Carta abierta a quienes cada día se dedican a llenar mi Outlook de correo basura
Estimados amigos: es muy improbable que algún día entréis en este blog, lo sé; y, aunque llegarais aquí por algún capricho del azar, supongo que no entenderíais nada, pues todos vuestros correos están escritos en inglés, lo que me permite inferir que ésa debe de ser vuestra lengua natal. No obstante, por si se diera la remota casualidad de que alguno de vosotros fuera hispanoparlante y lector de La Fraternidad de Babel, me gustaría deciros algo.
Admiro vuestro tesón, os lo juro, porque hace falta poseer una férrea voluntad para mandarme cada día más de veinte correos electrónicos. Y no, no creáis que el hecho de haber delegado esa tarea en una máquina resta ni un ápice de mérito a vuestro empeño; muy al contrario, pues combinar obstinación con tecnología no es más que dar un paso adelante en la escala evolutiva. ¿Por qué tocar las narices analógicamente cuando resulta mucho más fácil y productivo hacerlo de forma digital? En fin, aplaudo vuestra tenacidad, pero debo advertiros que la perseverancia no siempre trae consigo los frutos deseados.
Veréis, no uso reloj de pulsera, así que no voy a compraros un Rolex (ni un Trolex, si vamos a eso). Por otro lado, como no pienso trasladarme a Canadá, no tengo el menor deseo de ser propietario de una parcela en la Columbia Británica. Tampoco voy a adquirir acciones de las múltiples compañías que, al parecer, están perdiendo el culo por tenerme como socio. En cuanto a los numerosos puestos de trabajo a tiempo parcial que me ofrecéis: no, gracias. Comprendedlo; me siento muy ufano de que tantas empresas se peleen por tenerme en su staff, pero, aunque no quiero pecar de desagradecido, mi labor como escritor no me dejaría tiempo para realizar las extrañas transacciones que me proponéis. Con respecto a vuestras amables ofertas farmacéuticas, me gustaría notificaros que, afortunadamente, todavía no necesito Viagra. Por último, debo reconocer que lo del alargamiento de pene me tentó; pero al final comprendí que sólo me siento tranquilo cuando quien hurga por ciertas zonas de mi anatomía es una mano femenina (y, por supuesto, selecta). Además, no termino de encontrarle la gracia a que mi pequeño soldadito acabe convertido en un espagueti.
Así pues, teniendo en cuenta que no albergo la menor intención de adquirir ninguno de vuestro productos, ni de participar en los turbios negocios que me proponéis, ¿tendríais la amabilidad de dejar de escribirme?
Es que, veréis, me estáis poniendo de los nervios...
Un enclave tutelado por César Mallorquí, el Abominable Hombre de las Letras, en colaboración con la Sociedad de Amigos del Movimiento Perpetuo. Si no te interesa la literatura, el cine, el comic, los enigmas, el juego y, en general, las cosas inútiles, aparta tus sucias manos de este blog.
miércoles, septiembre 27
viernes, septiembre 22
Equinoccio de otoño
Mañana, 23 de septiembre, a las 4:03 hora solar, tendrá lugar el equinoccio de otoño. Los celtas llamaban a este momento Mabón, un nombre que procede, según unos, de Mab, la reina de las hadas, y según otros de Maybowhn, el dios de las viñas. Durante el Mabón se celebraba el Mea'n Fo'mhair, la fiesta de la segunda cosecha (uva y manzanas). Los dioses solares se debilitan y envejecen durante este periodo; cuando llegue Samain -el 1 de noviembre- morirán, y con el advenimiento de Yule, el solsticio de invierno, resucitarán.
Es tiempo de recuerdos.
Mira hacia atrás y examina lo que has hecho y lo que no te has atrevido a hacer, lo que has sido y no has sido, lo que deseabas ser y ya nunca serás. Evoca los días perdidos; rememora los distintos rostros que, a lo largo del tiempo, reflejaba el espejo cuando te mirabas en él. Piensa en el niño que fue y ya no es, en los recuerdos que has olvidado, en los sueños que nunca se cumplieron y en los que ni siquiera te atreviste a soñar.
Imagínate ahora un salón amueblado con viejos sillones de orejas, mesas y sillas de madera labrada, y una cómoda con un gran espejo, y una mesa de costura, y estanterías repletas de viejos libros polvorientos, y vitrinas con reliquias del pasado, y arañas de cristal colgando del techo. Un ventanal de vidrios emplomados se abre a un jardín alfombrado de hojas muertas. Enfrente, iluminado por la luz del atardecer que se cuela a través de los visillos, hay un velador cubierto por un blanco tapete bordado. Sobre él descansan una tetera y una taza de té. Siéntate en una silla y coge la taza. ¿Ves cómo humea? El té está aromatizado con bergamota. Huélelo... Ahora cierra los ojos, llévate la taza a los labios y da un sorbo.
Eso es el otoño.
Es tiempo de recuerdos.
Mira hacia atrás y examina lo que has hecho y lo que no te has atrevido a hacer, lo que has sido y no has sido, lo que deseabas ser y ya nunca serás. Evoca los días perdidos; rememora los distintos rostros que, a lo largo del tiempo, reflejaba el espejo cuando te mirabas en él. Piensa en el niño que fue y ya no es, en los recuerdos que has olvidado, en los sueños que nunca se cumplieron y en los que ni siquiera te atreviste a soñar.
Imagínate ahora un salón amueblado con viejos sillones de orejas, mesas y sillas de madera labrada, y una cómoda con un gran espejo, y una mesa de costura, y estanterías repletas de viejos libros polvorientos, y vitrinas con reliquias del pasado, y arañas de cristal colgando del techo. Un ventanal de vidrios emplomados se abre a un jardín alfombrado de hojas muertas. Enfrente, iluminado por la luz del atardecer que se cuela a través de los visillos, hay un velador cubierto por un blanco tapete bordado. Sobre él descansan una tetera y una taza de té. Siéntate en una silla y coge la taza. ¿Ves cómo humea? El té está aromatizado con bergamota. Huélelo... Ahora cierra los ojos, llévate la taza a los labios y da un sorbo.
Eso es el otoño.
miércoles, septiembre 20
Dawkins
"Los teistas modernos podrían reconocer que, cuando se trata de Baal y el Becerro de Oro, Thor y Odín, Poseidón y Apolo, Mithra y Amón Ra, ellos son, en realidad, ateos. Todos somos ateos con respecto a la mayoría de los dioses en los cuales la humanidad ha creído alguna vez. Algunos de nosotros, simplemente, vamos un dios más allá que el resto"
Richard Dawkins, El capellán del diablo
Richard Dawkins, El capellán del diablo
lunes, septiembre 18
Buenos deseos
Mañana, a partir de las 8:00, operan a mi hermano José Carlos. Mandadle vibraciones positivas, karma del guay, vudú inverso, plegarias, suerte o, simplemente, buenos deseos. La operación no es demasiado grave y él es un hombre fuerte; seguro que todo saldrá bien. Aun así, por favor, dedicad mañana un segundo de vuestros pensamientos a José Carlos Mallorquí. Ya sé que esas cosas no sirven de nada, pero... dan buen rollo. Gracias.
martes, septiembre 12
Western
Hace unas semanas volví a ver en TV La diligencia, de John Ford. Hacía mucho que no la revisitaba (revisitar, qué apropiada palabra), y me sorprendió no encontrarmecon la pieza de arqueología que en el fondo esperaba, sino con una obra maestra capital llena de fuerza y frescura. Pero es que Ford es mucho Ford... El caso es que la visión de la película me hizo recordar cierta charla que mantuve este verano con Fernando Marías, en el curso de la cual éste afirmó que el western es el cine, su esencia misma y el género que mejores frutos le ha dado. Estoy básicamente de acuerdo con él. Y, como una cosa lleva a la otra, me puse a considerar cuáles eran, en mi opinión, los mejores westerns de la historia.
Un momento, un momento –dice una voz-; ¿estás hablando de películas del Oeste? ¿Indios, vaqueros, duelos y todo lo demás? ¿Y dices que eso está a la altura de Bergman, Kieslowski, Godard, Fellini y el resto de grandes nombres del séptimo arte? No, respondo, a su altura no: muy por encima en muchos casos.
El western es un género (tanto literario como cinematográfico) muy curioso. En realidad, debería ser considerado un subapartado de la narrativa histórica, ya que se centra en un territorio específico (América del Norte) y en un periodo del pasado que cubre, más o menos, los siglos XVIII y XIX, aunque suele centrarse en este último. Sin embargo, hay cuando menos un factor que lo dota de una especial personalidad: ser una narrativa de frontera. De un lado tenemos la barbarie (la naturaleza), de otro la civilización; en medio, el ser humano. ¿Cómo se conjugan esos tres factores? ¿Es la civilización una respuesta a la barbarie? ¿O acaso la civilización no es más que una forma ordenada –y por ello más terrible- de salvajismo? En realidad, el western es una estilización de la vida que consiste en quitarle a la realidad todo lo accesorio y dejar sólo lo fundamental. Sentimientos, pasiones, ideologías, política, justicia, el mal y el bien, todo ello aparece en el western de forma descarnada, sin tapujos ni disfraces. El eje de este género no son los revólveres ni los duelos, sino la naturaleza del ser humano y su relación con el entorno y los demás.
Me estoy refiriendo, claro está, a los buenos western, porque no cabe duda de que se han filmado innumerables peliculillas del Oeste a las que sólo cabe calificar de deleznables. Como, por ejemplo, todo el (infame) spaghetti western, con Sergio Leone a la cabeza. Sí, hay mucha mala película del Oeste, mucho tópico sin interés; pero es que hay mucho malo de todo. No obstante, los grandes western son cumbres de la narrativa cinematográfica, así que centrémonos en ellos. Os voy a proponer una lista de lo que, en mi opinión, son las diez mejores películas del Oeste de la historia. Como ocurre con toda “lista de 10”, hay notables e injustas ausencias; sin embargo, puedo asegurar que, si bien no están todas las que son, sí son todas las que están.
Y el primer problema que me surge a la hora de elaborar la lista tiene nombre: John Ford. Porque, siendo justos, la mitad de las películas de esta lista deberían ser suyas. Pero eso limitaría demasiado el panorama, así que he decidido reducir la aportación de Ford a “sólo” tres films.
La diligencia (1939). Mi padre adoraba esta película; decía que era un compendio de todo el género del Oeste, y tenía razón. En ella está el sheriff, el pistolero, la banda de cuatreros, los indios, la caballería, la puta, el médico borracho, el jugador, el caballero del Sur, en fin, los arquetipos básicos del western. Analizada superficialmente, podría decirse que resulta demasiado tópica, pero no debemos olvidar que La diligencia definió las pautas del western moderno, unas pautas que luego han sido copiadas hasta la saciedad. Además, el tratamiento que Ford hace de los tópicos siempre es distinto, siempre es poético y estimulante. La persecución final de los indios a la diligencia es la madre de todas las persecuciones cinematográficas posteriores; un auténtico portento de planificación y ritmo que jamás ha sido superado (pero sí muy imitado).
Centauros del desierto (1956). Una niña blanca es raptada por los indios. Su tío Ethan (John Wayne), acompañado por un joven (Jeffrey Hunter), la busca obsesivamente durante muchos años. Cuando finalmente la encuentra y la ve convertida en una india, empuña su revólver y se dispone a matarla... La complejidad y sutileza de esta película es tan inmensa que cada vez que la veo (y la he visto numerosas veces) descubro algo nuevo en ella. Simplificando, podría decirse que es un alegato contra el racismo, pero va mucho más lejos. Centauros del desierto habla sobre la soledad, sobre la pérdida, sobre la familia y el honor, sobre la ambigüedad de los sentimientos... sobre la naturaleza humana en definitiva. Nada es lo que parece en esta magistral película; por ejemplo, si prestamos mucha atención a la relación entre Ethan y su cuñada, empezaremos a preguntarnos si el personaje interpretado por Wayne está buscando a su sobrina... o a su hija.
El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Un pueblo vive sojuzgado por el terror que impone la banda de malhechores liderada por Liberty Valance (Lee Marvin). Nadie hace nada –ni siquiera el personaje interpretado por John Wayne, el único que podría acabar con Valance- hasta que llega del Este un pacífico abogado (James Stewart), que se enfrenta a Valance, primero mediante el recurso a la ley y, finalmente, en un duelo que acaba con la muerte del asesino. ¿Parece una historia tópica? Pues no señor, todo lo contrario. Ford, que había sentado las bases del western clásico con La diligencia, las destruye ahora mostrándonos el lado oculto (y oscuro) de las leyendas. Tampoco aquí las cosas son lo que parecen. Stewart no mató a Valance en el duelo: lo mató Wayne, de lejos, oculto, con un rifle y por la espalda. Stewart acaba utilizando su supuesta proeza (que él sabe falsa) para convertirse en un político populista y manipulador. Wayne tampoco es un héroe, sino un hombre hosco, indiferente, resentido y racista. Y es que no hay héroes en esta película; de hecho, el único personaje enteramente digno y honesto es el negro que trabaja para Wayne (interpretado por Woody Strode), un hombre absolutamente fiel y honesto que es tratado casi como un esclavo por su patrón. El hombre que mató a Liberty Valance, además de ser una de las grandes obras maestras de la historia del cine, marca el comienzo del periodo desmitificador del genero.
Y aquí se acaba la aportación de Ford a mi lista. Una lista que, no obstante, debería incluir cuando menos dos títulos suyos más: Pasión de los fuertes (1946) y El sargento negro (1960). Para terminar con él, permitidme una anécdota. Cuando un periodista le preguntó a Orson Welles quiénes eran, en su opinión, los tres mejores directores de la historia del cine, Welles respondió: “John Ford, John Ford y John Ford”.
Winchester 73 (Anthony Mann, 1950). Dos hermanos –ambos extraordinarios tiradores de rifle-, interpretados por James Stewart y Stephen McNally, están enfrentados a muerte por el asesinato de su padre a manos de McNally. Stewart persigue a su hermano sin descanso por el territorio de Kansas. Cuando lo encuentra, se inicia un enfrentamiento que comienza con un concurso de tiro y termina con uno de los más vibrantes e inteligentes duelos -con rifle y a mucha distancia- jamás filmados. Simultáneamente, la película describe el periplo de un rifle –el que da título al film- que va pasando de mano en mano hasta regresar junto a su dueño. Winchester 73 es una obra tensa y violenta que acaba adquiriendo las proporciones de una tragedia griega. La traición, la venganza, el destino y la muerte; esos son los temas centrales de esta obra maestra.
Raíces profundas (George Stevens, 1953). Intentando rehacer su vida, Shane, un ex-pistolero interpretado por Alan Ladd, llega a un valle en el que los agricultores están sojuzgados por los ganaderos. Shane comienza a trabajar en una de las granjas y, pese a su inicial rechazo de la violencia, acabará ayudando a los agricultores en su lucha contra los ganaderos. Un relato tópico, mil veces contado, al que Stevens consigue conferir una nueva dimensión narrándolo desde el punto de vista de un muchacho. Y es que, en realidad, Raíces profundas es una historia de amor imposible entre un hombre, una mujer y un niño.
Río Bravo y El Dorado (Howard Hawks 1959-1967). ¿Por qué, refiriéndome a una sola película, incluyo aquí dos títulos? Porque ambos films son obra del mismo director, cuentan exactamente la misma historia y están protagonizados por el mismo actor, John Wayne. Un pistolero a sueldo (Wayne) llega al pueblo de El Dorado en busca de su mejor amigo (Dean Martin/Robert Mitchum), que es sheriff del lugar y un patético borracho. Wayne ayuda a su amigo a superar el alcoholismo y a enfrentarse a un grupo de pistoleros contratado por un terrateniente local... Pero lo cierto es que el sencillo argumento de ambas películas carece de importancia. Lo realmente interesante son los personajes y sus relaciones, los diálogos y las situaciones. Como en muchas de sus obras, Hawks habla en Río Bravo/El Dorado sobre la amistad, el respeto a uno mismo, el trabajo bien hecho y la alegría de vivir, a lo que añade, en el caso de El Dorado, una irónica mirada sobre la vejez y la decadencia.
Valor de ley (Henry Hathaway, 1969). A Hathaway, por algún motivo, siempre se le ha negado el marchamo de artista para relegarlo al humilde puesto de artesano. Esta película, magistral ejemplo del llamado “western crepuscular”, demuestra que eso es mentira. Mattie Ross (Kim Darby), una muchacha en principio absolutamente insoportable, contrata los servicios de Rooster Cogburn (John Wayne), un viejo sheriff tuerto y borracho, para que encuentre a los asesinos de su padre, e insiste en acompañarle. El film cuenta la historia y las peripecias de ese viaje y esa venganza, pero sobre todo describe la relación entre dos espléndidos personajes–Mattie y Cogburn-, a los que se les une La Boeuf (Glen Campbell), un surrealista cazarrecompensas miope. Además de la abrumadora belleza de los escenarios naturales en que fue rodada, Valor de ley ofrece una estimulante mezcla de violencia (en ocasiones extrema), ternura, humor y poesía. John Wayne recibió el único Oscar de su carrera por su interpretación en esta película. Os aseguro que es uno de los premios de la Academia más justos que jamás se han entregado, porque Wayne consiguió con su actuación componer uno de los mejores personajes de la historia, no sólo del western, sino del cine en general, ese Rooster Cogburn, viejo, borracho, tosco, sarcástico, violento... y entrañable.
Un último punto que a nadie interesa, pero que no quiero privarme de reseñar. Antes de rodarse la película, mi padre me regaló la novela en que está basado el guión (True grit, Charles Portis). Yo tenía por aquel entonces unos dieciséis años y recuerdo que la novela me gustó mucho. Más tarde, cuando el film se estrenó en España, fui a verlo con mi padre. Debió de ser de las últimas películas que vi con él. La última: La hija de Ryan, de David Lean.
Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969). Una banda de forajidos intenta asaltar el banco de una pequeña población del suroeste, pero los ladrones caen en una emboscada y son tiroteados por un nutrido grupo de cazarrecompensas. Los forajidos supervivientes, tenazmente perseguidos por los cazarrecompensas, inician entonces una huída que les conducirá a México, lugar donde, en un acto de redención suicida, se enfrentarán a todo un ejército y serán masacrados. Cuando los cazarrecompensas llegan, sólo encuentran cadáveres.
La acción de esta película se desarrolla en 1913, cuando la época dorada del Oeste había pasado a la historia. Sus protagonistas (unos magníficos William Holden, Robert Ryan, Ernest Borgnine, Ben Johnson, Warren Oates y Edmond O’Brien) son seres anacrónicos cuyo individualismo y libertad chocan con las normas de una sociedad cada vez más represora. Lo que representan ya no tiene sentido, así que deciden morir por unos valores –honor y amistad- tan desfasados como ellos mismos. A caballo entre la melancolía y la violencia, Grupo salvaje es el paradigma del western crepuscular.
Las aventuras de Jeremiah Johnson (Sidney Pollack, 1972). A mediados del siglo XIX, un ex-soldado llamado Jeremiah Johnson abandona la ciudad y se dirige a las montañas para vivir como trampero. Una vez allí, y con la ayuda de un viejo pionero, aprenderá todo lo necesario para sobrevivir en un medio natural y salvaje. Al mismo tiempo, iniciará una amistosa relación con los nativos y acabará casándose con una india. Pero un día, miembros de una tribu rival (los crow) asesinan a su familia; Johnson, roto de dolor se venga de los crow, prende fuego a su cabaña e inicia una vida errante y solitaria. Entre tanto, los crow, en una especie de contravenganza, comienzan a enviar a sus mejores guerreros, de uno en uno, para acabar con Johnson. Pero Johnson los vence a todos, hasta que finalmente es reconocido y aceptado como un guerrero legendario.
En plena eclosión del western revisionista y crepuscular, Pollack y Redford decidieron rodar una película que parecía volver a los orígenes del género: los pioneros. En el fondo, no es de extrañar; eran principios de los setenta, tiempos de contracultura y ecologismo, así que ese retorno a la naturaleza que describe la película estaba en plena sintonía con la época. En este mismo sentido debe contemplarse su condición de “western pro-indio”. Pero no es nada de esto lo que confiere grandeza a la película; a fin de cuentas, otros films contemporáneos, como Un hombre llamado caballo (1970), iban por el mismo camino y no por ello se convirtieron en obras maestras. Lo que hace grande al film de Pollack es el fascinante tono entre surrealista y onírico que preside la narración, esos personajes extraños y vagamente irreales, esas situaciones que parecen surgidas de la mente de Lewis Carroll, esa naturaleza que acaba convirtiéndose en un territorio mítico y ancestral. Las aventuras de Jeremiah Johnson describe el nacimiento de una leyenda, pero no desde un punto de vista naturalista, sino poético.
Nota: por lo visto, el tal Jeremiah Johnson existió realmente y, como se cuenta en la película, vengó la muerte de su familia acabando él solo con un grupo de guerreros crow. La diferencia es que, en vez de limitarse a matarlos, también se comió sus hígados, por lo que desde entonces se le conoció como Johnson “comedor de hígados”. La verdad, no me imagino a Redford comiéndose las vísceras de nadie...
Sin perdón (Clint Eastwood, 1992). Un cliente insatisfecho (y borracho) le corta la cara con un cuchillo a una puta. Las demás prostitutas del burdel juntan todos sus ahorros y ofrecen una recompensa a aquel que mate al tipo que desfiguró el rostro de su compañera. William Munny (Clint Eastwood), un viejo pistolero retirado, viudo y con dos hijos, decide aceptar la oferta y parte a cumplir la venganza en compañía de un antiguo amigo (Morgan Freeman) y un joven aprendiz de pistolero. Pero el brutal sheriff del lugar (Gene Hackman) está decidido a impedir la venganza...
Describir el argumento de Sin perdón es quedarse en la piel. Cada secuencia, cada plano, cada diálogo, todas y cada una de las extraordinarias interpretaciones, el magnífico guión, la magistral dirección, cada segundo de esta película es un prodigio de narrativa y oscuro lirismo. Imaginaos un cóctel en el que mezclarais un 60% de Ford, un 30% de Mann y un 10% de Leone, y comenzaréis a haceros una idea de lo que es la obra maestra de Eastwood. En realidad, se trata de la segunda gran desmitificación del western (después de El hombre que mató a Liberty Valance), un ejercicio de sabio revisionismo en el que Eastwood parece querer decirnos: todo lo que te hemos contado hasta ahora sobre el Oeste es mentira; en realidad, aquello fue un horror sin el menor rastro de épica y nobleza.
Pero, paradójicamente, al mismo tiempo que desmitifica, Eastwood confiere a su narración un tono progresivamente mítico, hasta alcanzar ese contundente clímax final en el que Munny, transformado de nuevo en un monstruo sanguinario, se enfrenta al sheriff, a sus ayudantes y a todo el pueblo en un dantesco tiroteo. Es curioso: cuando todo el mundo daba por muerto al western, Eastwood dirigió uno que, hasta el momento, es la última gran obra maestra producida en Hollywood.
Y ya está, se acabó; ésta es mi lista de los diez mejores western de la historia. Pero antes de poner el punto final a este larguísimo post, me gustaría hacer dos o tres comentarios finales. En primer lugar, sobre el spaghetti western. Antes he dicho que lo considero deleznable, y lo sigo diciendo; no obstante, aportó un valioso rasgo estilístico: la cutrez. Lejos de las estilizaciones de los clásicos, los directores italianos, con Leone en cabeza, mostraron un Oeste feo, sucio y miserable. Es decir, tal y como era de verdad. Esta aportación, justo es reconocerlo, influyó decisivamente en películas tan valiosas como las aquí citadas Grupo salvaje y Sin perdón.
Otro punto, más general, tiene que ver con el actual estado del cine norteamericano. Fijaos en los personajes que interpreta John Wayne en Centauros del desierto y en El hombre que mató a Liberty Valance. Son personajes turbios, con claroscuros, poseedores de grandes virtudes, pero también de inmensos defectos. Pues bien, ninguna gran estrella de Hollywood (y Wayne lo era en su momento) aceptaría interpretar ahora esos personajes. Hoy por hoy, sacar adelante un gran producción comercial requiere la presencia de una estrella, lo cual se traduce en una tiranía de los actores, que intervienen en el guión y modifican sus personajes para hacerlos inmaculados y radiantes. Es decir, de una pieza y sin ningún interés. Quizá ése sea uno de los principales motivos del pésimo momento artístico que aqueja a Hollywood.
Por último, quisiera llamar la atención de quienes no valoran el western sobre un punto: ocho de las diez películas de esta lista son abiertamente poéticas, cuando no arrebatadoramente líricas. Y todas ellas, sin excepción hablan sobre la naturaleza humana. El western es mucho más que historias de revólveres y caballos.
Un momento, un momento –dice una voz-; ¿estás hablando de películas del Oeste? ¿Indios, vaqueros, duelos y todo lo demás? ¿Y dices que eso está a la altura de Bergman, Kieslowski, Godard, Fellini y el resto de grandes nombres del séptimo arte? No, respondo, a su altura no: muy por encima en muchos casos.
El western es un género (tanto literario como cinematográfico) muy curioso. En realidad, debería ser considerado un subapartado de la narrativa histórica, ya que se centra en un territorio específico (América del Norte) y en un periodo del pasado que cubre, más o menos, los siglos XVIII y XIX, aunque suele centrarse en este último. Sin embargo, hay cuando menos un factor que lo dota de una especial personalidad: ser una narrativa de frontera. De un lado tenemos la barbarie (la naturaleza), de otro la civilización; en medio, el ser humano. ¿Cómo se conjugan esos tres factores? ¿Es la civilización una respuesta a la barbarie? ¿O acaso la civilización no es más que una forma ordenada –y por ello más terrible- de salvajismo? En realidad, el western es una estilización de la vida que consiste en quitarle a la realidad todo lo accesorio y dejar sólo lo fundamental. Sentimientos, pasiones, ideologías, política, justicia, el mal y el bien, todo ello aparece en el western de forma descarnada, sin tapujos ni disfraces. El eje de este género no son los revólveres ni los duelos, sino la naturaleza del ser humano y su relación con el entorno y los demás.
Me estoy refiriendo, claro está, a los buenos western, porque no cabe duda de que se han filmado innumerables peliculillas del Oeste a las que sólo cabe calificar de deleznables. Como, por ejemplo, todo el (infame) spaghetti western, con Sergio Leone a la cabeza. Sí, hay mucha mala película del Oeste, mucho tópico sin interés; pero es que hay mucho malo de todo. No obstante, los grandes western son cumbres de la narrativa cinematográfica, así que centrémonos en ellos. Os voy a proponer una lista de lo que, en mi opinión, son las diez mejores películas del Oeste de la historia. Como ocurre con toda “lista de 10”, hay notables e injustas ausencias; sin embargo, puedo asegurar que, si bien no están todas las que son, sí son todas las que están.
Y el primer problema que me surge a la hora de elaborar la lista tiene nombre: John Ford. Porque, siendo justos, la mitad de las películas de esta lista deberían ser suyas. Pero eso limitaría demasiado el panorama, así que he decidido reducir la aportación de Ford a “sólo” tres films.
La diligencia (1939). Mi padre adoraba esta película; decía que era un compendio de todo el género del Oeste, y tenía razón. En ella está el sheriff, el pistolero, la banda de cuatreros, los indios, la caballería, la puta, el médico borracho, el jugador, el caballero del Sur, en fin, los arquetipos básicos del western. Analizada superficialmente, podría decirse que resulta demasiado tópica, pero no debemos olvidar que La diligencia definió las pautas del western moderno, unas pautas que luego han sido copiadas hasta la saciedad. Además, el tratamiento que Ford hace de los tópicos siempre es distinto, siempre es poético y estimulante. La persecución final de los indios a la diligencia es la madre de todas las persecuciones cinematográficas posteriores; un auténtico portento de planificación y ritmo que jamás ha sido superado (pero sí muy imitado).
Centauros del desierto (1956). Una niña blanca es raptada por los indios. Su tío Ethan (John Wayne), acompañado por un joven (Jeffrey Hunter), la busca obsesivamente durante muchos años. Cuando finalmente la encuentra y la ve convertida en una india, empuña su revólver y se dispone a matarla... La complejidad y sutileza de esta película es tan inmensa que cada vez que la veo (y la he visto numerosas veces) descubro algo nuevo en ella. Simplificando, podría decirse que es un alegato contra el racismo, pero va mucho más lejos. Centauros del desierto habla sobre la soledad, sobre la pérdida, sobre la familia y el honor, sobre la ambigüedad de los sentimientos... sobre la naturaleza humana en definitiva. Nada es lo que parece en esta magistral película; por ejemplo, si prestamos mucha atención a la relación entre Ethan y su cuñada, empezaremos a preguntarnos si el personaje interpretado por Wayne está buscando a su sobrina... o a su hija.
El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Un pueblo vive sojuzgado por el terror que impone la banda de malhechores liderada por Liberty Valance (Lee Marvin). Nadie hace nada –ni siquiera el personaje interpretado por John Wayne, el único que podría acabar con Valance- hasta que llega del Este un pacífico abogado (James Stewart), que se enfrenta a Valance, primero mediante el recurso a la ley y, finalmente, en un duelo que acaba con la muerte del asesino. ¿Parece una historia tópica? Pues no señor, todo lo contrario. Ford, que había sentado las bases del western clásico con La diligencia, las destruye ahora mostrándonos el lado oculto (y oscuro) de las leyendas. Tampoco aquí las cosas son lo que parecen. Stewart no mató a Valance en el duelo: lo mató Wayne, de lejos, oculto, con un rifle y por la espalda. Stewart acaba utilizando su supuesta proeza (que él sabe falsa) para convertirse en un político populista y manipulador. Wayne tampoco es un héroe, sino un hombre hosco, indiferente, resentido y racista. Y es que no hay héroes en esta película; de hecho, el único personaje enteramente digno y honesto es el negro que trabaja para Wayne (interpretado por Woody Strode), un hombre absolutamente fiel y honesto que es tratado casi como un esclavo por su patrón. El hombre que mató a Liberty Valance, además de ser una de las grandes obras maestras de la historia del cine, marca el comienzo del periodo desmitificador del genero.
Y aquí se acaba la aportación de Ford a mi lista. Una lista que, no obstante, debería incluir cuando menos dos títulos suyos más: Pasión de los fuertes (1946) y El sargento negro (1960). Para terminar con él, permitidme una anécdota. Cuando un periodista le preguntó a Orson Welles quiénes eran, en su opinión, los tres mejores directores de la historia del cine, Welles respondió: “John Ford, John Ford y John Ford”.
Winchester 73 (Anthony Mann, 1950). Dos hermanos –ambos extraordinarios tiradores de rifle-, interpretados por James Stewart y Stephen McNally, están enfrentados a muerte por el asesinato de su padre a manos de McNally. Stewart persigue a su hermano sin descanso por el territorio de Kansas. Cuando lo encuentra, se inicia un enfrentamiento que comienza con un concurso de tiro y termina con uno de los más vibrantes e inteligentes duelos -con rifle y a mucha distancia- jamás filmados. Simultáneamente, la película describe el periplo de un rifle –el que da título al film- que va pasando de mano en mano hasta regresar junto a su dueño. Winchester 73 es una obra tensa y violenta que acaba adquiriendo las proporciones de una tragedia griega. La traición, la venganza, el destino y la muerte; esos son los temas centrales de esta obra maestra.
Raíces profundas (George Stevens, 1953). Intentando rehacer su vida, Shane, un ex-pistolero interpretado por Alan Ladd, llega a un valle en el que los agricultores están sojuzgados por los ganaderos. Shane comienza a trabajar en una de las granjas y, pese a su inicial rechazo de la violencia, acabará ayudando a los agricultores en su lucha contra los ganaderos. Un relato tópico, mil veces contado, al que Stevens consigue conferir una nueva dimensión narrándolo desde el punto de vista de un muchacho. Y es que, en realidad, Raíces profundas es una historia de amor imposible entre un hombre, una mujer y un niño.
Río Bravo y El Dorado (Howard Hawks 1959-1967). ¿Por qué, refiriéndome a una sola película, incluyo aquí dos títulos? Porque ambos films son obra del mismo director, cuentan exactamente la misma historia y están protagonizados por el mismo actor, John Wayne. Un pistolero a sueldo (Wayne) llega al pueblo de El Dorado en busca de su mejor amigo (Dean Martin/Robert Mitchum), que es sheriff del lugar y un patético borracho. Wayne ayuda a su amigo a superar el alcoholismo y a enfrentarse a un grupo de pistoleros contratado por un terrateniente local... Pero lo cierto es que el sencillo argumento de ambas películas carece de importancia. Lo realmente interesante son los personajes y sus relaciones, los diálogos y las situaciones. Como en muchas de sus obras, Hawks habla en Río Bravo/El Dorado sobre la amistad, el respeto a uno mismo, el trabajo bien hecho y la alegría de vivir, a lo que añade, en el caso de El Dorado, una irónica mirada sobre la vejez y la decadencia.
Valor de ley (Henry Hathaway, 1969). A Hathaway, por algún motivo, siempre se le ha negado el marchamo de artista para relegarlo al humilde puesto de artesano. Esta película, magistral ejemplo del llamado “western crepuscular”, demuestra que eso es mentira. Mattie Ross (Kim Darby), una muchacha en principio absolutamente insoportable, contrata los servicios de Rooster Cogburn (John Wayne), un viejo sheriff tuerto y borracho, para que encuentre a los asesinos de su padre, e insiste en acompañarle. El film cuenta la historia y las peripecias de ese viaje y esa venganza, pero sobre todo describe la relación entre dos espléndidos personajes–Mattie y Cogburn-, a los que se les une La Boeuf (Glen Campbell), un surrealista cazarrecompensas miope. Además de la abrumadora belleza de los escenarios naturales en que fue rodada, Valor de ley ofrece una estimulante mezcla de violencia (en ocasiones extrema), ternura, humor y poesía. John Wayne recibió el único Oscar de su carrera por su interpretación en esta película. Os aseguro que es uno de los premios de la Academia más justos que jamás se han entregado, porque Wayne consiguió con su actuación componer uno de los mejores personajes de la historia, no sólo del western, sino del cine en general, ese Rooster Cogburn, viejo, borracho, tosco, sarcástico, violento... y entrañable.
Un último punto que a nadie interesa, pero que no quiero privarme de reseñar. Antes de rodarse la película, mi padre me regaló la novela en que está basado el guión (True grit, Charles Portis). Yo tenía por aquel entonces unos dieciséis años y recuerdo que la novela me gustó mucho. Más tarde, cuando el film se estrenó en España, fui a verlo con mi padre. Debió de ser de las últimas películas que vi con él. La última: La hija de Ryan, de David Lean.
Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969). Una banda de forajidos intenta asaltar el banco de una pequeña población del suroeste, pero los ladrones caen en una emboscada y son tiroteados por un nutrido grupo de cazarrecompensas. Los forajidos supervivientes, tenazmente perseguidos por los cazarrecompensas, inician entonces una huída que les conducirá a México, lugar donde, en un acto de redención suicida, se enfrentarán a todo un ejército y serán masacrados. Cuando los cazarrecompensas llegan, sólo encuentran cadáveres.
La acción de esta película se desarrolla en 1913, cuando la época dorada del Oeste había pasado a la historia. Sus protagonistas (unos magníficos William Holden, Robert Ryan, Ernest Borgnine, Ben Johnson, Warren Oates y Edmond O’Brien) son seres anacrónicos cuyo individualismo y libertad chocan con las normas de una sociedad cada vez más represora. Lo que representan ya no tiene sentido, así que deciden morir por unos valores –honor y amistad- tan desfasados como ellos mismos. A caballo entre la melancolía y la violencia, Grupo salvaje es el paradigma del western crepuscular.
Las aventuras de Jeremiah Johnson (Sidney Pollack, 1972). A mediados del siglo XIX, un ex-soldado llamado Jeremiah Johnson abandona la ciudad y se dirige a las montañas para vivir como trampero. Una vez allí, y con la ayuda de un viejo pionero, aprenderá todo lo necesario para sobrevivir en un medio natural y salvaje. Al mismo tiempo, iniciará una amistosa relación con los nativos y acabará casándose con una india. Pero un día, miembros de una tribu rival (los crow) asesinan a su familia; Johnson, roto de dolor se venga de los crow, prende fuego a su cabaña e inicia una vida errante y solitaria. Entre tanto, los crow, en una especie de contravenganza, comienzan a enviar a sus mejores guerreros, de uno en uno, para acabar con Johnson. Pero Johnson los vence a todos, hasta que finalmente es reconocido y aceptado como un guerrero legendario.
En plena eclosión del western revisionista y crepuscular, Pollack y Redford decidieron rodar una película que parecía volver a los orígenes del género: los pioneros. En el fondo, no es de extrañar; eran principios de los setenta, tiempos de contracultura y ecologismo, así que ese retorno a la naturaleza que describe la película estaba en plena sintonía con la época. En este mismo sentido debe contemplarse su condición de “western pro-indio”. Pero no es nada de esto lo que confiere grandeza a la película; a fin de cuentas, otros films contemporáneos, como Un hombre llamado caballo (1970), iban por el mismo camino y no por ello se convirtieron en obras maestras. Lo que hace grande al film de Pollack es el fascinante tono entre surrealista y onírico que preside la narración, esos personajes extraños y vagamente irreales, esas situaciones que parecen surgidas de la mente de Lewis Carroll, esa naturaleza que acaba convirtiéndose en un territorio mítico y ancestral. Las aventuras de Jeremiah Johnson describe el nacimiento de una leyenda, pero no desde un punto de vista naturalista, sino poético.
Nota: por lo visto, el tal Jeremiah Johnson existió realmente y, como se cuenta en la película, vengó la muerte de su familia acabando él solo con un grupo de guerreros crow. La diferencia es que, en vez de limitarse a matarlos, también se comió sus hígados, por lo que desde entonces se le conoció como Johnson “comedor de hígados”. La verdad, no me imagino a Redford comiéndose las vísceras de nadie...
Sin perdón (Clint Eastwood, 1992). Un cliente insatisfecho (y borracho) le corta la cara con un cuchillo a una puta. Las demás prostitutas del burdel juntan todos sus ahorros y ofrecen una recompensa a aquel que mate al tipo que desfiguró el rostro de su compañera. William Munny (Clint Eastwood), un viejo pistolero retirado, viudo y con dos hijos, decide aceptar la oferta y parte a cumplir la venganza en compañía de un antiguo amigo (Morgan Freeman) y un joven aprendiz de pistolero. Pero el brutal sheriff del lugar (Gene Hackman) está decidido a impedir la venganza...
Describir el argumento de Sin perdón es quedarse en la piel. Cada secuencia, cada plano, cada diálogo, todas y cada una de las extraordinarias interpretaciones, el magnífico guión, la magistral dirección, cada segundo de esta película es un prodigio de narrativa y oscuro lirismo. Imaginaos un cóctel en el que mezclarais un 60% de Ford, un 30% de Mann y un 10% de Leone, y comenzaréis a haceros una idea de lo que es la obra maestra de Eastwood. En realidad, se trata de la segunda gran desmitificación del western (después de El hombre que mató a Liberty Valance), un ejercicio de sabio revisionismo en el que Eastwood parece querer decirnos: todo lo que te hemos contado hasta ahora sobre el Oeste es mentira; en realidad, aquello fue un horror sin el menor rastro de épica y nobleza.
Pero, paradójicamente, al mismo tiempo que desmitifica, Eastwood confiere a su narración un tono progresivamente mítico, hasta alcanzar ese contundente clímax final en el que Munny, transformado de nuevo en un monstruo sanguinario, se enfrenta al sheriff, a sus ayudantes y a todo el pueblo en un dantesco tiroteo. Es curioso: cuando todo el mundo daba por muerto al western, Eastwood dirigió uno que, hasta el momento, es la última gran obra maestra producida en Hollywood.
Y ya está, se acabó; ésta es mi lista de los diez mejores western de la historia. Pero antes de poner el punto final a este larguísimo post, me gustaría hacer dos o tres comentarios finales. En primer lugar, sobre el spaghetti western. Antes he dicho que lo considero deleznable, y lo sigo diciendo; no obstante, aportó un valioso rasgo estilístico: la cutrez. Lejos de las estilizaciones de los clásicos, los directores italianos, con Leone en cabeza, mostraron un Oeste feo, sucio y miserable. Es decir, tal y como era de verdad. Esta aportación, justo es reconocerlo, influyó decisivamente en películas tan valiosas como las aquí citadas Grupo salvaje y Sin perdón.
Otro punto, más general, tiene que ver con el actual estado del cine norteamericano. Fijaos en los personajes que interpreta John Wayne en Centauros del desierto y en El hombre que mató a Liberty Valance. Son personajes turbios, con claroscuros, poseedores de grandes virtudes, pero también de inmensos defectos. Pues bien, ninguna gran estrella de Hollywood (y Wayne lo era en su momento) aceptaría interpretar ahora esos personajes. Hoy por hoy, sacar adelante un gran producción comercial requiere la presencia de una estrella, lo cual se traduce en una tiranía de los actores, que intervienen en el guión y modifican sus personajes para hacerlos inmaculados y radiantes. Es decir, de una pieza y sin ningún interés. Quizá ése sea uno de los principales motivos del pésimo momento artístico que aqueja a Hollywood.
Por último, quisiera llamar la atención de quienes no valoran el western sobre un punto: ocho de las diez películas de esta lista son abiertamente poéticas, cuando no arrebatadoramente líricas. Y todas ellas, sin excepción hablan sobre la naturaleza humana. El western es mucho más que historias de revólveres y caballos.
lunes, septiembre 11
Tristeza de amor
Al releer el anterior post me he dado cuenta de algo: sonaba depresivo. Ya, ya lo sé; yo mismo he dicho en el texto que no estaba deprimido, y era sincero... pero no veraz. Lo cierto es que sí, estoy un poco deprimido, aunque no me había dado cuenta. Lo siento.
¿Cuál es el motivo de mi depresión? No lo sé a ciencia cierta, pero lo sospecho. Veréis, hace unos días leía la noticia de la muerte de Hilario Camacho, un cantautor madrileño no demasiado conocido que comenzó a componer durante los años 70, en plena Transición. Ayer, oyendo la radio, me enteré de la causa de su muerte: suicidio.
Nunca conocí personalmente a Hilario Camacho y tampoco me gustaba demasiado su música, aunque recuerdo haber comprado un disco suyo hará veintitantos años. Pero su muerte, o mejor dicho la forma de su muerte, me ha afectado más de lo que pensaba. Por una razón: Hilario Camacho compuso la canción Tristeza de amor para la cabecera de una serie de televisión del mismo nombre que fue emitida a principios de los ochenta. El guionista y creador de la serie Tristeza de amor fue Eduardo Mallorquí, mi hermano. Y Eduardo, en marzo de 2001, también se suicidó. De hecho, los dos lo hicieron a la misma edad: 58 años. Supongo que ambos suicidios se han unido en mi mente.
El mayor éxito de Hilario Camacho fue la canción Tristeza de amor y el mayor éxito de mi hermano fue la serie Tristeza de amor; a partir de ahí, sus respectivas carreras comenzaron a languidecer hasta sumirse en la nada. Ambos vivieron en el barrio de Chamberí, ambos fueron en algún momento jóvenes ambiciosos con ganas de comerse el mundo, uno mediante la música y otro a través de la escritura, y estoy seguro de que ninguno de los dos, en aquellos momentos en que el mundo era nuevo y estaba lleno de promesas, pensó que acabaría quitándose la vida. El tiempo es una apisonadora.
Hay una causa más para esta leve depresión. Hoy he cliqueado en el blog de mi buen amigo Julián Díez, Soria de las palabras, y ya no estaba. NOT FOUND, ponía. Bueno, Julián ya había avisado sobre su propósito de cerrarlo, pero yo esperaba que cambiase de idea. No ha sido así y, al hacer clic y no encontrarlo, he tenido la estúpida impresión de que se había producido una muerte. Un nuevo suicidio, un blogicidio. Echaré de menos Soria de las palabras.
Y ya está, acabemos aquí. Pero antes de despedirme quiero pediros un favor: os ruego que no dejéis ningún comentario en este post ni en el anterior. Sé lo que pensáis y os lo agradezco, pero no me digáis nada, ¿vale? :-)
En el próximo post hablaremos de asuntos verdaderamente importantes -como el cine, por ejemplo- y así podremos charlar largo y tendido sobre lo único que vale la pena; es decir, la ficción. Un beso y gracias.
¿Cuál es el motivo de mi depresión? No lo sé a ciencia cierta, pero lo sospecho. Veréis, hace unos días leía la noticia de la muerte de Hilario Camacho, un cantautor madrileño no demasiado conocido que comenzó a componer durante los años 70, en plena Transición. Ayer, oyendo la radio, me enteré de la causa de su muerte: suicidio.
Nunca conocí personalmente a Hilario Camacho y tampoco me gustaba demasiado su música, aunque recuerdo haber comprado un disco suyo hará veintitantos años. Pero su muerte, o mejor dicho la forma de su muerte, me ha afectado más de lo que pensaba. Por una razón: Hilario Camacho compuso la canción Tristeza de amor para la cabecera de una serie de televisión del mismo nombre que fue emitida a principios de los ochenta. El guionista y creador de la serie Tristeza de amor fue Eduardo Mallorquí, mi hermano. Y Eduardo, en marzo de 2001, también se suicidó. De hecho, los dos lo hicieron a la misma edad: 58 años. Supongo que ambos suicidios se han unido en mi mente.
El mayor éxito de Hilario Camacho fue la canción Tristeza de amor y el mayor éxito de mi hermano fue la serie Tristeza de amor; a partir de ahí, sus respectivas carreras comenzaron a languidecer hasta sumirse en la nada. Ambos vivieron en el barrio de Chamberí, ambos fueron en algún momento jóvenes ambiciosos con ganas de comerse el mundo, uno mediante la música y otro a través de la escritura, y estoy seguro de que ninguno de los dos, en aquellos momentos en que el mundo era nuevo y estaba lleno de promesas, pensó que acabaría quitándose la vida. El tiempo es una apisonadora.
Hay una causa más para esta leve depresión. Hoy he cliqueado en el blog de mi buen amigo Julián Díez, Soria de las palabras, y ya no estaba. NOT FOUND, ponía. Bueno, Julián ya había avisado sobre su propósito de cerrarlo, pero yo esperaba que cambiase de idea. No ha sido así y, al hacer clic y no encontrarlo, he tenido la estúpida impresión de que se había producido una muerte. Un nuevo suicidio, un blogicidio. Echaré de menos Soria de las palabras.
Y ya está, acabemos aquí. Pero antes de despedirme quiero pediros un favor: os ruego que no dejéis ningún comentario en este post ni en el anterior. Sé lo que pensáis y os lo agradezco, pero no me digáis nada, ¿vale? :-)
En el próximo post hablaremos de asuntos verdaderamente importantes -como el cine, por ejemplo- y así podremos charlar largo y tendido sobre lo único que vale la pena; es decir, la ficción. Un beso y gracias.
Dudas
Han transcurrido nueve meses desde que cree este blog y todavía no sé qué es ni si vale la pena. ¿Sirve para algo La Fraternidad de Babel? ¿Me sirve a mí? ¿Le sirve a alguien? He conocido a gente interesante, es cierto, y también he reencontrado a personas que consideraba perdidas en la noche de los tiempos. Mi blog se ha incrustado en una pequeña red de blogs interconectados por intereses comunes, amistad o afinidades diversas. Algunos de los post que he escrito han sido una especie de catarsis; algo así como las confesiones públicas de los primeros cristianos. Pero, ¿es eso suficiente?
En ocasiones, cuando contemplo todo lo que he escrito, mis novelas, mis relatos, no puedo evitar pensar que es una labor inútil, que lo único que he hecho es aportar más tinta a un mar de tinta. Lo mismo siento ahora frente a este blog: creo que es una tarea inútil. Aunque... ¿no se centraba precisamente en eso La Fraternidad de Babel, en las cosas inútiles? Sí, pero hay grados de inutilidad, matices dentro de la nada. Lo inútil, para tener valor, debe ser bello, fascinante o divertido; y este blog no es nada de eso. Empiezo a pensar que, sencillamente, no es nada. Cero. ¿Vale la pena seguir? Ni siquiera esa pregunta tiene mucho sentido, porque da igual si la Fraternidad continua, se cierra o se transforma en una página porno. Bueno, no; en ese último caso todo cobraría más sentido.
En el fondo, ¿mantener un blog no es un acto de vanidad? Es subirse a un pedestal y decirle a los demás: “miradme, ved lo listo que soy, prestad atención a mis palabras, porque son importantes”. Bueno, puede que en algún caso esto sea cierto, pero desde luego no en el mío. Siempre he mantenido la secreta convicción de que soy un bluff, pura apariencia, un decorado de cartón piedra que se derrumba en cuanto te apoyas en él. No creo haber hecho nada, nunca, que le de algún sentido a mi existencia. Desconfío de lo que hago y no me gusto demasiado a mí mismo. ¿Y sabéis lo peor de todo?: ni siquiera me importa. O, cuando menos, intento convencerme a mí mismo de que no me importa. ¿Soy una mentira? Bueno, ¿y qué?... Lo malo es que a lo mejor ni siquiera soy una mentira interesante. Entonces, ¿por qué seguir manteniendo este blog?
Hacedme un favor, amigos míos: no intentéis convencerme de que estoy equivocado. No escribo esto para que nadie me diga que soy un tío fenomenal, que mis post son de lo más interesante, que lo que hago sirve para algo; no escribo esto para mendigar lisonjas y piropos, no escribo esto para inflar el globo de mi ego. En el fondo, lo escribo para mí; se trata de una catarsis, como otras tantas que han aparecido por aquí. Me confieso y así libero el peso de la culpa. Al menos, eso creo, porque a lo mejor es una mentira más. Ah, no penséis que estoy deprimido, porque no lo estoy; ni deprimido, ni triste, ni preocupado. Sólo un poco cansado. Hoy es día de mirarse al espejo, supongo.
En cuanto a La Fraternidad de Babel... al principio me di un año de plazo, así que lo voy a cumplir. Dos solsticios, dos equinoccios y después... ¿qué? No lo sé; en diciembre lo decidiremos. Pero de algo estoy seguro: si este blog continua sólo será por un motivo: vosotros. Y sólo habrá una razón para cerrarlo: yo.
En fin, aquí estoy otra vez, dándome importancia. Señor, señor, qué coñazo soy...
En ocasiones, cuando contemplo todo lo que he escrito, mis novelas, mis relatos, no puedo evitar pensar que es una labor inútil, que lo único que he hecho es aportar más tinta a un mar de tinta. Lo mismo siento ahora frente a este blog: creo que es una tarea inútil. Aunque... ¿no se centraba precisamente en eso La Fraternidad de Babel, en las cosas inútiles? Sí, pero hay grados de inutilidad, matices dentro de la nada. Lo inútil, para tener valor, debe ser bello, fascinante o divertido; y este blog no es nada de eso. Empiezo a pensar que, sencillamente, no es nada. Cero. ¿Vale la pena seguir? Ni siquiera esa pregunta tiene mucho sentido, porque da igual si la Fraternidad continua, se cierra o se transforma en una página porno. Bueno, no; en ese último caso todo cobraría más sentido.
En el fondo, ¿mantener un blog no es un acto de vanidad? Es subirse a un pedestal y decirle a los demás: “miradme, ved lo listo que soy, prestad atención a mis palabras, porque son importantes”. Bueno, puede que en algún caso esto sea cierto, pero desde luego no en el mío. Siempre he mantenido la secreta convicción de que soy un bluff, pura apariencia, un decorado de cartón piedra que se derrumba en cuanto te apoyas en él. No creo haber hecho nada, nunca, que le de algún sentido a mi existencia. Desconfío de lo que hago y no me gusto demasiado a mí mismo. ¿Y sabéis lo peor de todo?: ni siquiera me importa. O, cuando menos, intento convencerme a mí mismo de que no me importa. ¿Soy una mentira? Bueno, ¿y qué?... Lo malo es que a lo mejor ni siquiera soy una mentira interesante. Entonces, ¿por qué seguir manteniendo este blog?
Hacedme un favor, amigos míos: no intentéis convencerme de que estoy equivocado. No escribo esto para que nadie me diga que soy un tío fenomenal, que mis post son de lo más interesante, que lo que hago sirve para algo; no escribo esto para mendigar lisonjas y piropos, no escribo esto para inflar el globo de mi ego. En el fondo, lo escribo para mí; se trata de una catarsis, como otras tantas que han aparecido por aquí. Me confieso y así libero el peso de la culpa. Al menos, eso creo, porque a lo mejor es una mentira más. Ah, no penséis que estoy deprimido, porque no lo estoy; ni deprimido, ni triste, ni preocupado. Sólo un poco cansado. Hoy es día de mirarse al espejo, supongo.
En cuanto a La Fraternidad de Babel... al principio me di un año de plazo, así que lo voy a cumplir. Dos solsticios, dos equinoccios y después... ¿qué? No lo sé; en diciembre lo decidiremos. Pero de algo estoy seguro: si este blog continua sólo será por un motivo: vosotros. Y sólo habrá una razón para cerrarlo: yo.
En fin, aquí estoy otra vez, dándome importancia. Señor, señor, qué coñazo soy...
viernes, septiembre 8
Censura
Por decisión del alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, la obra de teatro Lorca eran todos, del actor Pepe Rubianes, ha sido retirada de la programación del Teatro Español, propiedad del ayuntamiento. El motivo de esta retirada son las declaraciones que, el pasado enero, Rubianes realizó en TV3 ciscándose en la unidad de España.
Escuché en su momento las declaraciones de Rubianes y me parecieron groseras, gratuitas, extemporáneas y demagógicas. Y lo que es peor: no tenían ni pizca de gracia. No obstante, como se supone que dijo Voltaire: “no estoy de acuerdo con nada de lo que dice, pero daría mi vida por defender su derecho a decirlo”. Cada cual es libre de expresar lo que quiera, siempre y cuando sus palabras no atenten contra la libertad de los demás. Por otro lado, lo que diga Rubianes sobre España me la trae al pairo, pues no es nada más que una opinión personal, tan válida o no como cualquier otra. Pero las manifestaciones del ciudadano Rubianes, por equivocadas que sean, no tienen nada que ver con el trabajo del actor Rubianes; sencillamente, son esferas distintas.
Sin embargo, la alcaldía de Madrid ha censurado la obra de Rubianes, no por su calidad, ni siquiera por su contenido, sino por las opiniones política vertidas por su autor en un contexto completamente distinto al teatral. A eso se le llama censura, a eso se le llama lista negra, caza de brujas. Por supuesto, la decisión del alcalde ha venido precedida de una campaña mediática encabezada por El Mundo y la COPE, una campaña cuyos ecos podéis encontrar en Internet (donde tanto prolifera la extrema derecha, por cierto).
No es la primera vez que algo así sucede en la ciudad donde vivo. Ya antes hubo caza de brujas contra Leo Bassi e Íñigo Ramírez de Haro (autor de la obra Me cago en Dios). Y no sólo caza de brujas: también hubo agresiones, amenazas e, incluso, una bomba. Tanto Rubianes como Mario Gas, director del Teatro Español, han sido también amenazados de muerte.
Permitidme una batallita. A comienzos de los 80, yo era un asiduo visitante del barrio de Malasaña, una zona de copas muy vinculada a la “movida madrileña”, tan en boga por aquel entonces. Pues bien, un buen día el partido ultraderechista Fuerza Nueva decidió trasladar su sede a la calle Fernando el Católico, muy cercana a Malasaña. Poco después, los fachas hicieron pública su intención de convertir Malasaña en Zona Nacional y avisaron de que, determinada noche, los guerrilleritos de Cristo Rey desembarcarían en el barrio y comenzarían a repartir palizas entre todos los “progres” que encontrasen en su camino. La noche fijada, nos reunimos en la Plaza del Dos de Mayo (el corazón del barrio) cientos, quizá miles de habituales de la zona. Nos armamos de palos, piedras y cuanto objeto contundente pudimos encontrar y aguardamos a los guerrilleritos. Cuando estos llegaron, fueron contundentemente expulsados. De hecho, uno de los cachorros fascistas intentó lanzar un cóctel Molotov, tan torpemente que casi se quema él mismo. Más adelante, los propietarios de bares de la zona contrataron pandillas del extrarradio para que patrullaran el barrio con el objeto de mantener alejados a los ultras. Al final, Fuerza Nueva desapareció y Malasaña siguió siendo lo que era. Y yo, estúpido de mí, creí que el intento de nazionalizar Madrid había fracasado definitivamente.
Pero me equivocaba. Hoy, veintitantos años después, todo Madrid es Zona Nacional. Qué pena y qué asco...
Escuché en su momento las declaraciones de Rubianes y me parecieron groseras, gratuitas, extemporáneas y demagógicas. Y lo que es peor: no tenían ni pizca de gracia. No obstante, como se supone que dijo Voltaire: “no estoy de acuerdo con nada de lo que dice, pero daría mi vida por defender su derecho a decirlo”. Cada cual es libre de expresar lo que quiera, siempre y cuando sus palabras no atenten contra la libertad de los demás. Por otro lado, lo que diga Rubianes sobre España me la trae al pairo, pues no es nada más que una opinión personal, tan válida o no como cualquier otra. Pero las manifestaciones del ciudadano Rubianes, por equivocadas que sean, no tienen nada que ver con el trabajo del actor Rubianes; sencillamente, son esferas distintas.
Sin embargo, la alcaldía de Madrid ha censurado la obra de Rubianes, no por su calidad, ni siquiera por su contenido, sino por las opiniones política vertidas por su autor en un contexto completamente distinto al teatral. A eso se le llama censura, a eso se le llama lista negra, caza de brujas. Por supuesto, la decisión del alcalde ha venido precedida de una campaña mediática encabezada por El Mundo y la COPE, una campaña cuyos ecos podéis encontrar en Internet (donde tanto prolifera la extrema derecha, por cierto).
No es la primera vez que algo así sucede en la ciudad donde vivo. Ya antes hubo caza de brujas contra Leo Bassi e Íñigo Ramírez de Haro (autor de la obra Me cago en Dios). Y no sólo caza de brujas: también hubo agresiones, amenazas e, incluso, una bomba. Tanto Rubianes como Mario Gas, director del Teatro Español, han sido también amenazados de muerte.
Permitidme una batallita. A comienzos de los 80, yo era un asiduo visitante del barrio de Malasaña, una zona de copas muy vinculada a la “movida madrileña”, tan en boga por aquel entonces. Pues bien, un buen día el partido ultraderechista Fuerza Nueva decidió trasladar su sede a la calle Fernando el Católico, muy cercana a Malasaña. Poco después, los fachas hicieron pública su intención de convertir Malasaña en Zona Nacional y avisaron de que, determinada noche, los guerrilleritos de Cristo Rey desembarcarían en el barrio y comenzarían a repartir palizas entre todos los “progres” que encontrasen en su camino. La noche fijada, nos reunimos en la Plaza del Dos de Mayo (el corazón del barrio) cientos, quizá miles de habituales de la zona. Nos armamos de palos, piedras y cuanto objeto contundente pudimos encontrar y aguardamos a los guerrilleritos. Cuando estos llegaron, fueron contundentemente expulsados. De hecho, uno de los cachorros fascistas intentó lanzar un cóctel Molotov, tan torpemente que casi se quema él mismo. Más adelante, los propietarios de bares de la zona contrataron pandillas del extrarradio para que patrullaran el barrio con el objeto de mantener alejados a los ultras. Al final, Fuerza Nueva desapareció y Malasaña siguió siendo lo que era. Y yo, estúpido de mí, creí que el intento de nazionalizar Madrid había fracasado definitivamente.
Pero me equivocaba. Hoy, veintitantos años después, todo Madrid es Zona Nacional. Qué pena y qué asco...
miércoles, septiembre 6
domingo, septiembre 3
Orgasmo
¿Puede un espectáculo deportivo provocar el orgasmo? Todos cuantos hemos presenciado el partido de baloncesto de hoy podemos afirmar que sí. La Selección Española ha ganado a la griega por 70-47, proclamándose campeona del mundo. Pero ése no es el motivo del orgasmo; lo que nos ha hecho trempar no es el resultado del encuentro, sino el propio encuentro. Porque menudo partidazo ha hecho nuestra selección, amigos míos, que increíble partidazo...
Para los que no sean demasiado duchos en esto del baloncesto, me apresuraré a aclarar que la selección griega es la vigente campeona de Europa y venía de derrotar a los gallitos yanquis; es decir, un hueso duro de roer. Además, Pau Gasol, el indiscutible crack de la Selección Española (elegido, por cierto, mejor jugador del campeonato), estaba lesionado. Pero nada de eso ha importado, porque los españoles, como si fueran un engranaje de relojería, han jugado uno de los mejores partidos de baloncesto que he visto en mucho tiempo. Tanto es así, que les ha bastado la mitad del tiempo para ganarlo. Al final del segundo cuarto, la Selección Española había acumulado veintitantos puntos de ventaja, durante el tercer cuarto se ha limitado a defender esa diferencia y el último cuarto lo ha dedicado a disfrutar de la victoria. Y todo eso lo ha conseguido con una de las principales armas del baloncesto: la defensa.
Veréis, en el fútbol, cuando uno de los equipos se cierra atrás y adopta una táctica defensiva, el partido se vuelve un coñazo. En el baloncesto, sin embargo, la defensa es todo un espectáculo, algo así como una danza; mejor dicho, una especie de contra-ballet que se ejecuta transformándose en espejo del rival. El que mejor baila, gana y hoy los españoles han sido todos Barishnikov; probablemente, la mejor defensa del mundo. Y eso es lo que ha ocurrido en esta final: los españoles han anulado a los griegos desde el inicio del juego hasta el último segundo. Valga como muestra el que a la bestia parda Papaloukas –un magnífico jugador- ni se le ha visto. El dominio español ha sido total.
Y yo he disfrutado como un mono multiorgásmico, porque, además, ésa es la clase de partidos que me gustan: nada de finales apretadas ni de sufrimiento. Ventaja abrumadora de mi equipo y a disfrutar sin sobresaltos. En fin, tan bonito que parece mentira. La única pena es no poder ver un enfrentamiento España-USA; estoy seguro de que nuestra selección habría ganado. También lamento que Argentina no le arrebatara el bronce a los fantasmones yanquis; supongo que venían muy tocados del agónico partido contra España. ¿Acaso, diréis amigos míos, le tienes manía a los baloncestistas norteamericanos? No, de ninguna manera... bueno, sí qué coño. Pero, ¿cómo no te va a caer mal un equipo lleno de jugadores vanidosos y malcriados que se creen divinos y que, cuando pierden, no tienen la mínima educación de felicitar al contrario? Ni siquiera se quedaron a la final; ayer mismo se fueron a su país, como si el campeonato de Japón no tuviera nada que ver con ellos... Aunque la verdad es que tienen razón; en Japón se jugaba al baloncesto y lo suyo es el circo. Que se jodan.
En fin; supongo que más de un visitante de este blog contemplará con desdén este post dedicado a una actividad tan poco intelectual como el deporte. Bueno..., quizá sea una tontería regocijarse por algo tan estúpido como que un equipo enceste un balón más veces que sus rivales, pero creo que en ocasiones viene bien entregarse a la alegría en estado puro, sin complicaciones, como cuando éramos niños. Además, si os fijáis en el encabezamiento de este blog, comprobaréis que está dedicado a “bla, bla, bla y, en general, la cosas inútiles”. Pues bien, pocas cosas hay tan inútiles como ver baloncesto. Ahí está la gracia.
Para los que no sean demasiado duchos en esto del baloncesto, me apresuraré a aclarar que la selección griega es la vigente campeona de Europa y venía de derrotar a los gallitos yanquis; es decir, un hueso duro de roer. Además, Pau Gasol, el indiscutible crack de la Selección Española (elegido, por cierto, mejor jugador del campeonato), estaba lesionado. Pero nada de eso ha importado, porque los españoles, como si fueran un engranaje de relojería, han jugado uno de los mejores partidos de baloncesto que he visto en mucho tiempo. Tanto es así, que les ha bastado la mitad del tiempo para ganarlo. Al final del segundo cuarto, la Selección Española había acumulado veintitantos puntos de ventaja, durante el tercer cuarto se ha limitado a defender esa diferencia y el último cuarto lo ha dedicado a disfrutar de la victoria. Y todo eso lo ha conseguido con una de las principales armas del baloncesto: la defensa.
Veréis, en el fútbol, cuando uno de los equipos se cierra atrás y adopta una táctica defensiva, el partido se vuelve un coñazo. En el baloncesto, sin embargo, la defensa es todo un espectáculo, algo así como una danza; mejor dicho, una especie de contra-ballet que se ejecuta transformándose en espejo del rival. El que mejor baila, gana y hoy los españoles han sido todos Barishnikov; probablemente, la mejor defensa del mundo. Y eso es lo que ha ocurrido en esta final: los españoles han anulado a los griegos desde el inicio del juego hasta el último segundo. Valga como muestra el que a la bestia parda Papaloukas –un magnífico jugador- ni se le ha visto. El dominio español ha sido total.
Y yo he disfrutado como un mono multiorgásmico, porque, además, ésa es la clase de partidos que me gustan: nada de finales apretadas ni de sufrimiento. Ventaja abrumadora de mi equipo y a disfrutar sin sobresaltos. En fin, tan bonito que parece mentira. La única pena es no poder ver un enfrentamiento España-USA; estoy seguro de que nuestra selección habría ganado. También lamento que Argentina no le arrebatara el bronce a los fantasmones yanquis; supongo que venían muy tocados del agónico partido contra España. ¿Acaso, diréis amigos míos, le tienes manía a los baloncestistas norteamericanos? No, de ninguna manera... bueno, sí qué coño. Pero, ¿cómo no te va a caer mal un equipo lleno de jugadores vanidosos y malcriados que se creen divinos y que, cuando pierden, no tienen la mínima educación de felicitar al contrario? Ni siquiera se quedaron a la final; ayer mismo se fueron a su país, como si el campeonato de Japón no tuviera nada que ver con ellos... Aunque la verdad es que tienen razón; en Japón se jugaba al baloncesto y lo suyo es el circo. Que se jodan.
En fin; supongo que más de un visitante de este blog contemplará con desdén este post dedicado a una actividad tan poco intelectual como el deporte. Bueno..., quizá sea una tontería regocijarse por algo tan estúpido como que un equipo enceste un balón más veces que sus rivales, pero creo que en ocasiones viene bien entregarse a la alegría en estado puro, sin complicaciones, como cuando éramos niños. Además, si os fijáis en el encabezamiento de este blog, comprobaréis que está dedicado a “bla, bla, bla y, en general, la cosas inútiles”. Pues bien, pocas cosas hay tan inútiles como ver baloncesto. Ahí está la gracia.
70-47
La Selección Española campeona del mundo de baloncesto.
¡Olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé y olé!
¡Olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé, olé y olé!
viernes, septiembre 1
75-74
No soy aficionado a los deportes-espectáculo. Puedo ver un partido de fútbol si es muy bueno y/o emocionante, pero la mayor parte de los encuentros me parecen un coñazo. El resto de los deportes de equipo -con una salvedad- me aburren igualmente, como me aburre el tenis, el golf, el automovilismo o las carreras de ciclistas dopados. No obstante, hay un deporte que puede llegar a apasionarme: el baloncesto. Quizá se deba a que lo jugué cuando era un chavalote y mi metro noventa y dos de altura me convertía en un pívot nato (ahora, esa estatura sería más apropiada para un base). El caso es que, aunque no hago gala de ello, me gusta el baloncesto
Pues bien, hace no mucho escribí aquí un “JA” como la copa de un pino cuando la Selección Española de Fútbol fue derrotada y humillada por la francesa. Puse ese “ja” porque los medios de comunicación habían sobrevalorado hasta el ridículo las expectativas de una selección, la española, que en realidad es mediocre y triste; era un “ja” que equivalía a decir: “menos lobos, caperu”.
Ahora, de cara al Mundial de Baloncesto, los medios han vuelto a loar delirantemente la calidad de nuestra selección. Pero con una diferencia: la Selección Española de Baloncesto sí que es buena, y mucho. Probablemente jamás volvamos a ver un equipo como éste; cuenta con dos cracks absolutos, Gasol y Navarro, pero el resto de los jugadores (magníficos Garbajosa y Rodríguez) tienen un nivel sobresaliente. Y sobre todo, son un equipo tan bien conjuntado, tan rápido y efectivo, que al verlos jugar uno tiene la sensación de que lo que hacen es facilísimo. Pero no lo es, ni mucho menos.
Pues sí, asombra la contundencia con que han ganado todos los partidos... salvo el de hoy contra Argentina. Debo reconocerlo: no lo he podido ver, me ponía demasiado nervioso. Porque ése es el único problema que tengo con el baloncesto: me ponen histérico esas finales apretadas en las que, en el transcurso de un famélico minuto, el marcador puede dar varios vuelcos consecutivos. Pero bueno, al final han ganado los españoles por 75-74, demostrando que nuestra selección tiene lo único que le faltaba para ser una gran campeona: suerte.
Por otro lado, amigos míos, la selección USA ha perdido frente a Grecia por 101-95. Y no sabéis cuánto me alegro. Durante muchísimos años, los yanquis dominaron de tal modo este deporte que se permitían el lujo –y la chulería- de mandar selecciones universitarias a las Olimpiadas o los Mundiales y ganar. Pero ya hace años que eso no sucede; ahora envían profesionales de la NBA... y pierden. Vale, la liga americana es la mejor del mundo, nadie lo duda; sin embargo, el baloncesto americano ya no lo es. Por muchos motivos, pero sobre todo por dos: 1.- Porque el baloncesto mundial (y particularmente el europeo) ha evolucionado muchísimo en las dos últimas décadas. 2.- Porque los jugadores norteamericanos son un prodigio de técnica individual y facultades físicas, pero no tienen ni pajolera idea de jugar en equipo.
Fijaos si no en los últimos minutos del partido Grecia-USA: han sido un auténtico desastre táctico por parte de los yanquis. Daban pena. ¿Y qué me decís de la defensa? Antes era su arma más letal y ahora son un coladero (Grecia les ha encasquetado ¡101 puntos!). Pero hombre, si ni siquiera saben jugar en zona (ni contra ella). Y esas virguerías que se marcan, los mates, los alius, colgarse del aro y todas esas zarandajas, no son más que adornos, pavoneos; se puede hacer lo mismo sin tanto teatro. Pero claro, en yanquilandia lo que manda es el espectáculo, no la verdadera calidad. Y hoy la calidad no está de su lado. En fin, que me alegro mucho de que les sigan bajando los humos a esos gallitos vanidosos.
Volviendo a la Selección Española, jugará la final contra Grecia este domingo a las 12:30. No será fácil ganar; los griegos son una selección compacta y correosa (que se lo pregunten a los yanquis), y la lesión de Gasol deja a los nuestros sin su mejor hombre. Pero da igual; gane o pierda, la Selección Española ha demostrado ser un equipo extraordinario que ha hecho disfrutar de lo lindo a todos cuantos amamos el baloncesto. Hagan lo que hagan, ya se merecen un “OLÉ” por lo menos tan grande como el “JA” de antaño.
Pues bien, hace no mucho escribí aquí un “JA” como la copa de un pino cuando la Selección Española de Fútbol fue derrotada y humillada por la francesa. Puse ese “ja” porque los medios de comunicación habían sobrevalorado hasta el ridículo las expectativas de una selección, la española, que en realidad es mediocre y triste; era un “ja” que equivalía a decir: “menos lobos, caperu”.
Ahora, de cara al Mundial de Baloncesto, los medios han vuelto a loar delirantemente la calidad de nuestra selección. Pero con una diferencia: la Selección Española de Baloncesto sí que es buena, y mucho. Probablemente jamás volvamos a ver un equipo como éste; cuenta con dos cracks absolutos, Gasol y Navarro, pero el resto de los jugadores (magníficos Garbajosa y Rodríguez) tienen un nivel sobresaliente. Y sobre todo, son un equipo tan bien conjuntado, tan rápido y efectivo, que al verlos jugar uno tiene la sensación de que lo que hacen es facilísimo. Pero no lo es, ni mucho menos.
Pues sí, asombra la contundencia con que han ganado todos los partidos... salvo el de hoy contra Argentina. Debo reconocerlo: no lo he podido ver, me ponía demasiado nervioso. Porque ése es el único problema que tengo con el baloncesto: me ponen histérico esas finales apretadas en las que, en el transcurso de un famélico minuto, el marcador puede dar varios vuelcos consecutivos. Pero bueno, al final han ganado los españoles por 75-74, demostrando que nuestra selección tiene lo único que le faltaba para ser una gran campeona: suerte.
Por otro lado, amigos míos, la selección USA ha perdido frente a Grecia por 101-95. Y no sabéis cuánto me alegro. Durante muchísimos años, los yanquis dominaron de tal modo este deporte que se permitían el lujo –y la chulería- de mandar selecciones universitarias a las Olimpiadas o los Mundiales y ganar. Pero ya hace años que eso no sucede; ahora envían profesionales de la NBA... y pierden. Vale, la liga americana es la mejor del mundo, nadie lo duda; sin embargo, el baloncesto americano ya no lo es. Por muchos motivos, pero sobre todo por dos: 1.- Porque el baloncesto mundial (y particularmente el europeo) ha evolucionado muchísimo en las dos últimas décadas. 2.- Porque los jugadores norteamericanos son un prodigio de técnica individual y facultades físicas, pero no tienen ni pajolera idea de jugar en equipo.
Fijaos si no en los últimos minutos del partido Grecia-USA: han sido un auténtico desastre táctico por parte de los yanquis. Daban pena. ¿Y qué me decís de la defensa? Antes era su arma más letal y ahora son un coladero (Grecia les ha encasquetado ¡101 puntos!). Pero hombre, si ni siquiera saben jugar en zona (ni contra ella). Y esas virguerías que se marcan, los mates, los alius, colgarse del aro y todas esas zarandajas, no son más que adornos, pavoneos; se puede hacer lo mismo sin tanto teatro. Pero claro, en yanquilandia lo que manda es el espectáculo, no la verdadera calidad. Y hoy la calidad no está de su lado. En fin, que me alegro mucho de que les sigan bajando los humos a esos gallitos vanidosos.
Volviendo a la Selección Española, jugará la final contra Grecia este domingo a las 12:30. No será fácil ganar; los griegos son una selección compacta y correosa (que se lo pregunten a los yanquis), y la lesión de Gasol deja a los nuestros sin su mejor hombre. Pero da igual; gane o pierda, la Selección Española ha demostrado ser un equipo extraordinario que ha hecho disfrutar de lo lindo a todos cuantos amamos el baloncesto. Hagan lo que hagan, ya se merecen un “OLÉ” por lo menos tan grande como el “JA” de antaño.