miércoles, febrero 22

Entrevista


Ayer, Fernando Lalana y yo estuvimos en Barcelona, invitados al programa de RTVE Para todos la 2, de los estudios de Sant Cugat, para presentar nuestras novelas ganadoras del Premio Edebé; Fernando en la modalidad infantil y yo en la juvenil. Si os interesa, pinchando AQUÍ podéis acceder a la entrevista que nos hicieron.

martes, febrero 14

JMM (José María Moreno)


Creo, y no es un pensamiento original, que el núcleo básico de lo que somos, el armazón que sustenta nuestra personalidad, se forma durante los once o doce primeros años de vida. Construimos nuestra identidad sobre un niño y crecemos como una cebolla, formando capas que se superponen, pero el niño siempre está ahí. A veces, es cierto, tan oculto, tan asfixiado por la mordaza del adulto, que casi no se le percibe. En otras ocasiones, al niño se le ve con nitidez incluso en los tipos más añosos. El caso es que, lo percibamos o no, el niño está ahí.


Si hago memoria, no me resulta difícil encontrar en mi niñez las semillas de lo que luego, al crecer, conformaría mi personalidad. Por ejemplo, cuando yo tenía alrededor de siete años, mi hermano José Carlos me explicó lo que eran las estrellas y lo lejos que estaban, y aquello me produjo un asombro tan grande que aún me dura. Ahí está la raíz de mi interés por la ciencia, pues en la ciencia siempre he buscado lo mismo: asombro. Por otro lado, habiendo nacido en la casa de un escritor, rodeado de ficción por todas partes, no es sorprendente que fuera un niño soñador, con la cabeza siempre en las nubes, y tampoco es de extrañar que ese niño acabara convirtiéndose en el soñador profesional que ahora soy. Quizá a partir de cierto momento, puede que muy temprano, ya no añadimos nada nuevo a nuestra identidad, y todo lo que nos queda por hacer es desarrollar (o no) lo que ya tenemos.


Así pues, los acontecimientos de la infancia, por pequeños que sean, tienen una inmensa importancia en nuestras vidas. Al principio, todo ocurre en el seno de la familia. Si las cosas van bien, ahí encontramos refugio y sosiego; la familia es como una cálida matriz que nos mantiene protegidos y aislados del mundo. Pero luego aparecen otras influencias. Llega un momento en que comenzamos a apartarnos de la familia (protectora, sí, pero demasiado agobiante) y descubrimos a nuestros semejantes: los amigos. Y, de pronto, la amistad es mucho más importante que la propia familia. No hay amistades tan intensas como las de la infancia.



Cuando yo era pequeño y jovenzuelo –digamos que entre los 9 y los 19 años-, tenía muchos amigos, pero dos de ellos eran los principales, mis mejores amigos más grandes del mundo: Tito y José Mari, ambos compañeros de clase en el colegio San Alberto Magno. A Tito ya le conocéis; merodea por aquí bajo el alias “Samael” (no estoy desvelando su identidad, porque “Tito” es un hipocorístico) y de José Mari ya os he hablado; de hecho, transcribí algunas de sus poesías hace ya casi seis años (si queréis saber algo más sobre él leed la entrada “Routier” pinchando AQUÍ). Éramos muy diferentes: José Mari, tímido y reflexivo; Tito, abierto y expansivo; y yo... en fin, no sé muy bien cómo era yo entonces. En cualquier caso, éramos diferentes, sí, pero de algún extraño modo complementarios. Durante una década fuimos inseparables.


Luego, durante la pos-adolescencia, algo cambió. Tito y yo seguimos siendo amigos (siempre lo hemos sido); nos veíamos con frecuencia e incluso llegamos a trabajar juntos. Pero nos distanciamos de José Mari. ¿La razón? Tito y yo nos convertimos en un par de cabras-locas, dos balas perdidas siempre de juerga, mientras que José Mari, de naturaleza sensata y tranquila, se dedicó a tareas más elevadas. Nuestras sendas vitales divergieron, como tantas veces sucede con las amistades de la infancia. Comenzamos a reunirnos con menor frecuencia; luego, de pascuas a ramos y, finalmente, dejamos de vernos casi por completo.


No obstante, pese a la ausencia y la distancia, siempre he considerado a José Mari uno de mis mejores amigos. ¿Cuánto hay de él en mí? Mucho, igual que de Tito. Crecimos juntos, nos influimos los unos a los otros; dejamos huellas indelebles. Fue como si cada uno hubiera depositado trocitos de sí mismo en los demás. Charlas eternas durante tardes infinitas, el amor a los cómics (y muy especialmente a Tintín), los primeros pitillos, las primeras copas, las maquetas de Revell, los libros, el cine, largas sesiones de futbolín y ping pong, el Scalextric, garbanzos de pega, caramelos Saci, bolsas de pipas, paseos interminables sin rumbo fijo... todo eso, y mucho más, nos hermanaba. En algún momento fuimos algo así como una gestalt. José Mari & Tito & César.



Decidí distanciar este post, alejarlo un poco de la alegría del premio que gané recientemente. Tampoco quiero, por otro lado, convertir Babel en una especie de obituario; pero ¿qué le voy a hacer si la gente tiene la manía de morirse? Además, esto es especial. Especial y jodidamente doloroso.


El pasado 24 de enero, a mediodía, cuando estaba preparando el equipaje para viajar esa tarde a Barcelona con motivo del premio Edebé, sonó el teléfono. Era la mujer de José Mari. Me informó de que su marido había muerto el pasado 8 de julio. Un maldito cáncer de pulmón se lo había llevado por delante en pocos meses.


No voy a ponerme melodramático; me limitaré a decir una cosa: con la muerte de José Mari algo de mí ha muerto también. Supongo que así es la vida: nos vamos muriendo poco a poco, conforme muere lo que amamos.


Durante los últimos quince años, José Mari, Tito y yo sólo nos vimos dos veces. La primera fue a mediados de los 90. Cuando publiqué mi primer libro, José Mari me llamó y quedamos a comer. Trabajaba en la Biblioteca Nacional, y no puedo imaginar un trabajo más adecuado para él. Le invité a mi fiesta de cumpleaños. Vino con su mujer, a quien yo no conocía, y me regaló dos cosas. Un volumen encuadernado con 10 novelas de El Encapuchado, de G. L. Hipkiss, un pulp de los años 40 al que de niños éramos muy aficionados (todo un lujo de regalo para coleccionistas, por cierto). El segundo regalo era un diminuto opúsculo de 30 páginas, autoeditado, con seis sonetos suyos: 50 sonetos ciclistas. Me escribió a mano la siguiente dedicatoria: “Para César Mallorquí, como brindis por unos tiempos en que las bicis sólo existían en sueños, y la amistad rodaba a toda máquina. Con mucho, mucho cariño. José Mari”.


Hará cosa de año y medio, decidí telefonearle de nuevo. Tito y yo nos reunimos con él en su casa, para conocer a sus dos preciosos hijos. Luego cenamos juntos y quedamos en volver a reunirnos. No tuvimos la oportunidad. En esa ocasión, José Mari nos regaló otro libro autoeditado: Galería de bibliotecarios arrepentidos, una colección de semblanzas imaginarias escrita con una mezcla de humor y erudición. La dedicatoria decía: “Para César Mallorquí, este libro de pequeñas semblanzas. Y no en pago, sino en reconocimiento de una deuda: haberme regalado él –y sin haberlo yo sabido- una semblanza infantil tan emocionante. José Mari”. La semblanza a la que se refiere apareció aquí, en el post “Routier” antes citado.


Cuando José Mari supo que estaba enfermo y que iba a morir, quiso editar otro libro, el tercero y último, reuniendo sus poesías. Una edición de 500 ejemplares sólo para sus amigos. Se llama Libro de los oficios fallidos y está editado, como los otros dos, por la ficticia Biblioteca Bulbuentina (Bulbuente era el pueblo donde veraneaba José Mari). Mi viejo amigo nunca llegó a verlo terminado. Su mujer y algunos de sus amigos lo editaron tras su muerte. Pocos días antes de morir, ya ingresado en el hospital, José Mari escribió el prólogo. Comienza así: “Ahora que está, al parecer, definitivamente desaparecido, me toca otra vez presentar un nuevo librito de JMM”. Definitivamente desaparecido... genio y figura, humor e ironía, hasta la sepultura. Como es lógico, en el libro ya no hay dedicatoria; no obstante, poco antes de su muerte José Mari elaboró una lista de las personas a quienes quería que se le regalara un ejemplar. En esa lista estábamos Tito y yo. De hecho, nuestros ejemplares están personalizados. Al final del mío pone: “Ejemplar nº CLV para César Mallorquí”. Me produce una triste alegría, me enternece. que en sus últimos momentos nuestro viejo amigo se acordara de nosotros.


El Libro de los oficios fallidos es una antología de 90 páginas con 53 poesías. Voy a transcribiros la última, llamada “Colofón”. Está dedicada a sus hijos –una niña de 12 y un niño de 8, si mal no recuerdo- y no lo sé a ciencia cierta, pero me juego las pelotas a que está escrita cuando ya sabía que iba a morir. (Disculpad si los ojos se me humedecen mientras transcribo)


Colofón

Ay, Virgen de Veruela,
guarda bien a mi niña:
que nunca enluten penas
su clara risa.

*

Y, ay, Virgen de Veruela,
guarda bien a mi niño:
nunca sea su risa
campo baldío.

Me cuesta aceptar que José Mari se ha ido, pero el muy cabrón lo ha hecho, a su modo, con ironía, en silencio, sin un lamento ni un adiós. La mayor parte de vosotros no le conoció; os hubiera gustado conocerle. ¿Sabéis cuáles eran los personajes de cómic con los que más se identificaba? El Rompetechos de Ibáñez y el profesor Tornasol de Hergé. Eso le define. Fijaos en la ilustración de la portada del libro; la dibujó el propio José Mari. Es un hipopótamo enfadado porque no le traen el café que ha pedido. Eso también le define: una mezcla de inteligencia, discreción, ironía, erudición, timidez y dulzura con unos toques naif. Era un tipo irrepetible. ¿Sabéis?, nadie le vio nunca jamás enfadado. No sabía enfadarse.


Ahora, José Mari cree que ha muerto, pero no es del todo cierto. Él, Tito y yo éramos una gestalt, ¿recordáis?, así que José Mari seguirá viviendo en nosotros. Somos una gestalt herida, es verdad, pero aún estamos aquí. De hecho, mientras alguno de los que quedamos, Tito o yo, continúe vivo, la amistad entre los tres seguirá rodando a toda máquina.


Hasta siempre, José Mari, viejo y queridísimo amigo. Jamás te olvidaré.


miércoles, febrero 8

El rincón del odio: George Lucas


Hace mucho tiempo, allá por 1983, en una galaxia muy lejana, cuando yo estaba en el lado oscuro de la fuerza trabajando como publicitario, una de las cuentas que llevaba era la de General Mills, un fabricante de juguetes entre cuyos productos se contaba la línea de figuritas articuladas y maquetas de Star Wars. Por aquel entonces acababa de estrenarse (o estaba a punto) El retorno del jedi, así que la línea de juguetes Star Wars se hallaba en plena efervescencia y yo me pasaba el día adaptando spots yanquis al castellano.


Supongo que entonces debí darme cuenta. El retorno del jedi era sensiblemente peor que los dos títulos anteriores, los ewoks eran repelentes (burdas copias de unos bichos que aparecían en la portada de una novela de H. Beam Piper) y tanta figurita, tanta espada láser de plasticurro, tanto merchandising en definitiva, era signo inequívoco de que alguien, no quiero señalar, era un pesetero. Pero no quise darme cuenta; le debía tantas horas de felicidad a George Lucas que preferí mirar para otro lado.


Veréis, creo que American Grafitti es una magnífica película sobre la enorme pérdida, la inmensa tristeza, que se produce con el paso de la adolescencia a la madurez. Es una comedia, sí, pero rebosa dulce melancolía. Luego llegaron La guerra de las galaxias y El imperio contraataca, puro pulp de los años treinta con muchas dosis de humor y toneladas de diversión. E Indiana Jones, por supuesto; jamás me he divertido tanto en el cine como viendo En busca del arca perdida, y también me lo pasé bomba con El templo maldito y La última cruzada.


Esto en su haber, y es un haber muy notable. El caso es que, entre el 89 y el 99, hubo un impasse durante el cual Lucas se limitó a producir unas cuantas chorradas sin trascendencia (Willow, El pato Howard...) y todos nos quedamos expectantes durante una década. Esperábamos como agua de mayo la anunciada segunda trilogía de Star Wars (o la primera, según la liosa cronología de la serie), aunque teníamos ciertas dudas, porque El retorno del jedi había sido... en fin, bastante decepcionante.


Supongo que sabréis que Lucas no se hizo recontramillonario por sus películas, sino gracias al merchandising derivado de ellas. Figuritas, viedeojuegos, maquetas, novelas, cómics, juguetes... ¿Quiénes son los principales destinatarios de esta clase de productos? Los niños. Pues bien, La guerra de las galaxias era una historia infantil recubierta de humor, espectacularidad y amable ironía para satisfacer al espectador adulto. El imperio contraataca, por su parte, era una historia más oscura y violenta. ¿Quizá demasiado para las virginales mentes infantiles? Eso debió de pensar Lucas, así que en El retorno del jedi redujo la oscuridad y la violencia, e introdujo a los ewoks, esos extraterrestres con pinta de ositos de peluche, tan tiernos, tan monos y tan estomagantes. Pero la pasta es la pasta, y los principales clientes de Lucas eran los niños, así que vamos a infantilizarlo todo bien infantilizado. Eso nos debería haber alertado.


Y por fin llegó la tan esperada segunda/primera trilogía. ¿Qué decir de La amenaza fantasma? Que quizá sea la película más equivocada de la historia del cine. Todo es narrativamente erróneo en esa sandez, todo está infantilizado al máximo, pero lo peor es que, aparte de ridícula, es una película aburridísima. Del segundo episodio, El ataque de los clones, no recuerdo casi nada, salvo que las famosas “guerras clon” que se mencionaban en la película original acababan siendo algo parecido a una algarada entre los hooligans de dos equipos rivales. En cuanto al tercer episodio, La Venganza de los Sith, vale, es el mejor de los tres. La película es menos infantil que las anteriores, mucho más oscura, y dramáticamente funciona mejor. Pero dista mucho de alcanzar las cotas de las dos películas iniciales (me refiero a las dos primeras en producirse, las protagonizadas por Hamill y Ford; la cronología de esta franquicia es un coñazo).


Sospecho que cuando comenzó la producción y realización de la nueva trilogía, Lucas oscilaba entre dos posturas distintas. Por un lado, parecía tomarse su producto, y la mitología que lo rodeaba, demasiado enserio. Eso provocó que las tres nuevas películas, técnicamente perfectas, resultaran demasiado rígidas y envaradas, muy lejos de la frescura de los dos films iniciales. Por otro lado, en cada plano de cada film se nota la avidez con que Lucas se las ingeniaba para exprimirle toda la pasta posible al asunto. Jar Jar Binks, ese personaje supuestamente humorístico –y en realidad irritante-, está ahí para contentar a los niños y vender muchas figuritas articuladas. Esa carrerita copiada de Ben Hur servirá para el videojuego. Y todo así. Una pena.


¿Y qué pasó después? Que tras años de darle vueltas, después de mucho marear la perdiz, Lucas se decidió al fin a producir la tan esperada cuarta película de Indiana Jones. Mal rayo le parta. Los quince o veinte primeros minutos de El reino de la calavera de cristal son Indiana Jones en estado puro; una gozada. El resto es como una mala copia de Indiana Jones. Joder, según Lucas, tardó tanto en continuar la serie porque no encontraba el guión adecuado... Y, cuando lo encuentra, ¿es eso? Por favor, cualquier cómic de la franquicia tiene mejor guión que esa bobada. Lamentable.


Vale, Lucas ha perdido el tino artístico (que no el comercial). No es el primer creador al que le sucede y, desde luego, no es razón para odiarle, sino para lamentarlo. Pero es que este hombre se ha convertido en una piraña, en un avida dollars, según el anagrama que André Breton le dedicó a Dalí.


Veamos. Justo antes de producir la segunda trilogía de Star Wars (que luego será la primera, ya sabéis), Lucas re-estrenó la trilogía inicial (sí, sí, en realidad la segunda) añadiéndole algún metraje extra y unos efectos digitales que no hacían la menor falta. Pero de ese modo conseguía atrapar a las nuevas generaciones y prepararlas para todo el marketing que les iba a caer encima. Después estrena la nueva trilogía, con todas las figuritas y merchandising que eso conlleva. Luego, una serie de dibujos animados, que primero aparece en cine y luego se traslada a TV. Hay que mantener vivo el sector juguetero. Y ahora, ese maldito pesetero va y re-estrena las dos trilogías de Star Wars en 3D. ¡Hala, venga, más pasta para la buchaca! ¿Pero es que es insaciable? Ah, y por lo visto está considerando producir una quinta película de Indiana Jones, con Harrison Ford. ¿Indiana Jones y la próstata perdida? La persecución en sillas de ruedas será memorable.


Así que por ser tan pesetero, por preocuparse más del merchandising que de la calidad de sus films, por manosear hasta el aburrimiento a unos personajes entrañables, por tener sólo un par de ideas y exprimirlas hasta la saciedad, por haber perdido el sentido del humor y, en definitiva, por haberse convertido en un codicioso pelmazo, declaro culpable a George Lucas. En reconocimiento a sus primeros méritos, la sentencia será leve: se le condena a escribir cien mil veces en la pizarra “Han Solo disparó primero” (reconozco que hay que ser muy friki para entender esto último; el primero que desvele el misterio ganará un valioso premio inmaterial).


Ah, por cierto; he leído hace poco que Lucas ha anunciado que dejará el cine comercial y se dedicará a producir y dirigir films experimentales... Anda y que te den, Jorgito.