
Al examinar lo ya escrito, y anticipar lo que voy a escribir ahora, advierto el típico error de perspectiva que sobreviene cuando se explican las cosas de forma ordenada. Según estos post, parece que yo, para escribir una novela, sigo paso a paso una especie de formulario preestablecido, y no es así. De hecho, en mi mente las cosas son mucho más caóticas. Lo normal es que, mientras trabajo una idea y construyo el argumento, busco al mismo tiempo el “motor”, diseño tramos de estructura, perfilo personajes y desarrollo subtramas. Hago varias cosas a la vez, sin seguir necesariamente los pasos de forma sistemática. De modo que no penséis que soy un robotito; la apariencia de orden mecánico se debe a la explicación.
Prosigamos pues. Hasta ahora, para desarrollar la novela he contado exclusivamente conmigo mismo. He imaginado una historia que a mí me gusta y que quiero escribir, y no he tenido en cuenta a nadie más. Pero ahora entra en escena un nuevo elemento:
La Cosa. ¿Y quién o qué es
La Cosa? Pues mi particular lector imaginario. No tiene sexo, no tiene edad, no es de ningún lugar, no es nada. Sólo un hipotético lector. Lo único importante es lo siguiente: yo conozco una historia de principio a final, pero
La Cosa no la conoce en absoluto. Ahora le voy a contar esa historia a
La Cosa. ¿Cómo se la cuento?
Lo primero que debo determinar, pues afectará al resto de la escritura, es si voy a narrar en tercera persona o en primera. El narrador en tercera me permite una gran libertad, pues puedo narrar lo que me venga en gana (el famoso “narrador omnisciente”). Por el contrario, el narrador en primera persona tiene límites, pues sólo puede narrar aquello de lo que es testigo directo o lo que le refiere un tercero. Parecería lógico elegir siempre el narrador en tercera, por el aquel de la libertad; sin embargo la cosa no es tan sencilla. Narrar en primera persona, pese a sus limitaciones, facilita la proximidad con el lector; además, permite que el narrador tenga “tono”, personalidad, y hace posible que pueda comentar lo que sucede, emitir opiniones e incluso, si llega el caso, mentir. Por último, las propias limitaciones del narrador en primera pueden jugar a favor de mi estrategia narrativa. El ejemplo más claro es una novela policíaca: el lector se pega al narrador, que suele ser quien conduce la investigación, y le sigue hasta el final, ignorando por el camino lo que el narrador ignora y averiguando lo que él averigua.
Otro aspecto que debo determinar previamente es el punto de vista. Es decir, ¿desde la óptica de qué personaje abordo el relato? Si la narración es en primera persona, eso está claro. Pero si es en tercera, puedo elegir un personaje que sirva de referente al lector y de punto de vista del relato. O no. También puedo narrar desde los puntos de vista de varios personajes. O de ninguno en concreto, aunque entonces debo tener en cuenta que cuanto más avance en este sentido, más difícil será mantener la identificación del lector con el texto.
Bueno, ya he elegido el punto de vista y el narrador: utilizaré la tercera persona (aunque para el propósito de este post eso da en el fondo igual). ¿Qué hago ahora? Veréis, durante mi labor de investigación literaria en la Casa de Campo descubrí algo importante: toda novela (la inmensa mayoría al menos), está sustentada sobre una estructura invisible. Se trata de una especie de armazón del que el autor “cuelga” las distintas escenas del texto siguiendo un orden determinado por la propia estructura. Luego, al escribir y dotar de carne al esqueleto del argumento, la estructura se hace invisible a los ojos del lector. Pero está ahí, sustentándolo todo, y si se escarba lo suficiente en el texto no es difícil encontrarla. Como es lógico, no hay una sola clase de estructura, por supuesto, sino muchas alternativas, de modo que lo que voy a hacer ahora es elegir la estructura más adecuada para mi argumento.
Llegado este punto, prefiero abandonar la expresión “escritor de mapas” y sustituirla por “escritor de planos”, porque en mi opinión lo que voy a hacer ahora se parece mucho a construir un edificio. En efecto, ¿qué es lo que hace un arquitecto cuando le encargan una obra? Pues (y que me corrija BB si me equivoco) estudiar las características del terreno y, teniendo en cuenta las necesidades del proyecto (que variarán dependiendo de la función del edificio), diseñar unos planos que servirán de base (estructura invisible) para la construcción de la casa. Esos planos definen la apariencia estética del edificio, contemplan todas las fuerzas que actuarán sobre la estructura (visible), determinan la distribución interior, marcan por dónde se entra y por dónde se sale, los pasillos, el número de habitaciones, etc., amen de establecer una larga serie de estipulaciones técnicas que van desde la fontanería hasta la instalación eléctrica, pasando por diversos detalles que la ignorancia me impide enumerar. Pues algo parecido me propongo hacer yo: diseñar los planos de mi edificio-novela. Pero diseñarlos, ¿en función de qué?
Permitidme una pequeña digresión: ¿por qué alguien sigue leyendo una novela? No por qué lee, sino por qué, una vez iniciada una novela, sigue leyendo. Hay varias respuestas posibles (tampoco tantas, no os creáis), pero la más básica es esta: el lector sigue leyendo porque quiere saber qué va a pasar. Es decir, el texto ha logrado excitar la curiosidad del lector y le “impulsa” a proseguir con la lectura (ojo, aquí interviene otro factor muy importante, los personajes, del que hablaremos en el siguiente post).
Teniendo en cuenta lo anterior, y para comenzar a diseñar los planos, voy a emplear la herramienta básica de todo narrador: la “dosificación de la información”. Vamos a ver: yo conozco todo el argumento, pero de forma lineal: la historia, en mi mente, comienza por el principio y acaba por el final, sin más jeribeques.
La Cosa (¿recordáis a mi hipotético lector?), por el contrario, no sabe nada de nada. Así pues, tengo que contarle la historia poco a poco, dándole la información gradualmente. Pero hay elementos argumentales muy importantes que puedo contar antes o después. O los puedo contar a medias. O contarlos con una apariencia falsa. Hay partes de la información que, si no se complementan con otras partes, parecen carecer de sentido, de modo que puedo crear desconcierto en el lector si muestro sólo fragmentos equívocos. Sea como sea, me reservaré una cuantas bazas en la bocamanga. Y aquí cabe citar lo que considero el único axioma literario universal: en narrativa, tan importante es lo que se cuenta como lo que no se cuenta. En resumen: como no se puede (ni se debe) contar todo a la vez, voy a dosificar la información con el objetivo de excitar la curiosidad del lector.
Comienzo a diseñar la estructura. ¿Por dónde empieza el relato? Stevenson, uno de los mejores narradores de todos los tiempos, decía: “No sé dónde debe comenzar una historia, pero desde luego no por el principio, ni sé dónde debe acabar, pero desde luego no por el final”. Otro escritor, cuyo nombre no recuerdo, daba el siguiente consejo: “Procura empezar tu historia lo más cerca posible del final”. Ambos consejos son sabios y ambos se refieren en realidad a la dosificación de la información. Imaginaos que vais al cine y llegáis cinco minutos después de comenzar la película: lo más probable es que no os resulte difícil retomar el hilo argumental y enteraros de qué va el asunto. Ahora bien, imaginaos que llegáis al cine cuando sólo faltan quince minutos para el final: no entenderéis nada. Bueno, pues voy a intentar que mi novela comience en un punto similar a ése; la historia ya ha empezado y el lector no sabe qué está pasando, de modo que quiere enterarse no sólo de lo que va a suceder, sino también de lo que ya ha sucedido. Es conveniente colocar algún “señuelo” al principio para estimular la atención del lector (a esto lo llamo “misterio” y, por razones de espacio, hablaré de ello más adelante). El caso es que ya tengo al lector sumido en cierta confusión... pero, atención, no debo pasarme, porque demasiado desconcierto al principio puede producir el efecto contrario al que busco; es decir, el distanciamiento del lector. Lo que debo conseguir es que el lector se sienta confuso al contemplar unos acontecimientos que no acaba de entender, pero que al mismo tiempo perciba que tras esos acontecimientos hay una lógica que él no puede captar en ese momento, pero quizá sí si continúa leyendo.
Pues bien, ahora divido mi mente en dos partes: por un lado está el viejo César y por otro
La Cosa. César comienza a contar la historia por el principio que ha elegido y observa la reacción de
La Cosa. Si es negativa, prueba otras alternativas. Si es positiva..., pues ya tenemos el punto de partida. Y ya puedo empezar a diseñar los planos, porque tengo la entrada. Y, junto con la entrada, vendrá implícita una parte de la estructura: el vestíbulo, las escaleras, los ascensores... Debo tener en cuenta que, para conformar la estructura, no cuenta sólo mi deseo de jugar con el lector; también está el argumento, que impone límites, y el “motor”, que tira de toda la trama en un determinado sentido. El caso es que, a partir de aquí, ampliaré la estructura poco a poco, dosificando la información, revelando parcialmente ciertos aspectos y oscureciendo otros, teniendo siempre en mente que debo mantener el interés del lector, lo cual significa ocultarle cosas. Me reservaré, pues, las bazas para exponerlas en los momentos adecuados, retorceré la estructura dentro de los límites posibles y finalmente, con la inestimable ayuda de
La Cosa, tendré los planos terminados.
Aunque no completos, por supuesto. Si hacéis memoria, recordaréis que sólo he desarrollado alrededor el cincuenta por ciento del argumento, de modo que en los planos habrá amplias zonas sin tabicar. De eso me ocuparé durante la escritura. Por otro lado, me apresuro a aclarar que todo este procedimiento que he expuesto, con mayor o menor fortuna, vale para cualquier historia, sea de la temática o género que sea. Desde una novela policíaca hasta una historia de amor; lo único que hay que hacer es adaptar la estructura a las características del argumento. Pero siempre habrá que contar con la curiosidad del lector y aplicar el viejo método de la información dosificada. En cierto modo, un escritor es como un ilusionista, o como un trilero, que consigue que su público mire hacia donde él quiere que mire, y no vea lo que él no quiere que vea.
Bueno, ya tengo la estructura terminada. ¿Llega el momento de escribir? Pues sí, toca escribir; aunque antes, por razones de encaje, hablaremos sobre los personajes. Pero eso en el siguiente post.