Son las 11:50 de la mañana del 24 de diciembre. Estoy en mi despacho, tecleando en el ordenador. De fondo escucho a mi familia yendo de acá para allá. El día es frío (11º), pero soleado. Y eso, los rayos de sol, activan un pequeño dispositivo que tengo fijado a la ventana. Lo compré en la tienda del Moma, en NY; es un pequeño motor que se activa con una plaquita fotoeléctrica y hace girar dos cristales tallados. Cuando la luz pasa a través de los cristales, se proyectan por mi despacho una infinidad de pequeños arco iris giratorios. Me encanta esa chorrada. Dentro de poco me levantaré para cocinar el relleno de los canelones que tomaremos en Navidad. Me salen de muerte y es lo que siempre comemos el 25 de diciembre (ciclos y ritos, ya sabéis). Luego saldré a hacer las últimas compras y pasaremos la tarde preparándolo todo para la cena de Nochebuena.
¿Me olvido de algo? No, claro que no. Aunque algún que otro merodeador impaciente comenzaba a dudar de ello, aquí tenéis mi habitual regalo de Navidad: un cuento navideño escrito expresamente para vosotros. Se llama Todos los pequeños pecados. Pero este año el relato tiene dos peculiaridades. En primer lugar, comencé a escribirlo hace casi quince años y lo dejé durante todo ese tiempo a medias. Es normal, tengo varios cuentos sin acabar. El caso es que, mientras buscaba argumentos para el cuento de este año, recordé ese relato y me di cuenta de que era muy fácil de adaptar a la Navidad. Terminé de escribirlo y aquí está.
En cuanto a la segunda peculiaridad... veréis, en el texto se describe un incidente que le sucedió durante la infancia al protagonista. Pues bien, ese incidente es real y me ocurrió a mí. El resto de la historia es ficción. Más o menos.
Amigas y amigos, os deseo toda la felicidad del mundo para esta noche, para mañana y para el resto de vuestras vidas. Espero que el relato de este año no os disguste demasiado.
Feliz Navidad. Felices fiestas.
Todos los pequeños pecados
César Mallorquí
César Mallorquí
Como venía ocurriendo desde hacía casi un mes, Enrique despertó en mitad de la noche y ya no pudo volver a conciliar el sueño.
Tumbado boca arriba sobre la cama, con los ojos perdidos en la oscuridad, escuchó la cadenciosa respiración de Alicia, que dormía profundamente a su lado, y experimentó un acceso de rabia, como si el plácido sueño de su mujer fuera una afrenta, y a punto estuvo de despertarla, pero desechó el impulso con un suspiro y pensó en tomar una pastilla. Lo malo era que el químico sueño inducido por el Valium no solo carecía de la textura del descanso verdadero, sino que además le sumía, al despertar, en un desagradable estado de aturdimiento que solía prolongarse durante todo el día. No, nada de pastillas, decidió.
Harto de contemplar el vacío, se levantó de la cama, abandonó el dormitorio procurando no hacer ruido, preparó un vaso de cacao caliente en la cocina y se dirigió a la sala de estar para leer un poco, o para ver la tele, o para escuchar música, o para hacer cualquier cosa que pudiera relajarle, pero la familiar atmósfera del salón se le antojaba ahora tan fría y deprimente como la de un mausoleo, así que a eso de la cinco de la madrugada, abrumado por el silencio, se vistió, salió de la casa y comenzó a deambular sin rumbo fijo por las mudas y desiertas calles (...)
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