las nocheviejas las paso en San Sebastián, con mi familia política, y ya no tengo que buscar ninguna fiesta, lo cual es un descanso. Me sigue pareciendo una conmemoración de lo más gilipollas, pero es lo que hay; al menos en San Sebastián lanzan fuegos artificiales para celebrar el nuevo año, lo que da cierto colorido al asunto. Por cierto, dado que está prohibido vender fuegos artificiales a particulares, supongo que allí todo el mundo debe de tener su proveedor secreto, una especie de camello de cohetería.

En fin, conspicuos merodeadores (qué dos palabras más bonitas, pardiez), mañana cogeremos el coche Pepa, Óscar, Pablo y yo y nos iremos a Donosti. Volveremos el dos de enero, si el gran F.S.M. quiere. Así pues:

¡Feliz 2009!

miércoles, diciembre 24

Un relato navideño: "Ensayo general"

Queridos amigos, merodeadores todos: La Fraternidad de Babel se creó en diciembre de hace tres años y, desde el primer momento, incluí un relato navideño mío como forma de felicitaros las fiestas y haceros un pequeño obsequio. Por lo general, los relatos los escribía con cierta antelación, pero este año se me echaron las fechas encima y no tenía nada escrito ni pensado (las razones las encontraréis en la entrada anterior). A punto estuve de tirar la toalla, pero me jodía incumplir ese pequeño ritual, así que le di vueltas y más vueltas hasta que, anteayer, se me ocurrió una idea. Escribí el relato ayer y lo he corregido esta mañana, así que disculpadme si no está todo lo pulido que vosotros os merecéis.

El relato se llama "Ensayo general" y en este momento carezco de la perspectiva necesaria para discernir si es bueno, malo o una mera chorrada simpática. Lo más probable es que sea esto último. En cualquier caso, no voy a engañaros: el regalo no es el relato; de hecho, el cuento es mío, tiene mi copyright y quién sabe si algún día lo publicaré en algún sitio. Está escrito por y para vosotros, pero me pertenece. No obstante, puede que cuando lo leáis vuestros labios dibujen una sonrisa; pues bien, esa sonrisa será mi regalo.

En definitiva, eso es lo que os deseo: un año lleno de sonrisas y que la palabra “lágrimas”, de tan poco utilizarla, acabe difuminándose en vuestra memoria. Felices fiestas, feliz año nuevo y un abrazo grande, grande, grande.


Ensayo general
by César Mallorquí
Los tres viajeros procedentes de oriente llevaban meses siguiendo a la estrella. Podemos llamarlos Melchor, Gaspar y Baltasar, aunque esos no eran sus auténticos nombres; en realidad, nadie sabe a ciencia cierta cómo se llamaban, pero la tradición ha querido denominarlos así y con eso deberá bastarnos. Además, probablemente sus verdaderos nombres eran tan difíciles de pronunciar como imposibles de transcribir a letra impresa. Melchor, Gaspar y Baltasar, con eso tenemos más que suficiente.
El viaje había sido largo, incómodo y lleno de peligros e incidentes; y lo peor de todo: nadie sabía cuándo iba a concluir. Llevaban tanto tiempo lejos de sus hogares que Gaspar y Baltasar comenzaban a preguntarse si no se habían precipitado un poco al hacer caso a Melchor cuando, meses atrás, les dijo:
—He tenido un sueño profético. He soñado que el hijo de Dios nacerá de una virgen y un carpintero en una gruta de un pequeño poblado. Debemos ir en su busca para postrarnos ante él, adorarle y colmarle de obsequios.
—Pero, ¿dónde nacerá exactamente? –preguntó Baltasar.
—Lo ignoro –respondió Melchor-; pero en mi sueño se me ha revelado el modo de encontrarlo. Todos hemos visto esa nueva estrella que surca, luminosa, el firmamento nocturno, ¿no es cierto? Pues bien, lo único que debemos hacer es seguirla.
—¿Seguir a una estrella? –musitó Gaspar, no del todo convencido.
Lo cierto es que se trataba de una idea peculiar, por no decir extravagante, pero Melchor era un sabio, igual que Gaspar y Baltasar, y no hay nada más sabio que hacer caso a los sabios, así que se aprovisionaron de víveres, se despidieron de sus familiares, amigos y criados, subieron a sus monturas y partieron en pos de la estrella. Al principio les pareció una buena idea –no todos los días nace el hijo de un dios-, pero después de tanto tiempo de infructuoso vagabundeo por tierras extrañas, siempre con las cabezas alzadas para contemplar el cielo, aparte de tortícolis, cualquier hijo de vecino acabaría sufriendo cierto desánimo. De modo que una tarde, mientras atravesaban un territorio más bien deprimente debido a su escasa feracidad, Gaspar, harto de aquel inútil periplo, preguntó con el ceño fruncido:
—¿Falta mucho, Melchor?
Con una apacible sonrisa, Melchor declaró:
—Ya estamos muy cerca. Supongo que, igual que yo, habréis advertido que, conforme pasaban los días, el brillo de la estrella ha ido aumentando. –Señaló el cielo-. Fijaos, ahora incluso de día es visible, lo cual sin duda significa que estamos muy próximos a nuestra meta.
Tenía razón; la estrella brillaba en el cielo diurno como un jirón de luz desprendido del Sol. Los tres viajeros, animados en su propósito por aquel resplandor sobrenatural, prosiguieron su marcha, tan casados como decididos a alcanzar su meta cuanto antes. Horas más tarde, al anochecer, se toparon con un grupo de pastores, leñadores y cazadores que caminaban entonando cánticos de gloria y bendición.
—¿Adónde os dirigís? –les preguntó Baltasar cuando llegaron a su altura.
—A adorar al hijo de Dios, que está pronto a nacer –respondió un pastor.
—Unos ángeles se nos aparecieron –terció un leñador- y nos comunicaron la buena nueva.
—Le llevamos regalos –concluyó un cazador, mostrando las piezas que había cobrado.
Los tres viajeros intercambiaron miradas de júbilo.
—¿Dónde se halla el niño? –preguntó Melchor con el rostro arrebolado.
—No muy lejos –respondió un buhonero-. Seguid este camino, nobles señores, y deteneos en el primer poblado que encontréis. Allí, en una covacha, daréis con el divino infante.
Los viajeros de oriente, estimulados por tan tonificantes noticias, reemprendieron la marcha con renovado optimismo. No tardó en caer la noche, pero la luz de la estrella era tan brillante que iluminaba el paisaje con más intensidad que una luna llena, así que los tres jinetes siguieron camino adelante sin detenerse a descansar, hasta que, una hora después de la medianoche, llegaron a un humilde poblado, apenas un puñado de casas de adobe y paja. No tuvieron que buscar mucho; al oeste de la aldea, cerca de una misérrima posada, había una peñas a cuyo pie se abría la entrada de una cueva. En torno a ella se congregaban, expectantes, grupos de pastores y lugareños; un milagroso haz de luz incidía sobre la gruta y el dulce cántico de un coro de ángeles resonaba en las alturas. La estrella resplandecía como un nuevo sol en el firmamento.
Los viajeros desmontaron de sus cabalgaduras, las amarraron a un árbol cercano y, abriéndose paso por entre el gentío, entraron en la cueva. Y ahí los encontraron, frente a una hoguera: el carpintero de pie, apoyado en un cayado, y la virgen a su lado, sentada, meciendo la rústica cuna de madera que había confeccionado su esposo. Al instante, los tres viajeros se postraron en el suelo y, tras unos minutos de alabanzas, depositaron al pie de la cuna los regalos que habían traído consigo: oro, incienso y mirra. Luego, casi sin atreverse a alzar la cabeza, Melchor preguntó con timidez:
—¿Podemos ver al niño?
La virgen sonrió bondadosamente y asintió. Los tres viajeros se incorporaron y unieron las cabezas para contemplar al recién nacido que dormía en la cuna. Era bellísimo, con la piel de un intenso verde esmeralda y las escamas brillantes y lustrosas como un mosaico sagrado. De pronto, el niño -a quien podemos llamar Jesús, aunque ese no era su verdadero nombre- abrió los ojos y fijó sus rasgadas pupilas de saurio en los rostros de los recién llegados. Sus fauces perfilaron una sonrisa, mostrando la doble sierra de sus dientes, y alzó una zarpa al tiempo que agitaba en el aire sus tres garritas, como si quisiera atrapar una mariposa invisible.
—¡Ohhhhh...! –exclamó Melchor, agitando su larga y escamosa cola de izquierda a derecha.
—¡Ahhhhh...! –susurró Gaspar, agitando su larga y escamosa cola de derecha a izquierda.
—¡Mmmm...! –murmuró Baltasar, agitando su larga y escamosa cola de arriba abajo.
Entonces, de repente, la tierra comenzó a temblar con creciente violencia y a lo lejos sonaron unos gritos de terror. Un terremoto sacudía los cimientos mismos de la creación. Olvidándose del niño, los tres viajeros abandonaron la cueva a toda prisa y contemplaron atónitos el dantesco espectáculo que se desarrollaba en el exterior. Bajo una luz tan intensa como la del mediodía, los lugareños huían despavoridos mientras grandes brechas se abrían en el suelo a causa del seísmo. Las monturas, tres usualmente apacibles protoceratops, bramaban y se encabritaban, navajeando el aire con sus prominentes crestas óseas. Un creciente estruendo resonaba en los cielos. Los tres viajeros alzaron la mirada simultáneamente y lo que vieron les encogió el corazón y les robó el aliento: la estrella ocupaba ahora casi la totalidad del cielo y parecía precipitarse hacia ellos rodeada por una túnica de llamas.
—Pero qué demonios... –comenzó a decir Gaspar.
Desgraciadamente, no pudo acabar la frase, pues en ese instante el mundo estalló a su alrededor.

* * *

En el cielo reinaba la consternación y el desconcierto. Jesús, sentado a la diestra de su padre, con la mirada perdida y los ojos vidriosos, era incapaz de hablar, de moverse, de reaccionar. Puede que fuese una divinidad, pero recibir en la cabeza el impacto de una roca del tamaño de la isla de Manhattan, lanzada a treinta y cinco kilómetros por segundo, es algo que puede traumatizar hasta al espíritu más puro. Dios contempló el rostro ausente de su hijo, miró luego hacia la Tierra, que poco a poco iba perdiendo su color blanquiazul para transformarse en una sucia esfera grisácea, y se incorporó en toda su majestad.
—¿Quién se ocupaba de controlar la estrella? –preguntó con voz tonante y expresión severa.
Los ángeles agitaron sus alas con nerviosismo, los serafines cesaron de entonar alabanzas, los tronos dejaron de contabilizar el karma de las almas. Tras unos segundos de ominoso silencio, el arcángel Gabriel avanzó unos pasos con la cabeza gacha y las alas mustias.
—Yo me ocupaba de la estrella, oh todopoderoso –respondió con voz trémula.
Dios le miró con una ceja arqueada.
—Bien, Gabriel –dijo en tono alarmantemente calmado-. ¿Qué te pedí que hicieras?
—Que indicara con una estrella el lugar donde nacería vuestro hijo, oh magnánimo.
—¿Y tú qué has hecho?
—Lo que me pedisteis, oh esplendoroso; señalé con una estrella el lugar del nacimiento.
—¡Claro que lo hiciste! –bramó Dios en medio de un centelleo de relámpagos-. ¡Arrojándosela a mi hijo a la cabeza!
Gabriel se encogió sobre sí mismo.
—A decir verdad –musitó-, no era una estrella, oh sapientísimo, sino un asteroide de mediano tamaño.
—Ah, entonces me tranquilizas –repuso Dios en tono sarcástico-. Si sólo era un asteroide pequeñito no hay más que hablar. –Se volvió hacia la corte celestial y demandó-: A ver, ¿quién tiene la lista de daños?
El arcángel Uriel se adelantó con un cuaderno entre las manos.
—Yo la tengo, oh inefable –dijo. Luego, tras echarle un vistazo al cuaderno, declaró-: El asteroide tenía un diámetro de diez kilómetros y al chocar contra la Tierra liberó una energía de cien millones de megatones. El impacto ha lanzado a la atmósfera cincuenta mil millones de toneladas de polvo que, unidas al humo de los incendios y las erupciones volcánicas, bloquearán la luz solar durante meses, acabando con la vegetación y...
—Abrevia, Uriel –le interrumpió Dios-. ¿Cuántos velocirraptores sapiens han sobrevivido?
—Ese cómputo es sencillo, oh ubicuo: cero. No ha quedado ni uno.
—Ah, fantástico –dijo Dios, comenzando a pasear de un lado a otro con las manos entrelazadas a las espalda-; nos tiramos no quiero ni pensar cuántos millones de años para crear una especie inteligente y Gabriel se la carga de un asteroidazo. Qué bonito.
—Pues eso no es todo, oh perfectísimo –prosiguió Uriel-. A causa del invierno nuclear, se extinguirán la práctica totalidad de los dinosaurios, y los pocos que queden acabarán a la larga por convertirse en pájaros.
—No pretendo decir “ya os lo dije”, oh sublime –terció el arcángel Baraquiel, asesor creativo-; no obstante, ya os dije que el modelo de sangre fría es eficaz, simple y robusto, sí, pero demasiado sensible a los cambios del ecosistema y...
—Bueno, basta ya –le interrumpió Dios-. Todo eso contádselo a Darwin cuando llegue el momento. –Se volvió hacia el tembloroso Gabriel y le espetó-: Así que, según tú, señalar un lugar y causar una extinción masiva viene a ser la misma cosa, ¿no? ¿Te importaría explicarme por qué demonios te pareció una buena idea lanzar esa roca contra mi planeta?
Gabriel tragó saliva antes de responder.
—Vos deseabais que la estrella marcara el lugar del nacimiento, oh excelso –musitó-. Pero si dejaba la estrella muy alta en los cielos... en fin, pensé que sería complejo para los mortales trazar la perpendicular sobre la esfera terrestre. Cuanto más cerca la situase, más fácil sería señalar con precisión el lugar, así que la dejé caer sobre el punto exacto...
—Es decir, sobre la cabeza de mi hijo –replicó Dios con los brazos en jarras-. ¿Y no se te pasó por la mente que haciendo eso te lo cargarías?
—Claro que lo pensé, oh alfa y omega, pero creí haberos entendido que deseabais que muriese...
—¡Sí, dentro de 33 años clavado en una cruz –bramó Dios-, pero no a la media hora de nacer pulverizado por un asteroide!
Un silencio sepulcral se abatió sobre el cielo; ni siquiera los querubines, por lo usual bulliciosos y traviesos, se atrevían a moverse. Dios respiró hondo y contó mentalmente hasta diez millones; tenía que controlar su mal genio, se dijo.
—Bien, vale, de acuerdo –murmuró en tono sosegado-; lo hecho, hecho está y no hay que darle más vueltas. A fin de cuentas, las cosas no suelen salir bien a la primera. Vamos a tomarnos esto como un ensayo general, pero la siguiente vez que lo intentemos quiero que todo salga perfecto. –Se volvió hacia Gabriel-. Tú volverás a ocuparte de la estrella, pero antes tendrás una charla larga y tendida acerca de la gravedad con sir Isaac Newton. ¿Me has entendido?
—Sí, oh sursum corda –repuso el arcángel postrándose a sus pies.
Dios se ladeó el halo, se mesó la barba y sonrió bonachonamente.
—Bueno –dijo-, hoy es Navidad, así que vámonos todos a casa. Pero dentro de sesenta y cinco millones de años volveremos a reunirnos aquí y lo intentaremos de nuevo. –Echó a andar hacia la salida y agregó-: A ver si con los mamíferos tenemos más suerte.


sábado, diciembre 20

Atropellado por la Navidad

Aunque se supone que un blog es algo así como un diario personal colgado en la Red, no suelo relatar aquí los avatares de mi vida cotidiana, entre otras cosas porque mi vida cotidiana es muy poco interesante. Si lo hiciese, las entradas serían más o menos así:

“Me despierto a las ocho menos cuarto, me ducho, me visto, me preparo un café y me lo llevo al despacho. Enciendo el ordenador; mientras me tomo el café y escucho la radio, reviso el correo y me doy un garbeo por mis sitios habituales de Internet. A eso de las nueve y media reviso lo que he escrito el día anterior y luego me pongo a escribir. Sigo escribiendo hasta las 14:00. Preparo la comida y como. Me quedo en el salón leyendo hasta las cuatro y media o las cinco, regreso al despacho y sigo escribiendo hasta las nueve y media de la noche. Ceno algo (fruta o queso por lo general), veo la tele si es que hay algo que ver y, a las doce, me voy a la cama. Leo hasta la una o una y media de la madrugada y me duermo”.

Por supuesto, hay variaciones sobre este esquema, pero mi ritual cotidiano básico es ese. Un coñazo, vamos. Un coñazo para vosotros, no para mí, porque mientras escribo viajo a lugares lejanos, conozco a gente interesante, corro aventuras y me entero de cosas que desconocía. El problema es que todo eso ocurre en mi mente, un lugar en el que por ahora, y salvo posesiones demoníacas, sólo vivo yo. De modo que, ¿cómo voy a convertir Babel en un diario? Sería un espanto.

No obstante, los últimos dos años han sido diferentes, me han sucedido cosas que quizá merecían ser contadas. Pero no quise contarlas, no podía hacerlo. Ya lo haré, me dije, lo contaré todo cuando ocurra X, si es que ocurre. Pues bien, X ocurrió. El pasado mes de septiembre, para ser precisos. Y no conté nada. Ya lo haré en Navidad, pensé; a fin de cuentas, mi historia tiene cierto aire navideño, aunque sólo sea por las emociones que trae aparejadas y por un final más o menos feliz. Pues bien, llegan las navidades y no os cuento nada, me callo, soy una tumba. Porque no puedo. Materialmente, no puedo.

Veréis, a mediados del año pasado firmé con Espasa un contrato para la publicación de mi novela El juego de Caín en el que me comprometía a escribir una segunda novela basada en el mismo personaje, Carmen Hidalgo. La fecha de entrega era septiembre de este año. Durante la segunda mitad de 2007 intenté escribir la tercera entrega de la serie Little Jim (Jaime Mercader), pero apenas pude redactar cincuenta páginas; ya os explicaré por qué. Bien; en diciembre tenía listo todo el argumento de mi nueva novela sobre Carmen Hidalgo. Mi propósito era comenzar a escribirla en febrero. Pero en enero sucedió algo horrible: se me ocurrió una idea que mejoraba el argumento de la novela. Pero eso significaba cambiar la mayor parte de la trama que ya tenía pensada, así que no pude ponerme a escribir hasta marzo. Y también sucedió otra maldita cosa: al remodelar el argumento, el tamaño de la novela se me escapó de las manos. Mi nueva idea mejoraba la trama, entre otras cosas porque la complicaba, pero eso se traducía en una mayor extensión.

Septiembre pasó, y octubre, y noviembre, y aquí estoy, a comienzos del último tercio de diciembre; llevo cien páginas más de lo previsto y todavía no he acabado la maldita novela de los cojones. Sí, ya sé ve luz al fondo del túnel, ya tengo claros los pasos que he de dar para llegar al final, pero aún queda trabajo. Por eso ahora sólo escribo un post a la semana, por eso no puedo contaros la historia que quiero contaros, porque para hacerlo necesito tiempo y sosiego, y dejar de pensar de una vez por todas en Carmen Hidalgo.

Y por eso estamos a 20 de diciembre y todavía no se me ha ocurrido ningún argumento para el tradicional cuento de Navidad de La Fraternidad de Babel. ¡ARGGGGGG! No se me ha ocurrido, porque no he tenido tiempo de pensar en ello. SIGH...

Bueno, me quedan cuatro días, quizá se me ocurra algo. El año pasado os contaba que me había vuelto muy navideño, en el sentido pagano de la palabra. Mañana es el solsticio de invierno, mi día favorito, mi noche preferida, y no estoy preparado. Maldita novela... ¿Quién dijo que ser escritor tiene algo de bueno?

Hoy, a las 19:45, vuelve mi hijo Óscar de Finlandia, donde está estudiando 4º de Empresariales gracias a una beca Erasmus. Hace cuatro meses que no nos vemos y estoy deseando darle un abrazo. Esta noche cenaremos con él en Tapelia, porque le apetecía zamparse una paella. Mañana iremos al Asian Gallery.

Mi nueva novela de Carmen Hidalgo (El juego de los herejes, por ahora) transcurre en diciembre. De hecho, lo que estoy escribiendo en este momento pasa el 20 de diciembre; es decir, hoy. El tiempo real y el tiempo de ficción coinciden; es algo así como un equinoccio en el solsticio. Espero acabar a mediados de enero. Entonces os contaré mi historia y sabréis por qué estuve a punto de cerrar La Fraternidad de Babel, y cómo el blog me ayudó a seguir adelante. Es una historia de amor, amistad, decadencia y muerte, una historia de lágrimas, pero también de alegría y resurrección.

Mientras tanto, debo pensar en mi novela y en el cuento navideño de las narices. Help! ¡No se me ocurre nada! En fin, me fumaré un canuto y confiaré en que mi mente se deslice por la senda de la inspiración.

Son las 13.25 del 20 de diciembre. Este año tengo la sensación de que me ha atropellado la Navidad.

domingo, diciembre 14

Bettie

El 16 de diciembre de 2005, la duodécima entrada de este blog estaba dedicada a ella, aunque había un error: yo la llamaba Betty, pero en realidad se llamaba Bettie (un error muy frecuente, por cierto). Hace tres años decía:

“En España no es muy conocida, así que te sorprenderá saber que hay más fotografías de Betty Page que de Marilyn Monroe. Pero en el fondo es normal, porque Betty -en realidad Bettie Mae Page- no era actriz, sino pin-up, una modelo fotográfica. Betty nació en 1923, en Tennessee, estudió sociología y trabajó como profesora. Y no quiero ni imaginarme la sobrecarga hormonal que debió de provocar entre sus alumnos. Luego, intentó conseguir un contrato en Hollywood, pero tuvo que conformarse con posar para fotógrafos; era una chees cake, como las llamaban por aquel entonces. A principios de los 50, conoció a los hermanos Klaw, especialistas en fotografía erótica y fetichista, y comenzó a colaborar con ellos, convirtiéndose en la reina del bondage. En 1955, apareció en las páginas centrales de Playboy y, justo entonces, un tsunami de puritanismo -uno más de los muchos que han asolado USA, en este caso abanderado por el senador Kefauver- se llevó por delante su existosa carrera de star erótica. Y Betty desapareció de la faz de la tierra, se disolvió en la nada; pero, desde entonces, su leyenda no ha hecho más que crecer”.

El pasado día 11, Bettie falleció a los 85 años de edad. Nadie sabe exactamente lo que fue de su vida desde que, hace medio siglo, cuando contaba treinta y cuatro espléndidos años, se retiró de la vida pública. Dicen que se convirtió en cristiana renacida (como Bush; eso debe de ser una epidemia), arrepentida de su pasada vida pecaminosa. Dudo que sea cierto esto último; en primer lugar, porque su vida no fue demasiado pecaminosa. Nunca hizo porno y sus fotos y películas eróticas resultan hoy de una inocencia enternecedora. Tampoco hubo escándalos en su vida privada, salvo un supuesto romance con la fotógrafa Bunny Yeager (autora de la foto que preside esta entrada); de hecho, tras retirarse volvió a contraer matrimonio con su primer marido. Pero no es sólo que no tuviera nada de lo que arrepentirse, sino que además, creo que Bettie, la cristiana renacida, estaba tremendamente orgullosa de la mujer que fue y de la fama que adquirió con el tiempo. Prueba de ellos es que en los últimos años, cuando asistía a convenciones celebradas en su honor, rogaba que nadie la fotografiase, pues quería que la gente conservara en la memoria sólo el esplendor de su juventud. La foto que acompaña a este párrafo es la más reciente que he encontrado en Internet. Supongo que cuando se la hicieron debía de tener cincuenta o sesenta y tantos años, pero sigue percibiéndose su belleza, su encantadora sonrisa y su simpatía. Y aquel flequillo imposible sigue estando ahí; estoy seguro de que murió con él.

En mi opinión, Bettie fue una de las mujeres más bellas que jamás han sido fotografiadas y poseía un cuerpo escultural, pero la clave de su éxito residía en otra cosa: su simpatía y su inocencia. Bettie podía estar desnuda, o empaquetada en una compleja red bondage de nudos, o azotándole el trasero a una rubia oxigenada, pero hiciera lo que hiciese, parecía completamente inocente, lo más lejano a la procacidad que uno pueda imaginar, como si aquello no fuera más que una broma. Resulta agradable contemplar a Bettie; uno la ve y automáticamente se convence de que esa chica, ese bombón, no es sólo un objeto sexual, sino una persona simpática, buena y encantadora.

Vale, lo reconozco, siento debilidad por Bettie Page; es más, voy a confesaros algo: cuando la miro no pienso en lo fantástico que hubiera sido echarle un polvo, sino en lo maravilloso que hubiera sido enamorarme de ella. Creo que mi querida Bettie es uno de los mejores motivos imaginables para inventar la máquina del tiempo.

Ahora dicen que Bettie ha muerto, pero no es cierto; murió la cristiana renacida, pero la reina de los nudos y los azotes existirá para siempre en miles de fotografías y unas cuantas malas películas que se convierten en sublimes única y exclusivamente porque ella está ahí. Como pequeño homenaje, tres igualmente pequeños cortos de 8 mm, realizados por los Klaw, que he encontrado en YouTube. Si pincháis AQUÍ, veréis a Bettie bailando en Teasearama; si pincháis ACÁ, la veréis en B. P. dances to the Seeds; y si pincháis ACULLÁ, os la encontraréis en una fantasía oriental a la que la palabra kitsch le sienta como un guante.

Bettie Mae Page 1923-2008. Fue bella y simpática. Descanse en paz.


martes, diciembre 9

Tres

Qué cabeza la mía; de no ser por Jorge, un amable y memorioso merodeador (esto parece un trabalenguas), me habría olvidado por completo. Hoy se cumple el tercer aniversario de La Fraternidad de Babel. Tres años, carajo, cómo pasa el tiempo... Aunque, para ser sincero, se me antoja que ha transcurrido una eternidad desde que escribí el primer post. Han sucedido demasiadas cosas durante este tiempo, tanto en el ciberespacio como en el mundo real; acontecimientos inauditos, como morir y resucitar, lo que no es moco de pavo. Tres años merodeando por Babel, tres años de charlas con amigos invisibles, tres años de escritura libre, tres años dejando hablar a mi inconsciente, tres años enriqueciéndome con vuestros comentarios, tres años explorando islas imaginarias y países inexistentes, tres años de libros, comics y películas, tres años con vosotros. Menudo lujo.

La Fraternidad de Babel existe porque vosotros queréis que exista; el día que le deis la espalda, la torre se desplomará. Así que gracias a todos vosotros, gracias por elegir este sendero para algunos de vuestros paseos, gracias por compartir sueños, gracias por jugar conmigo, gracias por haberme apoyado incluso cuando no sabíais que me estabais apoyando, gracias por vuestra conversación, gracias por escucharme, gracias por contradecirme, gracias por ser y estar, gracias por visitar Babel...

Muchas, muchas, muchas gracias. De todo corazón.

Muertes encadenadas

Supongo que se trata de una falsa impresión, pero siempre he pensado que las muertes se producen a pares, como las cerezas. No me refiero a muertes en mi familia, ni en mi círculo de amigos, sino a decesos de personajes más o menos públicos que, de algún modo, forman parte de mi bagaje cultural. Por ejemplo, cuando me entero de la muerte de algún escritor al que he leído, inmediatamente espero que fallezca alguien –otro escritor, un actor, un dibujante, lo que sea- perteneciente a ese mismo bagaje. Y esa especie de ley se cumple con inusitada frecuencia, aunque debe de ser alguna clase de espejismo estadístico. El caso es que en el último mes se han producido no dos, sino tres muertes en el ámbito de mi territorio culturosentimental.

El pasado cuatro de noviembre palmó Michael Crichton, un escritor popular de esos que parecen existir sólo para vender muchos ejemplares y para ser despreciados por los críticos. A escritores así suele colgárseles el cartelito de “hacedor de best sellers” y ya está, como si todos fueran iguales, como si “best seller” significara algo más que muchas ventas. Pero claro, un escritor que vende mucho siempre es sospechoso. En cualquier caso, es cierto que Crichton escribió muchas malas novelas, y que llevaba un montón de años sin publicar nada decente. No obstante, conservo un gratísimo recuerdo de cuatro novelas suyas, cuatro título que, al menos en mi memoria, se me antojan auténticas joyas de la literatura popular. La amenaza Andrómeda (1969), El gran robo del tren (1975), Devoradores de cadáveres (1976) y Parque Jurásico (1990). Respecto a estas dos últimas, me atrevería a decir que Devoradores de cadáveres es la mejor versión moderna del Beowulf, y que Parque Jurásico es la mejor novela de dinosaurios después de El Mundo Perdido de Conan Doyle.

El cuatro de diciembre falleció Forrest J. Ackerman. No era escritor, ni artista, ni editor; era, sencillamente, un super aficionado a la ciencia ficción y el terror, tanto en el terreno literario como en el cinematográfico. Un mega-fan, quizá el primer friki de la historia. Publicó una revista semi-profesional, Famous Monsters of Filmville, y fue agente de algunos escritores, entre ellos Isaac Asimov y Ray Bradbury. Pero lo que le hizo famoso en el mundillo del género fue su hiperactividad como fan y el hecho de poseer la mayor colección del mundo de libros y objetos relacionados con la cf, el terror y la fantasía. Era un tipo simpático y, en lo que a mí respecta, “siempre estuvo ahí” (el buen hombre contaba 92 años al morir).

Por último, el 7 de diciembre murió Gérard Lauzier, uno de los más grandes autores del comic mundial; aunque no se dedicaba sólo a los tebeos, pues también escribía teatro y dirigía películas (como Crichton, por cierto). Lauzier practicaba el noble y afilado arte de la sátira y, a través de sus comics, fustigó con ácido humor a la sociedad francesa de su tiempo, a la burguesía ilustrada, a la izquierda divina y a la intelectualidad de pacotilla. Obras como Cosas de la vida, La carrera de la rata, Las sextraordinarias aventuras de Zizi y Peter Panpan o Diario del artista son indispensables, no ya para los aficionados a los tebeos, sino para cualquier amante de la buena narrativa. Lauzier no era un gran dibujante, pero sí un soberbio guionista. Como he dicho en alguna ocasión refiriéndome a otros autores fallecidos, recémosle leyéndole.

En fin, amigos míos, espero que con esta ristra de tres muertes se mantenga en stand by durante mucho tiempo este extraño caso de sincronismo mortuorio que me aqueja.

miércoles, diciembre 3

Feo y bajito

Siempre he pensado que el aspecto externo de la gente no tiene nada que ver con su naturaleza interna; vamos, que eso de que la cara es el espejo del alma se me antoja una soplapollez. He conocido a personas bellísimas por fuera que eran horribles por dentro, y a individuos feísimos cuya belleza interior deslumbraba. De igual modo, existen tipos bajitos que ocultan a un gigante, y gigantes que llevan a un enano en su interior. Hay casos chocantes; por ejemplo, conocí a un locutor de doblaje, ya fallecido, que tenía una de las voces mas hermosas que jamás he oído; baste decir que doblaba a Paul Newman. Pues bien, ese señor dotado de una voz bellísima era feo, bajito, enclenque, sucio y, para colmo, desagradable y malaleche. El envoltorio nunca determina la calidad del regalo.

No pretendo decir que la apariencia externa no influya lo más mínimo en nosotros; al contrario, influye y mucho. Pero la forma en que se manifiesta esa influencia depende de nuestra calidad interior. Un tipo bajito y feo dispone de diversas opciones para afrontar la existencia; puede, por ejemplo, asumir su aspecto y vivir tranquilamente sin complejos, o puede compensar su apariencia con una gran brillantez intelectual (Woody Allen es feo y bajito), o puede ponerse alzas y recurrir a la cirugía estética, o puede desarrollar un tremendo complejo de inferioridad y llenarse de rencor hacia todos aquellos que son más alto y guapos que él (es decir, casi todo el mundo). Todo depende de nuestra fortaleza interior y de nuestra personalidad. Es decir, lo que somos por dentro acaba a la larga determinando la percepción que los demás tienen de nosotros, con independencia de nuestro aspecto físico.

Sin embargo, se dan casos –no muchos- en los que el aspecto externo coincide punto por punto con la naturaleza interior. Por ejemplo, hay un político –no citaré su nombre para evitar suspicacias- que es feo, bajito, con bigote, aire huraño y apariencia de mediocre; además, está dotado de una transparencia inaudita: es exactamente lo que parece. Se trata de la clase de feo y bajito que no logra asumir su aspecto y desarrolla un inmenso complejo de inferioridad, el típico personaje que se mueve entre la envidia y el rencor. Porque, además, carece por completo de habilidades sociales; parece antipático a primera vista, pero al profundizar se descubre que en realidad es muy antipático. Me lo imagino en su juventud, escasamente popular, con nulo éxito entre las chicas, entregado con determinación de hierro a sus estudios, a sacar una oposición, soñando con el día en que pueda tomarse la revancha.

El problema es que ese día llegó. Nuestro feo-bajito llegó a la cumbre de su carrera y el complejo de inferioridad se transformó en un rutilante complejo de superioridad. Le recuerdo pasando revista a las tropas, con un abrigo beige de ondeantes alas, como una capa, y una larguísima bufanda blanca al cuello; su ego no cabía en aquella base militar. Así que el enano se creyó un gigante y, al verse rodeado por jugadores más altos que él, puso los pies encima de la mesa y pensó que podía jugar en la NBA, pero todo lo que consiguió fue una triste foto. En una ocasión, tras saberse que unos pobres emigrantes habían sido drogados para facilitar su expulsión, comentó: “teníamos un problema y lo hemos solucionado”. El fin justifica los medios, ese es uno de los pilares de su dudosa ética. Y si no hay ningún fin confesable, se inventa. Así, nuestro super católico feo-bajito no vaciló en mentir para iniciar una guerra ilegal, y luego siguió mintiendo mientras se amontonaban los doscientos muertos que indirectamente causó esa guerra. Pero el fin era bueno: intentar ganar las elecciones.

Al final, la gente se hartó del feo-bajito y le dieron la espalda. Pero el feo-bajito había alcanzado tan altas cotas de pueril vanidad que ya no podía callarse. Y ha seguido hablando y hablando, derramando su rencor, tanto sobre los enemigos como sobre los supuestos amigos. O negando el cambio climático (¿quizá porque está al remunerado servicio de los negacionistas?) y tildando de neo-comunistas a los ecologistas. Últimamente nos hemos enterado de que fue cómplice de torturas institucionales. La verdad es que no me sorprende.

Veréis, ya no se trata de cuál sea su adscripción ideológica; eso da igual, no importa lo más mínimo; muchos de sus correligionarios le dan mil vueltas éticas aunque militen en el mismo partido. No es una cuestión política, sino psicológica o, más bien, psiquiátrica. Antes he dicho que éste era uno de los raros casos en que el aspecto exterior y el interior coinciden punto por punto, pero ahora pienso que estoy equivocado. En realidad, este enano moral es mucho más feo y bajito por dentro que por fuera. Da tanta grima que sólo cabe espetarle la famosísima frase del rey: ¿por qué no te callas? Aunque me temo que no lo hará.