viernes, diciembre 28

Babel, Babelia y yo


La verdad es que los tres mundos laborales por los que ha discurrido mi vida –periodismo, publicidad y literatura- son proclives a los egos hinchados. He conocido a muchos periodistas que se consideraban a sí mismos los únicos y verdaderos guardianes de la Verdad, observadores privilegiados de los mecanismos ocultos del universo. Ellos eran los informados, y los demás una panda de ovejitas ignorantes. Luego, si escarbabas un poco, descubrías que su “conocimiento secreto” no era más que un montón de cotilleos de dudosa procedencia y escasa entidad, o meros rumores jamás confirmados.

El caso de los publicitarios es aún más lamentable, sobre todo en lo que respecta a los creativos. Veréis, los creativos publicitarios son (eran, más bien) profesionales extraordinariamente bien pagados. Cuando yo trabajaba en publicidad, mi sueldo era muy superior a los salarios de mis clientes, incluyendo a la mayor parte de los directores generales. En los 80, los creativos ganábamos una pasta gansa. Además, trabajábamos en un entorno técnicamente muy sofisticado, íntimamente relacionado con lo audiovisual y las últimas tecnologías. Era un trabajo cosmopolita en el que se disponía de todos los medios imaginables. Además, era un trabajo con gran exposición pública. Así pues, el endiosamiento de muchos creativos resultaba de lo más grotesco. Se comportaban como artistas caprichosos, como si fueran Picasso, Kubrick o Borges, cuando lo único que hacían (hacíamos) era vender detergentes.

En cuanto a los escritores... ay, mamma mía, he conocido algunos que parecían estar un par de metros por encima de la divinidad. Y me refiero tanto a escritores consagrados como a plumas primerizas que, por haber publicado un par de relatos en algún blog o fanzine ya se creen mejores, más listos y más sensibles que los demás.

No pretendo decir que todos los periodistas, publicitarios y escritores son así, ni mucho menos. De hecho, creo que sólo una minoría sucumbe al lado oscuro (la vanidad); pero es una minoría tan ridícula y tocapelotas...

El caso es que, consciente de todo eso, llevo mucho tiempo luchando con mi ego para mantenerlo controlado, porque creo que una de las mayores debilidades del ser humano es la vanidad. Así que periódicamente me digo: No eres un artista, César, sino un puto artesano, y tu trabajo tiene tanto mérito o demérito como el de un ebanista, un herrero o un alfarero. Me pongo en mi lugar y así procuro no convertirme en un gilipollas vanidoso.

Pero, amigos míos, ocasionalmente hay que darle un poco de gustito al ego. De vez en cuando, un terrón de azúcar y unas palmaditas en los lomos vienen bien para mantener el ánimo alto. Y ésta, me temo, es una de esas ocasiones.

Como sabéis, Babelia, el suplemento cultural de El País, elige por estas fechas los mejores libros publicados durante el año, según los distintos géneros. Hasta ahora, no había incluido la literatura infantil y juvenil, pero este año sí. Y resulta que un comité de 30 expertos ha escogido La isla de Bowen como la mejor novela juvenil publicada en 2012, tanto en lo que se refiere a autores extranjeros como autóctonos.

Estoy que me salgo de gustito. Tengo el ego que ya no le cabe ningún traje, de gordo que está. Así que permitidme un instante de vanidad:

¡Coño, pero qué bueno soy!

Ya está, se cerró el grifo del autobombo.

No obstante, estoy muy satisfecho de La isla de Bowen, así que no os libraréis de que un día os cuente mi Teoría de la Novela de Aventuras. Pero no hoy.

La lista de los libros del año aparecerá en Babelia, pero ya se ha publicado un anticipo en Papeles Perdidos, el blog del suplemento. Si queréis, podéis echarle un vistazo pinchando AQUÍ.

Y ya está, creo que ésta será la última entrada del año. Así que amigos míos, queridos merodeadores de las exóticas tierras de Babel, os deseo a todos lo mejor para el año que viene. Y para los cien siguientes, también.

Un abrazo y feliz año nuevo.

lunes, diciembre 24

Un relato navideño: Supernavidad


Aquí estoy otra vez, un año más, sentado en mi despacho durante la mañana de la Nochebuena, escribiendo el prefacio para la única tradición de Babel, nuestro entrañable cuento de Navidad, mi regalo para vosotros los merodeadores.

Me gusta sentir este instante. Estoy solo, pero oigo a mi familia deambulando por la casa. Acabo de tomarme un café con leche. La mañana es soleada, así que la luz entra a raudales por la ventana que está a mi espalda, activando mi “generador de arcos iris” (si queréis saber lo que es eso, tendréis que leer la introducción al cuento del año pasado). Decenas de pequeños arcos iris giran a mi alrededor. Me siento como un mago.

Puede que éste sea el momento en que más cerca estoy de vosotros, aunque no os conozca personalmente. Porque os hago un regalo. Un regalo de verdad, ¿eh?, no una puñetera metáfora. Escribo el cuento únicamente para vosotros; y no un cuento cortito, sino de veintitantas páginas. Sea bueno o malo, está trabajado. Pero no nos engañemos, el placer de un regalo es tanto para quien lo recibe como para quien lo ofrece, y a mí me encanta regalaros estos cuentos de Navidad.

El de este año se llama Supernavidad y está dedicado a todos vosotros, pero muy en particular a los que han perdido su trabajo, y a los que no pueden encontrar su primer empleo, y a los que se han quedado sin hogar, y a los que apenas tienen dinero para sobrevivir, y a los que les han arrebatado sus derechos... En definitiva, este cuento está dedicado a todos los que de un modo u otro sufren lo peor de esta crisis de mierda. Aunque sea una mentira, quizá al leerlo os sintáis un poquito reconfortados.

Queridos amigos, os deseo a todos feliz Navidad, feliz Solsticio.

Un abrazo grande, grande, grande.

Supernavidad
By César Mallorquí

Las grandes historias, y ésta lo es, suelen tener muchos comienzos distintos. Podríamos empezar, por ejemplo, relatando lo que ocurrió la noche del 25 de diciembre, cuando los cielos de la Tierra se llenaron de OVNIS. En el sentido literal de la palabra: Objetos Voladores No Identificados. ¿Una invasión extraterrestre? No, ni mucho menos; cuando finalmente los objetos fueron identificados, su naturaleza resultó infinitamente más extraña y perturbadora que cualquier flota de platillos volantes.

El caso es que miles de inexplicables objetos surcaron los cielos del planeta aquella noche. Uno de ellos sobrevoló Madrid hacia el oeste, en dirección al Palacio de la Moncloa. Dos cazas del ejército intentaron abatirlo, pero el objeto los hizo explotar en el aire mediante un rojizo rayo letal. Luego, deceleró y se posó suavemente en los jardines de la residencia del presidente. Al instante, docenas de agentes de seguridad lo rodearon apuntándole con sus armas.

Un hombre voluminoso, con barba y pelo largo, bajó lentamente del vehículo. En una mano llevaba una ametralladora Mk 48 y en la otra un saco; a su derecha había un extraño animal y a su izquierda un ser inverosímil. Los agentes amartillaron los percutores y le conminaron a que tirara su arma y se pusiera de rodillas. Ignorando la orden, el hombre esbozó una sonrisa torcida, escupió sobre la hierba y dijo:

—Venga, alegradme la noche...
 
Si queréis seguir leyendo, pinchad AQUÍ.


viernes, diciembre 21

Aguinaldo


Pensaba escribir esta entrada antes, a principios de semana, para separarla un poco del único rito anual de Babel, el cuento de Navidad. También había barajado algunos temas; por ejemplo, cuando busqué unos datos para el cuento, descubrí (o redescubrí, porque ya lo sabía) algo interesante: en la distintas tradiciones europeas existe la figura de un ser sobrenatural que en Navidad lleva regalos a los niños que se han portado bien. Los más populares son Papá Noel, los Reyes Magos y el Niño Jesús, pero hay otros, como La Befana, El Tomte, Ded Moroz, los Yule Lads o el Olentzero.

Lo que no todo el mundo sabe es que muchos de esos bondadosos regaladores tenían un compañero que era todo lo contrario: un ser maligno que castigaba a los niños que habían sido malos. Por ejemplo, junto a Santa Claus viajaba un demonio llamado Krampus, que secuestraba a los niños malos metiéndolos en una cesta. Y hay otros, como el Belsnickel, el Père Fouettard (“Padre Látigo”, ahí es nada), el Knecht Ruprecht o el Jólaköttur (un monstruoso gato gigantesco que se come a los niños islandeses malos). Incluso el Olentzero vasco (un carbonero grande, bruto y desarrapado) era al principio un tipo que odiaba a los niños, pero en el siglo XX se le transformó en todo lo contrario.

Y ésa es la cuestión. En el siglo XX se eliminaron de la tradición a todos los personajes que castigaban a los niños (convengamos que lo del carbón de los Reyes Magos es muy poca cosa al lado de un demonio, un gato monstruoso o un sádico azotador). ¿Supone eso un cambio de sensibilidad? Pues sí, claro; aunque también significa más cosas. Pero como ése no es el tema, lo dejaremos para otro momento.

También había considerado la posibilidad de hablar de los cuentos. Yo escribo muy pocos relatos breves, porque las novelas me ocupan todo el tiempo y porque en este país los cuentos apenas tienen salida, pero me encantan los cuentos; si pudiese, me dedicaría sobre todo al relato breve. En fin, el caso es que a los españoles no les gustan los cuentos, vaya usted a saber por qué. Me parece que de esto ya hemos hablado en Babel, así que no le daré más vueltas.

El caso es que hace no mucho se reeditó mi relato de ciencia ficción El rebaño en la antología Prospectivas (Salto de Página, 2012). Quizá sea mi cuento más conocido (desde luego es el que más se ha reeditado), y al parecer está considerado un pequeño clásico de la cf española. Por otro lado, hace aún menos apareció mi relato Cuento de verano en Bleak House Inn (Fábulas de Albión, 2012), la antología dedicada a Dickens que ha coordinado Care Santos. Pero de esto también hemos hablado. Por último, comencé hace poco a corregir el original de El círculo de Jericó (mi primer libro “profesional” y mi primera y única antología) para la reedición que va a hacer Alberto Santos.

A lo que vamos: de repente, me vi rodeado de cuentos míos por todas partes (hay que sumar el cuento de navidad de este año). Entonces se me ocurrió reunir los cuentos que he escrito desde que publiqué El círculo de Jericó. Y lo hice: una selección de quince relatos (catorce cuentos y una novela corta). Entonces, ¿por qué no hacer una antología con ellos? Podría escribir un prólogo y un breve comentario a cada cuento... Vale, y luego ¿qué? En España las antologías se pudren en los estantes de las librerías, nadie compra relato breve, así que se editan con cuentagotas, y más en estos tiempos. Mi buen amigo y gran escritor Rodolfo Martínez me ha sugerido la edición electrónica, y puede que acabe haciéndole caso. Pero no puedo evitar sentir que un libro electrónico no es un libro, sino el fantasma de un libro...

Pero tampoco voy a hablar de esto, qué demonios. Voy a hablar de la Navidad.

¿La sentís? Yo no.

Como ya he contado aquí más de una vez, de niño me encantaba la Navidad. Luego, desde la muerte de mi padre hasta el nacimiento de mis hijos, odié la Navidad. Pero mis hijos me hicieron recuperar el cariño hacia esa fiesta -que para mí es más el solsticio de invierno (hoy, por cierto) que el nacimiento de Cristo-. Mis hijos son ya mayores, pero mi mujer y yo seguimos decorando la casa con adornos navideños, y a mí me siguen gustando las fiestas del solsticio.

Los ritos y las fiestas solares sirven, entre otras cosas, para cohesionar a la comunidad; y no solo a la actual, sino a las del pasado y a las que vendrán en el futuro. Es una continuidad, algo así como una columna en el tiempo que contribuye a sostener una estructura invisible. Cuando celebras el eterno ciclo del Sol, revistan los ritos la forma que revistan, te estás vinculando a algo muy antiguo y muy grande. Eso me gusta y me tranquiliza... He intentado mil veces explicarle esto a mis amigos más antinavideños, y jamás he conseguido que me entiendan. A lo mejor porque es una paja mental, vaya usted a saber.

La cuestión es que cuando llegan estas fechas intento encontrar un día, un momento, en el que poder sentir lo que yo busco en la Navidad. No razonar, ni reflexionar: sentir. El año pasado no lo conseguí, y creo que este tampoco lo conseguiré. Me parece que ni siquiera voy a intentarlo. No tengo derecho, no sería justo. ¿Navidad? ¿Qué Navidad? Esta crisis eterna y desalentadora se la ha llevado por delante. ¿Qué magia del solsticio voy a encontrar si lo único que se percibe en el ambiente es tristeza, cabreo y desaliento?

Hay algo que me parte especialmente el corazón: las familias que no podrán comprarle regalos a sus hijos pequeños. Y no lo siento por los niños que se van a quedar sin regalos sin saber por qué... bueno, sí que lo siento, pero los niños son muy fuertes. En realidad, lo que me rompe por dentro es pensar en esos padres y madres que se sentirán impotentes, y culpables por no poder darles a sus hijos todo lo que querrían. Se sentirán fracasados, se odiarán a sí mismos y para ellos la Navidad será una puta mierda. Qué injusto, joder; qué tremendamente injusto... Nos lo están robado todo, hasta la magia.

Soy un desastre; no he escrito sobre lo que me había planteado escribir, lo he hecho tarde y además me da mal rollo. La única excusa que puedo aducir es que tengo un catarro inmenso, el padre de todos los catarros, y que últimamente estoy durmiendo fatal. Pero, por otro lado, aunque esta entrada parezca una lamentable divagación, en realidad está relacionada con el argumento del cuento de Navidad de este año. Sólo me falta hablar de superhéroes...

Como todos los años, colgaré el cuento en Babel el día 24. Se llama Supernavidad y su tesis es que, si le añades magia, la Navidad mejora. ¿Qué clase de “magia” y en qué sentido “mejora”? Para encontrar respuesta a tan apasionantes preguntas deberéis aguardar a la Nochebuena.

Hasta entonces, amigos míos, un fraternal abrazo. Y unos cuantos recuerdos de las Navidades pasadas.














domingo, diciembre 9

Babel 7


La Fraternidad de Babel nació de la procrastinación. Por si no conocéis esa palabra tan extraña, procrastinar significa postergar; dejar para luego lo que tienes que hacer y dedicarte a otra cosa que no tiene importancia. Soy un maestro procrastinador, lo reconozco; campeón mundial de la especialidad. Si pagaran por procrastinar, sería millonario. Pues bien, hace siete años, por la tarde, me llegó un e-mail de mi querida amiga y gran escritora Care Santos, anunciando que acababa de abrir su propio blog, Silencio lo demás. Yo estaba trabajando, pero interrumpí la escritura para echarle un vistazo. Al cabo de un rato, como quien no quiere la cosa, me metí en la página de Blogger y descubrí lo fácil que era crear un blog. Y, como lo mío es procrastinar, me puse a hacerlo, aunque no tenía la menor intención de tener un blog.

Sin embargo, una vez confeccionada la página, sin pensarlo mucho, decidí activarla. Y luego escribí la primera entrada. Y por último, de forma absurda, envié un e-mail a toda mi agenda de direcciones anunciando el nacimiento de Babel. Sin un pelo de reflexión, ya tenía mi propio blog. Como si hiciera falta uno más. Pero, qué demonios, era la excusa perfecta para procrastinar.

El problema era que no sabía para qué narices quería un blog ni qué puñetas iba a hacer con él. Tardé en averiguarlo, pero finalmente lo conseguí: en Babel escribiría sobre todo aquello que no puedo escribir ni publicar en otra parte. Sin plan ni orden, bajo la bandera de la divagación. Una liberación para un escritor, creedme; porque cuando escribo una novela, estoy atado a ella, a su argumento, a su estructura y a sus personajes, durante meses. Pero en Babel escribo lo que me sale del pijo (qué mal hablo, coño) cuando me sale del pijo. Babel es el reflejo de mi caos mental.

Sorprendentemente, Babel encontró cierto eco y hubo gente que comenzó a merodear por aquí. Jamás me he preocupado de saber cuántos son, porque no me sale de las narices entrar en la estúpida carrera de sumar visitantes igual que se suman “amigos” de Facebook. No quiero cantidad, sino calidad, y eso ya lo tengo. Babel no es una gran sala de conferencias, sino un pequeño café donde se reúne una tertulia para charlar de lo divino y de lo humano. Y así viene siendo desde hace siete años.

Siete años... Después de tanto tiempo, Babel se ha convertido en parte de mi vida. Si no existiese, lo echaría en falta. Entendedme, ya sé que no es importante, que sólo es uno más de los millones de blogs que pueblan el ciberespacio. Pero también yo soy sólo uno más de los miles de millones de personas que atestan el planeta. Y, aún así, soy único; nunca ha habido y nunca habrá otro César Mallorquí (por fortuna, claro). Pues lo mismo pasa con Babel: es único, igual que vosotros. Este lugar es minúsculo, pero especial.

A lo largo de siete años, hemos hablado de muchas cosas; la mayoría intrascendentes, y sólo algunas importantes, al menos para mí. De hecho, hay tres momentos clave en la historia de Babel. A comienzos de 2007 estuve a punto de cerrar el blog, pero escribí una serie de entradas que me hicieron cambiar de idea. Algún día os explicaré por qué. El segundo hito fue la serie de diez posts que escribí sobre mi hermano Eduardo. Gracias a ellos pude cumplir un deseo largo tiempo postergado. Por último, Babel me ayudó a tranquilizar mi conciencia respecto a mi padre en una reciente entrada. Sólo por esos tres momentos se justifica la existencia de Babel. Y por los merodeadores, claro; sin vosotros esto sería una puta masturbación mental digitalizada.

En fin... La Fraternidad de Babel cumple hoy siete años de vida. Me alegro de que el cumpleaños del blog sea en diciembre, porque enlaza con lo que sin duda es la única tradición de este lugar: el cuento de Navidad. Vosotros me regaláis vuestra presencia aquí y yo os regalo un cuento. Espero que el de este año, que aún está en proceso de escritura, os guste. Y si no, como siempre digo, consolaos pensando que es gratis.

Bien, ya está. Hoy es el cumple de Babel. Gracias por merodear por aquí.

viernes, noviembre 30

Bleak House Inn


Como sabéis, si es que no vivís en la feliz Arcadia de la desinformación, este año se cumple el 200 aniversario del nacimiento de Charles Dickens. Por ese motivo, mi buena amiga y gran escritora Care Santos ha coordinado para la editorial Fábulas de Albión una antología de relatos inspirados en cierto aspecto de la obra de Dickens. Según palabras de la propia Care: “Siempre he admirado el modo de concebir la literatura de Charles Dickens. Como un juego, como una diversión, como un espectáculo. Al autor británico le gustaba contar con sus amigos para publicar números especiales de Navidad de su revista All The Yeard Round. Los números iban buscadísimos y eran todo un éxito. En uno de ellos se publicó un cuento de Dickens -maravilloso- protagonizado por Miss Lirriper, la dueña de una pensión londinense. En las habitaciones de esa pensión se desarrollaban el resto de relatos del volumen. En España, fue publicado por Alba, tiene relatos de Elisabeth Gaskell, Wilkie Collins y varios otros y lleva por título La señora Lirriper y otros relatos. Desde que lo leí pensé que sería estupendo hacer algo parecido”.

Y como Care es una fuerza de la naturaleza, lo ha hecho. Contactó con diez escritores amigos suyos (entre ellos yo) y nos pidió que cada uno escribiéramos un cuento que debía desarrollarse en un espacio común (la pensión de la señora Lirriper en la actualidad) y con la misma temática: el género de fantasmas (al que tan aficionado era el propio Dickens). La pensión se llama Bleak House Inn y a cada autor le tocó una de las habitaciones. La mía fue la 201, con vistas a la calle. La lista de escritores es: Elia Barceló, César Mallorquí, Pilar Adón, Elena Medel, Marc Gual, Ismael Martínez Biurrún, Daniel Sánchez Prados, Óscar Esquivias, Francesc Miralles, Marian Womack y la propia Care Santos. Como veis, todo un lujo de talento, exceptuando al cretino con nombre de emperador romano.

La verdad es que no he leído mucho a Dickens; tan solo Oliver Twist (hace siglos) y el archifamoso Cuento de Navidad. No obstante, es fácil reconocer que Dickens es un género en sí mismo; cuando decimos que algo es dickensiano, todo el mundo nos entiende. Ahora bien, ¿quería yo escribir algo de ese estilo? E inmediatamente surgió otra pregunta: ¿Qué clase de estilo se supone que es ése? Porque todos asociamos a Dickens con folletines y dramas, pero no hay que olvidar que Dickens también era un humorista. De hecho, Cuento de Navidad está lleno de humor.

Casi instantáneamente, una idea se formó en mi dura cabezota: Dickens+Fantasmas+Humor. Iba a escribir una sátira amable sobre Cuento de Navidad partiendo de una simple premisa: ¿qué pasaría si los fantasmas del relato se equivocaran de persona? La idea me parecía prometedora y divertida, pero dudé. Veréis, por algún oscuro motivo que no logro comprender, el humor no está del todo bien visto, como si fuera un género menor. Aunque no lo es; el humor es uno de los géneros más difíciles y serios (serio, sí; el humor ha de escribirse en serio). Además, lo que a unos les hace gracia, a otros les provoca bostezos. El drama es más sencillo y universal; el humor siempre resulta complicado. Vale, pero uno de mis rasgos de escritor es el uso de la comedia. No soy un humorista, pero en todas mis novelas (con una única excepción) el humor está presente.

Dickens vivió en tiempos jodidos llenos de injusticias, igual que nosotros ahora. ¿Qué es mejor, añadir drama ficticio al drama real, o intentar que la gente se olvide de la mierda que le rodea con una sonrisa? Los que conozcan la vieja y maravillosa película de Preston Sturges Los viajes de Sullivan ya saben la respuesta.

Así que decidí escribir un relato de humor llamado Cuento de verano. Y para ello me inspiré en uno de mis humoristas favoritos: P. G. Woodehouse. Así pues, escribí Cuento de verano basándome en un relato de Dickens, pero con el estilo de Woodehouse. Espero que por el camino haya quedado algo de mí.

¿Qué tal ha quedado el cuento? Ni idea; a los pocos que lo han leído les ha gustado, pero vete tú a saber. ¿Y el resto de los cuentos? No lo sé, porque todavía no los he leído (aún no me ha llegado el libro), pero teniendo en cuenta la calidad de los autores y de la editora, seguro que son estupendos.

En fin, creo que el libro, llamado Bleak House Inn. Diez huéspedes en casa de Dickens, ya está en las librerías. Y mañana, sábado 1 de diciembre, a las 18:00, se presentará en el Museo del Romanticismo, en la calle San Mateo 13 de Madrid. Asistirán Care Santos, Pilar Adón, Óscar Esquivias, Ismael Martínez , Daniel Sánchez Pardos, Mirian Womack y éste vuestro vecino y servidor, Spiderman... No, quería decir que yo también iré. Habrá lectura de relatos y después nos tomaremos unos dickensianos ponches de Navidad (sea lo que sea eso, que me tiene intrigadísimo).

Estáis invitados. Me encantaría veros por ahí.

lunes, noviembre 26

Somos miles y nos sentimos solos


El pasado sábado recibí un e-mail de Mabel, una amable merodeadora del blog. En el “Asunto” figuraba la frase que da título a esta entrada y el texto era el siguiente:


“Perdona que te moleste con este mensaje, no sé si tu tienes alguna manera de difundirlo. Ya te he escrito en alguna ocasión para darte las gracias por tus libros; soy enfermera y no se si sabrás que además de que la Comunidad de Madrid quiere privatizar varios hospitales ahora en enero quiere vender al mejor postor 27 Centros de Salud a empresas privadas. Entre ellas pujaran la empresa Capio (acciones de Rato y el marido de la Cospedal), Sanitas y Sacyr Vallehermoso del señor Florentino.

Lo que significara que además de echar a todos los profesionales actuales, reducirán la plantilla, con lo que no se podrá atender igual a vosotros/nosotros: los pacientes.

Tendrán que obtener beneficios como empresas privadas que son, a costa de la salud de los madrileños, con lo cual tendrán que dar menos prestaciones para reducir el gasto. Muchos de nosotros estamos haciendo huelga, manifestándonos. El martes tenemos una nueva manifestación, encerrándonos en los centros; pero nos da mucha rabia y pena que parece que los ciudadanos de Madrid no saben nada, porque nada les dicen.

Si quieres saber más sobre el tema puedes ver en Internet todo lo que hay sobre "la marea blanca" que nos llaman.

Te mando este video que explica muy bien cómo nos sentimos. No sé si tú puedes escribir algo en tu blog; a mí se me da fatal lo de expresarme. Te agradezco también que estos días me sirva de distracción tu Carmen Hidalgo. Espero que no te moleste que me haya dirigido a ti. Un saludo cariñoso. Mabel”

El vídeo podéis verlo pinchando AQUÍ.

Querida Mabel: No solo no me molestas, sino que te doy las gracias por hacerme partícipe de tus (nuestras) inquietudes. Y te explicas perfectamente, así que me he permitido el atrevimiento de publicar tu texto tal cual me lo has mandado (sólo he corregido un poquito la puntuación; manías de escritor). Mi forma más eficaz de difundir ideas es la novela; pero escribir y editar una novela lleva mucho tiempo, así que para transmitir tus palabras sólo me queda Babel. No llega a miles de personas, pero sí que llega a personas con la cabeza bien amueblada.

Hace unos años estuve dos meses internado en un hospital. Esa experiencia generó en mí una profunda admiración y un inmenso respeto hacia los profesionales de la sanidad, y muy especialmente hacia las enfermeras. No concibo una dedicación más noble y hermosa, más entregada, dura y humanitaria. Cuidar a los enfermos, intentar salvar tu vida y las vidas de tus seres queridos, consolar y aliviar a los que sufren. ¿Hay algún trabajo más admirable? Pues bien, esa gente maravillosa está en el punto de mira de cierta ideología y de ciertos intereses.

Creo que el modelo de estado del bienestar europeo ha sido uno de los grandes logros sociales de la humanidad, una alternativa infinitamente más civilizada que el sálvese quien pueda de la ley de la jungla neocon. Los dos pilares básicos del estado del bienestar son la educación y la sanidad públicas universales y gratuitas. Ambos pilares están siendo sistemáticamente demolidos por la ideología y los intereses que hoy controlan nuestro país. Nos dicen: no tenemos pasta (porque se la damos a los bancos que esa ideología y esos intereses arruinaron), así que para salvar al sistema hay que amputar al sistema. Me recuerda a las sangrías que hace siglos prescribían los médicos, una práctica perfecta para matar al paciente. Nos dicen: para salvar la sanidad hay que reformarla. Es decir: privatizarla. Y así, poco a poco, acabarán consiguiendo que lo que era un derecho fundamental y una conquista acabe convirtiéndose, en el mejor de los casos, en caridad. Y entre tanto los ciudadanos no hacemos nada, nos quedamos quietecitos y mudos.

¿Sabéis cuál es la mejor forma de violar a alguien, hombre o mujer, sin que se resista? Asustándole lo suficiente. Agarra a una persona, golpéala con contundencia, ponle al cuello un cuchillo o una pistola en la sien, y podrás hacer con ella lo que quieras. El miedo paraliza. Te quedas ahí, inmóvil y callado, como cuando eras niño y te ocultabas bajo las sábanas pensando que una simple tela podría protegerte. Y no haces nada, salvo suplicar milagros que nunca llegarán a dioses que no existen. De momento nos están golpeando, así que ya sabemos lo que vendrá después.

Permitidme reproducir el famoso poema de Martin Niemöller (que todo el mundo atribuye a Brecht):

Primero apresaron a los comunistas,
y no dije nada porque yo no era comunista.

Luego se llevaron a los judíos,
y no dije nada porque yo no era judío.

Luego vinieron por los obreros,
y no dije nada porque no era ni obrero ni sindicalista.

Luego se metieron con los católicos,
y no dije nada porque yo era protestante.

Y cuando finalmente vinieron por mí,
no quedaba nadie para protestar

Últimamente he pensado mucho en todos los judíos que se quedaron en Alemania cuando el nazismo iniciaba su irresistible ascenso. ¿Por qué no se fueron, por qué no hicieron nada? Supongo que primero pensaron que los payasos de la esvástica eran unos locos sin futuro. Luego debieron de creer que las proclamas y amenazas nazis sólo eran bravatas. Después, cuando ya era imposible irse, consideraron que si no molestaban y no llamaban demasiado la atención, no les pasaría nada. Por último, cuando estaban encerrados en guetos, supusieron que nada peor podría ocurrirles. En todas las ocasiones estaban equivocados.
¿Una comparación excesiva? En fin, no digo que lo que estamos viviendo ahora sea igual que lo que vivieron los judíos alemanes en los años 30, eso es evidente; pero los mecanismos sociales que actuaron y actúan en ambos casos son idénticos. Lo importante, el eje de la cuestión, es que, en el pasado, la gente que iba a sufrir las consecuencias de determinadas políticas no hizo nada. Actuaron como ovejas camino del matadero.

Tanto entonces como ahora.

Pero dejémonos de filosofía. Ahora lo importante es apoyar a Mabel y a sus compañeros en defensa de la sanidad pública.


martes, noviembre 20

Mi personaje inolvidable: Tuto


Allá por los 60, en mi casa, como en otras muchas casas, estábamos suscritos al Selecciones del Reader’s Digest, una revista que, según la Wikipedia, se dedica a publicar “artículos resumidos o reimpresos de otras revistas, resúmenes de libros, colecciones de chistes, anécdotas, citas y otros escritos breves”. Aunque sigue publicándose, hoy apenas se lee en nuestro país, pero hace cuarenta años era muy popular. En esa revista había una sección llamada “Mi personaje inolvidable” en la que alguien, por las razones que fuesen, glosaba a un personaje desconocido. En fin, el título de la sección lo dice todo. Pues bien, os voy a hablar de mi personaje inolvidable: Restituto Esteban del Valle; Resti para unos, Tuto para otros.

Nació en Miraflores de la Sierra, un pueblo de la provincia de Madrid, creo que en 1951. Tenía tres hermanos: Luzgerico, Crescenciano y Sergio. Su padre se llamaba Esfidio (en la familia tenían la costumbre de poner a los recién nacidos el nombre del mártir del día. Sergio tuvo suerte). Tuto era amigo de Dámaso, el hermano mayor de mi amigo, y asiduo merodeador del blog, Samael. Comenzó a estudiar Ingeniería de Caminos, pero nunca acabó la carrera; aunque, eso sí, era fiel jugador del equipo de rugby de la facultad. Debía de medir entre 1’75 y 1’80, y era muy fornido, con cuello de toro y aspecto tosco. Tenía mucha, mucha fama de bronquista, y la leyenda de sus peleas corría de boca en boca por el barrio de Chamberí, donde ambos vivíamos, así como por su natal Miraflores. Lo que se decía de él era temible, y con razón.

Os contaré cómo le conocí. Yo tenía 17 años y había oído hablar mucho de Tuto, tanto por Samael como por otros amigos del barrio, pero nunca habíamos coincidido. El caso es que había una chica, llamada Marisa, que me gustaba; el problema es que era novieta de Tuto. Pero un buen día me enteré de que habían roto, así que la llamé y quedamos. A eso de las ocho de la tarde estábamos Marisa y yo tomando algo en una terraza, cuando de pronto llega un tío con un ciclomotor (una Ducatti TT) a toda leche, frena de golpe, la moto patina y cae al suelo. El tío, con pinta de boxeador, se dirige adonde estábamos nosotros tambaleándose de puro borracho. “Es Tuto”, me susurró Marisa. Y se me cayeron las pelotas al suelo, plonc, plonc. Porque yo era más alto y grande que él, es cierto, pero siempre he sido un pacifista que jamás se ha pegado con nadie, así que, por lo que sabía, ese tipo podía majarme a leches sin tan siquiera despeinarse.

Tuto, como una cuba, se sentó a nuestra mesa y le pidió al camarero un cubata. Marisa, muy cabreada, le exigió que se fuera. Yo, acojonadito como estaba, no dije nada. De pronto, Tuto decidió hacer caso a su ex; se dirigió a la moto, la levantó del suelo y se fue haciendo eses. Respiré aliviado. Pero a los tres minutos, Tuto regresó; volvió a frenar de golpe, la moto volvió a caerse, él volvió a sentarse con nosotros, Marisa volvió a exigirle que se fuese y yo volví a acojonarme. Tuto dijo que se había dejado el cubata; se bebió la mitad de un trago y el resto se le cayó al suelo. Ante la insistencia de Marisa, decidió marcharse otra vez. Para regresar al poco, frenar bruscamente y tirar la moto. Así que me levanté, me aproximé a él y le pedí, por favor, que nos dejara tranquilos. Entonces él me dedicó una larga y turbia mirada y me dijo más o menos: “Tú eres amigo de Dámaso y de Samael, y los amigos de mis amigos son mis amigos”. Dicho esto, me estrechó la mano, montó en la Ducatti y se fue para no volver a aparecer. A partir de entonces, Marisa se convirtió en mi primera novia, y Tuto en mi amigo. La moto, por cierto, no era suya, sino de Samael, y la dejó hecha unos zorros.

Ser enemigo de Tuto era un serio riesgo, pero ser amigo suyo podía significar una catástrofe. Y eso se debía a su peculiar concepción de la amistad. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por un amigo, pero a cambio esperaba que los amigos hicieran cualquier cosa por él. El problema era que las cosas que él esperaba de los demás eran bastante inusuales. Por ejemplo, una tarde Samael y yo nos lo encontramos por el barrio y Tuto nos pidió que le acompañáramos a un bar cercano, donde había quedado con una gente. Fuimos allí y nos encontramos con un grupo de tíos que, francamente, parecían muy poco amigables. Tuto se retiró a hablar con uno de ellos, volvió al cabo de unos minutos y nos dijo que nos fuéramos. Mientras nos alejábamos, le preguntamos por qué nos había pedido que le acompañáramos, y él nos respondió que tenía un problema con esa gente y como se temía que la cosa acabase a tortas, nos había llevado con él. Sencillamente se olvidó de advertirnos del riesgo.

Lo cierto es que Tuto era una buena persona, pero estaba como una cabra y era muy bruto. Voy a intentar que os hagáis una idea del personaje: Allá por 1974 había un bar en la plaza de Olavide llamado, si mal no recuerdo, La Campana. En ese bar se reunía una pandilla de macarras, unos delincuentes de poca monta que tenían atemorizado al barrio mediante amenazas y agresiones. Una tarde, Tuto y un compañero del rugby fueron a ese bar, y allí estaban cinco de los pandilleros. No sé cómo, empezó una bronca; Tuto y su amigo se pusieron espalda contra espalda y, pim-pam, pim-pam, comenzaron a repartir leña. Eran dos contra cinco, pero no solo ganaron, sino que además Tuto retuvo a uno de los pandilleros, le quitó la documentación y lo denunció en comisaría. Poco después, la policía detuvo a la pandilla y en un periódico tildaron a Tuto de ciudadano ejemplar.

En fin, como he dicho, ser su amigo podía transformarse en algo muy caótico. Tuto partía de la base de que podía presentarse en casa de sus amigos a cualquier hora, por ejemplo bien entrada la madrugada. Y solía hacerlo. Estabas durmiendo en tu casa y de pronto te despertaba el timbre de la puerta. Era Tuto, generalmente borracho, que quería darse una ducha. ¿Por qué esa imperiosa necesidad de ducharse? Misterio. ¿Por qué no se duchaba en su casa? Otro misterio. Y algo todavía más misterioso: antes o después de ducharse, invariablemente, Tuto llamaba por teléfono a alguien (supongo que a diferentes personas a lo largo del tiempo). Como eso ocurría de madrugada, su interlocutor, recién despertado, se cabreaba con él y le mandaba a hacer puñetas, porque era una llamada sin el menor sentido. Pero siempre era así, invariablemente: ducha y telefonazo. Una noche, Tuto apareció en mi casa más borracho que de costumbre, se fue al cuarto de baño dando bandazos, se desnudó, se metió en la bañera, resbaló y se cargó la barra y la cortina de la ducha. Por lo general, yo acogía sus excentricidades con resignación, pero esa vez sí que me cabreé.

En cualquier caso, el principal problema con él eran las peleas. Y no es exactamente que las provocase; no solía ir metiéndose con la gente... pero, eso sí, aprovechaba la menor oportunidad para liarse a guantazos. Pongamos un ejemplo. Hubo una época, allá por los 70, en que todos los bares de Madrid cerraban a las doce, así que si querías tomarte una copa de madrugada tenías que recurrir a algún tugurio medio clandestino. Uno de ellos era el K12, un chalet reconvertido en bar/restaurante, situado en el kilómetro 12 de la autopista de La Coruña, un antro que abría toda la noche y era frecuentado por gente de más que dudosa reputación, por decirlo suavemente.

Una madrugada, Tuto, Samael y yo fuimos al K12 para tomar una copa. En eso estábamos cuando entró en el local un grupo de jóvenes de aspecto francamente patibulario. Serían seis o siete y eran gitanos. Esto último no lo digo por motivos racistas, sino para dejar claro que los payos no éramos precisamente santo de su devoción. El caso es que, tras tomarse las copas que habían pedido, los macarras se negaron a pagar las consumiciones. El camarero, un pobre vejete, intentaba que pagasen, pero los muy cabrones le vacilaban.

Entonces sucedió algo inesperado. Tuto, que no conocía al camarero ni a nadie de ese bar, se puso tras la barra, se encaró con el que parecía ser el jefe de los macarras y le espetó, más o menos, que o pagaban las consumiciones o se iban a ganar una mano de hostias. Samael y yo nos quedamos alucinados (y acojonados, porque eran muchos macarras), el camarero se quedó alucinado, hasta los macarras se quedaron alucinados. El jefecillo de estos contempló a Tuto en silencio y, tras una larga pausa, sacó la cartera, pagó las consumiciones y, sin decir nada, comenzó a alejarse hacia la salida junto con sus compinches. Ellos eran seis o siete y Tuto sólo uno, ¿por qué se achantaron? Creo que la gente que suele meterse en trifulcas sabe distinguir a las personas con las que se puede pelear y las personas con la que es mejor no hacerlo. Aquel gitano miró a los ojos de Tuto y lo que vio en ellos no le gustó nada. Pero ahí no acabó la cosa. Como decía, el grupo de gitanos estaba saliendo por la puerta y, de repente, Tuto se subió encima de la barra y les dijo a voz en grito: “¡El que vale, vale, y el que no es un macarra!”. El jefe de los gitanos se detuvo, miró a Tuto con incredulidad y, sin decir nada, desapareció del local.

Con el tiempo, la inusitada fortaleza física de Tuto le condujo a un callejón sin salida. A finales de los 70, empezó de pronto a manejar más dinero de lo normal. Siempre andaba con mucha pasta y, por lo que sabíamos, no trabajaba en nada. Una noche se presentó en mi casa; estaba cubierto de sangre, tenía la camisa cosida a navajazos y el torso lleno de heridas superficiales. Se había peleado con un navajero; según nos contó, logró tirarle al suelo y, una vez allí, le sacudió varias veces la cabeza contra el bordillo antes de largarse echando leches. No nos explicó el por qué de la pelea. Le curamos las heridas con agua oxigenada y yo le dejé una camisa. Que nunca me devolvió, por cierto; así que, tiempo después, le quité el cinturón que llevaba y me lo quedé en prenda (algo que él aceptó de buen grado). Perdí la camisa, pero aún conservo el cinturón.

Al cabo de un tiempo, averigüé las razones de la pelea y el origen de la pasta que manejaba Tuto. Por aquel entonces estaba saliendo con una chica cuya madre era... perista, comerciaba con artículos robados. Y la madre había contratado a Tuto como guardaespaldas. Mal rollo.

Afortunadamente, Tuto cambió de vida. Se casó con Elena, una chica estupenda. Su boda, celebrada en un diminuto pueblo de Burgos (cuyo alcalde era el padre de la novia), fue la más divertida a que he asistido. Tuto montó una pequeña empresa de construcción. Tuvo dos hijos. En algún momento, no recuerdo por qué, se trasladó a Salamanca. Estando allí, mientras serraba unos maderos en una obra, se rebanó tres dedos de una mano. De algún modo, no sé por qué, tuve y tengo la sensación de que ese accidente encajaba a la perfección con su personalidad. Le visitamos en el hospital. Fue una de las últimas veces que le vi.

La noche del 23 de junio de 1983, Tuto salió con su mujer a dar una vuelta por las fiestas del barrio. Al cabo de un rato, se sintió cansado y decidió volver solo a casa. Encontraron su cadáver en el portal. Tenia sólo 32 años. ¿De qué había muerto? Ni idea; sencillamente se le paró el corazón. Personalmente, tengo una absurda teoría al respecto. Nunca he conocido a nadie tan vital como Tuto, tan rebosante de energía. Por ejemplo, su fuerza física; ¿de dónde salía? Era grande y fornido, sí, pero no tanto ni tan musculoso como para explicar sus extraordinarias dotes de luchador. En realidad, creo que Tuto consumió la energía de toda una vida en los treinta y tantos primeros años. Por eso murió tan joven, como una batería gastada. Bueno, no lo creo en realidad; pero me parece una imagen adecuada.

Mientras escribía esto he ido recordando anécdotas y anécdotas de Tuto; hay muchísimas, demasiadas para contarlas todas. Pero me gustaría añadir una más, porque creo que de algún modo define lo que era. Ocurrió a mediados de los 70, probablemente en el 74. Yo había heredado el coche de mi padre, un utilitario MG, parecido al Morris. Era una mierda de coche que no paraba de estropearse, hasta que un día se escacharró del todo, así que lo dejé abandonado en mi calle. La mecánica del coche era malísima, en efecto, pero el acabado interior era una maravilla; por ejemplo, tenía asientos de cuero, así que quité los dos delanteros y los subí a casa. También quité la palanca de cambios. El volante era una chulada, deportivo, de madera y acero; pero para quitarlo hacía falta una llave de tubo que yo no tenía, así que tuve que dejarlo allí.

Una tarde estaba en casa con unos amigos (entre ellos Samael), cuando llegó Tuto. Me dijo que había visto el coche y me preguntó por qué no me quedaba con el volante. Le contesté que había intentado quitarlo con una llave inglesa y con unas tenazas, pero no lo había conseguido. Entonces, él me miró con suficiencia, me pidió la caja de herramientas y bajó con ella a la calle. Y ahí nos quedamos los demás. Y pasó el tiempo, una hora, dos horas..., y Tuto no daba señales de vida. Finalmente, al cabo de unas tres hora, ya de noche, Tuto subió a casa y nos mostró el volante con una sonrisa triunfal. Estaba sudando, tenía las manos despellejadas y ensangrentadas, la camisa rota y había tardado casi tres horas, pero tras desmedidos esfuerzos había conseguido quitar el volante a base de pura fuerza bruta. Así era Tuto, mi personaje inolvidable: una fuerza de la naturaleza.

NOTA: Pese a que tengo fotografías de casi todos mi amigos, no he encontrado ninguna de Tuto. Quizá Samael pueda proporcionarme una. Entre tanto, he ilustrado esta entrada con fotos de Samael y este vuestro seguro servidor cuando teníamos veintipocos años, más o menos en la época en que éramos amigos de Tuto y tuvieron lugar la mayor parte de las anécdotas que os he contado.



Post Scriptum: Escribo esto el 4 de noviembre de 2013. Hace poco, un hijo de Tuto, Dámaso, descubrió este blog y este post y se puso en contacto conmigo. El pasado viernes, nos reunimos un grupo de viejos amigos de Tuto con Elena, su mujer, y sus dos hijos, Dámaso y Julio. A raíz de ese encuentro, conseguí alguna fotografías de Tuto. En la de arriba, tomada en 1981, podéis verle en primer término, a la derecha. Es el tipo con bigote que le está cortando la corbata al tipo con barba de la derecha (era una boda). Yo soy el que está detrás, con un vaso en la mano y unas entradas que anunciaban un futuro despejado. Abajo, Tuto más o menos por la misma época.

miércoles, noviembre 7

A José Mallorquí, mi padre, 40 años después



El 7 de noviembre de 1972, diecisiete meses después de la muerte de su esposa, Leonor del Corral, víctima del cáncer, mi padre, el escritor José Mallorquí Figuerola, nacido en Barcelona el 12 de febrero de 1913, se quitó la vida disparándose en la cabeza. Ocurrió de madrugada, en su dormitorio del piso 3º derecha del número 23 de la calle Españoleto de Madrid. Hoy se cumple el cuarenta aniversario de su muerte.


Hola, papá.

Hace cuarenta años que te fuiste, es increíble... Según y cómo lo mire, parece que fue ayer; pero desde otro punto de vista es como si hubiera transcurrido una eternidad. Recuerdo perfectamente aquel día, el día en que decidiste pulsar el botón de bajada en el autobús de la vida; recuerdo mi brusco despertar, con Mary diciéndome que te pasaba algo, recuerdo la carrera por el pasillo hasta irrumpir en tu habitación, recuerdo tu cuerpo sobre la cama ensangrentada, tan inmóvil, con la cabeza vuelta hacia un lado, recuerdo al practicante que a diario te inyectaba insulina diciendo, de pie junto a la puerta, “Pobrecito, pobrecito...” con el rostro compungido, recuerdo mi desconcierto, no entendía lo que pasaba. Hasta que vi la pistola en tu mano. Entonces todo encajó de repente, el súbito despertar, la preocupación de Mary, la sangre, tu inmovilidad, las lamentaciones del practicante, yo, el universo entero, todo se concentró en la pistola que empuñabas. Durante un instante infinito, ese arma, un Astra del calibre 9, se convirtió en un punto donde convergía toda la realidad, en un aleph, aunque más bien fue un omega.

Recuerdo el puñetazo que descargué contra la madera de la cama y recuerdo que musité: “Lo has hecho...”. ¿Entiendes?, no me pregunté por qué lo habías hecho; sencillamente constaté lo que parecía inevitable, el inexorable cumplimento de un mal augurio. Lo habías hecho. Recuerdo que salí de tu habitación, fui a la sala, me dejé caer sobre un sillón y me eché a llorar como un niño. Sí, recuerdo cada minuto de ese día; yo tenía diecinueve años y aquel siete de noviembre de 1972 mi vida se dio la vuelta como un calcetín.

Así que ya ves, papá, si lo contemplo de ese modo, tengo la sensación de que todo sucedió ayer. Sin embargo, cuando pienso en la cantidad de cosas que han ocurrido desde entonces, me siento aplastado por el paso del tiempo. Si no hubieras decidido quitarte de en medio al estilo far west, si aún vivieras, tendrías noventa y nueve años. No es una edad inverosímil en estos días, aunque supongo que habrías fallecido antes por causas naturales. Pero, si aún vivieras, ¿qué pensarías, qué harías?

Supongo que la muerte de Franco te habría inquietado, y no sé qué habrías opinado sobre la Transición, porque tus ideas políticas eran más bien raras. La caída de la Unión Soviética y el derrumbe del comunismo te habrían agradado, eso seguro. Te entristecería la pérdida de popularidad del western, el género que te hizo famoso, y la desaparición del tipo de radio que tú contribuiste a crear. Supongo que habrías vuelto a escribir literatura, pero no sé qué clase de literatura ni qué tal te habría ido. Sin duda, la actual situación de España te deprimiría; pero ¿a quién no?

La triste suerte de tu hijo Eduardo, que al final siguió tu último y peor ejemplo, te habría roto el corazón. Aunque, quién sabe, quizá si hubieras seguido vivo habrías podido ayudarle a reconducir su vida. No lo sé y nunca lo sabremos, ¿verdad? Tu hijo José Carlos también te preocuparía ahora, porque anda pachucho de salud. Y tus nietos... Conociste a Leonor, aunque sólo cuando era un bebé. Ahora es una adulta y te ha dado dos bisnietas. No conociste a Óscar y Pablo, mis hijos; pero te gustarían, tan altos, tan fuertes y tan llenos de vida. Pablo se parece mucho a mí.

Y, hablando de mí, ¿qué pensarías del tercero de tus hijos? Creo que nunca supiste muy bien cómo encajarme. Llegué muy tarde, trece años y medio después de José Carlos y diez después de Eduardo; fui el elemento discordante, un niño en una familia de adultos. Sé que me querías, por supuesto, y a veces podíamos conectar de un modo asombroso, pero no sabíamos tratarnos el uno al otro. Yo estaba empezando y tú acabando. Y luego llegó la enfermedad de mamá y, tres lamentables años después, su muerte. Y todo se fue a la mierda.

¿Alguna vez pensaste que, de entre tus hijos, sería yo quien seguiría tus pasos de escritor? Asististe a mis comienzos, leíste los primeros artículos que escribí para La Codorniz. Recuerdo lo que dijiste de uno de ellos: “Es inteligente”. Ese comentario me llenó de orgullo. Pero lo cierto es que nunca me alentaste a escribir (y no lo digo como reproche; me parece muy bien que no lo hicieras). Creo que en la familia existía el tácito acuerdo de que tu sucesor como novelista sería Eduardo. Pero, ¿sabes?, Eduardo nunca lo intentó en serio; sí lo hizo como guionista, pero no con la literatura. Y yo tampoco durante mucho tiempo, aunque la simiente estaba ahí, latente durante una década, a la espera de germinar. Y germinó.

No soy tan famoso como tú lo fuiste, ni he escrito tanto como tú, ni he vendido tantísimos libros como tú. Pero soy bastante conocido en ciertos círculos y me defiendo en esta extraña profesión que ambos elegimos. En general, y es una comparación que suele hacerse, me consideran digno sucesor tuyo. Creo que estarías orgulloso de mí, que te gustaría lo que escribo y cómo lo escribo. Aprendí mucho de tu estilo, lo reconozco. Durante un tiempo, hace muchos años, te habría preocupado mi forma de vida, aunque quizá no hubiese llevado esa vida si tú hubieses seguido vivo. ¿Te habría desconcertado mi trabajo como publicitario? No lo sé; a fin de cuentas, tú también tuviste contactos con la publicidad cuando trabajabas en la radio. Lo que sí sé, con entera seguridad, es que Pepa, mi mujer, te habría gustado y mucho. Es la clase de mujer que a ti te iba. Te habría gustado mi familia, sí; estarías satisfecho conmigo, y me alegro. Desde que soy un adulto he ido descubriendo poco a poco que comparto muchas aficiones e intereses contigo; habríamos podido charlar largo y tendido sobre cine, literatura, historia, antropología, viajes... Habría sido bonito.

Te he echado mucho de menos, papá; más que a mamá. Sé que no te gustaría oírme decir eso, pero es la verdad. Llevo cuarenta años echándote de menos, cuarenta años deseando haber podido hablar contigo una última vez para decirte algo muy sencillo: Perdón. Lo siento mucho; yo sólo era un crío estúpido, un inconsciente que no entendía lo que estaba pasando, un idiota que intentaba vivir una comedia en medio de un drama. Lo lamento muchísimo, papá, te lo digo de corazón; lamento todo lo malo que te hice, aunque creo que no fue mucho ni muy grave, y sobre todo lamento todo lo que no hice y pude hacer. Esa herida nunca ha cicatrizado del todo. Fui insensible, egoísta y miserable. Lo siento, lo siento infinitamente, de verdad...

Pero, ¿sabes?, han transcurrido cuatro décadas desde que te fuiste y ahora, mira por donde, resulta que tengo la misma edad que tenías tú cuando decidiste jugar a la ruleta rusa con todas las balas en el cargador. Ya somos iguales, ya hemos cubierto el mismo trecho del camino. Y hoy, de igual a igual, tengo algo que decirte:

Lo que hiciste, papá, fue una cabronada, no estuvo bien. Vale, José Carlos y Eduardo se habían casado, se suponía que ya estaban encauzando sus vidas. Pero ¿y yo qué? Tenía diecinueve puñeteros años, joder, mi madre había muerto hacía poco, estaba hecho un lío, ¿y a ti lo único que se te ocurre es pegarte un tiro? Eso estuvo mal, ¿sabes?, eso fue desertar de una obligación que habías contraído el mismísimo día en que yo nací. Pasaste de mí, me dejaste solo. ¿Has leído La carretera, de Cormac McCarthy? Pues al final, tú no fuiste la clase de padre que describe esa novela.

¿No te paraste a pensar, ni por un instante, que al pegarte un tiro en tu dormitorio, en la casa que compartíamos, yo, tu hijo de diecinueve años, vería tu cadáver al día siguiente? ¿Sabes lo que es llevar en la mente la imagen de tu padre muerto sobre un charco de sangre? No, no tienes ni idea. Nadie que no haya pasado por algo semejante sabe hasta qué punto puede grabarse una imagen en la cabeza. Ese recuerdo te lo debo, papá; me lo diste tú. ¿Y tampoco te paraste a pensar en el sentimiento de culpa que ibas a descargar sobre mis hombros? ¿Tanto te fallé, tan insignificante era yo en tu vida?

Dicen que el suicidio es una forma de cobardía. No estoy de acuerdo; hace falta mucho valor para pegarse un tiro. Lo que sí creo es que a veces el suicidio es una manifestación de egoísmo. Y creo que tú fuiste egoísta, papá; que no tuviste en cuenta a los demás. Ahora que soy padre, puedo asegurarte que yo sería incapaz de hacerle a mis hijos lo que tú me hiciste a mí. Estuvo mal, papá; muy mal.

¿Sabes algo curioso? Nunca antes había pensado así. Durante cuarenta años te consideré una víctima sin la menor culpa, pero ahora, de repente, al escribir esto, me doy cuenta de que no es cierto. Claro que eres culpable, igual que lo soy yo en otro sentido; ninguno de los dos estuvo a la altura de las circunstancias. Lo que pasa es que el suicidio es algo tan dramático, tan estremecedor, tan monolítico, tan cargado de emoción, que anula cualquier otro razonamiento. Por eso llevo cuarenta años arrastrando un sentimiento de culpa que, ahora me doy cuenta, sin duda era excesivo.

Al final de tu brevísima nota de suicidio escribiste: “Perdón”. Y te perdono, claro que te perdono, igual que sé que tú me perdonarías a mí. Por eso quiero olvidar el triste final y recordar sólo los mejores momentos; tus éxitos, tu sentido del humor, tu generosidad, tu bondad, tu talento, tu amor a mamá, tus viajes, tu afición a la comida, tu pésima forma de conducir, tus fotografías, tu curiosidad, tu timidez, tu cariño, tu portentosa humanidad... Así te quiero recordar, como la maravillosa persona que eras.

Adiós, papá; feliz cumplemuerte, si me permites usar el humor negro que tanto te gustaba. Siempre te he querido y siempre te querré.

César

Hace años, publiqué una semblanza de mi padre en La Novela Popular en España (Ediciones Robel, 2000). Si quieres leerla, puedes hacerlo pinchando AQUÍ.

martes, octubre 30

Viejos mitos


Los merodeadores más veteranos ya sabéis lo mucho que me gusta Halloween. No lo celebro, ni me disfrazo, ni hago nada especial, pero me gusta que exista. Básicamente, porque le encanta a los niños, y porque va de monstruos y de terror, y porque es la única fiesta abiertamente pagana que se celebra en todas partes.

¿Sabíais que “pagano” viene del latín pagus, que significa “aldea”? Halloween (contracción de All Hallows' Eve, Víspera de Todos los Santos en inglés antiguo) tiene un origen campesino: proviene de la festividad celta de Samhain, el fin del verano y de la cosecha. En Samhain, el mundo de los vivos y el de los muertos se comunicaban. y, al caer la noche, espíritus malévolos acechaban a los mortales para devorarlos. Por eso, para calmar el hambre de tan terribles espectros, se dejaba un plato de comida fuera de casa. Y por eso ahora, en Halloween, los niños se disfrazan de monstruos y van de casa en casa pidiendo comida/chucherías.

Los antropólogos dicen que en la mayor parte de Europa hubo dos grandes tsunamis históricos que borraron casi todo rastro de las culturas anteriores: el Imperio Romano y el cristianismo. Ahora bien, los procesos de romanización y cristianización fueron mucho más rápidos y efectivos en las ciudades que en el campo. En las zonas rurales siguieron practicándose los viejos ritos, a veces mezclados con los nuevos, durante muchísimo tiempo. Por ejemplo, en el siglo XIV hubo un edicto papal contra los que veneraban a las piedras (a los megalitos). Es decir, que mil años después de instaurarse el cristianismo, aún había gente en el campo que practicaba ritos neolíticos. De hecho, siguieron practicándose, de una forma u otra, hasta bien entrado el siglo XX. Por eso “pagano” y “aldeano” eran casi sinónimos.

Durante el último siglo, nuevos tsunamis se extendieron por Europa (y el mundo en general) arrasando lo que quedaba de la cultura campesina: la radio, la televisión y ahora Internet. Los efectos homogenizadores de los medios de comunicación de masas, unidos a la escolarización masiva y la migración a las ciudades, han sido letales para el mundo rural.

Cuando yo era adolescente, allá por los 60, había un conocido musicólogo y cantante especializado en el folclore rural: Joaquín Díaz (de hecho, sigue en activo). Díaz iba de pueblo en pueblo, pidiéndole a los ancianos que le cantaran viejas canciones tradicionales para grabarlas y conservarlas. Recuerdo que ya entonces, Díaz comentaba que ese patrimonio de música popular estaba en peligro de extinción, que con cada anciano que fallecía se perdía una parte de la memoria tradicional. Pero eso viene de mucho más lejos. A finales del siglo XIX, Yeats escribió El crepúsculo celta, donde registraba tradiciones, mitos y leyendas de la Irlanda rural. Lo hizo porque ese mundo se estaba perdiendo y quería conservarlo, aunque sólo fuese como recuerdo.

La revolución industrial inició el masivo éxodo del campo a las ciudades; las zonas rurales se despoblaron y empobrecieron. Por señalar una frontera, podríamos decir que la Segunda Guerra Mundial marcó el final de un mundo y el nacimiento de otro distinto. Fue una brecha, una cicatriz en la historia, un cambio sin precedentes. Aunque no instantáneo, claro. Cuando yo era niño aún había en España zonas que conservaban más o menos intacta la cultura rural, pero eran comunidades al borde de la extinción que, de hecho, ya no existen.

Y no es que me parezca mal, por supuesto. El antiguo mundo rural estaba dominado por la incultura y la superstición, con unas condiciones de vida durísimas y una extrema pobreza. Superar todo eso fue un avance, no un retroceso. Pero no en todos los sentidos; perdimos algo e intentamos sustituirlo por otra cosa que no ha funcionado.

Las sociedades rurales estaban muy cohesionadas; la gente sentía un intensa pertenencia a la tierra y establecía fuertes lazos con su comunidad. En ese sentido había cierta sensación de seguridad y protección. Aunque estaban las calamidades externas, claro; las malas cosechas, los desastres naturales, los accidentes, las guerras y las enfermedades. El mundo, más allá de la aldea, era oscuro e inquietante. Para enfrentarse a eso, el antiguo campesino desarrolló a lo largo de los milenios una mitología que le servía para enfrentarse a lo desconocido, para explicarlo y, supuestamente, para controlarlo hasta cierto punto (por ejemplo, los esconjuraderos de los que hablé hace poco).

Era una mitología falsa, como todas las mitologías, pero proporcionaba seguridad. Te decía cuál era tu papel en el mundo, por qué ocurrían las cosas, y lo que tenías que hacer y no hacer. Ese conjunto de mitos y tradiciones, vinculados a la comunidad mediante ritos y fiestas, era como una manta que te arropaba y protegía frente a lo desconocido y, en última instancia, te consolaba de las desgracias.

Eso lo perdimos, junto con la inocencia, cuando dejamos atrás la cultura rural. Rompimos los lazos con la tierra y nos pusimos al servicio de las empresas que nos daban empleo. Al sumergirnos en la muchedumbre de las ciudades, los vínculos con la comunidad se difuminaron hasta desaparecer. Ni siquiera conocemos a nuestros vecinos. Sin comunidad no hay compromiso de mutua ayuda, así que establecimos un pacto con el Estado: nosotros cumplimos con nuestras obligaciones y, a cambio, el poder, un poder ciego e impersonal, nos protege.

Dejamos de creer en las hadas, las brujas y los demonios, así que inventamos nuevas mitologías. Mitologías políticas, mitologías capitalistas, mitologías sociales, mitologías de progreso y justicia, mitologías de los mass media, mitologías de la democracia y la libertad. Todo eso nos ayudaba a entender el mundo y a saber cuál era nuestro papel en él. Nos proporcionaba seguridad y cobijo. Nos consolaba en la desgracia.

Pero de pronto, eso falla. Tu pacto con el poder se quiebra y los mitos que has construido se derrumban uno tras otro. ¿Con quién puedes contar? ¿Con tus amigos de Facebook? ¿Con las hadas? Y entonces descubres que lo único que has hecho es cambiar una mentira por otra mentira, que no hay nada a lo que agarrarte, ni comunidad, ni compromiso, ni justicia, ni futuro.

Nuestra única certeza es que estamos solos y perdidos.

En el folclore tradicional (los cuentos de hadas, por ejemplo), el bosque simboliza lo desconocido, lo salvaje, la oscuridad donde habitan las entidades sobrenaturales y los lobos. El bosque es lo contrario de la aldea. Pues bien, ahora estamos en el bosque, de noche, y si cerramos los ojos seguro que podemos oír a los lobos.

Vale, ¿a qué viene este mal rollo? Pues a que se acerca Halloween, la fiesta del terror. Así que... temblemos.

Feliz Halloween, amigos; feliz Samhain.



miércoles, octubre 24

Big-Brother.com


Uno de los grandes mitos de Internet es el “todo gratis”, la patológica reluctancia de los internautas (menuda palabreja estúpida) a pagar por casi cualquier producto o servicio que pueda obtenerse en la Red. Y digo “casi”, porque todos los usuarios abonan religiosamente su cuota a las compañías telefónicas, que tienen en su mano la contundente potestad de desconectar al moroso, algo que hasta los más reacios a aflojar la mosca entienden perfectamente. Más allá de eso, gran parte de los usuarios consideran que Internet es una especie de cornucopia de la abundancia, una paraíso anárquico donde cualquiera puede hacer o tomar lo que le venga en gana sin soltar un céntimo. Es como comprar un coche y presuponer que la gasolina, el aceite y el líquido de frenos saldrán gratis de por vida.


¿Y por qué no? A fin de cuentas, es lo que hay. No cuesta nada hacerse un perfil en Facebook o Twiter, igual que es gratis colgar un blog o diseñar una página web. Si nos paramos a pensarlo, los servicios gratuitos que funcionan en la Red son aquellos cuyos contenidos están generados por los propios usuarios. O bien aquellos que distribuyen por el morro productos que no son suyos, pero eso es otra historia.

Hay otro mito derivado del “todo gratis”: Al no haber intereses económicos en juego, los mensajes y contenidos que se propagan por los medios sociales son siempre sinceros y honrados, de persona a persona. Debo reconocer que cuando me encuentro con los angélicos entusiastas de la purísima Arcadia Digital siento una mezcla de piedad e indignación. ¿De verdad se creen eso? Probablemente sí, porque lo de informarse, profundizar y reflexionar no es una costumbre muy extendida. Así que la Red es la auténtica democracia, ¿eh?; un territorio hecho por y para los usuarios, un universo totalmente ajeno a los intereses y manejos del vil Mercado, ¿verdad?

¡Ja!

Repito por triplicado: ¡Ja, ja, ja! Que es como decir: Ay que me descojono. Salvo por el hecho de que no tiene ni pizca de gracia. Dicen que el mayor poder del Diablo es conseguir que las personas no crean en su existencia. Pues lo mismo pasa con la Red: que muchos piensan que allí no pueden entrar los demonios. Y así, con toda facilidad, llegan los demonios y les poseen.

Veréis, hace tiempo descubrí una cosa extraña: cuando entraba en ciertas páginas web, siempre aparecía publicidad de la Casa del Libro en la que, invariablemente, se anunciaban mis propias novelas. ¿Sorprendente? No, en absoluto; era publicidad específicamente diseñada para mí.

Ahora quien os habla es el ex-publicitario. En la publicidad clásica, es fundamental conocer y definir al grupo de consumidores a quienes va dirigido el producto que se va a anunciar. Se lo denomina target group; o, traducido al cristiano: “grupo objetivo”, aunque sería mejor la versión literal: grupo-diana. Para que me entendáis, los anuncios no van dirigidos a todo el mundo, sino a aquellos consumidores que, por una u otra razón, son mejores candidatos a adquirir el producto en cuestión. Por ejemplo, el target group de un Porsche será: hombres de clase muy alta, de entre 30 y 45 años, residentes en ciudades, con formación universitaria y que trabajan en puestos directivos o por cuenta propia. Esto me lo acabo de inventar, pero no creo que el target de Porsche ande muy lejos de lo que acabo de exponer.

Como podéis ver, se trata de una definición del grupo muy general. Se podría pormenorizar un poco más, pero no demasiado, porque la base de esta clase de análisis es estadística. Vamos a ver: ¿Por qué hombres? ¿Es que ninguna mujer se va a comprar un Porsche? Claro que sí, pero estadísticamente los que compran coches deportivos son varones, y a la vieja publicidad no le compensa tener en cuenta al escaso porcentaje de mujeres que también están dispuestas a hacerlo. Todo en la publicidad clásica se rige por la estadística y la ley de los grandes números.

En cualquier caso, está claro que cuanto mejor conozcas y mejor definas a tu grupo objetivo, más eficaz será tu publicidad. Y no te digo nada si consigues hacer publicidad para personas en concreto en vez de publicidad para grandes grupos. Publicidad a la carta, por así decirlo: publicidad dirigida, no a hombres de clase media, jóvenes, urbanitas, etc., sino publicidad para Pepe Pérez o para María López. Hasta hace muy poco, eso era imposible. Pero ahora, gracias a la bendita Arcadia Digital, ya se puede hacer. Y se hace.

Voy a deciros algo que no tiene nada de mito: Todo cuanto hacéis en Internet, las páginas que visitáis, los artículos que compráis, los temas que os interesan, las búsquedas, los datos que aportáis en las redes sociales, todo, absolutamente todo, es registrado, procesado y, eventualmente, comercializado. No existe el secreto en la Red, no existe la intimidad. Y quien ignore esto, es presa fácil del marketing. Por ejemplo, actualmente se han desarrollado, entre otras, unas técnicas llamadas Data mining, Microtargeting y Buzz monitoring. ¿No las conocéis? Pues ellas sí que os conocen a vosotros.

Data mining significa “minería de datos”. Básicamente consiste en buscar –mediante sistemas informáticos del tipo “redes neuronales”- patrones en grandes y aparentemente caóticos conjuntos de datos (por ejemplo, los obtenidos en Internet). Esto, aplicado al marketing, permite descubrir tendencias y, también, trazar perfiles de los consumidores relacionados con esas tendencias.

El Microtargeting se utiliza mucho en propaganda política, pero cada vez se emplea más en el mundo comercial. Se trata de un sistema con base estadística que (copio literalmente) “permite una segmentación avanzada del mercado a nivel individual, respondiendo a las preguntas básicas del marketing: ¿Qué personas quieren lo que ofrezco? ¿Dónde las encuentro? ¿Cómo las convenzo?”. La palabra clave es “individual”. Ya no se trata, como antes, de estudiar y convencer de lo que sea a grandes y más bien nebulosos grupos humanos; ahora, gracias al Paraíso Digital, es posible estudiar, definir y manipular a grupos minúsculos de la población, y llegar a ellos con mensajes individualizados.

El Buzz monitoring consiste en “detectar, rastrear y establecer el seguimiento de las conversaciones que se llevan a cabo en la Red respecto a un tema relevante. La técnica se basa en robots que rastrean blogs, foros y el resto de formas que toma la Web social con el fin de medir las tendencias y los rumores que corren por Internet respecto aquello que interese analizar”.

Conviene señalar que todos estos procesos se ejecutan mediante sistemas informáticos, con el sensible ahorro de tiempo, esfuerzo y dinero que eso supone. Antes, para conseguir algo semejante (si es que podía conseguirse), hubiera hecho falta el trabajo conjunto de miles de personas, lo que lo hacía inviable económicamente. Pero ahora con unos cuantos ordenadores, un par de técnicos y los programas adecuados, ahí lo tienes, barato y rápido. El kit del perfecto Gran Hermano.

¿Me he puesto coñazo con todo este rollo? Vale, pues voy a intentar sintetizarlo. Lo que pretendo decirte es que ahora los malos, los que quieren manipularte, se enteran de todo lo que haces y eres a través de tu vida en Internet. Además, descubren en ti patrones de comportamiento que ni tú mismo conoces, y los utilizan para dirigirse a ti con mensajes diseñados específicamente para ti, expuestos de la forma más adecuada para tu personalidad, con el inquebrantable propósito de comerte el coco.

Y llegados a este punto, un mensaje del patrocinador de este blog: Si eres de los que se creen inmunes a la publicidad y el marketing, te sugiero que hagas lo siguiente: 1. Deja de leer esta entrada. 2. Fabrícate una capa roja. 3. Ponte la capa y unos calzoncillos por encima del pantalón. 4. Abre una ventana y arrójate al vacío. Porque, quién sabe, a lo mejor también resulta que lo único que puede dañarte es la kriptonita. (Estoy siendo sarcástico; que nadie intente hacer lo que acabo de decir, salvo que viva en un bajo).

Y es que, veréis, ya no estamos hablando de anuncios que tú sabes que son anuncios, porque tienen pinta de anuncios y están en espacios destinados a los anuncios. Cuando tienes la certeza de que algo es publicidad, puedes defenderte, puedes alzar barreras y escudos. Pero ¿qué pasa cuando no sabes que se trata de publicidad, porque esa publicidad parece otra cosa? ¿Cómo defenderte de algo que ni siquiera sabes que está ahí?

Pongamos un ejemplo básico: una simple búsqueda con Google. Como sabéis, ese buscador prioriza las respuestas según una serie de algoritmos para que aparezcan en primer lugar las páginas más relevantes. Esa fue en gran medida la razón de su éxito. Por otra parte, el 90% de los usuarios no pasa de la primera página, concentrándose sobre todo en los tres primeros resultados. De ello se deduce la tremenda importancia de estar bien situado en las búsquedas. Pues bien, ningún problema para el marketing, porque existen diversas estrategias, como SEO y SEM, para forzar primeras posiciones en las búsquedas, aunque las páginas carezcan de interés. ¿Te fías de Google? No deberías.

¿Y qué me dices de los debates en chats, foros y redes sociales? No hay nada más puro y honesto, ¿verdad? Personas hablando libremente entre sí, sin intereses ni manipulaciones. Salvo que en esos libérrimos intercambios de ideas intervenga algún Community Manager pagado por alguna organización (empresas, partidos políticos, instituciones religiosas, etc.) para que manipule y dirija esas charlas con fines que no tienen nada de puros y honestos. Pero, ¿es muy común esa práctica? Os daré un dato: este año de crisis y paro, la profesión más demandada es la de Community Manager.

Y luego están los blogers con miles de seguidores. Como no cobran, sus comentarios y opiniones deben de ser, lógicamente, honestos y sinceros. A menos, por supuesto, que al bloger le hayan pagado por defender (o atacar) determinadas marcas o ideas. O puede que en su popular blog haya un link que lleve a cierta web o a un video de Youtube, un link que está ahí porque alguien ha soltado la pasta para que esté ahí, no por libre elección del bloguero (cuya libertad se ha limitado a extender la mano y coger los 300 euracos que le han soltado por poner ese enlace).

¿Y los Influencers? Se trata de gente con muchos seguidores en Internet. Pueden ser blogers, o famosos (deportistas, actores, periodistas...) que se mueven por las redes sociales, gente con gran capacidad de influencia sobre sus seguidores. La empresas tienen estrategias para fidelizarlos (o directamente comprarlos) con el objetivo de que hablen bien de sus productos.

También tenemos esas webs temáticas donde la gente, los usuarios, opinan sobre ciertos servicios, como hoteles o restaurantes. Opiniones honestas y sinceras de las que uno se puede fiar, ¿no es cierto? Aunque puede ser que alguien contrate los servicios de una empresa de marketing digital para que llene esas webs de opiniones adversas hacia algún rival. Ha ocurrido y sigue ocurriendo.

Internet es una maravilla en muchos sentidos, pero no el paraíso digital que algunos proclaman. En realidad, se trata de una prolongación de la vida, y en la vida coexiste lo bueno con lo malo (aunque en mayor proporción lo segundo que lo primero). El marketing digital ha experimentado un crecimiento increíble. Pero, atención, aún está en la edad de piedra, por así decirlo. Dentro de diez años, las técnicas que acabo de comentar serán pura arqueología, porque los procesos se habrán sofisticado hasta un punto que no podemos ni imaginar.

Y conviene recordar que hay algo especialmente perverso en el marketing digital: se oculta, se disfraza, no muestra lo que es. Y eso multiplica su eficacia. Además, en comparación con la publicidad clásica, resulta relativamente barato. Es la democratización del Gran Hermano.

Facebook, Google, Twiter o Linkedin no cobran por sus servicios. Por tanto, no se les puede exigir nada. Pero sus dueños no son almas de la caridad, no son buenos samaritanos que desean colmaros de favores sin pedir nada a cambio. Sus dueños, sus accionistas, quieren pasta, rentabilizar el invento. Y la conseguirán de cualquier manera; por ejemplo, vendiendo al mejor postor los cuantiosos datos que poseen sobre vosotros, o controlando y sesgando los mensajes que corren por la Red.

Internet no es democrático, no es el paraíso de los usuarios; lo parece, pero es un espejismo que conduce al engaño. El “gratis total” suena muy bonito; tan bonito como cuando se te aparece el Diablo y te ofrece el oro y el moro a cambio de algo tan nimio como tu alma. En realidad es lo mismo, sólo que en Internet los demonios parecen ángeles.