Creo que mi relación sentimental con el Tíbet comenzó con un tebeo y una película. El tebeo, como no podía ser de otra forma, era Tintin en el Tíbet, una de las obras maestras de Herge, y la película Horizontes perdidos de Frank Capra, donde Ronald Colman y Jane Wyatt viajan a Shangri-La. Poco después, cuando yo tenía unos doce años, mi amigo José Mari me recomendó que leyera El tercer ojo, la supuesta autobiografía de un supuesto lama llamado Lobsang Rampa. Oh, santo Buda del séptimo chakra, cómo me maravilló ese libro, cómo estimuló mi fantasía infantil haciéndome soñar con exóticos monasterios en las montañas y con monjes vestidos de azafrán capaces de los mayores prodigios. El tercer ojo provocó en mí una fascinación por el budismo y el Tíbet que jamás me ha abandonado.
Años después, descubrí que Lobsang Rampa tenía de monje tibetano lo que yo de bailarín de claqué. En realidad, se trataba del súbdito británico Cyril Henry Hoskin, un escritor de tercera fila que jamás había pisado el Tíbet, pero que afirmaba con todo descaro ser la reencarnación del auténtico Rampa. También descubrí que gran parte de lo que contaba El tercer ojo era una sarta de mentiras que nada tenían que ver con la tradición Tibetana. Pero eso no me decepcionó, porque mi fijación con el Tíbet me había conducido a libros más serios y fiables sobre el tema, como los de Alexandra David-Néel, Michel Peissel o Heinrich Harrer. También me interesé por el budismo, una religión ateísta dotada de un corpus filosófico tan complejo como interesante.
Es decir, seguía fascinado por el Tíbet, pero de una forma diferente. Cuando era niño, me interesaban los aspectos fantásticos del tema, los supuestos prodigios sobrenaturales de los lamas, el yeti, los misterios herméticos... Luego dejé de creer en todo eso, pero lo que quedaba después de despejar el grano de la paja era igual de fascinante o más. El Tíbet había sido una de las sociedades más aisladas del mundo, un inmenso país confinado por las montañas y cerrado en sí mismo cuya sociedad y cultura se había mantenido prácticamente inmutable desde la edad media, una especie de celacanto antropológico.
Si os fijáis, estoy hablando en pasado, porque en 1950 el ejército chino invadió el Tíbet y, nueve años más tarde, sofocó violentamente una rebelión (financiada, por cierto, por la CIA), provocando una masacre y el exilio del Dalai Lama y de miles de tibetanos. Durante la Revolución Cultural de Mao, se destruyeron centenares de monasterios budistas y se erosionó brutalmente la cultura tibetana. Más tarde, cuando la represión violenta menguó, el país invasor inició un plan sistemático de colonización del territorio tibetano por emigrantes chinos. La terminación en 2006 de la línea férrea que une Pekín con Lhasa no ha hecho más que acelerar ese proceso.
Es decir, dejando aparte las masacres y la sistemática violación de los derechos humanos, los gobernantes chinos llevan más de medio siglo destruyendo ese tesoro antropológico que es, o era, la cultura y el estilo de vida tibetano. Es más, están sustituyendo a la población tibetana por otra de origen chino. Hace un par de años, vi en TV un documental sobre Lhasa, la capital del Tíbet, y se me cayó el alma a los pies. Esa ciudad llena de horribles construcciones modernas no tenía nada que ver con la Lhasa que yo había recorrido en los libros. Sí, ahí seguían estando el Potala, el antiguo y descomunal palacio donde vivía el Dalai Lama, o el templo Jokhang, donde se guarda el sagrado Buda de oro de la princesa Chif-Zuent, pero todo lo demás era un espanto arquitectónico, una violación cultural, como el palacio de Carlos V en la Alhambra.
Hoy, el Tíbet vuelve a ser noticia por las protestas encabezadas por los lamas y por la represión del ejército chino. ¿Cuántos tibetanos han muerto desde que comenzaron los disturbios? Ni idea, nadie lo sabe en occidente. Pero lo que sí sabemos es que los Juegos Olímpicos de Pekín comenzarán el ocho de agosto de este año. ¡Viva el deporte!
Bueno, todas estas reflexiones están muy bien, pero vamos a intentar contemplar las cosas desde otro punto de vista. La versión romántica y New Age del Tíbet pre-chino describe a una sociedad profundamente espiritual, paternalmente guiada por los benévolos lamas y compuesta por felices campesinos y artesanos de vida pacífica, larga y tranquila. Es decir, algo así como Shangri-La. Pero esto no es ni mucho menos cierto.
Durante 300 años, el Tíbet estuvo dominado por el Imperio Mongol, hasta que en el siglo XVI. Altan Khan concedió la independencia al territorio, cediendo el gobierno al tercer Dalai Lama. Cien años más tarde, el quinto Dalai Lama fue nombrado Rey del Tíbet, iniciándose así una curiosa monarquía basada en las reencarnaciones.
E instaurándose, de paso, una férrea teocracia que nada tenía de espiritual. La inmensa mayor parte de las tierras fértiles pertenecían a los lamas, de modo que el estatus de la población era el vasallaje. Por otro lado, existía una aristocracia local de la cual surgían, qué curioso, los principales dignatarios religiosos y las más elevadas reencarnaciones. La presión del lamaísmo, su tremendo conservadurismo, su auto-aislamiento, mantuvo a la población sumida en la incultura y el atraso hasta épocas muy recientes. La vida del pueblo tibetano era durísima, no sólo por las ya de por sí duras condiciones del territorio, sino también por la carencia de medicina moderna, educación, higiene o alimentación adecuada (entre otras cosas, porque el lamaísmo prohibía a sus súbditos comer carne). Es decir, Tenzin Gyatso, el actual Dalai Lama, nos puede parecer muy cordial y simpático, un tipo bonachón que dice cosas muy espirituales, pero no debemos olvidar que representa a un régimen tan tiránico o más que el ejercido por China. Y, por otro lado, es innegable que los tibetanos viven mejor hoy que cuando los lamas ejercían su dictadura.
Lo cual, por supuesto, no justifica la invasión de China, ni la represión, ni las masacres, ni la destrucción del patrimonio cultural. Todo eso es horrible, como terrible es para la antropología la desaparición forzada de la cultura tradicional tibetana. Pero, desde un criterio humanista, el lamaísmo era una aberración que atentaba contra numerosos derechos fundamentales (igual que atenta China, me apresuro a aclarar). No, aquello no era Shangri-La, sino una tiranía religiosa, igual que hoy es otra clase de tiranía. Y entre medias estaba y está el sufrido pueblo tibetano, engañado, sojuzgado, oprimido por unos y por otros, masacrado, invadido, anulado... Como casi todos los pueblos pobres, supongo.
Y es que, amigos míos, los lugares exóticos son maravillosos para leer sobre ellos y extraordinarios para visitar, pero terribles para vivir.
Un enclave tutelado por César Mallorquí, el Abominable Hombre de las Letras, en colaboración con la Sociedad de Amigos del Movimiento Perpetuo. Si no te interesa la literatura, el cine, el comic, los enigmas, el juego y, en general, las cosas inútiles, aparta tus sucias manos de este blog.
lunes, marzo 31
lunes, marzo 24
1 - 4 - 9
El pasado día 19, a los noventa años de edad, murió Arthur C. Clarke, uno de los más famosos escritores de ciencia ficción y último superviviente del triunvirato que comandó y conformó la cf clásica (los otros dos fueron Isaac Asimov y Robert Heinlein). Tras la muerte hace no mucho de Jack Williamson, el decano del género, creo que de los escritores clásicos (aquellos que publicaron durante la llamada Edad de Oro) ya sólo sobrevive Ray Bradbury. Una pequeña era está a punto de terminar.
¿Era Clarke un buen escritor? No estoy seguro; supongo que la respuesta es sí y no. A decir verdad, lo que le dio la fama a Clarke fue un hecho extra-literario: su colaboración con Stanley Kubrick en el guión de la película 2001: Una odisea del espacio. Clarke escribió la novela del mismo nombre después de finalizar el guión, mientras se estaba preproduciendo y rodando el film; de hecho, la novela está basada en el borrador inicial, que luego fue alterado durante el rodaje, razón por la cual los finales del libro y de la película difieren. Por cierto, recuerdo que allá por el 67 o el 68 leí que Kubrick (que vivía en Inglaterra) y Clarke (que vivía en Sri Lanka) se comunicaban entre sí mediante ordenadores conectados a la red telefónica. Por entonces, aquello me pareció pura ciencia ficción... y ahora es algo tan normal y corriente como encender la luz, algo que de hecho estoy haciendo ahora mismo al escribir este post. Qué cosas, ¿verdad?
Volviendo a la calidad literaria de Clarke, ¿es 2001: Una odisea del espacio (1968) una gran novela? No, no lo creo; la película es mucho mejor, con diferencia. Sin embargo, el film de Kubrick está basado en dos historias previas de Clarke, y ahí si podemos evaluar con mayor precisión la valía del autor. Veréis, Kubrick era un tipo más raro que un perro a cuadros; su ego era tan descomunal que, cuando rodaba una película no pretendía hacer una buena película, sino la mejor película jamás filmada del género en cuestión al que perteneciese el film. Así pues, a mediados de los sesenta Kubrick se propuso hacer la mejor película de ciencia ficción de la historia (algo, todo sea dicho, no demasiado difícil por aquel entonces). Para ello, comenzó a buscar material literario de ciencia ficción en el que basarse, y lo encontró en El centinela (1951), un relato corto de Clarke. No me extraña esa elección, pues a mi modesto parecer, se trata de uno de los mejores cuentos jamás escritos (de cf o de cualquier otro género). El problema era que el argumento de El centinela no daba para una película, de modo que Kubrick recurrió a otra historia de Clarke, la novela El fin de la infancia (1953), de la que no tomó el argumento, pero sí su tema central: la elevación de la humanidad a un nivel superior de existencia gracias a la intervención de una raza extraterrestre. La película está dividida en cuatro partes; la segunda se centra en el tema de El centinela, la primera y la cuarta se basan (muy libremente) en El fin de la infancia y la tercera se aparta ligeramente del tema básico del film para fijar la mirada en la inteligencia artificial a través de HAL 9000 (supongo que ya lo sabe todo el mundo, pero la siguiente letra a la H es la I, la siguiente a la A es la B y la siguiente a la L la M... IBM).
Leí El fin de la infancia hace muchos años y no la he vuelto a revisar desde entonces, así que no estoy seguro de su calidad. En su momento me gustó y está considerada un clásico del género, de modo que supongo que es una buena novela. Por el contrario, sí he releído El centinela hace relativamente poco y me sigue pareciendo un cuento extraordinario. Dicen que Clarke era el más filosófico de los autores clásicos de cf y en este relato lo demuestra; en las breves páginas del cuento, Clarke señala hacia las estrellas y, como buen filósofo, no ofrece ninguna respuesta, pero plantea una pregunta inesperada y pone ante nuestras narices todo el profundo misterio del universo. Una obra maestra.
Algo semejante ocurre en su novela Cita con Rama (1973), una historia donde sucede todo y, al mismo tiempo, no sucede nada. De nuevo Clarke nos enfrenta a lo numinoso (en sentido laico) planteando preguntas, nunca ofreciendo respuestas. También hace mucho que leí esta novela; en su momento me entusiasmó y está considerada un clásico, pero sin releerla poco más puedo decir.
Su otra gran novela es La ciudad y las estrellas (1956), una melancólica mirada hacia el futuro lejano que narra los últimos tiempos de la humanidad. El resto de sus relatos largos, si mal no recuerdo, son bastante mediocres. A partir de los 80 comenzó a convertir en series sus novelas más apreciadas (2001 y Rama), algo no sólo absolutamente innecesario, sino también contradictorio con su anterior estrategia, pues se puso a ofrecer respuestas vulgares a las magníficas preguntas que antes había formulado. También comenzó a colaborar con otros autores, más jóvenes y menos famosos: ellos ponían el curre y Clarke el nombre. En fin, una larga y lánguida decadencia volcada en el comercialismo literario.
¿Eso es todo? ¿Tres o cuatro novelas y un cuento? Pues no, no es todo; como suele ocurrir con muchos autores de cf, lo mejor de Clarke son sus relatos cortos. Quizá el más conocido de ellos (pues se incluyó en el best seller El retorno de los brujos) sea Los 9000 millones nombres de dios, otra nueva visita a lo numinoso. En particular, recuerdo con mucho cariño su obra Cuentos de la taberna del Ciervo Blanco (1957), una antología de relatos donde el autor mezcla fantasía y humor con notable brillantez. Quizá éste sea el libro más británico de Clarke, el escritor inglés de cf más norteamericano.
En resumen, Clarke no era ni mucho menos un buen prosista ni un gran narrador, pero en sus mejores momentos conseguía transmitir al lector con sorprendente habilidad lo que, sin duda, constituía la esencia de su literatura: el misterio. Nadie como él nos ha mostrado con tanta intensidad el misterio del universo, y sólo por eso vale la pena derramar una lágrima por su pérdida.
Pero en mi caso hay además razones sentimentales. A finales de 1968, cuando 2001: Una odisea del espacio se estrenó en España, yo era un chaval de 15 años totalmente enganchado a la ciencia ficción. Mi hermano mayor, Big Brother, había visto la película unos meses antes, en Londres, y me trajo el programa, un folleto magníficamente editado con fotos del film (que todavía conservo como un tesoro); no sé cuánto tiempo pasé mirando embobado ese programa. Luego se estrenó la película, pero yo estaba castigado por haber sacado malas notas y no podía ir al cine. Sin embargo, mi padre se apiadó de mí y una mañana de domingo me llevó a verla... ¿Os podéis imaginar lo que, en 1968, significó para un chico de 15 años fanático de la cf contemplar 2001: Una odisea del espacio? Por primera vez veía lo que tantas veces había imaginado leyendo; no unos efectos especiales más o menos cutres, sino imágenes del espacio absolutamente reales, el nivel máximo de calidad jamás conseguido por el trucaje analógico. Salí del cine flotando, totalmente feliz, y ahí estaba mi padre, conmigo, a mi lado. Pocas veces me sentí tan cerca de él como en esa ocasión.
¿No os sucede a vosotros que conserváis recuerdos muy nítidos de momentos aparentemente intranscendentes? A mí sí. Por ejemplo: abril de 1972, once meses después de la muerte de mi madre y siete antes de la muerte de mi padre, aunque entonces, claro, eso no lo sabía. Un sábado por la mañana salí con mi viejo 600 a hacer no importa qué; de vuelta a casa (hacía un fantástico día de primavera), paré en un quiosco y compré el número 31 de la revista Nueva Dimensión, que estaba dedicado íntegramente a Arthur C. Clarke. Contenía siete relatos del autor, un ensayo sobre el mismo de Sam Moskowitz y un artículo acerca de 2001 firmado por John Baxter. Llegué a casa, comí con mi padre y luego ambos nos fuimos al salón a leer; él no recuerdo qué y yo mi especial de Clarke. Y eso fue todo: mi padre y yo leyendo en el salón, nada más; sin embargo, lo recuerdo como un momento de gran felicidad, aunque no sé realmente por qué. En cualquier caso, ahí estaban otra vez mi padre y Clarke, ahora unidos de nuevo en mi memoria.
Creo que estas dos tonterías que os acabo de contar (tonterías para vosotros, tesoros para mí), son, junto con la progresiva pérdida de los antiguos sueños de la infancia y la primera juventud, lo que más ha contribuido a llenarme de melancolía por la muerte de Arthur C. Clarke. Como le dije a Big Brother en un SMS, puede que el viejo sir Arthur, justo antes de morir, viera un monolito negro a los pies de su cama. Quién sabe...
NOTA: Hay un premio tan inmaterial como honorífico para quien sepa decirme qué tienen que ver los tres números que aparecen en el título de esta entrada con Arthur C. Clarke.
¿Era Clarke un buen escritor? No estoy seguro; supongo que la respuesta es sí y no. A decir verdad, lo que le dio la fama a Clarke fue un hecho extra-literario: su colaboración con Stanley Kubrick en el guión de la película 2001: Una odisea del espacio. Clarke escribió la novela del mismo nombre después de finalizar el guión, mientras se estaba preproduciendo y rodando el film; de hecho, la novela está basada en el borrador inicial, que luego fue alterado durante el rodaje, razón por la cual los finales del libro y de la película difieren. Por cierto, recuerdo que allá por el 67 o el 68 leí que Kubrick (que vivía en Inglaterra) y Clarke (que vivía en Sri Lanka) se comunicaban entre sí mediante ordenadores conectados a la red telefónica. Por entonces, aquello me pareció pura ciencia ficción... y ahora es algo tan normal y corriente como encender la luz, algo que de hecho estoy haciendo ahora mismo al escribir este post. Qué cosas, ¿verdad?
Volviendo a la calidad literaria de Clarke, ¿es 2001: Una odisea del espacio (1968) una gran novela? No, no lo creo; la película es mucho mejor, con diferencia. Sin embargo, el film de Kubrick está basado en dos historias previas de Clarke, y ahí si podemos evaluar con mayor precisión la valía del autor. Veréis, Kubrick era un tipo más raro que un perro a cuadros; su ego era tan descomunal que, cuando rodaba una película no pretendía hacer una buena película, sino la mejor película jamás filmada del género en cuestión al que perteneciese el film. Así pues, a mediados de los sesenta Kubrick se propuso hacer la mejor película de ciencia ficción de la historia (algo, todo sea dicho, no demasiado difícil por aquel entonces). Para ello, comenzó a buscar material literario de ciencia ficción en el que basarse, y lo encontró en El centinela (1951), un relato corto de Clarke. No me extraña esa elección, pues a mi modesto parecer, se trata de uno de los mejores cuentos jamás escritos (de cf o de cualquier otro género). El problema era que el argumento de El centinela no daba para una película, de modo que Kubrick recurrió a otra historia de Clarke, la novela El fin de la infancia (1953), de la que no tomó el argumento, pero sí su tema central: la elevación de la humanidad a un nivel superior de existencia gracias a la intervención de una raza extraterrestre. La película está dividida en cuatro partes; la segunda se centra en el tema de El centinela, la primera y la cuarta se basan (muy libremente) en El fin de la infancia y la tercera se aparta ligeramente del tema básico del film para fijar la mirada en la inteligencia artificial a través de HAL 9000 (supongo que ya lo sabe todo el mundo, pero la siguiente letra a la H es la I, la siguiente a la A es la B y la siguiente a la L la M... IBM).
Leí El fin de la infancia hace muchos años y no la he vuelto a revisar desde entonces, así que no estoy seguro de su calidad. En su momento me gustó y está considerada un clásico del género, de modo que supongo que es una buena novela. Por el contrario, sí he releído El centinela hace relativamente poco y me sigue pareciendo un cuento extraordinario. Dicen que Clarke era el más filosófico de los autores clásicos de cf y en este relato lo demuestra; en las breves páginas del cuento, Clarke señala hacia las estrellas y, como buen filósofo, no ofrece ninguna respuesta, pero plantea una pregunta inesperada y pone ante nuestras narices todo el profundo misterio del universo. Una obra maestra.
Algo semejante ocurre en su novela Cita con Rama (1973), una historia donde sucede todo y, al mismo tiempo, no sucede nada. De nuevo Clarke nos enfrenta a lo numinoso (en sentido laico) planteando preguntas, nunca ofreciendo respuestas. También hace mucho que leí esta novela; en su momento me entusiasmó y está considerada un clásico, pero sin releerla poco más puedo decir.
Su otra gran novela es La ciudad y las estrellas (1956), una melancólica mirada hacia el futuro lejano que narra los últimos tiempos de la humanidad. El resto de sus relatos largos, si mal no recuerdo, son bastante mediocres. A partir de los 80 comenzó a convertir en series sus novelas más apreciadas (2001 y Rama), algo no sólo absolutamente innecesario, sino también contradictorio con su anterior estrategia, pues se puso a ofrecer respuestas vulgares a las magníficas preguntas que antes había formulado. También comenzó a colaborar con otros autores, más jóvenes y menos famosos: ellos ponían el curre y Clarke el nombre. En fin, una larga y lánguida decadencia volcada en el comercialismo literario.
¿Eso es todo? ¿Tres o cuatro novelas y un cuento? Pues no, no es todo; como suele ocurrir con muchos autores de cf, lo mejor de Clarke son sus relatos cortos. Quizá el más conocido de ellos (pues se incluyó en el best seller El retorno de los brujos) sea Los 9000 millones nombres de dios, otra nueva visita a lo numinoso. En particular, recuerdo con mucho cariño su obra Cuentos de la taberna del Ciervo Blanco (1957), una antología de relatos donde el autor mezcla fantasía y humor con notable brillantez. Quizá éste sea el libro más británico de Clarke, el escritor inglés de cf más norteamericano.
En resumen, Clarke no era ni mucho menos un buen prosista ni un gran narrador, pero en sus mejores momentos conseguía transmitir al lector con sorprendente habilidad lo que, sin duda, constituía la esencia de su literatura: el misterio. Nadie como él nos ha mostrado con tanta intensidad el misterio del universo, y sólo por eso vale la pena derramar una lágrima por su pérdida.
Pero en mi caso hay además razones sentimentales. A finales de 1968, cuando 2001: Una odisea del espacio se estrenó en España, yo era un chaval de 15 años totalmente enganchado a la ciencia ficción. Mi hermano mayor, Big Brother, había visto la película unos meses antes, en Londres, y me trajo el programa, un folleto magníficamente editado con fotos del film (que todavía conservo como un tesoro); no sé cuánto tiempo pasé mirando embobado ese programa. Luego se estrenó la película, pero yo estaba castigado por haber sacado malas notas y no podía ir al cine. Sin embargo, mi padre se apiadó de mí y una mañana de domingo me llevó a verla... ¿Os podéis imaginar lo que, en 1968, significó para un chico de 15 años fanático de la cf contemplar 2001: Una odisea del espacio? Por primera vez veía lo que tantas veces había imaginado leyendo; no unos efectos especiales más o menos cutres, sino imágenes del espacio absolutamente reales, el nivel máximo de calidad jamás conseguido por el trucaje analógico. Salí del cine flotando, totalmente feliz, y ahí estaba mi padre, conmigo, a mi lado. Pocas veces me sentí tan cerca de él como en esa ocasión.
¿No os sucede a vosotros que conserváis recuerdos muy nítidos de momentos aparentemente intranscendentes? A mí sí. Por ejemplo: abril de 1972, once meses después de la muerte de mi madre y siete antes de la muerte de mi padre, aunque entonces, claro, eso no lo sabía. Un sábado por la mañana salí con mi viejo 600 a hacer no importa qué; de vuelta a casa (hacía un fantástico día de primavera), paré en un quiosco y compré el número 31 de la revista Nueva Dimensión, que estaba dedicado íntegramente a Arthur C. Clarke. Contenía siete relatos del autor, un ensayo sobre el mismo de Sam Moskowitz y un artículo acerca de 2001 firmado por John Baxter. Llegué a casa, comí con mi padre y luego ambos nos fuimos al salón a leer; él no recuerdo qué y yo mi especial de Clarke. Y eso fue todo: mi padre y yo leyendo en el salón, nada más; sin embargo, lo recuerdo como un momento de gran felicidad, aunque no sé realmente por qué. En cualquier caso, ahí estaban otra vez mi padre y Clarke, ahora unidos de nuevo en mi memoria.
Creo que estas dos tonterías que os acabo de contar (tonterías para vosotros, tesoros para mí), son, junto con la progresiva pérdida de los antiguos sueños de la infancia y la primera juventud, lo que más ha contribuido a llenarme de melancolía por la muerte de Arthur C. Clarke. Como le dije a Big Brother en un SMS, puede que el viejo sir Arthur, justo antes de morir, viera un monolito negro a los pies de su cama. Quién sabe...
NOTA: Hay un premio tan inmaterial como honorífico para quien sepa decirme qué tienen que ver los tres números que aparecen en el título de esta entrada con Arthur C. Clarke.
lunes, marzo 10
Sonrisas y lágrimas
Bueno, pues esto se acabó, amigos. El PSOE quería ganar estas elecciones y mejorar su mayoría. Lo ha conseguido. El PP pretendía conquistar el poder y demostrar así que su derrota de hace cuatro años fue injusta. Ha fracasado. Por tanto, la buena noticia es que la derecha extremada se mantendrá cuatro años más lejos del poder. La mala es que la derrota del PP no ha sido rotunda.
Veréis, que ganaban lo socialistas estaba claro; sólo había que prestar atención a los entresijos de las encuestas y tener presente el “efecto boomerang” (¿recordáis?). Así que la cuestión que se dirimía no era esa, sino los resultados de los populares. Si el PP hubiese obtenido peores porcentajes que hace cuatro años, o incluso si se hubiese limitado a igualarlos, el sector duro de la derecha habría fracasado y probablemente se iniciaría un movimiento de renovación en el partido. Pero el PP ha mejorado los resultados (aunque no lo suficiente como para ganar), lo cual significa que el sector duro tiene algo a lo que agarrarse. Y no habrá renovación. Puede que Rajoy dimita, no lo sé, y es casi seguro que algunos elementos de la dirección, como Zaplana, se desvanezcan, pero estoy convencido de que el sector duro seguirá controlando el partido. Desde luego, debe de ser un placer contar con un electorado tan dócil como el de la derecha, un electorado que se lo perdona todo a sus lideres y es capaz de tragarse sapos como camiones y no dudar ni un segundo a la hora de depositar su voto. Afortunadamente, no son mayoría.
No obstante, ante los resultados de estas elecciones cabe preguntarse: ¿es eficaz la estrategia de oposición salvaje practicada por el PP? Pues veréis, por desgracia ha demostrado ser muy eficaz para fidelizar y mantener tensionados a sus electores, eso es indudable. Pero esta estrategia tiene un grave defecto: igual que moviliza al propio electorado, moviliza al electorado rival que, por ahora, es más numeroso. Es decir, no es una estrategia ganadora. Salvo que en el país suceda un desastre, claro. Y a eso se la van a jugar los populares; confiarán en que la augurada crisis económica socave al gobierno e insistirán en su mensaje catastrofista. Más de lo mismo, palo y tentetieso, bronca y follón. Porque, además, controlando el partido el sector duro, y sin una renovación a fondo, no sería creíble ni viable un viaje del PP hacia el centro, una búsqueda de las políticas moderadas que sí podrían darle la victoria. Por tanto, aventuro (aunque espero equivocarme) que la presente legislatura será muy similar a la anterior, con el PP haciendo una oposición salvaje y la tensión social incrementándose día a día.
Por ello, estas elecciones me han dejado un sabor agridulce, una mezcla de sonrisas y lágrimas. Sonrisas porque la derecha se mantiene alejada del poder, y lágrimas porque la vida política va a seguir siendo el lodazal de los últimos cuatro años. Por expresarlo metafóricamente: han ganado los buenos, pero los malos no han sido castigados (ahora que lo pienso, lo mismo sucede en mi última novela, El juego de Caín).
Pero hay más lágrimas, amigos míos. Los resultados de estas elecciones han incrementado el bipartidismo que ya imperaba en este país. El desmoronamiento de Izquierda Unida me ha resultado particularmente doloroso; ya sé que es un partido casi nostálgico, un partido que debería haberse modernizado hace mucho tiempo, pero también creo que es un partido honesto que merecería contar con más peso en el parlamento. Pero el voto útil y la ley D’Hont se lo han llevado por delante. En general, me preocupa esa tendencia al bipartidismo radical, como les preocupa a muchos merodeadores de Babel; ya sé que esto suena contradictorio con, por ejemplo, lo que decía en la entrada anterior, pero no lo es. El bipartidismo no va a desaparecer consiguiendo que la izquierda y el centro voten a diversas opciones políticas, ni mucho menos; el bipartidismo existirá e irá a más mientras siga en vigor la ley D’Hont y en la derecha sólo haya un partido. Esos son los dos obstáculos que hay que vencer para acabar con la polarización y todo lo demás son zarandajas.
Pero eso no es todo, aún tengo más motivos para llorar. Reconozco que se me revuelven las tripas constatando que Madrid es uno de los principales graneros de votos del PP. Me reconcomo por dentro cuando pienso que la presidenta de mi comunidad es la impresentable populista Esperanza Aguirre, o cuando advierto que si Gallardón renuncia a la alcaldía, Ana Botella será alcaldesa de la ciudad. Después de tirarme no sé cuántos años aguantando el meapilas de Álvarez del Manzano, ¿éste es el porvenir que me espera?... Joder, os juro que yo amaba a Madrid; era una ciudad abierta y amable, una ciudad sin forasteros, porque todos lo éramos, una ciudad vibrante donde sucedían cosas, como a principios de los 80. Pero todo ha cambiado mucho y ahora Madrid se me antoja una ciudad hostil y agresiva, una ciudad que ha tomado anfetaminas y coca en vez de fumarse un canuto, una ciudad donde no es agradable vivir. Y para colmo, ahora es Zona Nacional, como si el barrio de Salamanca se hubiera expandido hasta apoderarse de toda la ciudad.
Qué poco me apetece seguir viviendo en Madrid... A veces pienso que soy catalán, coño, que nací en Barcelona, y que a lo mejor debería irme a esa ciudad mucho más civilizada que la capital... pero tendría que aprender el idioma y, qué queréis que os diga, no estoy por la labor. En realidad, debería irme a vivir a Galicia, mi patria personal, mucho más grata que la Cataluña donde nací o el Madrid donde me he criado y he vivido, porque es la patria que yo he elegido y no la que el azar me ha impuesto. No sé, estoy tan harto de Madrid...
En fin, lo dicho, sonrisas y lágrimas. Como veis, no estoy demasiado contento con el resultado de estas elecciones, pero despidámonos con una sonrisa: ¡Riau, riau, riau, ha ganao el equipo colorao! Y basta ya de política, que es un coñazo. La próxima entrada se alejará de la cosa pública y se adentrará de nuevo en el inmenso vacío intelectual que siempre ha caracterizado a este blog. Nos vemos.
Veréis, que ganaban lo socialistas estaba claro; sólo había que prestar atención a los entresijos de las encuestas y tener presente el “efecto boomerang” (¿recordáis?). Así que la cuestión que se dirimía no era esa, sino los resultados de los populares. Si el PP hubiese obtenido peores porcentajes que hace cuatro años, o incluso si se hubiese limitado a igualarlos, el sector duro de la derecha habría fracasado y probablemente se iniciaría un movimiento de renovación en el partido. Pero el PP ha mejorado los resultados (aunque no lo suficiente como para ganar), lo cual significa que el sector duro tiene algo a lo que agarrarse. Y no habrá renovación. Puede que Rajoy dimita, no lo sé, y es casi seguro que algunos elementos de la dirección, como Zaplana, se desvanezcan, pero estoy convencido de que el sector duro seguirá controlando el partido. Desde luego, debe de ser un placer contar con un electorado tan dócil como el de la derecha, un electorado que se lo perdona todo a sus lideres y es capaz de tragarse sapos como camiones y no dudar ni un segundo a la hora de depositar su voto. Afortunadamente, no son mayoría.
No obstante, ante los resultados de estas elecciones cabe preguntarse: ¿es eficaz la estrategia de oposición salvaje practicada por el PP? Pues veréis, por desgracia ha demostrado ser muy eficaz para fidelizar y mantener tensionados a sus electores, eso es indudable. Pero esta estrategia tiene un grave defecto: igual que moviliza al propio electorado, moviliza al electorado rival que, por ahora, es más numeroso. Es decir, no es una estrategia ganadora. Salvo que en el país suceda un desastre, claro. Y a eso se la van a jugar los populares; confiarán en que la augurada crisis económica socave al gobierno e insistirán en su mensaje catastrofista. Más de lo mismo, palo y tentetieso, bronca y follón. Porque, además, controlando el partido el sector duro, y sin una renovación a fondo, no sería creíble ni viable un viaje del PP hacia el centro, una búsqueda de las políticas moderadas que sí podrían darle la victoria. Por tanto, aventuro (aunque espero equivocarme) que la presente legislatura será muy similar a la anterior, con el PP haciendo una oposición salvaje y la tensión social incrementándose día a día.
Por ello, estas elecciones me han dejado un sabor agridulce, una mezcla de sonrisas y lágrimas. Sonrisas porque la derecha se mantiene alejada del poder, y lágrimas porque la vida política va a seguir siendo el lodazal de los últimos cuatro años. Por expresarlo metafóricamente: han ganado los buenos, pero los malos no han sido castigados (ahora que lo pienso, lo mismo sucede en mi última novela, El juego de Caín).
Pero hay más lágrimas, amigos míos. Los resultados de estas elecciones han incrementado el bipartidismo que ya imperaba en este país. El desmoronamiento de Izquierda Unida me ha resultado particularmente doloroso; ya sé que es un partido casi nostálgico, un partido que debería haberse modernizado hace mucho tiempo, pero también creo que es un partido honesto que merecería contar con más peso en el parlamento. Pero el voto útil y la ley D’Hont se lo han llevado por delante. En general, me preocupa esa tendencia al bipartidismo radical, como les preocupa a muchos merodeadores de Babel; ya sé que esto suena contradictorio con, por ejemplo, lo que decía en la entrada anterior, pero no lo es. El bipartidismo no va a desaparecer consiguiendo que la izquierda y el centro voten a diversas opciones políticas, ni mucho menos; el bipartidismo existirá e irá a más mientras siga en vigor la ley D’Hont y en la derecha sólo haya un partido. Esos son los dos obstáculos que hay que vencer para acabar con la polarización y todo lo demás son zarandajas.
Pero eso no es todo, aún tengo más motivos para llorar. Reconozco que se me revuelven las tripas constatando que Madrid es uno de los principales graneros de votos del PP. Me reconcomo por dentro cuando pienso que la presidenta de mi comunidad es la impresentable populista Esperanza Aguirre, o cuando advierto que si Gallardón renuncia a la alcaldía, Ana Botella será alcaldesa de la ciudad. Después de tirarme no sé cuántos años aguantando el meapilas de Álvarez del Manzano, ¿éste es el porvenir que me espera?... Joder, os juro que yo amaba a Madrid; era una ciudad abierta y amable, una ciudad sin forasteros, porque todos lo éramos, una ciudad vibrante donde sucedían cosas, como a principios de los 80. Pero todo ha cambiado mucho y ahora Madrid se me antoja una ciudad hostil y agresiva, una ciudad que ha tomado anfetaminas y coca en vez de fumarse un canuto, una ciudad donde no es agradable vivir. Y para colmo, ahora es Zona Nacional, como si el barrio de Salamanca se hubiera expandido hasta apoderarse de toda la ciudad.
Qué poco me apetece seguir viviendo en Madrid... A veces pienso que soy catalán, coño, que nací en Barcelona, y que a lo mejor debería irme a esa ciudad mucho más civilizada que la capital... pero tendría que aprender el idioma y, qué queréis que os diga, no estoy por la labor. En realidad, debería irme a vivir a Galicia, mi patria personal, mucho más grata que la Cataluña donde nací o el Madrid donde me he criado y he vivido, porque es la patria que yo he elegido y no la que el azar me ha impuesto. No sé, estoy tan harto de Madrid...
En fin, lo dicho, sonrisas y lágrimas. Como veis, no estoy demasiado contento con el resultado de estas elecciones, pero despidámonos con una sonrisa: ¡Riau, riau, riau, ha ganao el equipo colorao! Y basta ya de política, que es un coñazo. La próxima entrada se alejará de la cosa pública y se adentrará de nuevo en el inmenso vacío intelectual que siempre ha caracterizado a este blog. Nos vemos.
viernes, marzo 7
Mis 10 razones para votar contra el PP
NOTA: Esta entrada puede ofender la sensibilidad de algunos merodeadores. Si eres un votante natural de la derecha, si en general estás de acuerdo con la línea de actuación del PP durante esta legislatura, si Mariano Rajoy es el político actual a quien más valoras, no leas el texto que viene a continuación, pues no va dirigido a ti y sólo conseguirías cabrearte.
Voy a votar al PSOE. Supongo que esta revelación no sorprenderá a ninguno de los que frecuentan Babel, pero aun así voy a explicarme. Votaré a los socialistas por tres razones básicas. En primer lugar, porque su ideología está más próxima a la mía que la del resto de los partidos. Ah, vale, es cierto que estoy de acuerdo con muchas propuestas de Izquierda Unida, pero es que IU es un partido tan triste y contradictorio, con tan poco futuro... En segundo lugar, porque creo que, en líneas generales, el gobierno no lo ha hecho demasiado mal durante la anterior legislatura. Tampoco demasiado bien, por supuesto. Pecó de ingenuidad en los contactos con ETA (sobre todo por solemnizarlos) y en el estatuto catalán, hizo demasiadas concesiones a la Iglesia, ha mantenido una nefasta política de comunicación y no ha sabido resolver dos grandes problemas nacionales como son la vivienda y la educación. Pero al mismo tiempo, su política económica fue más que correcta y promovió importantes avances sociales. Además, por lo que sé (y algo sé), ha sido uno de los gobiernos más honestos de la democracia; no absolutamente honesto, claro, pero sí mucho más de lo usual. En tercer lugar, más que un voto a favor del PSOE, el mío es un voto esencialmente en contra del (actual) PP. ¿Recordáis la entrada donde proponía el voto negativo? Bueno, pues si existiera, ni votar al PSOE ni leches: plantaría en la urna un voto negativo contra el PP como una casa. Pero no hay votos negativos, de modo que la única forma de votar en contra de los populares es votando a los únicos que pueden gobernar en su lugar: los socialistas. Todo lo demás, amigos míos, puede resultar muy romántico, muy honesto, muy idealista, pero desgraciadamente no sirve para una mierda.
Ahora bien, ¿por qué estoy tan en contra del (actual) PP? ¿Acaso soy un radical, el típico hooligan de izquierda? Bueno, quizá, pero lo dudo; de hecho, creo tener buenas razones para contribuir a evitar que la actual dirección de los populares alcance el poder. Permitidme exponer diez de ellas.
1. El PP ha derivado hacia una derecha extrema. Una peculiaridad del PP es ser el único partido conservador de implantación nacional. En un principio, si recordáis, estaba UCD como centro-derecha y Alianza Popular como derecha; pero la autodinamitación de UCD mandó a hacer espárragos al partido y provocó que sus lideres se integraran en AP, que poco después transmutó para convertirse en el PP. Así pues, el Partido Popular reunió bajo unas mismas siglas a todos los conservadores españoles, desde el centro-derecha hasta la extrema derecha, aunque la voluntad de su fundador, Manuel Fraga, era conducirlo, al menos teóricamente, hacia zonas próximas al centro.
Pero el pasado franquista de Fraga le imponía un techo electoral que no podía superar, así que, tras una turbulenta búsqueda, se aupó a José María Aznar a la presidencia del partido. Aznar era un tardo-falangista (militó en el FES) reconvertido para la democracia, pero jamás estuvo vinculado al franquismo, de modo que en principio no tenía ningún techo electoral. Yo creo que para entender a Aznar hay que recurrir más a la psiquiatría que a la política, pero ya no vale la pena tomarse la molestia. Aznar era y es un hombre autoritario y extremadamente conservador, un hombre mediocre y sin ápice de carisma, pero dotado de una voluntad a prueba de bombas. Bajo el lema “sin complejos”, se lanzó a la yugular de Felipe González y, como había mucho donde morder, acabó arrebatándole el poder a los socialistas. La necesidad de pactos para gobernar durante su primera legislatura enmascaró el auténtico rostro de Aznar, obligándole a hablar catalán en la intimidad, pero la mayoría absoluta de la segunda legislatura destapó el tarro de las esencias y el partido dio un amplio viraje hacia la derecha más dura. En la cresta de la hola neo-con, Aznar inició una absurda aventura atlántica que pasó por Texas, por las Azores y acabó como todos sabemos que acabó. El PP perdió las elecciones y el PSOE regresó al poder.
Pero en la cúspide del PP, que no estaba preparado para perder, se encontraba todo el equipo de Aznar, con Rajoy, Acebes y Zaplana a la cabeza y el propio Aznar oculto tras la FAES. Con el supuesto fin de fidelizar al núcleo duro de sus votantes, y apoyándose en los sectores más conservadores de la sociedad, en el amarillismo de El Mundo y en la ultracadena de los obispos, el PP ha ido derivando en la oposición hacia la derecha extrema (es decir, lo más cerca que se puede estar de la ultraderecha aceptando las reglas democráticas). Tal y como confesaba Gabriel Elorriaga, Secretario de Comunicación de los populares, en su entrevista para el Financial Times: “El PP tiene una imagen muy dura y de derechas en este momento (...) Incluso nuestros votantes piensan que son más de centro que el PP”.
Por todo ello, y convencido de que en las actuales circunstancias lo último que necesita España es un partido radical, sea de izquierdas o de derechas, votaré contra el PP.
2. El PP ha enturbiado la vida política y social realizando una oposición desmedidamente crispada. Es enteramente normal que la oposición haga eso, oposición; no sólo es su derecho, sino también su obligación democrática. Lo que ya no resulta tan normal es que la estrategia de oposición se parezca a una campaña bélica. Durante cuatro años, el PP ha realizando una oposición salvaje en la que estaba vedado cualquier rastro de lealtad institucional. Una oposición contraria a todo, desmedida, exagerada, una oposición que incidía tanto sobre los problemas reales como sobre los que ella misma inventaba. Una oposición de mal estilo, de insulto y descalificación personal, que convirtió el parlamento en un circo de maleducados vocingleros. Pero lo peor es que esa crispación se extendió a la sociedad civil.
Por ello, porque me niego a aceptar que una organización política fomente la fractura social por sus intereses partidistas, votaré contra el PP.
3. El PP no ha tenido el menor escrúpulo en utilizar el terrorismo para atacar al gobierno. Durante la mayor parte de la democracia, cuando al frente de los populares se encontraba el franquista Manuel Fraga, existía entre las formaciones políticas el acuerdo tácito de no utilizar el terrorismo como arma partidista. Es decir, se consideraba que este tema era una cuestión de estado en la que había que ser leal al gobierno. Esto era así hasta que Aznar se convirtió en candidato a la presidencia; siguiendo su lema “sin complejos” (traducción: sin escrúpulos), don José María hizo del terrorismo unos de sus principales arietes contre Felipe González. Posteriormente, durante los ocho años que el PSOE estuvo en la oposición, el terrorismo dejó de ser una baza electoral. Pero cuando el PP perdió el poder, ay amigos, mandó de nuevo a hacer puñetas la mínima lealtad institucional que puede exigírsele a un partido democrático y convirtió el terrorismo en el gran garrote con el que aporrear la cabeza de Zapatero. Pero lo peor de esto es que, según informes de los servicios secretos, la actitud del PP favoreció y dio alas a los terroristas.
Por ello, porque creo que los políticos que han adoptado el “vale todo” como lema deben ser expulsados de la política, votaré contra el PP.
4. El PP ha utilizado a las víctimas del terrorismo para socavar al gobierno. En consonancia con lo dicho en el punto anterior, los populares, con la inestimable ayuda del señor Alcaraz y su ultramontana AVT, no han dudado ni un segundo en utilizar a ciertos sectores de las víctimas para convocar manifestaciones, no contra ETA, sino contra el gobierno.
Por ello, porque creo que los manipuladores sin escrúpulos sobran de la política, votaré contra el PP.
5. El PP ha atacado al PSOE por dialogar con ETA, olvidando que Aznar hizo lo mismo cuando estaba en el poder. Yo a veces me pregunto: ¿pero cómo se puede ser tan caradura? ¿Cómo se puede mentir tan descaradamente sin que se le caiga a uno la cara de vergüenza? En noviembre de 1998, el entonces presidente Aznar anunció que, para el inicio de un proceso de paz, había autorizado contactos con... ¿ETA? No: con el Movimiento de Liberación Nacional Vasco. Este intento de encontrar una solución dialogada al problema del terrorismo fracasó, pero creo que el gobierno Aznar hizo bien en intentarlo. Sin embargo, siete años más tarde, el gobierno de Zapatero volvió a establecer conversaciones con ETA (no con el MLNV) y la oposición del PP se lanzó a degüello contra los socialistas, acusándoles de hacer lo mismo que ellos habían hecho antes, con la diferencia de que el PSOE no acercó ni liberó presos etarras como sí hizo Aznar. Y yo vuelvo a preguntarme: ¿cómo se puede tener tamaña geta?
Por ello, porque la doble moral no debe tener cabida en la vida pública, votaré contra el PP.
6. El PP se ha aliado con los sectores más reaccionarios de la iglesia católica. Basta con echarle un vistazo a quienes asistieron a la manifestación de los obispos, o con leer la nota electoralista de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal, o con escuchar la COPE, para comprobar como en su guerra contra el gobierno laico de Zapatero, los obispos cuenta con la inestimable colaboración del PP. ¿No notáis cierto tufo a nacional-catolicismo?
Por ello, porque creo que un estado democrático debe ser laico y aconfesional, votaré contra el PP.
7. El PP predica el catastrofismo. A veces, Mariano Rajoy y sus voceros se me antojan un grupo de profetas escatológicos predicando el fin del mundo. El gobierno se vende a ETA, España se rompe, la crisis económica nos devora, la delincuencia y el terrorismo campan por sus respetos... Esta política exageradamente catastrofista crea inquietud en ciertos sectores sociales, pero además, cuando se aplica a temas delicados, como la cuestión territorial, puede fomentar una tensiones sociales nada deseables.
Por ello, porque creo que la moderación y el sentido común deben presidir la vida pública, votaré contra el PP.
8. El discurso del PP fomenta la xenofobia. De todos los catastrofismos predicados por los populares, el más terrible, y el más empleado durante la campaña, es el que incide sobre los inmigrantes. No importa que la inmensa mayor parte de los inmigrantes sea gente honrada que sólo viene a nuestro país a trabajar e intentar mejorar su vida, no importa si la llegada de inmigrantes ha incrementado la calidad de vida de los españoles, no importa que España haya sido un país de emigrantes; el PP se ha obstinado en relacionar inmigración con delincuencia, con pérdida de calidad de los servicios públicos, con usurpación de derechos o con crisis laboral y económica. Y todo esto lo ha hecho únicamente para socavar al PSOE en la lucha electoral. Pero no todo vale, y menos esto, pues cuando la xenofobia y el racismo se instalan en una sociedad, las consecuencias se traducen en dolor, odio, persecución y muerte.
Por ello, porque las personas que carecen de humanidad, sensibilidad y empatía no deben formar parte de la política, votaré contra el PP.
9. El PP acalla la voz e impide el surgimiento de una derecha civilizada. Creo sinceramente que la democracia precisa alternancia en el poder. Creo igualmente que debe haber un partido que represente a la derecha, y que ese partido, aunque yo no comparta sus ideas, tiene derecho a optar a la jefatura de gobierno, y conseguirla si así lo quieren los votantes. Pero ese partido de derecha no puede estar instalado en el extremo diestro de la ideología conservadora. Estoy seguro, o al menos quiero estarlo, de que existe una derecha civilizada en España; el problema es que esa derecha ha sido expulsada de la cúspide del PP en beneficio de los más radicales. Y el problema, también, es que los votantes moderados de derecha no pueden votar a nadie más, así que, aunque tapándose la nariz, depositarán la papeleta popular en la urna, pero lo harán porque no les queda más remedio. La única forma de conseguir una derecha moderna es expulsando a los elementos mas cavernarios del PP para que los moderados se hagan con el control del partido.
Por ello, para poder contar con una derecha civilizada, votaré contra el PP.
10. El PP actual es el mismo de hace cuatro años. En las anteriores elecciones, la mayoría de los votantes castigó al PP por haber propiciado la intervención de España en la ilegal guerra de Irak y, sobre todo, por las mentiras que propaló sobre la autoría del atentado del 11M. Pues bien, en el PP que se presenta a estas elecciones están exactamente los mismos que hicieron todo eso, los mismos que celebraban a carcajadas la intervención militar española en Irak, los mismos que, por motivos electorales, mintieron descaradamente sobre los cadáveres de casi doscientas víctimas, los mismos que en los años sucesivos se dedicaron a sustentar una patética teoría conspirativa que atribuía la responsabilidad del atentado a todo el mundo (etarras, policías, jueces, socialistas, guardias civiles, servicios secretos árabes...) con el único fin de ocultar la evidencia de sus mentiras. Rajoy, Acebes, Zaplana, Ana Pastor, Pujalte, el tapado Aznar... Todos ellos mostraron entonces uno de los grados de miseria moral más altos que jamás he visto. Y, para colmo, nunca han pedido perdón. Al contrario, lo que quieren es que olvidemos, quieren que miremos sólo al futuro para distraer nuestra atención de su negro pasado de miserables mentirosos. Vale, pues miraré al futuro, y en mi futuro veo con claridad que no quiero que esa clase de personajes nos abochorne con su mera presencia.
Por ello, porque hay cosas que no pueden olvidarse, votaré contra el PP.
En fin, amigos míos, tengo muchas más razones para votar contra el PP, pero como los decálogos molan y esto ya es demasiado largo, nos conformaremos con lo expuesto. Como decía al principio, ejerceré mi voto contrario al PP votando a los socialistas, porque es lo más eficaz y porque hasta ahora el PSOE no me ha ofendido. Como decía en otra entrada, creo que ganará el PSOE, pero no sé por cuánta diferencia. De lo que sí estoy seguro es de que nuestra tierna democracia necesita imperiosamente que la derecha se civilice y, para que esto suceda, la actual dirección de los populares debería sufrir una derrota tan demoledora que no le quedara más remedio que irse y dar paso al sector moderado (si es que todavía queda alguno). Y atención, no escribiría nada de esto si al frente del PP estuvieran Gallardón o Rato, por ejemplo, aun sabiendo que cualquiera de los dos podría derrotar electoralmente a la izquierda. Pero prefiero eso con diferencia a tener en la oposición una panda de hooligans incendiarios dispuestos a todo con tal de conseguir sus fines.
Post Scriptum: Al terminar de escribir esta entrada me he enterado de que los sanguinarios descerebrados de ETA han asesinado en Mondragón a Isaías Carrasco, un ex-concejal socialista de Arrasate. Supongo que para las psicopáticas mentes de los asesinos, esa muerte supone un gran paso en la lucha del oprimido País Vasco en pro de su independencia... a mí lo único que me provoca es pena y asco. Pero ahora, al menos, tenemos una oportunidad para responder a los sembradores de terror; ¿no pide ETA la abstención? pues vayamos todos el domingo a votar, digámosles muy claro que estamos con la democracia y contra los matones, votemos cuantos más mejor, a quien sea, aunque se trate del PP...
Voy a votar al PSOE. Supongo que esta revelación no sorprenderá a ninguno de los que frecuentan Babel, pero aun así voy a explicarme. Votaré a los socialistas por tres razones básicas. En primer lugar, porque su ideología está más próxima a la mía que la del resto de los partidos. Ah, vale, es cierto que estoy de acuerdo con muchas propuestas de Izquierda Unida, pero es que IU es un partido tan triste y contradictorio, con tan poco futuro... En segundo lugar, porque creo que, en líneas generales, el gobierno no lo ha hecho demasiado mal durante la anterior legislatura. Tampoco demasiado bien, por supuesto. Pecó de ingenuidad en los contactos con ETA (sobre todo por solemnizarlos) y en el estatuto catalán, hizo demasiadas concesiones a la Iglesia, ha mantenido una nefasta política de comunicación y no ha sabido resolver dos grandes problemas nacionales como son la vivienda y la educación. Pero al mismo tiempo, su política económica fue más que correcta y promovió importantes avances sociales. Además, por lo que sé (y algo sé), ha sido uno de los gobiernos más honestos de la democracia; no absolutamente honesto, claro, pero sí mucho más de lo usual. En tercer lugar, más que un voto a favor del PSOE, el mío es un voto esencialmente en contra del (actual) PP. ¿Recordáis la entrada donde proponía el voto negativo? Bueno, pues si existiera, ni votar al PSOE ni leches: plantaría en la urna un voto negativo contra el PP como una casa. Pero no hay votos negativos, de modo que la única forma de votar en contra de los populares es votando a los únicos que pueden gobernar en su lugar: los socialistas. Todo lo demás, amigos míos, puede resultar muy romántico, muy honesto, muy idealista, pero desgraciadamente no sirve para una mierda.
Ahora bien, ¿por qué estoy tan en contra del (actual) PP? ¿Acaso soy un radical, el típico hooligan de izquierda? Bueno, quizá, pero lo dudo; de hecho, creo tener buenas razones para contribuir a evitar que la actual dirección de los populares alcance el poder. Permitidme exponer diez de ellas.
1. El PP ha derivado hacia una derecha extrema. Una peculiaridad del PP es ser el único partido conservador de implantación nacional. En un principio, si recordáis, estaba UCD como centro-derecha y Alianza Popular como derecha; pero la autodinamitación de UCD mandó a hacer espárragos al partido y provocó que sus lideres se integraran en AP, que poco después transmutó para convertirse en el PP. Así pues, el Partido Popular reunió bajo unas mismas siglas a todos los conservadores españoles, desde el centro-derecha hasta la extrema derecha, aunque la voluntad de su fundador, Manuel Fraga, era conducirlo, al menos teóricamente, hacia zonas próximas al centro.
Pero el pasado franquista de Fraga le imponía un techo electoral que no podía superar, así que, tras una turbulenta búsqueda, se aupó a José María Aznar a la presidencia del partido. Aznar era un tardo-falangista (militó en el FES) reconvertido para la democracia, pero jamás estuvo vinculado al franquismo, de modo que en principio no tenía ningún techo electoral. Yo creo que para entender a Aznar hay que recurrir más a la psiquiatría que a la política, pero ya no vale la pena tomarse la molestia. Aznar era y es un hombre autoritario y extremadamente conservador, un hombre mediocre y sin ápice de carisma, pero dotado de una voluntad a prueba de bombas. Bajo el lema “sin complejos”, se lanzó a la yugular de Felipe González y, como había mucho donde morder, acabó arrebatándole el poder a los socialistas. La necesidad de pactos para gobernar durante su primera legislatura enmascaró el auténtico rostro de Aznar, obligándole a hablar catalán en la intimidad, pero la mayoría absoluta de la segunda legislatura destapó el tarro de las esencias y el partido dio un amplio viraje hacia la derecha más dura. En la cresta de la hola neo-con, Aznar inició una absurda aventura atlántica que pasó por Texas, por las Azores y acabó como todos sabemos que acabó. El PP perdió las elecciones y el PSOE regresó al poder.
Pero en la cúspide del PP, que no estaba preparado para perder, se encontraba todo el equipo de Aznar, con Rajoy, Acebes y Zaplana a la cabeza y el propio Aznar oculto tras la FAES. Con el supuesto fin de fidelizar al núcleo duro de sus votantes, y apoyándose en los sectores más conservadores de la sociedad, en el amarillismo de El Mundo y en la ultracadena de los obispos, el PP ha ido derivando en la oposición hacia la derecha extrema (es decir, lo más cerca que se puede estar de la ultraderecha aceptando las reglas democráticas). Tal y como confesaba Gabriel Elorriaga, Secretario de Comunicación de los populares, en su entrevista para el Financial Times: “El PP tiene una imagen muy dura y de derechas en este momento (...) Incluso nuestros votantes piensan que son más de centro que el PP”.
Por todo ello, y convencido de que en las actuales circunstancias lo último que necesita España es un partido radical, sea de izquierdas o de derechas, votaré contra el PP.
2. El PP ha enturbiado la vida política y social realizando una oposición desmedidamente crispada. Es enteramente normal que la oposición haga eso, oposición; no sólo es su derecho, sino también su obligación democrática. Lo que ya no resulta tan normal es que la estrategia de oposición se parezca a una campaña bélica. Durante cuatro años, el PP ha realizando una oposición salvaje en la que estaba vedado cualquier rastro de lealtad institucional. Una oposición contraria a todo, desmedida, exagerada, una oposición que incidía tanto sobre los problemas reales como sobre los que ella misma inventaba. Una oposición de mal estilo, de insulto y descalificación personal, que convirtió el parlamento en un circo de maleducados vocingleros. Pero lo peor es que esa crispación se extendió a la sociedad civil.
Por ello, porque me niego a aceptar que una organización política fomente la fractura social por sus intereses partidistas, votaré contra el PP.
3. El PP no ha tenido el menor escrúpulo en utilizar el terrorismo para atacar al gobierno. Durante la mayor parte de la democracia, cuando al frente de los populares se encontraba el franquista Manuel Fraga, existía entre las formaciones políticas el acuerdo tácito de no utilizar el terrorismo como arma partidista. Es decir, se consideraba que este tema era una cuestión de estado en la que había que ser leal al gobierno. Esto era así hasta que Aznar se convirtió en candidato a la presidencia; siguiendo su lema “sin complejos” (traducción: sin escrúpulos), don José María hizo del terrorismo unos de sus principales arietes contre Felipe González. Posteriormente, durante los ocho años que el PSOE estuvo en la oposición, el terrorismo dejó de ser una baza electoral. Pero cuando el PP perdió el poder, ay amigos, mandó de nuevo a hacer puñetas la mínima lealtad institucional que puede exigírsele a un partido democrático y convirtió el terrorismo en el gran garrote con el que aporrear la cabeza de Zapatero. Pero lo peor de esto es que, según informes de los servicios secretos, la actitud del PP favoreció y dio alas a los terroristas.
Por ello, porque creo que los políticos que han adoptado el “vale todo” como lema deben ser expulsados de la política, votaré contra el PP.
4. El PP ha utilizado a las víctimas del terrorismo para socavar al gobierno. En consonancia con lo dicho en el punto anterior, los populares, con la inestimable ayuda del señor Alcaraz y su ultramontana AVT, no han dudado ni un segundo en utilizar a ciertos sectores de las víctimas para convocar manifestaciones, no contra ETA, sino contra el gobierno.
Por ello, porque creo que los manipuladores sin escrúpulos sobran de la política, votaré contra el PP.
5. El PP ha atacado al PSOE por dialogar con ETA, olvidando que Aznar hizo lo mismo cuando estaba en el poder. Yo a veces me pregunto: ¿pero cómo se puede ser tan caradura? ¿Cómo se puede mentir tan descaradamente sin que se le caiga a uno la cara de vergüenza? En noviembre de 1998, el entonces presidente Aznar anunció que, para el inicio de un proceso de paz, había autorizado contactos con... ¿ETA? No: con el Movimiento de Liberación Nacional Vasco. Este intento de encontrar una solución dialogada al problema del terrorismo fracasó, pero creo que el gobierno Aznar hizo bien en intentarlo. Sin embargo, siete años más tarde, el gobierno de Zapatero volvió a establecer conversaciones con ETA (no con el MLNV) y la oposición del PP se lanzó a degüello contra los socialistas, acusándoles de hacer lo mismo que ellos habían hecho antes, con la diferencia de que el PSOE no acercó ni liberó presos etarras como sí hizo Aznar. Y yo vuelvo a preguntarme: ¿cómo se puede tener tamaña geta?
Por ello, porque la doble moral no debe tener cabida en la vida pública, votaré contra el PP.
6. El PP se ha aliado con los sectores más reaccionarios de la iglesia católica. Basta con echarle un vistazo a quienes asistieron a la manifestación de los obispos, o con leer la nota electoralista de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal, o con escuchar la COPE, para comprobar como en su guerra contra el gobierno laico de Zapatero, los obispos cuenta con la inestimable colaboración del PP. ¿No notáis cierto tufo a nacional-catolicismo?
Por ello, porque creo que un estado democrático debe ser laico y aconfesional, votaré contra el PP.
7. El PP predica el catastrofismo. A veces, Mariano Rajoy y sus voceros se me antojan un grupo de profetas escatológicos predicando el fin del mundo. El gobierno se vende a ETA, España se rompe, la crisis económica nos devora, la delincuencia y el terrorismo campan por sus respetos... Esta política exageradamente catastrofista crea inquietud en ciertos sectores sociales, pero además, cuando se aplica a temas delicados, como la cuestión territorial, puede fomentar una tensiones sociales nada deseables.
Por ello, porque creo que la moderación y el sentido común deben presidir la vida pública, votaré contra el PP.
8. El discurso del PP fomenta la xenofobia. De todos los catastrofismos predicados por los populares, el más terrible, y el más empleado durante la campaña, es el que incide sobre los inmigrantes. No importa que la inmensa mayor parte de los inmigrantes sea gente honrada que sólo viene a nuestro país a trabajar e intentar mejorar su vida, no importa si la llegada de inmigrantes ha incrementado la calidad de vida de los españoles, no importa que España haya sido un país de emigrantes; el PP se ha obstinado en relacionar inmigración con delincuencia, con pérdida de calidad de los servicios públicos, con usurpación de derechos o con crisis laboral y económica. Y todo esto lo ha hecho únicamente para socavar al PSOE en la lucha electoral. Pero no todo vale, y menos esto, pues cuando la xenofobia y el racismo se instalan en una sociedad, las consecuencias se traducen en dolor, odio, persecución y muerte.
Por ello, porque las personas que carecen de humanidad, sensibilidad y empatía no deben formar parte de la política, votaré contra el PP.
9. El PP acalla la voz e impide el surgimiento de una derecha civilizada. Creo sinceramente que la democracia precisa alternancia en el poder. Creo igualmente que debe haber un partido que represente a la derecha, y que ese partido, aunque yo no comparta sus ideas, tiene derecho a optar a la jefatura de gobierno, y conseguirla si así lo quieren los votantes. Pero ese partido de derecha no puede estar instalado en el extremo diestro de la ideología conservadora. Estoy seguro, o al menos quiero estarlo, de que existe una derecha civilizada en España; el problema es que esa derecha ha sido expulsada de la cúspide del PP en beneficio de los más radicales. Y el problema, también, es que los votantes moderados de derecha no pueden votar a nadie más, así que, aunque tapándose la nariz, depositarán la papeleta popular en la urna, pero lo harán porque no les queda más remedio. La única forma de conseguir una derecha moderna es expulsando a los elementos mas cavernarios del PP para que los moderados se hagan con el control del partido.
Por ello, para poder contar con una derecha civilizada, votaré contra el PP.
10. El PP actual es el mismo de hace cuatro años. En las anteriores elecciones, la mayoría de los votantes castigó al PP por haber propiciado la intervención de España en la ilegal guerra de Irak y, sobre todo, por las mentiras que propaló sobre la autoría del atentado del 11M. Pues bien, en el PP que se presenta a estas elecciones están exactamente los mismos que hicieron todo eso, los mismos que celebraban a carcajadas la intervención militar española en Irak, los mismos que, por motivos electorales, mintieron descaradamente sobre los cadáveres de casi doscientas víctimas, los mismos que en los años sucesivos se dedicaron a sustentar una patética teoría conspirativa que atribuía la responsabilidad del atentado a todo el mundo (etarras, policías, jueces, socialistas, guardias civiles, servicios secretos árabes...) con el único fin de ocultar la evidencia de sus mentiras. Rajoy, Acebes, Zaplana, Ana Pastor, Pujalte, el tapado Aznar... Todos ellos mostraron entonces uno de los grados de miseria moral más altos que jamás he visto. Y, para colmo, nunca han pedido perdón. Al contrario, lo que quieren es que olvidemos, quieren que miremos sólo al futuro para distraer nuestra atención de su negro pasado de miserables mentirosos. Vale, pues miraré al futuro, y en mi futuro veo con claridad que no quiero que esa clase de personajes nos abochorne con su mera presencia.
Por ello, porque hay cosas que no pueden olvidarse, votaré contra el PP.
En fin, amigos míos, tengo muchas más razones para votar contra el PP, pero como los decálogos molan y esto ya es demasiado largo, nos conformaremos con lo expuesto. Como decía al principio, ejerceré mi voto contrario al PP votando a los socialistas, porque es lo más eficaz y porque hasta ahora el PSOE no me ha ofendido. Como decía en otra entrada, creo que ganará el PSOE, pero no sé por cuánta diferencia. De lo que sí estoy seguro es de que nuestra tierna democracia necesita imperiosamente que la derecha se civilice y, para que esto suceda, la actual dirección de los populares debería sufrir una derrota tan demoledora que no le quedara más remedio que irse y dar paso al sector moderado (si es que todavía queda alguno). Y atención, no escribiría nada de esto si al frente del PP estuvieran Gallardón o Rato, por ejemplo, aun sabiendo que cualquiera de los dos podría derrotar electoralmente a la izquierda. Pero prefiero eso con diferencia a tener en la oposición una panda de hooligans incendiarios dispuestos a todo con tal de conseguir sus fines.
Post Scriptum: Al terminar de escribir esta entrada me he enterado de que los sanguinarios descerebrados de ETA han asesinado en Mondragón a Isaías Carrasco, un ex-concejal socialista de Arrasate. Supongo que para las psicopáticas mentes de los asesinos, esa muerte supone un gran paso en la lucha del oprimido País Vasco en pro de su independencia... a mí lo único que me provoca es pena y asco. Pero ahora, al menos, tenemos una oportunidad para responder a los sembradores de terror; ¿no pide ETA la abstención? pues vayamos todos el domingo a votar, digámosles muy claro que estamos con la democracia y contra los matones, votemos cuantos más mejor, a quien sea, aunque se trate del PP...
miércoles, marzo 5
Cantinela
La verdad es que la acartonada retórica de los políticos resulta muy aburrida, sobre todo por previsible. Dame una cuestión, la que sea, ponme delante a un político, quien sea, y te diré lo que va a decir antes de que abra la boca. Sí, los políticos son aburridos. Pero igual de aburrida me resulta la también predecible cantinela de los desencantados con la política. Todos los políticos son iguales, todos están corruptos, son todos unos demagogos, sólo les preocupan sus intereses, no hacen nada por los ciudadanos...
No voy a defender ahora a la clase política, la más denostada por los españoles después del sector eclesiástico, si mal no recuerdo, pero sí me gustaría intentar poner las cosas en su lugar. De algún modo, parece que le exigimos a los políticos unas cualidades casi angelicales; han de ser absolutamente honestos, totalmente sinceros, radicalmente eficaces, inhumanamente trabajadores, deslumbrantemente inteligentes, resplandecientemente carismáticos, cordialmente dialogantes, férreamente firmes, sobrenaturalmente perspicaces, bondadosamente idealistas... En fin, todo eso está muy bien y ojalá fuera así, pero no tiene en cuenta el factor humano, y lo cierto, amigos míos, es que las personas tendemos estadísticamente a ser entre mediocres y gilipollas.
Permitidme que recurra a mi experiencia personal. Como sabéis, y si no lo sabéis os lo digo ahora, durante una larga década trabajé en publicidad. Eso, la publicidad, te brinda una amplia perspectiva, pues te permite estar en contacto muy directo con muchas empresas distintas (los clientes de las agencias), así que he trabajado para un buen número de directivos y ejecutivos, gran parte de los cuales pertenecían a empresas multinacionales, algunas de ellas realmente sofisticadas. Tened en cuanta que estoy hablando del sector privado, que es el que mejor paga y, por tanto, el que se lleva a los mejores profesionales. Tened en cuanta también que me refiero a multinacionales, cuyo personal se supone que está mejor formado y dispone de más y mejores herramientas de trabajo. Tened en cuenta, por último, que los ejecutivos empresariales con los que me relacionaba pertenecían, en su mayoría, al sector del marketing, un especialidad casi aristocrática que, de nuevo supuestamente, debe reunir a los mejores cerebros de la empresa.
Pues bien, puedo asegurar sin riesgo a equivocarme (y que cualquier publicitario que lea estas líneas me corrija si estoy mintiendo), puedo asegurar, insisto, que por cada directivo o ejecutivo brillante, o simplemente buen profesional, que me he encontrado, he conocido a seis mediocres, cuatro capullos inútiles y un par de bobos de solemnidad. De hecho, he topado con empresas, algunas muy conocidas (como, por ejemplo, cierta famosísima marca de dentífrico), cuyos departamentos de marketing estaban compuestos por auténticas pandas de descerebrados. Y lo curioso es que esas empresas, pese a todo, seguían funcionando, pues la propia inercia de sus estructuras les hacían ir adelante, no gracias a sus directivos, sino pese a ellos.
Bueno, pues si esto pasa en el sofisticadísimo sector privado, ¿qué no sucederá en el sector público, que paga mucho peor? Pues claro que los políticos suelen ser mediocres, cuando no tontos de baba, claro que hay inútiles y cantamañanas... pero como en todas partes. Lo que pasa es que los políticos están constantemente en el foco de la opinión pública (y de la opinión publicada), de modo que sus errores y defectos son más notorios.
Por otro lado, claro, están las peculiaridades del trabajo político. La exposición a los medios de comunicación y la necesidad de granjearse el favor del votante hacen que el político recurra con frecuencia a una retórica acartonada o, directamente, a la demagogia. Además, el partidismo inherente a la actividad política convierte a sus protagonistas en una especie de hooligans que piensan, hablan y actúan, no por la razón, ni por la verdad, sino exclusivamente según sus colores, gente incapaz de reconocer los propios errores ni los aciertos del rival. Todo esto no nos gusta, claro; nos indigna que los políticos sean así. Pero, ¿qué pasaría si un político se negara a seguir ese modelo estándar y se comportara como una persona normal, como un honesto y sincero profesional? Pues que no se jalaría un rosco, perdería votos a puñados y acabaría siendo expulsado de la cosa pública. Porque un político sincero tarde o temprano tendría que hacer o decir algo que molestase seriamente a su electorado y eso el votante medio no lo perdona. Es decir, en cierto modo somos los ciudadanos quienes exigimos a los políticos que sean tan... políticos, aunque luego nos irrite su comportamiento.
Volviendo a la publicidad, esto me recuerda a una situación similar. Uno de mis primeros clientes, allá por 1981, era Procter & Gamble; en concreto, la cuenta del detergente Ariel. Por aquel entonces, los anuncios de detergentes eran, sobre todo, “testimoniales” de usuarias que hablaban maravillas del producto. Es decir, señoras gordas, paletas y carpetovetónicas que decían cosas como “la ropa me queda escamondá de limpia”, o “mi colada está blanca como la sal”, o “se lo dije a mi vecina”, etc. Vamos, unos anuncios costrosos que daban ganas de vomitar. De hecho, si le preguntabas a las usuarias de Ariel qué les parecía la publicidad de la marca, todas sin excepción afirmaban que era mala, degradante y fea. Pues bien, hete aquí que, en cuanto hacías un spot distinto, más elegante, moderno y sofisticado, las puñeteras ventas caían. Lo cual significa que a las usuarias no les gustaba la publicidad tradicional de detergentes... pero les convencía. Es decir, la culpa de la mala calidad de esos spot no la tenían ni el cliente ni los publicitarios, sino los usuarios. Bueno, pues algo parecido nos sucede con los políticos.
Dicen que la política es el arte de lo posible, lo cual se refiere al pragmatismo que debe adornar a todo buen político. Pero eso del pragmatismo, por muy necesario que sea, también es peligroso. Poco a poco, jornada a jornada, vas haciendo pequeñas concesiones en virtud de supuestos buenos fines, hasta que un día, de repente, te das cuenta de que ya no queda nada de tus ideales, de que has cruzado una frontera invisible e imprecisa y ya sólo manejas un “vale todo” que en realidad no vale nada. Muchos políticos han caído en ese pozo y, por pura salud democrática, deben ser expulsados de la política. Pero no todos son así, ni mucho menos.
Hace unos años me relacioné y trabajé (durante breve tiempo, eso sí) con numerosos políticos, desde simples asesores hasta ministros, y me encontré con gente de toda clase. Políticos muy inteligentes, políticos profesionales, políticos mediocres, políticos cantamañanas... En fin, de todo, como en todas partes. También encontré algo que, lo reconozco, me sorprendió: un buen número de políticos sinceros que realmente creían en lo que estaban haciendo. Y, por supuesto, encontré todo lo contrario: políticos más falsos que un euro de madera que, si no eran ya corruptos, desde luego eran claramente corruptibles. Pero eso lo hay en todos los oficios, en todos los lugares.
Así pues, ¿todos los políticos son iguales? La respuesta es sí en determinados aspectos, como el “estilo laboral”, la retórica y el partidismo; pero rotundamente no en el resto de las cuestiones. ¿Hubiese dado igual que ganase Bush o Al Gore? Que se lo pregunten a los iraquíes. ¿Fueron iguales Suárez, González y Aznar? Por favor, claro que no; ni para lo bueno ni para lo malo. ¿Es lo mismo que durante los próximos cuatro años gobierne el PSOE o el PP? Pues claro que no, y por muchísimos motivos. Así que, por favor, no empecemos con la cantinela de que todos los políticos son iguales, de cómo me aburre la política, de yo estoy por encima de esas cuestiones, de a mí, que soy muy listo, no me engañan, de mi pureza moral me mantiene alejado de las urnas y todas esas zarandajas. Eso, queridos, aburre tanto como el discurso político, sólo que es infinitamente más inútil. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que nuestra clase política no sea francamente mejorable. De hecho, tenemos unos políticos de lo más mediocres (no solo en España, sino en toda Europa y, probablemente, en todo el mundo). Pero, reconozcámoslo, tampoco los electores españoles, como conjunto, somos para tirar cohetes.
En cualquier caso, no entiendo adónde conduce la cantinela de los “exquisitos” de la política, esas personas que sólo saben mostrar su desprecio hacia la política, pero sin aportar la menor solución, esas personas que, con un deje de suficiencia, se declaran hastiadas del juego democrático y aseguran, con no menos suficiencia, que jamás se mancharán las manos con una papeleta de voto, esas personas que deciden, en base a una supuesta pureza ideológica que les impide participar en todo aquello que no sea perfecto, quedarse al margen de la política. Vale, muy bien, cada cual hace con su culo (y con su voto) lo que quiere. El único problema, amigos míos, es que es imposible quedarse al margen de la política. Podrás abstenerte de votar, pero nadie te libra de las consecuencias del voto ajeno.
Es como si te invitaran a una fiesta. A ti no te mola ir porque los invitados son muy cutres, así que te quedas en tu casita y santas pascuas. No obstante, ¿qué ocurre si la fiesta se celebra en tu casa? Podrás encerrarte en tu habitación y enterrar la cabeza bajo la almohada, pero nadie te librará del ruido y el follón. Por tanto, ya que la fiesta es en tu hogar y no hay forma de impedirlo, ¿no sería mejor participar de la juerga y poder, al menos, elegir la clase de música que va a sonar?
No voy a defender ahora a la clase política, la más denostada por los españoles después del sector eclesiástico, si mal no recuerdo, pero sí me gustaría intentar poner las cosas en su lugar. De algún modo, parece que le exigimos a los políticos unas cualidades casi angelicales; han de ser absolutamente honestos, totalmente sinceros, radicalmente eficaces, inhumanamente trabajadores, deslumbrantemente inteligentes, resplandecientemente carismáticos, cordialmente dialogantes, férreamente firmes, sobrenaturalmente perspicaces, bondadosamente idealistas... En fin, todo eso está muy bien y ojalá fuera así, pero no tiene en cuenta el factor humano, y lo cierto, amigos míos, es que las personas tendemos estadísticamente a ser entre mediocres y gilipollas.
Permitidme que recurra a mi experiencia personal. Como sabéis, y si no lo sabéis os lo digo ahora, durante una larga década trabajé en publicidad. Eso, la publicidad, te brinda una amplia perspectiva, pues te permite estar en contacto muy directo con muchas empresas distintas (los clientes de las agencias), así que he trabajado para un buen número de directivos y ejecutivos, gran parte de los cuales pertenecían a empresas multinacionales, algunas de ellas realmente sofisticadas. Tened en cuanta que estoy hablando del sector privado, que es el que mejor paga y, por tanto, el que se lleva a los mejores profesionales. Tened en cuanta también que me refiero a multinacionales, cuyo personal se supone que está mejor formado y dispone de más y mejores herramientas de trabajo. Tened en cuenta, por último, que los ejecutivos empresariales con los que me relacionaba pertenecían, en su mayoría, al sector del marketing, un especialidad casi aristocrática que, de nuevo supuestamente, debe reunir a los mejores cerebros de la empresa.
Pues bien, puedo asegurar sin riesgo a equivocarme (y que cualquier publicitario que lea estas líneas me corrija si estoy mintiendo), puedo asegurar, insisto, que por cada directivo o ejecutivo brillante, o simplemente buen profesional, que me he encontrado, he conocido a seis mediocres, cuatro capullos inútiles y un par de bobos de solemnidad. De hecho, he topado con empresas, algunas muy conocidas (como, por ejemplo, cierta famosísima marca de dentífrico), cuyos departamentos de marketing estaban compuestos por auténticas pandas de descerebrados. Y lo curioso es que esas empresas, pese a todo, seguían funcionando, pues la propia inercia de sus estructuras les hacían ir adelante, no gracias a sus directivos, sino pese a ellos.
Bueno, pues si esto pasa en el sofisticadísimo sector privado, ¿qué no sucederá en el sector público, que paga mucho peor? Pues claro que los políticos suelen ser mediocres, cuando no tontos de baba, claro que hay inútiles y cantamañanas... pero como en todas partes. Lo que pasa es que los políticos están constantemente en el foco de la opinión pública (y de la opinión publicada), de modo que sus errores y defectos son más notorios.
Por otro lado, claro, están las peculiaridades del trabajo político. La exposición a los medios de comunicación y la necesidad de granjearse el favor del votante hacen que el político recurra con frecuencia a una retórica acartonada o, directamente, a la demagogia. Además, el partidismo inherente a la actividad política convierte a sus protagonistas en una especie de hooligans que piensan, hablan y actúan, no por la razón, ni por la verdad, sino exclusivamente según sus colores, gente incapaz de reconocer los propios errores ni los aciertos del rival. Todo esto no nos gusta, claro; nos indigna que los políticos sean así. Pero, ¿qué pasaría si un político se negara a seguir ese modelo estándar y se comportara como una persona normal, como un honesto y sincero profesional? Pues que no se jalaría un rosco, perdería votos a puñados y acabaría siendo expulsado de la cosa pública. Porque un político sincero tarde o temprano tendría que hacer o decir algo que molestase seriamente a su electorado y eso el votante medio no lo perdona. Es decir, en cierto modo somos los ciudadanos quienes exigimos a los políticos que sean tan... políticos, aunque luego nos irrite su comportamiento.
Volviendo a la publicidad, esto me recuerda a una situación similar. Uno de mis primeros clientes, allá por 1981, era Procter & Gamble; en concreto, la cuenta del detergente Ariel. Por aquel entonces, los anuncios de detergentes eran, sobre todo, “testimoniales” de usuarias que hablaban maravillas del producto. Es decir, señoras gordas, paletas y carpetovetónicas que decían cosas como “la ropa me queda escamondá de limpia”, o “mi colada está blanca como la sal”, o “se lo dije a mi vecina”, etc. Vamos, unos anuncios costrosos que daban ganas de vomitar. De hecho, si le preguntabas a las usuarias de Ariel qué les parecía la publicidad de la marca, todas sin excepción afirmaban que era mala, degradante y fea. Pues bien, hete aquí que, en cuanto hacías un spot distinto, más elegante, moderno y sofisticado, las puñeteras ventas caían. Lo cual significa que a las usuarias no les gustaba la publicidad tradicional de detergentes... pero les convencía. Es decir, la culpa de la mala calidad de esos spot no la tenían ni el cliente ni los publicitarios, sino los usuarios. Bueno, pues algo parecido nos sucede con los políticos.
Dicen que la política es el arte de lo posible, lo cual se refiere al pragmatismo que debe adornar a todo buen político. Pero eso del pragmatismo, por muy necesario que sea, también es peligroso. Poco a poco, jornada a jornada, vas haciendo pequeñas concesiones en virtud de supuestos buenos fines, hasta que un día, de repente, te das cuenta de que ya no queda nada de tus ideales, de que has cruzado una frontera invisible e imprecisa y ya sólo manejas un “vale todo” que en realidad no vale nada. Muchos políticos han caído en ese pozo y, por pura salud democrática, deben ser expulsados de la política. Pero no todos son así, ni mucho menos.
Hace unos años me relacioné y trabajé (durante breve tiempo, eso sí) con numerosos políticos, desde simples asesores hasta ministros, y me encontré con gente de toda clase. Políticos muy inteligentes, políticos profesionales, políticos mediocres, políticos cantamañanas... En fin, de todo, como en todas partes. También encontré algo que, lo reconozco, me sorprendió: un buen número de políticos sinceros que realmente creían en lo que estaban haciendo. Y, por supuesto, encontré todo lo contrario: políticos más falsos que un euro de madera que, si no eran ya corruptos, desde luego eran claramente corruptibles. Pero eso lo hay en todos los oficios, en todos los lugares.
Así pues, ¿todos los políticos son iguales? La respuesta es sí en determinados aspectos, como el “estilo laboral”, la retórica y el partidismo; pero rotundamente no en el resto de las cuestiones. ¿Hubiese dado igual que ganase Bush o Al Gore? Que se lo pregunten a los iraquíes. ¿Fueron iguales Suárez, González y Aznar? Por favor, claro que no; ni para lo bueno ni para lo malo. ¿Es lo mismo que durante los próximos cuatro años gobierne el PSOE o el PP? Pues claro que no, y por muchísimos motivos. Así que, por favor, no empecemos con la cantinela de que todos los políticos son iguales, de cómo me aburre la política, de yo estoy por encima de esas cuestiones, de a mí, que soy muy listo, no me engañan, de mi pureza moral me mantiene alejado de las urnas y todas esas zarandajas. Eso, queridos, aburre tanto como el discurso político, sólo que es infinitamente más inútil. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que nuestra clase política no sea francamente mejorable. De hecho, tenemos unos políticos de lo más mediocres (no solo en España, sino en toda Europa y, probablemente, en todo el mundo). Pero, reconozcámoslo, tampoco los electores españoles, como conjunto, somos para tirar cohetes.
En cualquier caso, no entiendo adónde conduce la cantinela de los “exquisitos” de la política, esas personas que sólo saben mostrar su desprecio hacia la política, pero sin aportar la menor solución, esas personas que, con un deje de suficiencia, se declaran hastiadas del juego democrático y aseguran, con no menos suficiencia, que jamás se mancharán las manos con una papeleta de voto, esas personas que deciden, en base a una supuesta pureza ideológica que les impide participar en todo aquello que no sea perfecto, quedarse al margen de la política. Vale, muy bien, cada cual hace con su culo (y con su voto) lo que quiere. El único problema, amigos míos, es que es imposible quedarse al margen de la política. Podrás abstenerte de votar, pero nadie te libra de las consecuencias del voto ajeno.
Es como si te invitaran a una fiesta. A ti no te mola ir porque los invitados son muy cutres, así que te quedas en tu casita y santas pascuas. No obstante, ¿qué ocurre si la fiesta se celebra en tu casa? Podrás encerrarte en tu habitación y enterrar la cabeza bajo la almohada, pero nadie te librará del ruido y el follón. Por tanto, ya que la fiesta es en tu hogar y no hay forma de impedirlo, ¿no sería mejor participar de la juerga y poder, al menos, elegir la clase de música que va a sonar?
domingo, marzo 2
Estrategia
"Toda nuestra estrategia está centrada en los votantes socialistas indecisos. Sabemos que nunca nos votarán. Pero si podemos sembrar suficientes dudas sobre la economía, sobre la inmigración y sobre cuestiones nacionalistas, entonces quizá se quedarán en casa".
Declaraciones al Financial Times de Gabriel Elorriaga, Secretario de Comunicación del PP