viernes, septiembre 30

Dos noticias


A veces, como ocurre en este caso, escribo o digo algo que sé positivamente que será malinterpretado. Suele tratarse de temas sensibles sobre los que sólo se admite una opinión, la políticamente correcta, y no se acepta la menor matización. Por eso, cuando intento dar otro punto de vista sobre lo monolítico, suelo encontrarme con un rechazo frontal y, a mi modo de ver, poco meditado. Hoy mismo, por ejemplo, me ha ocurrido con Pepa, mi mujer. Esta mañana, en la radio, había dos noticias sobre violencia doméstica y de género. Ayer, un hombre entró en una iglesia de Madrid con una pistola, disparó y asesinó a una mujer embarazada, hirió a otra y luego se suicidó. Pepa, con toda razón, se ha puesto a despotricar contra ese hijo de puta y a echar pestes de que las cifras de asesinatos machistas sigan siendo tan altas.



Entonces, iluso de mí, se me ha ocurrido decir que eso es inevitable. Si un hombre está dispuesto a morir con tal de matar a una mujer, ese cabronazo es imparable, no hay dios que le pueda impedir cometer ese crimen. Porque lo difícil es matar y salir impune, pero si estás dispuesto a palmarla... bueno, ahí tenéis a los islámicos pilotos del 11-S. Nada más expresar mi opinión, Pepa se ha cabreado conmigo y me ha espetado que, entonces, según yo, como el asunto no podía solucionarse totalmente, no había que hacer nada.


Vaya, yo no había dicho eso. Claro que hay que hacer todo lo posible para prevenir los crímenes machistas, pero teniendo claro que jamás podrán evitarse del todo (del mismo modo que es imposible reducir a cero los accidentes de tráfico). Ahora bien –y aquí viene el matiz que me condena al infierno-, creo que, dentro de la violencia doméstica, se le da una excesiva relevancia a la violencia machista en detrimento de otro tipo de violencia que a mí se me antoja aún más grave: la que se ejerce contra los niños. ¿Y sabéis por qué? Porque las mujeres tienen voz, pero los niños no. Las mujeres pueden organizarse, hacerse oír, reclamar sus justos derechos, acudir a los medios de comunicación, presionar a la administración. Pero los niños no. Un niño maltratado es el ser más indefenso, patético y solitario del mundo, mil veces más que cualquier mujer. Y sin embargo, el maltrato infantil está mucho menos presente en el debate social que la violencia machista.


¿Por qué he sacado el tema de los niños? Porque la segunda noticia de la radio hablaba de una mujer que, en Jaén, había ahogado en la bañera a sus dos hijos de 3 y 11 años. El niño mayor telefoneó a su padre pidiéndole auxilio; el hombre estaba internado en un hospital por un accidente y avisó inmediatamente a la policía, pero cuando los servicios de socorro llegaron los niños ya estaban muertos. Es curioso, hace unos años Pepa y yo escuchamos una noticia prácticamente idéntica; otra mujer, creo que en Canarias, había ahogado a sus dos hijos en una bañera. Pepa dijo: “Pobre mujer; qué infierno debería de estar pasando para hacer algo así”. Entonces el que se cabreó fui yo. “¿Cómo que pobre mujer?”, dije. “Pobres niños, coño; esa mujer está loca o es una hija de puta, y en cualquier caso es una madre de mierda”. Pepa acabó dándome la razón, pero su actitud inicial fue muy significativa y se corresponde con la forma en que la sociedad reacciona ante esos casos. Por un lado, la madre asesina se contempla como una pobre persona arrastrada por las circunstancias (una víctima en el fondo), mientras que el macho es siempre culpable, sin matices. Por otro lado, de dos noticias simultáneas que hablaban de crímenes, Pepa sólo comentó la de la pobre mujer asesinada por un hombre, pero no dijo nada de los dos pobres niños asesinados por su madre. Porque Pepa, como gran parte de la sociedad, tiende a considerar a las mujeres inocentes por naturaleza, incluso más allá de las evidencias.


Es la ley del péndulo. Cuando un colectivo sojuzgado recupera sus derechos, tiende a llevar las cosas hacia el extremo opuesto. Lo mismo ocurrió y ocurre con los homosexuales. Antes, con toda injusticia, eran víctimas de escarnio y persecución, hoy todos son encantadores, sensibles e inocentes de todo mal. Cuando se estrenó El silencio de los corderos, los colectivos de homosexuales montaron una campaña en contra de la película, porque el malo era gay. No sé, creo que eso es llevar las cosas demasiado lejos. ¿O es que los villanos de las películas sólo pueden ser hombres heterosexuales? En el caso del feminismo sucede algo parecido. Escucho hablar a algunas feministas radicales y siento que mis apreciados testículos corren peligro. Y sin llevar las cosas a los extremos, creo que, por ejemplo, el hecho de que en los divorcios se otorgue automáticamente la custodia de los hijos a la madre, es aberrante e injusto.


En cualquier caso, estoy absolutamente a favor de los derechos de los homosexuales y del feminismo, aunque se pasen tres pueblos, porque han estado oprimidos y merecen nuestro apoyo. Los excesos ya se corregirán a medida que su situación se normalice. Ahora bien, estoy a favor de todo eso salvo en el caso de que se creen nuevas víctimas; muy en particular si esas víctimas son niños. Y eso, por desgracia, es lo que está ocurriendo.


¿Cuántas víctimas de violencia de género llevamos en lo que va de año? 68 mujeres. Es un dato muy fácil de encontrar; tecleas la pregunta en Google y das con la respuesta en las primeras páginas que aparecen. Además, es un dato que los medios de comunicación suelen aportar después de cada crimen machista.


¿Cuántos niños han muerto a causa de la violencia doméstica? Ni puta idea. Lo he buscado en Internet y no lo encuentro por ningún lado. Estará, seguro, pero desde luego no aparece en las primeras páginas. De hecho, no es fácil encontrar estadísticas sobre el maltrato infantil. Las hay, pero muchas veces contradictorias y siempre nebulosas, entre otras cosas porque se estima que los casos de maltrato infantil conocidos son menos del veinte por ciento del total. En efecto, las estadísticas, incluso las oficiales, son un tanto vagas. Por ejemplo, no mencionan el sexo del agresor. ¿Sabéis por qué? Pues porque los resultados contradicen el modelo políticamente correcto, chocan con la imagen estereotipada que tenemos acerca de esa cuestión, de quiénes son los malos y quiénes son los buenos.


En efecto, los colectivos feministas se cuidan mucho de no entrar en el terreno del maltrato infantil, de oscurecerlo, de apartarlo a un lado. Y los devotos de lo políticamente correcto les siguen el juego. Porque los datos, las frías estadísticas, lesionan sus intereses. Y eso sí que lo critico, me parece una vergüenza, porque quienes sufren las consecuencias son los más inocentes y desvalidos. ¿Cuáles son esos datos incómodos?


Según estadísticas de Save the Childrens, que coinciden con los datos de la Policía Nacional y los de un estudio de la Universidad de Valencia, el 52,5 % de los maltratadores infantiles en el seno doméstico son las madres, frente a un 36 % de padres. Sorprendente, ¿verdad?


¿Quiere eso decir que las madres son más malas que los padres? ¿Que las mujeres son pérfidas por naturaleza? No, para nada. En realidad, la explicación es muy sencilla y evidente. Quienes tienen más posibilidades de maltratar a los niños son quienes más tiempo pasan con ellos, que en nuestra machista sociedad suelen ser las mujeres. Dicho de otra forma: no es cuestión de bondad o maldad intrínseca al género, sino de oportunidad. Estoy seguro de que si los hombres se ocuparan de sus hijos tanto como las mujeres, las estadísticas se equilibrarían. Pero los hechos son los hechos, por mucho que puedan molestar, y lo que ponen de relieve es que el maltrato infantil doméstico no es cuestión de género. A una mujer no se le puede suponer bondad por el mero hecho de ser mujer, igual que no se puede prejuzgar la maldad de un hombre sólo por ser hombre. Hay padres buenos y madres horribles, y viceversa. La mujeres pueden ser unas santas o unas cabronas, igual que los hombres. Entre los homosexuales encontraremos gente encantadora y arpías insufribles, igual que entre los negros, los emigrantes, los judíos, los árabes, los peluqueros o los sexadores de pollos. Podemos dividir la humanidad en cuantos grupos y conjuntos se nos ocurran, pero lo que quedará al final serán personas, seres humanos, con todo lo que eso tiene de bueno y todo lo que tiene de malo.


Hoy, en Occidente, en nuestro país, el paradigma políticamente correcto consiste en considerar a la mujer como inocente por naturaleza, y como víctima en muchos casos (algo que suele ser cierto con excesiva frecuencia). Sin embargo, las estadísticas revelan que las mujeres también pueden ser verdugos. La violencia contra las mujeres es real y terrible, y debemos luchar contra ella. Pero la violencia contra los niños es aún peor, porque cuando maltratas a un niño no sólo torturas a un ser indefenso, sino que también estás aniquilando al adulto que llegará a ser. Además, es frecuente que el maltratado, cuando tiene hijos, reproduzca los comportamientos adquiridos, convirtiéndose a su vez en maltratador. Esa clase de violencia se transmite como una herencia maldita.


El problema es que, estadísticamente, hay más maltratadoras que maltratadores domésticos, y eso es incómodo. Así que se oscurecen las estadísticas y, sobre todo, se excluye el problema del debate. Es como mirar para otro lado y simular que no sucede nada. Pero eso tiene consecuencias. Por ejemplo, la Ley Integral sobre la Violencia de Género ha generado recursos y apoyo para las mujeres maltratadas, pero se ha olvidado por completo de sus hijos. Según Save the Childrens: «La Ley Integral reconoce los efectos de la violencia doméstica sobre los niños, pero no contempla medidas para atenderlos»,


Gracias a muchos años de lucha sufragista, hace tiempo que las mujeres tienen derecho al voto. Pero los niños no votan, así  que¿a quién le importa lo que les pueda pasar?


NOTA: Irónicamente, el tipo que mató a la mujer embarazada e hirió a otra no las conocía de nada. No es un caso de violencia de género, sino los actos de un chalado que se creía perseguido por el demonio.

jueves, septiembre 22

Llamamiento


Un grave inconveniente de la sofisticada tecnología moderna es que muchos de sus problemas no son evidentes. Antes las cosas eran más claras; por ejemplo, evidentemente no debes meter los dedos en un enchufe, ni la mano en una prensa hidráulica. Ni se te pasa por la cabeza abrir una olla a presión puesta al fuego (bueno, lo cierto es que a mi madre sí se le ocurrió, y desde entonces le tengo pavor a las ollas a presión). Tampoco harías una hoguera junto a una bombona de butano ni hurgarías en las tripas de un televisor de tubo. Y todos sabemos que no es una buena idea secar al caniche en el microondas. Estábamos familiarizados con la tecnología que nos rodeaba y nos sentíamos seguros manejándola. Todo era muy analógico, muy rígido y estable. Pero ya no.



La tecnología con la que más tiempo convivo es mi ordenador. Trabajo con él, lo uso para comunicarme y para entretenerme. Es el ser inteligente del que más cerca estoy, incluyendo a mi familia. Así que he llegado a creer, estúpidamente, que lo controlo, que puedo manejarlo con soltura y sin riesgo. Por eso, un día, no hace mucho, decidí que iba a cambiar el antivirus y que iba a hacerlo yo mismo con mis propias manitas. Si me hubiera propuesto realizar una operación de cirugía cerebral no habría estado más equivocado.


El caso es que parecía sencillo. Desinstalabas el viejo antivirus e instalabas el nuevo, todo de forma automática. Hasta un niño de cinco años podría hacerlo; qué lástima no haber tenido a mano un niño de cinco años para que me echara un cable. Desinstalé el viejo antivirus, amigos, pero al parecer no del todo. Me dejé un cachito. El cachito cabrón. Y luego, con la alegría que otorga la ignorancia, instalé el nuevo antivirus. Y entonces mi ordenador se volvió loco. No de golpe y no del todo, fue algo gradual, maquiavélico, sutilmente traicionero, pequeños detalles que te extrañan pero no te alarman, y que poco a poco van a más hasta que al final descubres que tienes un poltergeist en el disco duro.


Y un aciago día, el Outlook dejó de funcionar. Y mi agenda de contactos se esfumó en la nada. He perdido todas mis direcciones de Internet. Todas... Pero cómo, dirá alguien, ¿no habías hecho un backup? Pues no, joder, no había hecho un puto backup. ¿Me arrepiento? Sí. ¿Soy idiota? Por supuesto. Pero de nada vale lamentarse, el caso es que un experto le ha devuelto la cordura a mi ordenata, pero me he quedado sin contactos igual que me quedé sin abuela. Aunque eso, lo de mi abuela, me importó bastante menos. Así pues, escribo este post con un doble objetivo.


1. Comunicaros una enseñanza: Queridos niños, los ordenadores son nuestros amigos. Por eso, si algún día os planteáis practicar la neurocirugía con vuestro ordenador, preguntadle antes a papá.


2. Lanzar un llamamiento: A TODOS MIS AMIGOS, MIS ENEMIGOS, MIS CONOCIDOS, MIS COLEGAS, MIS COLABORADORES, A TODOS AQUELLOS, EN DEFINITIVA, QUE TENGÁIS MI DIRECCIÓN DE CORREO (NO LA DE BABEL, SINO LA MÍA PARTICULAR), POR FAVOR MANDADME UN E-MAIL Y ASÍ PODRÉ RECUPERAR VUESTRAS DIRECCIONES. No tenéis que poner nada en el correo, aunque, por supuesto, recibir noticias vuestras siempre será un placer. Y recordad: debéis enviarlo a mi dirección particular, no a la del blog. Gracias.

lunes, septiembre 12

Quiero ser finlandés


Visité Finlandia hace unos años porque mi hijo Óscar estaba de Erasmus allí. La verdad es que, de no ser por esa circunstancia, creo que jamás habría ido. Finlandia nunca había figurado entre mis intereses, no sabía nada de ella, salvo que fabrica teléfonos móviles; aunque lo cierto es que tengo cierta relación con ese país. En los años 50, la edición finesa de El Coyote fue un exitazo y el editor le regaló a mi padre, para mí, un traje de lapón (o, mejor dicho: de saami). Aún conservo fotos mías, de cuando tenía tres o cuatro años, vestido de lapón. El caso es que fui a Finlandia sin esperar más que mucho frío (lo hacía), y me encontré con un país admirable. Gente civilizada, culta y rica con un envidiable sistema social.



Y eso tiene mucho mérito, porque las cosas fueron muy distintas en el pasado. De entrada, Finlandia está en mal lugar, con un clima adverso, un territorio en su mayor parte inhóspito y dos vecinos, a izquierda y derecha, sumamente tocapelotas: Suecia y Rusia. De hecho, Finlandia fue sucesivamente invadida y anexionada a ambos países (se declaró independiente en 1918). Además, la única riqueza natural con la que cuenta es la madera, y de eso vivió durante mucho tiempo. Malvivió, más bien, porque eran pobres como ratas. Sin embargo, hoy posee la undécima mayor renta per capita del mundo (España ocupa, u ocupaba, el puesto 25), y es el sexto país en cuanto a desarrollo tecnológico. ¿Cómo lo han hecho esos cabrones de finlandeses? ¿Encontraron petróleo, como los noruegos?


No, nada de petróleo. Apostaron por la educación, invirtieron todo lo que tenían en brindarle a la gente la mejor enseñanza pública posible. Y lo consiguieron, como vienen demostrando todos los informes PISA;. Desde hace mucho, el sistema educativo finlandés está considerado el mejor del mundo (o uno de los mejores, no nos pongamos tiquismiquis). Ese es el milagro que transformó un país pobre e inculto en un país ilustrado y próspero.


¿Y sabéis cuál es el secreto del éxito de ese sistema educativo? ¿Muchos ordenadores? ¿Pizarras electrónicas? ¿Mejores instalaciones? No, nada de eso. La piedra angular del sistema educativo finlandés es el profesorado. Los docentes finlandeses se someten a un riguroso sistema de selección y formación (la carrera dura 6 años), y son evaluados según “las habilidades lectora y escrita, la capacidad de empatía y comunicación, las habilidades artísticas, musicales y una alta competencia matemática”. Y no solo se trata de su formación, sino también de su número. En Finlandia, el máximo de alumnos por clase es de 20, así que los profesores pueden brindar una atención más personalizada.


En fin, tampoco hay que darle muchas vueltas. Recordad el colegio, a los mejores profesores que hayáis tenido, y pensad en lo importantes que fueron para vosotros, en cómo las asignaturas se convertían en apasionantes cuando eran impartidas por un buen profesor. Ese es el secreto, y no es ningún secreto.


España ocupa el puesto 35 en el ranking PISA, doce puntos por debajo de la media de la OCDE. Tenemos el segundo mayor índice de fracaso escolar de la Unión Europea (31’2 %) y deficiencias muy notables en aspectos tan fundamentales como la comprensión lectora y las matemáticas. El sistema educativo español está bajo mínimos. Y ese es un problema, quizá el más grave de nuestro país, que ninguno de los gobiernos que hemos sufrido, tanto de izquierdas como de derechas, ha sabido o querido solucionar. Nos hemos gastado miles de millones de euros en infraestructuras innecesarias, que quedaban muy bien en la foto, pero no hacían nada por nuestro futuro. Es decir, cuando los vientos eran favorables no invertimos en educación, y ahora con la puñetera crisis...


Ahora, con la crisis, varios gobierno autonómicos (Madrid, Galicia, Navarra y Castilla la Mancha, de momento) han decidido recortar sus presupuestos de educación. Es una locura, un error descomunal, una barbaridad. Además, lo que se va a reducir es el número de docentes, así que el recorte redundará en una inevitable falta de atención al alumnado, con el consiguiente empeoramiento de la enseñanza. Vamos a hacer exactamente lo contrario de lo que hicieron los finlandeses, qué listos somos.


Para colmo de males, y hablo sólo de la comunidad en que vivo, doña Esperanza Aguirre tildó de vagos e insolidarios a los profesores, confundiendo horas lectivas con horas de trabajo. Luego se disculpó, qué confusión más tonta, ja-ja, pero ya había implantado en la gente la idea que le interesaba, que los profesores trabajan poco. Igual hizo la ínclita Ana Botella, la concejala de medio ambiente que nos proporciona uno de los peores medios ambientes de Europa. Qué asco me dan, como me indignan; pensando sólo en sus intereses, son capaces de difamar a uno de los colectivos más admirables y desprotegidos que conozco. Pero no me extraña; ya lo hicieron con otro colectivo admirable, el de la sanidad.


Conozco a muchos profesores; son gente vocacional, gente entregada a una labor fundamental para nuestra sociedad. Trabajan con muy pocos medios, supliendo las carencias a base de entusiasmo y dedicación; son héroes cotidianos. Joder, pensadlo un momento: les confiamos lo más valioso que tenemos, nuestros hijos, así que deberíamos apoyarlos incondicionalmente. Pero no lo hacemos. Hoy en día, los profesores tienen un problema de autoridad, precisamente porque los padres sobreprotegen a sus hijos. Y ahora vienen Esperanza, Ana y sus secuaces para minar más su autoridad tildándolos de vagos. Es para echarse a llorar.


Ya está el rojo de mierda, pensará alguno; metiéndose con el PP, como siempre. Pues no, joder, esto no tiene nada que ver con ideologías, sino con el sentido común. En Finlandia, todo su espectro político, de la derecha a la izquierda, está de acuerdo en algo: apoyar la educación pública. Porque quizá sea un tópico, pero no por ello es menos cierto: la educación no es un gasto, sino una inversión. Pero una inversión a largo plazo, claro, y nuestros miserables políticos (tanto de babor como de estribor) son incapaces de pensar a más de cuatro años vista, así que cuando les llega el turno de gobernar cambian los planes de estudio tontamente sin plantearse siquiera lo fundamental: cambiar y mejorar el sistema educativo del país.


Ahora se escuchan otras ocurrencias sobre educación. Por ejemplo, juntar a los alumnos “listos” y derivar a los “tontos” a FP. Genial; según ese sistema, Einstein jamás habría ido a la universidad, aunque a lo mejor habría sido un buen fontanero. Pero es que además esa chorrada no dividiría a los alumnos en “listos” y “tontos”, sino en ricos (que van a colegios privados y pueden pagarse profesores de apoyo) y pobres (que no pueden costearse la menor ayuda y viven en peores condiciones). Y de nuevo se propone todo lo contrario que en Finlandia, porque allí el propósito del sistema es que todos los alumnos alcancen el nivel del mejor del grupo.


Otra ocurrencia, que ya se da en muchos colegios concertados, consiste en separar a los niños de las niñas, como en el franquismo. Según dicen, porque cada sexo debe ser educado de distinta manera. En Finlandia, huelga decirlo, no hay separación escolar por sexos. Sin embargo... Es cierto que, tradicionalmente, las chicas obtienen mejores resultados en comprensión verbal y los chicos en matemáticas. Pues bien, la menor diferencia por sexos respecto a esos temas se da en Finlandia, donde la educación es más igualitaria.


El sistema educativo español nunca ha sido bueno, y ahora nos lo estamos cargando aún más. Eso le augura al país un futuro de mierda. Ya no somos mano de obra barata; lo único que nos puede dar alguna ventaja frente a los países emergentes es la innovación, el desarrollo tecnológico, y para eso es imprescindible que invirtamos en educación. Miremos a Finlandia, por favor. ¿Sabéis cuál es la profesión más valorada por los finlandeses? La docencia. ¿Sabéis cuánto gana al mes un profesor finlandés? 3.400 euros; casi el doble que sus colegas españoles (y Finlandia tiene el menor coste de vida de los países nórdicos).


Lo que se está haciendo con la educación es un suicidio, y son los jóvenes, nuestros hijos, quienes sufrirán las consecuencias. Las protestas de los docentes no son un mero conflicto laboral, sino una cuestión de interés nacional. Apoyémosles, por favor; no hagamos caso a los políticos hijos de puta que sólo piensan en sus intereses partidistas y a cortísimo plazo. Esos políticos son los locos que nos van a llevar a la mierda.


Seamos un poquito finlandeses, joder, y luchemos por la mejor educación pública posible. O bien resignémonos a ser un país de quinta fila poblado de mediocres. Nuestros políticos ya han optado por esa segunda opción; ¿se lo vamos a permitir?

jueves, septiembre 1

Insomnio


El otro día, en el talk show Real Time with Bill Maher, de HBO (Canal + Extra), Maher le preguntó a uno de sus invitados, un astrofísico, sobre la muy probable cancelación por falta de fondos del telescopio espacial James Webb (JWST), sucesor del Hubble, que la NASA planeaba poner en órbita en 2014. El científico expuso su pesar ante esa eventualidad, aduciendo una serie de razones científicas –el alcance del JWST, muy superior al del Hubble, podría obtener imágenes del mismísimo comienzo del universo- y también económicas –comparando el coste del JWST con el de un mes de las tropas yanquis en Afganistán-. Al final añadió que las cada vez más drásticas restricciones económicas al programa espacial, no sólo suponían un freno para la ciencia y la tecnología, sino que además de ese modo se estaban cercenando los sueños de la gente. Entonces, dándole vueltas a esa respuesta, me di cuenta de que nuestra sociedad, nuestra civilización, está perdiendo la capacidad de soñar.



Recuerdo perfectamente el día (la noche en realidad) en que el hombre pisó la Luna. Para un chiflado de la ciencia ficción, como yo a los 16 años, aquello era un sueño hecho realidad. Vale, sí, el programa Apolo fue una herramienta propagandística de la Guerra Fría, probablemente el anuncio más caro del mundo, pero ¿y qué? Para la Gran Historia, lo único importante será que el 20 de julio de 1969 un ser humano pisó por primera vez otro cuerpo celeste.


A partir del alunizaje, todo el mundo, y en particular los pirados de la ciencia ficción, augurábamos un futuro esplendoroso. Lo siguiente sería una estación espacial en órbita; luego, bases permanentes en la Luna, después una misión tripulada a Marte y, por qué no, finalmente las estrellas. Nos sentíamos como los primitivos anfibios dando sus primeros y torpes pasos en las playas, dispuestos a extenderse por tierra firme. Estábamos abandonando la Tierra para colonizar el espacio.


Pero no sólo era el programa espacial. Sentíamos que todo era posible, que el futuro era un paraíso lleno de prodigios. Vale, también albergábamos el temor de que los pérfidos comunistas nos frieran a bombazos atómicos; pero hasta eso, una hecatombe nuclear, era una pesadilla grandiosa (y una pesadilla no es más que un mal sueño). Sí, nuestro futuro estaba lleno de sueños. Incluso creímos que podíamos cambiar el mundo sin más armas que flores, buen rollito y unos canutos. No lo conseguimos, claro; el mundo nos cambió a nosotros. Pero si bien es importante cumplir los sueños, aún más importante es poseer la capacidad de soñar.


Luego, las cosas comenzaron a torcerse. El programa espacial perdió popularidad y el desastre (en todos los sentidos) de los transbordadores casi ha acabado con la NASA. A la fiesta hippy le siguió el nihilismo punk. Y la Guerra Fría concluyó, con un ganador y un perdedor. A la mierda el sueño/pesadilla comunista. Fueron los tiempos de Reagan, Thatcher y Wojtyla, tiempos malos para la lírica. Así que la gente comenzó a pasar de utopías y de antiutopías, los sueños dejaron de ser colectivos para convertirse en privados (es decir, no solo se privatizó la economía, sino también los sueños). Sueños muy poco románticos: el nuevo paradigma consistía en enriquecerse lo antes posible del modo que fuese. Y aquellas lluvias trajeron estos lodos, el cenagal de una crisis causada por un capitalismo sin freno.


¿Qué sueña la gente ahora? No hay sueños colectivos, nadie habla de utopías, no hay ningún proyecto de futuro, ninguna empresa lo suficientemente amplia, ambiciosa e ilusionante que nos brinde esperanza. Ahora, el sueño de la gente consiste en encontrar un trabajo de menos-que-mileuirista y, con suerte, empeñarse de por vida para conseguir una casa de mierda. Joder, entre soñar con alcanzar las estrellas y soñar con pillar un curro mal pagado y una hipoteca hay una sustancial diferencia, no me digáis que no.


Ahora, una aclaración, para evitar confusiones. Alguien podría pensar: vaya, ya estamos con la cantinela de siempre. Los de antes tenían valores, eran luchadores y románticos, pero las nuevas generaciones, criadas en el confort y la molicie, pasan tanto de todo que ni siquiera son capaces de tener sueños ambiciosos. Bueno, pues no, de ningún modo pretendo decir eso. Al contrario, sostengo que las nuevas generaciones, los más jóvenes, no sólo no son responsables del actual estado de las cosas, sino que son las principales víctimas. Los verdaderos culpables somos nosotros, los que nacimos en torno a mediados del siglo XX. Nosotros, los babyboomers y las generaciones anterior y posterior, fuimos quienes la cagamos.


Las características de cada generación dependen de su momento histórico y de las circunstancias de su entorno. En Occidente, después de la Segunda Guerra Mundial, con Estados Unidos como nuevo imperio y Europa lamiéndose las heridas, se inició un proceso de intensísimo y velocísimo desarrollo tecnológico que se sustanció en una rápida mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Tras el profundo conservadurismo de posguerra, hubo una primera reacción en los 50, la generación beat, que condujo a la revolución contracultural de los 60, un grandioso despliegue de sueños utópicos. Pero, atención, los 60 fueron años de esplendor económico (no en España, pero sí en el resto de Occidente), de modo que esa contracultura era sobre todo burguesa. No nos engañemos: aquellos greñudos, románticos y colocados hasta el culo, éramos unos hijos de papá. Como dábamos por hecho que teníamos tan asegurado el futuro como el presente, ¿por qué no cambiar el mundo y, además, divirtiéndonos al hacerlo? Reconozcamos que no tiene mucho mérito intentar volar cuando se tiene una red de seguridad debajo.


El caso es que el mundo no cambió, y ahí nos quedamos los greñudos, preguntándonos qué habíamos hecho mal. Quizá el pelo; así que nos lo cortamos (además, empezábamos a quedarnos calvos). Para colmo de males, la mayor parte de los ideólogos de nuestra generación había apostado por el caballo equivocado: el comunismo. La invasión rusa de Checoslovaquia fue un bajonazo, y el posterior desmoronamiento del imperio soviético dejó a la izquierda con los ojos como platos y sin plan B. Se acabó el sueño de intentar cambiar el mundo (para cambiar algo primero hay que saber en qué quieres convertirlo). Así que los ex-greñudos nos volvimos socialdemócratas, que es como decir: “Vale, has ganado, tu sistema es el bueno; pero al menos déjanos controlarlo un poquito”. Y los ex-greñudos nos pusimos a currar para intentar vivir lo mejor posible. ¿Utopías? Para qué, si ya vivíamos en el mejor de los mundos posibles. Nos vendimos al sistema a cambio de un plato de lentejas, y criamos a nuestros hijos inculcándoles la convicción de que habría lentejas para siempre y para todos. Mentira. Unos pocos, los listos de verdad (los que, en efecto, han cambiado el mundo), se quedaron con todo el chorizo, la morcilla y el tocino, y ahora ya no hay legumbres para todos, ni se auguran buenas cosechas futuras. Y del cerdo, por supuesto, olvídate.


Mi generación creció con la certeza de que el futuro iba a ser mejor que el pasado (de ahí que “futuro” sea para nosotros sinónimo de “progreso”). Y en muchos sentidos, así fue. Pero ya no. Las jóvenes generaciones, nuestros hijos, vivirán peor que nosotros, lo tendrán infinitamente más difícil. Les hemos robado el futuro; y lo que es aún peor: les hemos robado los sueños.


“Eh”, diréis; “hay muchos jóvenes idealistas, como los que curran para las ONGs o los del 15-M”. Es cierto, hay jóvenes idealista. Pero fijaos en qué clase de sueños tienen. Los del 15-M ya no quieren cambiar el sistema, sino simplemente algunas de sus normas. Y un curro, claro; es lógico con un 50 % de paro juvenil. En cuanto a los de las ONGs, su sueño consiste en aliviar los males, una labor admirable, pero también en cierto modo pesimista, porque en el fondo es el reconocimiento de que no hay utopías, y todo lo que podemos hacer es intentar paliar un poco el dolor y la miseria de esta mierda de mundo.


Ya no hay futuro. Fijaos en algo: durante el siglo XX, hasta más o menos los años 80, la modalidad de fantástico más popular era la ciencia ficción, un género intrínsicamente relacionado con el porvenir. Hoy, la ciencia ficción está en recesión y el género en boga es el fantasy (El señor de los anillos, El nombre del viento, Canción de hielo y fuego, etc.), una temática que suele desarrollarse en una especie de pasado pseudo medieval. Es decir, antes soñábamos con el futuro, mientras que hoy los sueños se refugian en el pasado. Muy sintomático.


Mi generación no solo forjó sus propios sueños; también heredó algunos de los sueños de generaciones anteriores. En cierto modo había una continuidad, una inercia, una línea conductora a lo largo del tiempo. ¿Qué sueños de mi generación heredarán los jóvenes? Ninguno; ni siquiera la torpe ensoñación de dar un pelotazo. ¿Forjarán sus propios sueños? Quizá, pero cuando se está luchando por sobrevivir es muy difícil perder el tiempo fantaseando con las estrellas.


Una sociedad que carece de sueños, una sociedad que no tiene ningún proyecto, salvo perpetuarse en lo mismo, es una sociedad decadente. No hay de qué sorprenderse; en algún momento tenía que producirse el declive de Occidente. Pero ese no es el auténtico problema. La cuestión es que la gente no necesita sólo pan y cobijo para vivir, sino también esperanza, sueños, y si se les priva de ellos, automáticamente se abre un hueco (un “nicho de mercado” en lenguaje de marketing) que los oportunistas y los iluminados correrán a ocupar. El nazismo surgió de una profunda crisis económica en un país que había visto derrumbarse sus sueños. Hitler le prometió a los alemanes (arios, por supuesto) que mejoraría su nivel de vida y les devolvería el orgullo nacional. Y en gran medida cumplió su promesa. Lo malo es que esos sueños venían acompañados por la peor de las pesadillas. Eso es lo que nos enseña la Historia, que cuando a la gente se le arrebatan los sueños, los locos se alzan con el poder. Y no os creáis que siempre es sencillo identificar a los dementes.


Vaya, cuánto me he enrollado... En resumen, amigos míos, lo único que quería decir es que la crisis económica es chunga, pero la crisis onírica puede ser aún peor.