jueves, septiembre 21

¡Prended piras, alzad patíbulos, construid paredones!

 

 
          Hay un espectáculo que, cuando lo veo en TV, me desconcierta y me inquieta. Vamos, que me acojona. Se produce cuando, tras su detención, un presunto delincuente -o delincuente a secas- es trasladado por la policía de un lugar a otro (por ejemplo, de la cárcel al juzgado o viceversa). Entonces, sistemáticamente, sucede algo.

          Me apresuro a aclarar que el delito cometido por el sujeto en cuestión debe ser lo suficientemente notorio como para justificar que aparezca en los medios de comunicación. Puede tratarse de un político corrupto, de un estafador o de un asesino, da igual. Lo importante es que la gente sabe quién es y lo que presuntamente ha hecho.

          El caso es que el reo sale custodiado por un par de agentes y recorre los escasos metros que le separan del furgón policial. Puede tardar, no sé, diez o quince segundos como mucho. Pero, atención, al fondo hay un grupo más o menos numeroso de personas que, en cuanto ven aparecer al delincuente, prorrumpen en gritos e insultos. Algunos parecen echar espumarajos por la boca. Eso es lo que me da miedo; esa gente.

          De entrada, ¿qué hacen ahí, por qué han ido? Vale, puede que algunos sean los estafados o, en caso de asesinato, parientes y amigos de la víctima. Eso lo comprendo, es una reacción humana. Pero ¿y el resto? Es gente que no ha sufrido los delitos del reo, pero sin embargo se han molestado en ir allí y esperar durante no sé cuánto tiempo sólo para poder increpar al detenido durante unos pocos segundos . ¿Por qué, qué pretenden conseguir con eso?

          A veces me pregunto qué pasaría si la policía se fuera y dejara al reo en manos de esas personas. Aunque la respuesta es evidente: siempre ha habido linchamientos.

          Es curioso eso de la psicología de grupo; actuamos de forma diferente dependiendo de si estamos solos o formamos parte de una masa. De entrada, la responsabilidad individual se diluye. Hay cosas que una persona jamás haría estando sola –como matar o violar-, pero que sí sería capaz de hacer estando en grupo. Porque en grupo lo único que haces es seguir la corriente, comportarte como se comportan los demás. Y la responsabilidad se reparte entre todos los miembros de la turba hasta que resulta tan pequeña que ni siquiera se percibe.

Además, la inteligencia media del grupo disminuye; se va a hacer puñetas junto al sentido crítico y la capacidad de enhebrar pensamientos mínimamente complejos. Según Terry Pratchett,  “La inteligencia de una turba viene dada por el coeficiente intelectual de su miembro más tonto dividido por el número de miembros”. Se diría que cuando estamos en grupo, zarandeados por alguna emoción primaria, nos convertimos en bestias reptilianas, ciegas, agresivas y estúpidas.

          Esta clase de reflexiones me rondan la cabeza cuando contemplo las redes sociales. En Facebook, por ejemplo, cada poco se montan partidas de linchamiento, por el motivo que sea. ¿Que un político al que sabíamos corrupto es aún más corrupto de lo que sabíamos? ¡A la hoguera con él! ¿Que un aspirante a escritor hace un chiste tonto sobre un atentado? ¡Colgadle de los pulgares! ¿Que una cartelista plagia un ilustración ajena? ¡Llevadla a la horca! ¿Que una escritora hace un comentario supuestamente inoportuno sobre los LGTBI? ¡Ponedla frente a un paredón! ¿Que al programa de un presentador particularmente insufrible le dan un premio? ¡Empaladlo! Por doquier surgen grupos llenos de comentarios justamente indignados, ardientes debates cada vez más exaltados, voces que exigen reparaciones y venganza.

          En fin, es cierto, muchas de las cosas que critican están realmente mal. No es bonito robar, ni plagiar, ni hacer chistes inoportunos con los muertos. Pero ¿tiene sentido tanta ordalía, tanto alboroto? De acuerdo, reprobémoslo; pero sin pasarnos. Porque lo que ocurre es que alguien denuncia algo y comienza a recibir comentarios al respecto, por lo general adhesiones. Al poco ya está todo dicho; pero la gente quiere participar, así que no dice nada distinto, sino más fuerte. Y el tono sube y sube, hasta que ya casi puedes ver las horcas y las antorchas.
 
 

          Luego, alcanzado el zénit, el incendio se disuelve rápidamente en cenizas y, hala, a esperar la siguiente partida de linchamiento. Por fortuna, las turbas digitales son mucho menos cruentas que las analógicas. La atención que concitan dura poco y, además, no hay nada más veloz en Internet que el olvido.

          ¿Por qué actuamos así? ¿Por qué nos adherimos a grupos y llegamos a formar turbas? Creo que para sentirnos bien con nosotros mismos. Al clamar contra una injusticia, sea del tipo que sea, sabemos que estamos en el lado correcto, que somos los buenos. Nos sentimos, además, amparados por el grupo, que nos cobija, que nos reafirma, que nos defiende. Y no tenemos que estrujarnos mucho el coco, porque la bestia reptiliana piensa por nosotros.

          Por eso me dan miedo las turbas justicieras, o las manifestaciones pancarteras, o cualquier agrupación humana movida por consignas (incluyendo, casi, a las cabalgatas de Reyes). Con las masas no se puede razonar; las masas no piensan: actúan, por lo general de forma imprevisible y agresiva. Y, con frecuencia, dirigidas por unos u otros intereses. No me gustan las masas; no son de fiar.