miércoles, junio 17

Gritos



            El pasado sábado, después de la presentación en la Feria del Libro de Historia y antología de la ciencia ficción española, unos cuantos de los participantes fuimos a comer a un restaurante próximo a El Retiro. En la mesa de al lado había un grupo de unos diez hombres y mujeres de mediana edad. Hablaban muy, pero que muy alto, y cada poco prorrumpían en carcajadas excesivas y auténticos alaridos. En el comedor sólo estábamos ellos, nosotros y una mesa con cuatro personas por fortuna discretamente silenciosas. Aun así, el nivel del ruido era similar al de una jaula llena de monos aulladores.

            Me mordí la lengua varias veces, hasta que, tras uno de los periódicos estallidos de risas y bramidos, grité a mi vez (y puestos a gritar, tengo un vigoroso vozarrón): “¡Basta ya, por favor; dejen de hacer tanto ruido!”. Automáticamente, los gritones, especialmente los hombres (ya se sabe cómo somos los machotes), en vez de disculparse, se enfrentaron a nosotros. Gracias al cielo, tras el breve enfrentamiento bajaron el tono de voz.

            Ayer, sin ir más lejos, Pepa, mi mujer, estaba en una oficina pública donde había un rótulo que rezaba: “Por favor, guarden silencio”. Pues bien, un tipo que estaba esperando comenzó a hablar por su móvil dando estremecedoras voces. Al poco, Pepa se levantó y le pidió amablemente que bajara la voz. El tipo dejó de berrear, pero cuando acabó su conversación, se aproximó a mi mujer con el ceño fruncido y le dijo: “Usted es extranjera, ¿verdad?”.

            Ciertamente, Pepa parece extranjera. Es muy alta, con los ojos azules y la piel clara. Pero en realidad es una guipuzcoana de armas tomar que le respondió, más o menos: “No, no soy extranjera. Y no me venga con que los guiris tienen la costumbre de hablar en voz baja, y los españoles el rasgo racial de gritar, porque esto no es una cuestión de nacionalidades, sino de educación”. El tipo, claro, se quedó cortado.

            Pero es que eso de los móviles es alucinante. ¿Habéis viajado en AVE? Mira que recomiendan que quienes vayan a hablar por teléfono lo hagan en las plataformas, pero ni caso. Siempre hay unos cuantos que, nada más arrancar el tren, sacan su Iphones y se ponen a hablar a voz en grito, generalmente sobre gilipolleces. ¿Por qué hablan tan alto? Tienen un teléfono, ¿no? Es como si desconfiaran de la tecnología... Pero no; sencillamente, a los españoles nos encanta gritar como becerros.

            Hace tres o cuatro veranos, Pepa y yo pasamos las vacaciones viajando en coche por Noruega. Habíamos contratado los hoteles desde Madrid y pasábamos dos o tres noches en cada uno de ellos, conforme nos desplazábamos de fiordo en fiordo. Como estábamos a media pensión, cenábamos siempre en los hoteles, en cuyos comedores solía reinar un escandinavo silencio. Pero no siempre; de vez en cuando, al aproximarnos al restaurante, escuchábamos un inesperado griterío. Entonces sabíamos con certeza que acababa de llegar un autobús cargado de españoles (para ser justos, también podían ser italianos o norteamericanos, pueblos estos igualmente vocingleros).

            ¿Por qué hacemos tanto ruido los españoles? Vale, somos sureños, el clima es benigno y estamos acostumbrados a hacer vida social en el exterior, donde quizá haya que hablar un poco más alto para hacerse entender. Pero ¿es que no nos damos cuenta de que, al estar en un interior, no hace falta seguir vociferando; entre otras cosas porque el sonido rebota contra las paredes y se multiplica? ¿O es que a los españoles, cuando conversamos en grupo, no nos interesa lo más mínimo lo que digan los demás, sino tan solo hablar nosotros, para lo cual vamos alzando progresivamente el tono de voz, con el único propósito de imponernos, no en función de los argumentos, sino por la acústica? ¿O es que sencillamente carecemos de esa educación básica que consiste en tener en cuenta a los demás? Probablemente sea eso.

            Ignoro si antes, digamos que hace cincuenta años, los españoles éramos más educados. Yo estaba allí, vale, pero no me acuerdo, y no voy a caer en la tentación de pensar que cualquier tiempo pasado era mejor. Supongo que sí, porque por entonces había mucha población rural, o de origen rural, y en los pueblos la gente suele ser más educada que en las ciudades, pero no lo sé. En cualquier caso, aunque entonces fuéramos unos salvajes, estoy seguro de que en lo que respecta a urbanidad hemos ido a peor.

            No sé lo que le pasa a este país nuestro, pero cada vez me gusta menos. Nos empujamos los unos a los otros para pasar primero, nos saltamos las colas, gritamos, aparcamos donde nos sale del pijo (por ejemplo, en los lugares reservados para discapacitados), insultamos, no escuchamos, pasamos de la cultura, y sobre todo nunca, nunca, nunca nos disculpamos, porque nunca hacemos nada incorrecto. Somos españoles y estamos encantados de ser así.

            En realidad, eso pretendía decirle a mi mujer el tipo del móvil: Los españoles gritamos porque es nuestra forma de ser, y como estamos en España, guiri de mierda, vamos a seguir gritando todo lo que nos salga de las narices. Genial: hemos convertido la mala educación en un rasgo de nuestra idiosincrasia. Pero, en fin, ¿qué se puede esperar de un país cuya “fiesta nacional” consiste en martirizar y matar a un animal? Bien pensado, es un milagro que no sigamos viviendo en cuevas y empuñando hachas de sílex.

            Vale,  vale, vale; estoy generalizando y todas las generalizaciones son injustas. Pero, qué queréis que os diga, eso de gritar debe de ser algo atávico en nosotros. A fin de cuentas, en el primer parlamento, de la primera escena, del primer acto del Tenorio de Zorrilla, Don Juan dice: ¡Cuál gritan esos malditos! / Pero ¡mal rayo me parta / si en concluyendo la carta / no pagan caros sus gritos!

            Como veis, la cosa viene de lejos.

miércoles, junio 10

martes, junio 9

Feria del Libro



            No recuerdo cuándo fue la primera vez que visité la Feria del Libro de Madrid; supongo que era un adolescente y fui con mis padres y/o alguno de mis hermanos. Lo que sí recuerdo es que, desde los veintipocos años hasta ahora sólo me he perdido una edición (por enfermedad). Visitar la Feria siempre ha sido para mí uno de los hitos agradables del año.

            Participar activamente en la Feria es harina de otro costal. Sólo he ido dos veces a firmar libros, ambas a mediados de los 90. La primera fue con mi antología de ciencia ficción El círculo de Jericó; debí de firmar una docena de ejemplares, todos ellos a amigos y conocidos del mundillo del género. La segunda fue con mi primera novela juvenil, El último trabajo del sr. Luna. Firmé tres malditos ejemplares a lo largo de dos eterna horas. Para colmo de males, dos casetas a mi izquierda estaba firmando Arturo Pérez Reverte, y la cola de gente que esperaba su firma se perdía en lontananza. Me sentía ridículo, ahí sentado, con un bolígrafo inactivo en las manos, esperando que alguien me hiciera algo de caso.

            Bueno, eso era al principio de mi carrera, cuando no me conocía ni dios; supongo que ahora firmaría algo más, no lo sé. Y no lo sé porque, en aquel entonces, tomé la decisión de no volver jamás a firmar en ninguna feria. Todos los años me lo pide alguna editorial o alguna librería, y todos los años digo que no. Supongo que dentro de poco dejarán de proponérmelo. Mejor así.

            Lo cual no significa que no haya firmado, y siga firmando, ejemplares de mis libros. Cada vez que doy charlas en colegios e institutos firmo ejemplares, a veces, ay, a cientos. Y lo mismo ocurre cuando participo en actos públicos; siempre hay alguien que me pide una firma, y yo, por supuesto, dedico y firmo. Pero ¿ir voluntariamente a una feria? Ni de coña.

            De hecho, ¿qué sentido tiene eso de ir a firmar? ¿Por el contacto con los lectores? Ya, pero ¿qué mierda de contacto puede haber en los escasos minutos que se tarda en firmar? De hecho, me relaciono mucho más con los lectores en las charlas y a través del blog que en la más nutrida firma de libros. Entonces, ¿qué? ¿Por darles a los lectores la oportunidad de que me conozcan? Será de que me vean, porque poco me van a conocer. Además, no comparto ese deseo de conocer a los autores de los libros que te gustan. Lo importante es la obra; el escritor, como persona, carece de interés. La verdad es que conocer a escritores, en general, es comprar papeletas en la rifa de la decepción. Lo mejor que puede ser un escritor es un nombre, y quizá una foto y una breve biografía en la contraportada. Ir más allá no me parece juicioso.

            ¿Por qué tantos autores no solo quieren ir a firmar, sino que se enfadan si no les invitan? Muy sencillo: por pura, nítida y rutilante vanidad. Ir a firmar a la Feria es como entrar en el Olimpo, la confirmación de que eres un creador con mayúsculas, la certificación pública de tu inmenso talento. Reconozco que lo mismo me pasó a mí aquella primera vez. Me han invitado a la Feria, pensé. Ya soy un escritor de verdad, ya estoy entre los grandes. Luego, mientras la gente pasa frente a ti sin dirigirte siquiera una triste mirada, comprendes que eso que has hecho, escribir y publicar un libro, no es el acto grandioso que imaginabas, sino la misma banalidad que han perpetrado antes que tú cientos, miles de imbéciles. En fin, sin duda es una cura de humildad. Lo que no entiendo es a esos escritores desconocidos que, año tras año, insisten en ir a firma a la Feria, aunque no firmen una mierda. ¿Para qué, con el calor que hace? Son ganas de pasarlo mal.

            Pero la Feria, como visitante, me sigue gustando. Tanto, que la considero un regalo, pues  cada año la visito el día de mi puñetero cumpleaños. Me gusta por los libros, claro, pero también por el escenario (el parque de El Retiro es precioso). La recorro tranquilamente, por la mañana, desde que abren hasta que cierran. Suelo encontrarme y charlar con amigos, me tomo un limón granizado a la sombra, compro algunos libros que no debería comprar.

            El único pero que le pongo es que es demasiado grande, hay demasiadas casetas. ¿Qué sentido tiene la participación de tantísimas librerías que venden exactamente lo mismo? Yo sólo visito las casetas de las editoriales y de las librerías especializadas; pero como no están concentradas, debo recorrer todo el recinto bajo un sol generalmente abrasador. Pero, en fin, vale la pena.

            Y a veces ocurren anécdotas. Una de las más divertidas me sucedió hace dos años: Iba yo paseando y, delante de mí, caminaban tres chicos de trece o catorce años. De pronto, uno de ellos exclamó a voz en cuello (disculpad el lenguaje; es una transcripción literal): ¿No conocéis a César Mallorquí? ¡El último trabajo del sr. Luna es la polla! ¡César Mallorquí es la polla”... Sonriendo, me adelanté unos pasos y le dije: ¿Sabes quién soy yo? El chico se me quedó mirando, boquiabierto, y musitó: ¿César Mallorquí...? Asentí con un cabeceo y le estreché la mano, agradeciéndole su entusiasmo. Fue gracioso; espero que para él también.

            Mañana, como todos los años, me daré una vuelta por la Feria del Libro. Compraré algún que otro título innecesario, charlaré con los amigos, tomaré un limón granizado, pasearé por el parque y espero no sudar demasiado, aunque ya empieza a hacer un calor infernal en esta ciudad dejada de la mano de dios. Pero este año haré algo más:

            El próximo sábado, 13 de junio, a las 13:00 horas, tendrá lugar en el pabellón de actividades de la Feria la presentación del libro Historia y antología de la ciencia ficción española (Cátedra). Habrá un coloquio en el que participarán los editores, Julián Díez y Fernando Ángel, algunos buenos escritores y yo. Sería estupendo que os pasarais por allí. Y si alguien me lo suplica de rodillas, puede que incluso le firme un libro.

miércoles, junio 3

Marcianos en Valencia



            Mañana, jueves 4 de junio, a partir de las 17;30, participaré en un coloquio sobre La guerra de los mundos, de H. G. Wells, en el MuVIM (Museo de la Ilustración y la Modernidad de Valencia). Me acompañarán en el debate Pau Gómez y Rafael Maluenda, y después se proyectará la adaptación cinematográfica de la novela que realizó Spielberg en 2005. Si a algún merodeador le apetece pasarse por allí, será bienvenido.

            Besos.

El placer de perder la Esperanza



No suelo odiar. No porque sea un santo, sino porque el odio es una emoción muy intensa en la que hay que invertir muchísima energía. Demasiada para alguien tan vago como yo. Así que soy una persona de pocos odios. El odio requiere perseverancia, concentración, fuerza de voluntad, obstinación... un latazo, vamos. Prefiero convertir ese odio en desprecio, asco o indiferencia, emociones mucho menos exigentes en lo que a energía se refiere. Si alguien se porta mal conmigo, no lo odio: lo tacho, deja de existir para mí. Y eso, la indiferencia, requiere muy poco esfuerzo.

            No obstante, a veces es inevitable odiar. Por ejemplo, últimamente he detestado a dos políticos. Uno, José María Aznar.  Sólo con verle u oírle me ponía –me pone- enfermo. No sólo me provoca odio, sino también desprecio y asco. Como decía Gabilondo, saca lo peor de mí mismo. Pero bueno, Aznar está más o menos fuera de la vida pública y ya sólo es un recuerdo desagradable.

            El otro político sigue ahí (aunque ojalá por no mucho tiempo), apestando el mundo con su hedor de mal bicho. Me refiero a Esperanza Aguirre. Por supuesto, no comparto ni remotamente sus ideas políticas, pero no la odio por su ideología. Es decir, no la odio por su condición de político, sino como ser humano; porque la señora Aguirre (y que me disculpen las auténticas señoras por llamarla así) es prepotente, altiva, marrullera, despectiva, petulante, falsa, manipuladora, soberbia, corrupta y una de las más descaradas mentirosas que me he echado a la cara, incluso según los laxos estándares de la política.

            El incidente en el carril bus de la Gran Vía, con su posterior huida de los agentes de movilidad, debería haber bastado para incapacitarla como política; pero si a eso añadimos que ella ha sido la responsable (al menos in vigilando) de la mayor trama de corrupción ocurrida en Madrid, la comunidad que presidía, entonces convendremos que esa mujer, en cualquier país democrático, habría sido expulsada con cajas destempladas de la vida pública. Pero estamos en España, amigos míos, un país de escasa sensibilidad democrática, así que un buen día nos encontramos con que la entrañable Esperanza Aguirre era la candidata del PP a la alcaldía de la capital.

            Se me cayeron, plonc-plonc, las pelotas al suelo. Desde 1991, en Madrid hemos tenido los siguientes alcaldes: el meapilas de Álvarez del Manzano, cuya principal contribución a la ciudad fue potenciar las procesiones de Semana Santa; el faraónico Gallardón, cuyas megalómanas obras nos tendrán endeudados hasta 2040; y la inútil Ana Botella, que nos ha hecho comprender en su auténtica dimensión el significado de la palabra “ridículo”. En total, 26 años de gobierno municipal de la derecha han logrado convertir a Madrid en una ciudad antipática, inhóspita y caótica.

            ¿Y ahora la nauseabunda Esperanza Aguirre? En ese momento tomé la decisión de votar a quienquiera que fuese que pudiera arrebatarle el cargo a la condesa. Vamos, que antes votaría a Darth Vader o a Hanibal Lecter que consentir que la Espe se convirtiese en alcaldesa. Al principio pensé que su principal rival sería Antonio José Carmona; además, le había escuchado en algún que otro coloquio y parecía un tipo razonable. Pero llegó la precampaña y Carmona se puso a hacer y decir gilipolleces. Afortunadamente, la por entonces no muy conocida Manuela Carmena comenzó a crecer en las encuestas.

            Me informé un poco sobre esa señora (en el caso de Carmena, el apelativo “señora” es correcto) y descubrí que era una persona honesta de trayectoria intachable. Además, no es miembro de ningún partido. No es una política profesional. Mi voto, pues, para ella.

            Llegó la campaña y Aguirre (¿la cólera de dios?) entró en ella tan sobrada como siempre, convencida de que su magnética personalidad y su pizpireto desparpajo le garantizaban un éxito seguro. Y comenzó a hacer gilipolleces; que si ahora saco un sofá a la calle, que si ahora explico mi programa en una barca del Retiro, que si ahora doy un paseíto en bicicleta... ¿De verdad creía que estaba el horno para bollos con tantas chorradas?

            Cuando se dio cuenta de que Carmena le pisaba los talones, cometió el error de convertirla en el foco de su campaña, intentando destruir a cualquier coste su reputación. Eso no hizo más que acrecentar la figura de la discreta Carmena. ¿Recordáis el debate entre ambas? Era como la bruja mala intentando demostrar que el hada buena es en realidad un demonio.

            Finalmente llegaron las elecciones. La más votada fue la bruja mala (lo cual es triste), pero por los pelos y no con los escaños suficientes. Parece cantado que Carmena será la futura alcaldesa. ¡Bravo! En fin, a estas alturas ya soy demasiado escéptico para ilusionarme con cualquier político (de hecho, para ilusionarme con nadie), pero confío en que Carmena no lo haga mal del todo. Su personalidad es agradable (me recuerda de Tierno Galván) y puede que baste con eso para que el rostro de Madrid se vuelva más amable. En cualquier caso, un trillón de veces mejor ella que la repelente Aguirre (recordad que Darth Vader también habría sido una opción más adecuada).

            ¿Por qué ha ocurrido esto; por qué, por una vez, han ganado los buenos? ¿Por el irresistible tirón de Podemos? No. Carmena no pertenece al partido de Pablo Iglesias, y se presentaba con Ahora Madrid, una plataforma de unidad popular de la que, sí, forma parte Podemos. Pero el éxito no se ha debido a ese partido. Y la prueba es esta: Ahora Madrid ha obtenido (aprox.) 519.000 votos, mientras que Podemos en la comunidad sólo ha conseguido 289.000. Lo cual significa que mucha gente que no pensaba votar a Podemos ha votado sin embargo a Ahora Madrid. ¿Por qué? Sin duda, en parte por la personalidad de Carmena. Pero también por otro motivo que el propio Errejón (que no es tonto) apuntó: porque la rival de Carmena era Esperanza Aguirre, una política que despierta adhesiones inquebrantables (de ahí los votos obtenidos), pero también odios tan furibundos como el mío.

            Una noche, poco antes de que comenzara la campaña, estábamos unos amigos y yo cenando en el José Luis (uno de los restaurantes más pijos de Madrid) de La Moraleja (la urbanización más pija de Madrid). Cerca de nosotros había una mesa ocupada por seis o siete personas muy pijas de mediana edad. Dos de ellas, un hombre y una mujer, estaban discutiendo. Ella sostenía que Aguirre era la mejor política del planeta, una persona valiente que siempre decía las verdades. Él replicaba: ¿Pero cómo voy a votar a la responsable de tantísima corrupción? Ese hombre era el perfecto ejemplar de pijo, un votante natural de la derecha; pero consideraba inmoral votar a Aguirre. Quizá votó a Ciudadanos, quizá se abstuvo, pero le negó el voto al PP. A causa de la condesa.

            Es decir, muchos votantes de la derecha decidieron no votar a Aguirre. Otros muchos, como yo, habrían votado hasta al pato Donald con tal de impedir el triunfo de la susodicha. Y la bruja perdió. Y luego le entró la pataleta y se puso a hacer declaraciones y propuestas surrealistas. Primero le ofreció la alcaldía a Carmona. Acto seguido propuso un frente anti-Carmena. Sin solución de continuidad abogó por un gobierno de concentración que incluiría a Carmena. Y finalmente volvió a empeñarse en convencernos de que la jueza es una peligrosa bolchevique que pretende instaurar soviets en la capital. Incluso se convocó una manifestación contra Carmena en la plaza de Colón, a la que asistieron unos cuatrocientos carcamales filo-fascistas. Ah, la vieja Aguirre... Nunca nos defrauda.

            En un país democrático, con políticos y ciudadanos democráticos de corazón, la carrera política de Aguirre habría acabado aquí. Ya no ostenta ningún poder, tiene más enemigos en su partido que fuera de él, está manchada hasta las cejas por la corrupción que amparó y ha demostrado que ya no es una candidata ganadora. Pero estamos en España, ya sabéis, y Aguirre es una especialista en resucitar. ¿O es que nos hemos olvidado de Tamayo y Sáez? Pues eso.

            En cualquier caso, qué placer fue contemplar el rostro desencajado de la condesa tras conocerse los resultados de las elecciones. Y es que, lo reconozco, me conformo con cualquier cosita.