lunes, enero 23

Feisbuc y yo



          Me he resistido durante mucho tiempo, pero al final he caído. La culpa es de Pepa; no paraba de decirme que un escritor no puede ir por el mundo sin tener un perfil de Feisbuc, y yo no paraba de responderle que llevaba más de veinticinco años escribiendo sin perfil y las cosas no me habían ido mal del todo. Pero era inútil; Pepa puede ser muy perseverante y yo al final opté por decirle que sí, que me haría el perfil... y no lo hacía. Política de hechos no consumados.

          ¿Qué tengo en contra de Feisbuc? Nada. De hecho, si fuera un jovenzuelo con una intensa vida social estaría encantado de hacerme un perfil. Pero no lo soy, así que el asunto me parece más bien una pérdida de tiempo. Aunque si al menos fuese gratificante... Pero aún no sé si lo es; llevo demasiado poco tiempo dentro. De momento, Feisbuc me parece algo así como una estación de metro en hora punta, con cantidad de gente de un lado para otro. Aturde un poco y, en mi caso, me invita más a la observación pasiva que a la participación.

          Esa es otra. Hasta ahora (apenas llevo dos semanas), sólo he publicado tres o cuatro breves comentarios. Porque cualquier cosa que quiera decir me parece más adecuado decirla en el blog. Y es que... a ver cómo lo expreso... aquí, en Babel, hay emociones asociadas, sentimientos (al menos por mi parte). Muchas veces lo he dicho: veo este blog como si fuera un viejo café donde nos reunimos un grupo de amigos para charlar tranquilamente. Un lugar íntimo, relajante y tranquilo.

          Pues bien, compara eso, un viejo café, con una estación de metro y adivina quién sale ganando. Aunque, claro, un blog y Feisbuc son cosas distintas con propósitos diferentes. Vale, pues seguro que algún día le encontraré el sentido a Feisbuc. Hasta entonces permaneceré expectante.

          A veces me pregunto cuándo el mundo empezará a pasar por encima de mí, cuándo perderé la capacidad de adaptarme a los cambios sociales y tecnológicos. Soy, si bien no descaradamente viejo, sí jodidamente añoso, y ya sabemos que la edad nos fosiliza, oxida nuestra capacidad de adaptación. Siempre me he ufanado de poder afirmar que nací en la era atómica y me crié en la era espacial (ambas cosas importantes para un pirado de la ciencia ficción). Sin embargo, durante mi niñez las radios que había en mi casa eran de válvulas. De hecho, asistí a la revolución de los transistores. Imaginaos: ¡ver un transistor como algo nuevo y revolucionario! Es más, hasta muy avanzada mi primera juventud, la herramienta matemática más sofisticada que existía era la regla de cálculo (y el hecho de que muchos de vosotros no tengáis ni zorra idea de qué es una “regla de cálculo” no hace más que apoyar mi punto de vista).

          La primera vez que usé un ordenador yo tenía treinta y muchos años. Lo probé con un procesador de texto (el Wordperfect) y... fue un flechazo, amor a primera vista. Era la herramienta de escritura más portentosa que había usado jamás, y además las búsquedas en Internet eran un medio magnífico de documentación, así que no me resultó difícil adaptarme a la era digital. Y luego llegó el blog, que a fin de cuentas era, es, una prolongación de lo que hago habitualmente: escribir.

          Me he ido adaptando. Por ejemplo, como me he roto la pata y no podía desplazarme fácilmente, empecé a comprar en Amazon; varios libros primero y luego el 90% de los regalos de Reyes. Sin embargo, no me gusta. Para mí, gran parte del placer que proporcionan los libros reside en examinarlos, tocarlos, hojearlos y luego, quizá, comprarlos. Lo mismo sucede con los regalos; quiero verlos, “sentirlos”. Sin duda, Amazon es más cómodo y práctico que tener que desplazarte a una tienda. Pero lo que ganas en eficiencia lo pierdes en sentimiento. Por cada avance pagas un precio; en este caso te pierdes el placer de comprar (que existe, os lo juro).

          Pues esa es la cuestión: los avances tecnológicos generan muchas veces profundos cambios sociales. El mundo se transforma y, si no te transformas junto con el mundo, te quedas atrás, cada vez más aislado, fosilizándote.

          Los padres de Pepa son muy mayores; noventa y tantos él y ochenta y tantos ella. Ambos están bien de salud y tienen la cabeza en su sitio; sin embargo, se quedaron descolgados de la revolución tecnológica. Ninguno de ellos ha manejado jamás un ordenador y sólo tienen una idea aproximada y nebulosa de lo que es Internet. Recuerdo que una vez mi suegro, hincha del Real Madrid, se había perdido el partido que su equipo había jugado esa tarde (y ganado por goleada). Se estaba lamentando de ello; entonces saqué el móvil, entré en Internet, busqué los goles del Madrid en YouTube y se los enseñé. El buen hombre asistió a aquello como si contemplara un acto de magia.

          Mis suegros –muy ancianos, insisto- están desconectados del mundo moderno. Puede que no necesitan para nada ordenadores e Internet, no lo dudo, pero el hecho es que han perdido el paso. Ya no están del todo en la realidad, sino en una realidad paralela y desfasada. Supongo que es inevitable; te vas adaptando a los cambios, primero fácilmente cuando eres joven, y con cada vez más dificultades conforme vas cumpliendo años. Hasta que un día tiras la toalla porque no eres capaz de reconocer el mundo en el que vives. Entonces, como suelen hacer los viejos, te refugias en el pasado, porque el pasado es lo único que te resulta familiar, comprensible y cálido. Eso me pasará a mí (y a todo quisque). La cuestión es cuándo, cómo y hasta qué punto.

          De hecho, ya comienzo a notarlo. Reconozco y utilizo las inmensas ventajas que proporcionan la informática e Internet. Pero me jode ver cómo desaparecen salas de cine y librerías, lamento la evaporación de los videoclubs (pese a que es mucho más cómodo alquilar cine por la Red, está claro), me entristece que el contacto humano esté siendo sustituido por interacciones con pantallas, me cabrea esa obsesión con los móviles, no comprendo ni comparto el impulso de estar siempre conectado. Coño, pero si hasta echo de menos el sonido de las máquinas de escribir...

          Hay aspectos de Internet que me encantan; por ejemplo los juegos en línea o el blog. Otros me dan igual, como los chats o Instagram. Algunos me parecen perfectas gilipolleces, como Twitter. Y otros, como Feisbuc, me provocan una inmensa pereza.

          Y quizá ése sea el auténtico problema: no el rechazo al cambio, sino la falta de ganas y de entusiasmo para adaptarte al cambio. No la cerrazón, sino la pereza. Y a mí, a perezoso, no me gana nadie.

          Pero bueno, mi hijo Pablo vino a casa esta Navidad (como el Almendro) y, azuzado por Pepa, me creó un perfil, sumándome así a las ingentes filas de las redes sociales.

          Pues eso, que ya estoy en Feisbuc.

jueves, enero 5

Buenos propósitos


 
          Ante todo, feliz año nuevo amigos míos. Por fin se ha ido el nefasto 2016 y aquí estamos, comenzando el 2017. Ese cambio de dígito, el insulso seis sustituido por el mágico siete –un número muy familiar, puesto que es primo-, parece suscitar muchas esperanzas. ¡En vano!, os sermoneo tonante; el 17 va a ser tan malo o peor que el 16. ¿O es que creéis que con Rajoy en la Moncloa, Trump en la Casa Blanca y Putin en el Kremlin las cosas van a ir mejor?

          Oteo negros nubarrones en el horizonte. ¿El fin del mundo? Quizá. Pero no nos revolquemos en la desesperación y haced como yo: una lista de buenos propósitos para el año nuevo. Porque si cada persona hiciera algo por mejorar su entorno, el mundo entero sería mejor. ¿Queréis conocer mis diez buenos propósitos para 2017? Supongo que no, pero como el blog es mío os aguantáis. Ahí van:

          1. No leer, ni ver, ni oír nada de política. Porque cualquier cosa que lea, vea u oiga me pone de mala leche. Y no solo me refiero a la política española, sino a la de casi cualquier otro país que se me ocurra.

2. Hacerme eremita estilita, retirarme del mundo y vivir el resto de mis días encaramado a una columna. Es una forma de conseguir lo anterior. De hecho, es lo que propone mi buen amigo Samael, gestor del blog La Tertulia Perezosa, para escapar de toda la estupidez, barbarie e ignorancia que nos rodea. Estar ahí, subido a tu columnita, comiendo hierbajos y grillos tan ricamente, pasando de todo...

          3. Cambiarme de país. El problema es que en la mayor parte de los países civilizados que se me ocurren –Noruega, Canadá, Finlandia...- hace un frío del carajo (demasiado para un eremita medio en pelotas). Así que me quedo con Nueva Zelanda, que ahí lo peor que puede pasarte es acabar en Mordor. Sea pues, me instalaré en Wellington, me subiré a una columna y viviré allí hasta que me repatríen ignominiosamente.

          4. Cambiarme de sexo. Siempre he deseado ser mujer, lesbiana y multiorgásmica. Si algún médico me garantiza lo de los orgasmos múltiples, a partir de este año me llamaréis Cesárea.

          5. No volver a ver ninguna película de Star Wars. Porque estoy harto de que me timen. Ese macrofenómeno cinematográfico está basado en el recuerdo y la esperanza. El recuerdo de las dos únicas películas buenas –o cuando menos divertidas- de la franquicia, la primera y la segunda (por orden de aparición). Y la esperanza, repetidamente frustrada, de volver a encontrar algo parecido. Pero no nos engañemos, la segunda trilogía de Lucas apesta y el episodio VII es un truño. Star Wars ya no es cine, sino puro marketing.

          6. Tener una aventura con Margot Robbie. De entrada, muchos os preguntaréis quién coño es Margot Robbie. Pues una actriz australiana a la que quizá hayáis visto en El lobo de Wall Street o, haciendo de Arlequín, en Escuadrón suicida. Está como un queso y es very sexy. Vale, estoy casado y Pepa, my wife, leerá esto, pero... Pepa, querida, debes entenderlo: Margot y yo estamos enamorados. Quizá no mutuamente, a lo mejor todo lo que puedo esperar de ella es una orden de alejamiento, pero no hay barrera que pueda contener al amor verdadero. Sé valiente; igual que yo acepté lo tuyo con Brad Pitt, acepta tú mi sublime historia de amor con la adorable Margot.

          7. No volver a romperme la cadera. Porque no mola ni un pelo.

          8. Vengarme de las duchas. Una ducha me fracturó la cadera, así que odio las duchas. Mi venganza será terrible. De entrada crearé una sociedad secreta. De peluqueros. Miles, millones de peluqueros de todo el mundo trabajando en la oscuridad bajo mi mando secreto. Durante un año, todos los peluqueros recogerán el pelo caído en sus establecimientos y lo enviarán a silos secretos distribuidos por todo el planeta, donde permanecerá almacenado hasta que llegue el momento de su diabólico uso.
 
          Entre tanto, adiestraré a cientos de millones de ratas para que realicen una sencilla, pero no por ello menos estremecedora, tarea. Finalmente, distribuiré el pelo entre las ratas, que lo llevarán en saquitos colgados del cuellito. Por la noche, las ratas se colarán sigilosamente en las casas y depositarán el pelo en los desagües de las duchas; luego se irán igual de sigilosamente. Al día siguiente, cuando la gente se duche, los desagües se atascarán a causa del pelo, provocando una catastrófica inundación global. ¡¡¡Juaaa-jua-jua-jua!!! (Risa siniestra)

          9. Tumbarme en un sofá y no volver a dar un palo al agua. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Espatarrarme en un sofá y quedarme ahí para siempre, abrazadito a Margot...

10. Convertirme en Mad Doctor para dominar y/o destruir el mundo. En realidad, esta es mi más anhelada ambición: ser un Doctor Loco y hacer tropelías científicas. Aunque, claro, antes debería doctorarme... pero ¿en Ciencias de la Información? Eso, así en principio, no parece dar mucho juego maligno. Aunque, claro, también puedo ser un Mad Doctor autodidacta. Basta con construir un terrorífico robot gigante, o con mutar a un pulpo para que sea también terrorífico y gigante, o con fabricar una terrorífica bomba gigante... en fin, las posibilidades son múltiples, siempre que sean grandes y den miedo. Nada que no esté al alcance de un Mecano y un juego de química. De momento, me entrenaré poniendo en práctica mi venganza contra las duchas... ¡¡¡Juaaa-jua-jua-jua!!!

          Y esos son todos mis propósitos de año nuevo. Es posible que algunos sean incompatibles entre sí, y quizá alguien piense que no son muy realistas. Pero eso no importa. La grandeza de un hombre se mide por el tamaño de sus sueños; así que yo debo de ser enorme, porque sueño con Margot Robbie. Ah, y con destruir el mundo también.

          Por lo demás, esta noche vienen los Reyes Magos.  Os deseo lo mejor. Es decir, que no os traigan lo que necesitáis sino lo que queréis. Yo, sin ir más lejos, les he pedido un kit de Mad Doctor y el teléfono de mi Margot.

          ¡Feliz noche merodeadores!