Supongo que no mucha gente sabe cómo funciona el Departamento Creativo de una agencia de publicidad. Se trata de una estructura muy poco piramidal que está coordinada por un Director Creativo y, quizá, por uno o más Directores Creativos Asociados. Por debajo hay varios grupos de trabajo cuyo número depende del tamaño de la agencia. El grupo de trabajo básico está compuesto por un Redactor (o
Copy), que se ocupa de los textos, y un Director de Arte, que se ocupa de la imagen. En teoría, este tándem funciona de la siguiente manera: reciben por parte del Departamento de Cuentas los datos necesarios (
briefing) para hacer un anuncio (supongamos que de prensa). Ambos creativos intercambian ideas (
pelotean) y, finalmente, eligen una o dos posibilidades y las desarrollan. El Redactor se ocupará de escribir los textos (titular, cuerpo de texto, eslogan) y el Director de Arte de realizar los bocetos. Luego, discuten la creatividad con el grupo de cuentas y, por último, se presenta al cliente y se cruzan los dedos. Aunque la labor de los grupos creativos no acaba aquí, claro, pues luego queda toda la fase de producción, pero eso ahora no viene al caso.
He definido ese modo de trabajo como “teórico”, porque la realidad suele ser más compleja y confusa. Con frecuencia los redactores sugieren imágenes y los directores de arte textos, a veces todo se hace conjuntamente, o hay aportaciones externas, o todo lo hace uno, o incluso nadie hace nada. Cada grupo es un mundo. Pero, antes de seguir, vamos a aclarar algo: durante la fase de intercambio de ideas, de peloteo, no se busca encontrar anuncios completos, sino las ideas-germen de esos anuncios, lo que suele llamarse el “concepto creativo”. Voy a poner el ejemplo de un viejo y brillante anuncio de 1991 (no es mío, sino de Toni Guasch y su equipo). Un grupo creativo recibe el encargo de desarrollar un spot de TV para el Volkswagen Golf GTI, un coche muy potente y rápido. Se ponen a darle vueltas al asunto, pelotean ideas y, de pronto, a alguien se le ocurre lo siguiente: “A ti (consumidor) siempre te ha gustado llegar el primero a los sitios, como demuestra el hecho de que el espermatozoide que te engendró fue el primero en alcanzar el óvulo, de modo que tu coche es el Golf GTI”. Ya está, esa bobada es el concepto creativo que contiene el germen de un gran spot. Por supuesto, luego hay que darle forma, y gran parte de la brillantez dependerá precisamente de la forma que se escoja; pero el concepto básico está enteramente contenido en la anterior frase entrecomillada (si queréis ver el anuncio terminado, pinchad
AQUÍ).
Los mejores anuncios son aquellos que parten de un gran concepto creativo; de hecho, aquellos anuncios que son sólo pura imagen, sin concepto, se denominan “ejecucionales” y suelen ser contemplados con cierto desdén por los publicitarios. Pues bien, por lo general los redactores son mejores conceptualizadores que los directores de arte. Por supuesto, hay montones de excepciones, muchos directores de arte que conceptualizan de maravilla y muchos redactores torpes a la hora de buscar ideas; pero estadísticamente, los redactores producen más y mejores conceptos que los directores de arte. ¿Por qué?
Voy a aventurar una respuesta. Los redactores trabajan con las palabras, y las palabras son símbolos, abstracciones que representan conceptos. Por el contrario, los directores de arte trabajan con imágenes, y las imágenes son siempre concretas. Una imagen es lo que es y se presta a un número limitado de interpretaciones; sin embargo, las palabras, con su polisemia, con sus valores denotativos y connotativos, con su lógica difusa que tiende a la metáfora, las palabras, insisto, ofrecen un amplio abanico de interpretaciones. Son como arcilla, una materia informe y abstracta que, debidamente manipulada, permite obtener figuras concretas. Así pues, los cerebros de los redactores y los directores de arte se orientan en sentidos distintos; unos están conformados para trabajar con símbolos lingüísticos, con abstracciones, y otros para trabajar con imágenes concretas. Ahora bien, dado que la base del proceso creativo es la conceptualización, una actividad abstracta, parece lógico pensar que la realizarán con más acierto aquellos cerebros que estén mejor “cableados” para realizar procesos abstractos; es decir, los de los redactores. Me apresuro a insistir en que estoy hablando de una tendencia, de una generalización; ya sé que hay múltiples excepciones.
¿A qué viene todo esto? Pues a que el sábado pasado fui a Arte 9 para comprar un par de cómics: el tercer tomo del
Lost Girls de Alan Moore, y
Wanted de Mark Millar. Mientras regresaba a casa con mis dos álbumes en una bolsa, caí en la cuenta de que no había ido a buscar las obras de Melinda Gebbie y J.G. Jones, los dibujantes, sino las obras de Moore y Millar, los guionistas. Entonces recordé que la “revolución” del cómic anglosajón que había tenido lugar en los 80 y 90 fue fruto precisamente de los guionistas (de guionistas británicos, por cierto).
Y es curioso, porque durante muchísimo tiempo los dibujantes fueron las estrellas de los tebeos. Vale, sí, había unos cuantos guionistas reputados, como por ejemplo Lee Falk, René Goscinny, Stan Lee o Germán Oesterheld; y también había magníficos dibujantes-guionistas, como Hergé, Will Eisner, Charles Schulz, Hugo Pratt o Hal Foster. Pero los astros indiscutibles eran los dibujantes: Alex Raymond, Jack Kirby, Steve Ditko, Neal Adams, John Buscema, Giraud-Moebius, John Romita, Jim Steranko, Joe Kubert, José Luis García López, Curt Swan, Bernie Wrightson, Milo Manara, Uderzo, John Byrne, Richard Corben... la lista es inmensa.
Digamos que en los tebeos primaba más la imagen que el guión. En Francia, por ejemplo, el mundo del cómic estuvo mucho tiempo liderado por la revista
Pilote, dirigida por el genial guionista René Goscinny. A finales de los 70, un grupo de dibujantes criados a los pechos de Goscinny se rebelaron contra el padre, formaron un grupo llamado Humanoides Asociados y fundaron la revista
Metal Hurlant, una publicación orientada hacia el cómic más puramente gráfico. El ejemplo perfecto de esto es la serie
Arzak, de Moebius, una sucesión de maravillosas ilustraciones al servicio de una historia que ni dios sabe qué significa, si es que significa algo. Los Humanoides Asociados gozaron de un éxito tan enorme como breve, pues la gente se cansó pronto de leer cómics esteticistas con escaso sentido y menos interés. Y es que el cómic y la ilustración se parecen, pero no son lo mismo.
Durante los 80, la industria del cómic atravesó una época de vacas flacas, sobre todo en USA. Entonces, a finales de la década, se inició el desembarco de guionistas británicos en Norteamérica: Alan Moore, Neil Gaiman, Jamie Delano, Grant Morrison, Garth Ennis o, el nuevo chico del año, Mark Millar. Todos ellos, capitaneados por los dos primeros, revolucionaron el dormido mundo del cómic norteamericano, creando obras más complejas y profundas dotadas de una vigorosa narrativa.
El ejemplo perfecto lo encontramos en Alan Moore. Todo el mundo lo sabe: es una maniaco obsesivo, un pirado que detalla con tanta minuciosidad sus guiones que prácticamente no deja margen de libertad a sus dibujantes. Centrémonos en
Watchmen. Si hojeáis casi cualquier cómic de superhéroes actual, comprobaréis que el viñetado de las páginas suele adoptar esquemas muy barrocos que huyen de la simetría y la homogeneidad. Cada página posee un diseño gráfico diferente, lo que dota al conjunto de una gran brillantez visual. Por el contrario,
Watchmen utiliza usualmente el formato de nueve viñetas por página, y cuando las viñetas son mayores (o menores), siguen las proporciones de la viñeta básica, como si ésta fuera un módulo. Además, el 95% de las páginas ofrecen composiciones simétricas y lo dibujos jamás rompen las líneas de corte. Es decir, visualmente
Watchmen es tan clásico como, por ejemplo, un cómic de Tintín. Porque prima el guión sobre la imagen; no hay alardes gráficos, sino alardes narrativos.
Y ahora vamos a saltar de los cómics a la televisión. Ya resulta tópico afirmar que vivimos una edad de oro de las series, pero es un tópico cierto. ¿La prueba?:
Los Soprano,
Deadwood,
House,
Mujeres Desesperadas,
Roma,
Héroes,
Perdidos,
Medium,
Prison Break,
Dexter,
Generation Kill,
A dos metros bajo tierra y un largo etcétera. Este repentino subidón de calidad se debe, en mi opinión, a dos factores. En primer lugar, se ha prescindido de ese estúpido (y falso) cliché del “lenguaje televisivo” para asumir plenamente el lenguaje y las técnicas cinematográficas. En segundo lugar, se ha producido un profundo cambio en el esquema jerárquico de las producciones.
Veréis, durante el proceso de realización de una obra audiovisual existen tradicionalmente unas jerarquías y unos territorios perfectamente establecidos. Fuera del plató, en todo lo que rodea a la preproducción y la posproducción, manda el Productor; pero en el plató, durante el rodaje, el dios indiscutible es el Director. Hay numerosas excepciones, por supuesto. Algunos productores mandan siempre, en todas partes, como fue el caso de Selznick; hay directores que extienden su poder hasta abarcar la producción, como Hitchcock o Kubrick; y hay casos en los que no manda ni el productor ni el director, sino el actor, la estrella, como ocurre con el dianético Tom Cruise. Pero lo que nunca, jamás de los jamases, había ocurrido es que los guionistas tuvieran ni un ápice de poder. Sencillamente, eran las putas de la industria; hacían lo que se les pedía (y de la forma que se les pedía) y luego desaparecían de escena.
Pues bien, resulta que en la mayor parte de esas series que nos encantan, quien ahora manda es el guionista. Esa es la revolución capitaneada por la HBO: darle poder y libertad a los guionistas. Con ello, se consiguen dos cosas; por un lado, atraer a los escritores con talento, que quizá pudieran obtener más pasta del cine, pero que optan por la libertad y el control sobre su trabajo que les brinda la TV, y por otro mejorar la calidad del producto, dándole un nivel mucho más adulto, mimando las tramas y los personajes, densificando la narrativa. Y todo eso se ha conseguido primando el concepto creativo sobre lo visual (pero sin despreciar lo visual, por supuesto; simplemente, es una inversión de jerarquías).
Sin duda, el siglo XX ha sido el siglo de las imágenes, el siglo del cine, del cómic, de la televisión, de la publicidad masiva. Humberto Eco lo consideraba una nueva Edad Media, en el sentido de que las masas habían adoptado una especie de analfabetismo funcional y se regían por el imperio de la imagen. Las estrellas de cine son la nueva mitología, adoramos a personajes como Gisele Bundchen, Kate Moss o Naomi Cambell, que sólo son rostros y cuerpos, imágenes; el sueño de todo hijo de vecino es hacerse famoso apareciendo en televisión (convirtiéndose, pues, en imagen). Hay asesores de imagen, pero no asesores intelectuales. Triunfa el diseño, la cosmética y la cirugía estética. Una imagen vale más que mil palabras (tópico éste tan falso como estúpido).
La MTV nos habituó a ráfagas de imágenes sin sentido; color, música, ruido y movimiento, nada más. Hollywood acabó convirtiéndose en una fábrica de
¡pum-crash-boom! orientada a un público de 12 años, o edad mental similar. La sociedad no sólo adoptó la estética publicitaria, sino también su lenguaje y su discurso. Pero quién sabe, puede que un sector del público haya acabado harto de tanto rollo visual vacío. El cómic y la TV (o al menos parte de ellos) indican que algo está cambiando.
Estamos saturados de imágenes; quizá ha llegado el momento de las ideas.