viernes, diciembre 24

Cuento de Navidad: El ángel y la señora Monroy


Pero antes del cuento, un mensaje de éste vuestro seguro servidor.


A lo largo del año, los puntos por donde sale y se pone el Sol (orto y ocaso) se van desplazando poco a poco. Conforme nos hemos ido acercando al solsticio de invierno, el ocaso se ha movido hacia el norte, y a partir de ahora (desde el solsticio) lo hará hacia el sur. Del mismo modo, todos lo sabemos, la duración del día se ha ido acortando, hasta llegar a la noche más larga, la del solsticio. El caso es que el Sol nunca se pone dos días seguidos por el mismo punto. Nunca, salvo durante los solsticios. Al llegar el de invierno, por ejemplo, durante tres días el Sol parece ponerse por el mismo sitio.

¿Captáis el simbolismo? El Sol es dios. Durante medio año, el poder de dios (la luz y el calor) va menguando, hasta que llega el solsticio y dios muere. Permanece tres día muerto (durante tres días el Sol se pone por el mismo lugar) y, finalmente, el día 25 resucita (nace de nuevo) y el ocaso comienza a desplazarse hacia el sur, incrementándose paulatinamente las horas de luz y la temperatura. Ese es el origen de todos los dioses solares (que mueren y resucitan) inventados por la humanidad, desde Apolo hasta Cristo, pasando por Horus, Mitra y un montón de deidades más.

Así que aquí estamos, un año más, dispuestos a celebrar esta noche la muerte y resurrección del Sol. Y como todos los años desde que, hace cinco, comenzamos a levantar este zigurat de palabras que es La Fraternidad de Babel, os voy a regalar un cuento de Navidad. Se llama El ángel y la señora Monroy, y quizá requiere un breve comentario.

Veréis, cada año, mediado noviembre, empiezo a buscar argumentos para el relato navideño. Dicen que un escritor no elige las historias que va a escribir, sino que son las historias quienes eligen al escritor para ser relatadas. Y es cierto; suelen ocurrírseme varias ideas, pero no paro de darle vueltas hasta que surge una que, por algún motivo, me exige que la escriba. Eso me ocurrió este año, pero había un pequeño problema...

Por lo general, procuro que los cuentos sean cortos; no sólo porque así me dan menos trabajo, sino también, y sobre todo, porque sé que leer en pantalla es un coñazo. Sin embargo, la historia de este año, aunque sencilla, requiere su tiempo, su espacio. Así que me ha salido un poco más larga de lo habitual. Lo siento. En cualquier caso, espero que os guste. Y si no os gusta, lo que siempre digo: confortaos pensando que, al menos, os ha salido gratis.

Vivimos tiempos chungos, amigos míos, y ya sabemos que no hay situación, por mala que sea, que no pueda empeorar. Quién sabe, quizá el año que viene se hunda definitivamente la economía mundial y nos veamos todos, no ya recogiendo cartones, sino comiéndonoslos. O puede que Corea del Norte le lance una bomba H a Corea del Sur, o que Israel haga algo similar con Irán, originando una debacle nuclear que nos deje a todos entre fritos y mutantes. O quizá nos invadan unos extraterrestres cabrones con la intención de follarse a nuestras hermanas y comerse nuestros cerebros (o viceversa). Qué sé yo, hay tantas cosas que pueden ir mal. Como decía uno de mis personajes, Jaime Mercader: lo sorprendente no es que la vida surja, sino que perdure.

Pero, ¿sabéis?, estoy hasta las pelotas de que me acojonen. Si no es la economía, es el cambio climático, o la gripe del pollo, o la del cerdo, o una pérfida conspiración mundial, o los emigrantes (en particular si son árabes), o los terroristas, o los siniestros comunistas, o las hordas fascistas, o el anticristo, o los transgénicos, o algún asteroide cabrón, o la profecía 2012, o los chinos, o las armas de destrucción masivas... Bueno, vale ya, coño.

Como decían los vikingos antes de ponerse ciegos de aquavit: hemos de morir, pero no hoy. Y hoy, amigos míos, os deseo algo muy concreto: os deseo que esta tarde, o esta noche, o mañana, os quedéis un momento a solas en vuestra casa, o allí donde estéis, y os deseo que recordéis alguna Navidad del pasado, de cuando erais niños, y que luego dejéis la mente en blanco, como si nevara sobre vuestra memoria, y que, durante unos minutos, prestéis atención a lo que os rodea, a los sonidos, a los olores, a vosotros mismos... no lo razonéis: sentidlo. Eso es lo que os deseo, porque quizá, si hay suerte, podáis convertir ese momento en un instante eterno.

Esta tarde, como todos los años, comenzaré a preparar la cena junto con Pepa. Es un ritual, igual que lo son estas fiestas. Pero es que a los humanos nos gustan los rituales; nos tranquilizan, porque nos conectan con la eternidad.

Espero que seáis felices, que viváis el momento, que cantéis, que os beséis, que bebáis y comáis sin mesura, que lloréis por lo que se fue y os riáis de lo que vendrá. Amigos míos, merodeadores de Babel, ojalá mi relato de este año no os disguste demasiado. Y de todo corazón: felices fiestas, feliz solsticio.



El ángel y la señora Monroy

por César Mallorquí


La noche era un desierto salpicado de luces de colores. Guarecido del frío en un portal situado enfrente de la casa, Abilio lió un canuto, lo encendió con el mismo Bic que había empleado para ablandar la china y fumó lentamente, reteniendo el humo en los pulmones tras cada calada, con la mirada fija en las ventanas del bajo derecha. A lo lejos sonaba un villancico; el reloj de una iglesia hizo tañer diez veces su campana. Abilio llevaba más de una hora ahí plantado, sin hacer nada salvo fumar y vigilar. A sus veintitrés años de edad había aprendido que, cuando vas a dar un palo, toda precaución es poca (...)

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domingo, diciembre 19

Navidad


Hay una forma infalible de saber si estás “programado” para que te guste la Navidad. Es muy sencillo: basta con ver ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra; algo nada complicado, pues todos los años, al llegar estas fechas, emiten esa película en alguna cadena de TV (ayer mismo en Telemadrid). La cuestión es que cuando llegas al final de la cinta pueden ocurrirte dos cosas: que se te salten las lágrimas o que tus ojos permanezcan secos como arenques en salazón. Si sucede lo primero, si lloras, es que, aunque no lo sepas, te gusta la Navidad.



Y da lo mismo si has visto la película un montón de veces o es la primera vez que la contemplas. Yo debo de haberla revisitado... no sé, ocho, nueve, diez veces, quizá más, y siempre, por muy prevenido que esté, acabo llorando como una magdalena. Porque, aunque durante mucho tiempo no lo supe, estoy programado para la Navidad.


De pequeño, las vacaciones de Navidad eran las que más me gustaban. Más incluso que las de verano, aunque éstas eran seis veces más largas. ¿Por qué? No estoy seguro. Sin duda por la fiesta de Reyes, pues mis padres eran extremadamente generosos conmigo, pero no solo era eso. Había algo extraño en las fiestas navideñas, una especie de magia, un hechizo precedido por múltiples señales. La primera señal era la aparición de los especiales de Navidad de algunos tebeos (Pulgarcito y Tío Vivo); solían estar en los kioscos a partir de la segunda semana de diciembre. Luego, ponían las luces en las calles y se adornaban los escaparates, en la radio sonaban villancicos y por casa comenzaban a pasar distintos trabajadores solicitando el aguinaldo: basureros, serenos, porteros, faroleros, regadores... Joder, qué costumbre más tercermundista. A los guardias de tráfico que estaban fijos en un cruce, regulando la circulación como semáforos humanos, también solían regalarles cosas (cestas de Navidad, por lo general) que ellos muchas veces exhibían en su puestecito (supongo que a modo de reclamo). No sé, había algo especial en la Navidad y a mí me encantaba.


En junio de 1971 murió mi madre. Yo tenía 18 años. Las navidades de aquel año fueron extrañas y relativamente tristes. Pero no del todo tristes. Mi padre insistió en adornar la casa como siempre habíamos hecho, así que una tarde mi hermano Eduardo y yo fuimos a la escuela de Montes para comprar un árbol. Y escogimos un pino grande y hermoso, tan grande y hermoso que no recuerdo cómo conseguimos transportarlo a casa (supongo que en la baca del coche, rezumando pino por delante y por detrás). Nuestro piso (Españoleto, 23, 3º dcha.) tenía el techo a tres metros de altura, y aquél árbol en su tiesto debía de medir unos tres metros y medio, así que el pobre pino topaba contra el techo y se doblaba. Era algo entre grotesco y amenazador, cómo si tuviéramos un trífido en casa (ver El día de los trífidos, de John Windham).


La única solución fue serrarle el extremo superior, lo cual le confirió al pobre árbol un aire decididamente extraño. A mí me entró un ataque de risa y mi padre se agarró un cabreo (lo siento, papá, pero tenía gracia). Creía que no nos tomábamos en serio la primera Navidad sin nuestra madre, pero no era así. Compramos ese pino porque era el más bonito; el problema fue que no nos dimos cuenta de que, al meterlo en la maceta, su altura aumentaría notablemente. Esas navidades, mi padre y mi hermano José Carlos pasaron el fin de año en Londres, y mi hermano Eduardo no sé dónde se metió; el caso es que me quedé solo en casa y aproveché la circunstancia para organizar una fiesta de Nochevieja que resultó bastante salvaje. Llegó a haber más de cien personas, a la mitad de las cuales no conocía. Ni llegué a conocer, porque tenía un pedo de mariscal general.


Ese fue el comienzo de la etapa más desquiciada de mi vida. En noviembre del año siguiente murió mi padre. Mis dos hermanos ya estaban casados, así que sólo vivíamos en casa mi padre y yo. No recuerdo cómo fue esa Navidad. No recuerdo absolutamente nada. Lo he borrado por completo de mi memoria. De hecho, a partir de aquel momento las fiestas de Navidad dejaron de tener sentido para mí. Todas ellas, durante mucho tiempo, año tras año, se convirtieron en un gran vacío del que sólo conservo retazos aislados. Y ninguna ilusión. La magia se había ido.


Durante unos años trabaje como periodista free lance; luego me metí en publicidad. Las dos últimas agencias en las que trabajé estaban situadas en el AZCA, el segundo centro de Madrid, un enclave situado junto a la Castellana. Una estaba en el edificio del Banco Zaragozano, otra en el edificio Windsor (el rascacielos que ardió hace unos años). Ambos lugares se hallan muy cerca del Corte Inglés y toda esa zona es muy comercial. Al llegar las navidades, aquello era, y es, un infierno. ¿Os imagináis lo que supone salir cada día de currar para meteros de lleno en un eterno atasco de tráfico? No se podía ni caminar por la calle, ni ir a un restaurante, ni hacer una compra; todo estaba atestado de gente. Además, justo antes de las fiestas hay mucho trabajo publicitario. Conclusión: odiaba la Navidad.


Pero luego me casé, y tuve hijos, y esos niños me devolvieron la ilusión por la Navidad. Su ilusión era la mía. También se es feliz siendo un rey mago. Y un buen día me dije: vale ya de hacerte el duro, vale ya de ir de listo y de sobrado. Las navidades son para los niños, ¿no?; y tú presumes de llevar a un niño dentro de ti, ¿verdad? Pues entonces dale cancha, mamón, permite que el niño disfrute. Y en eso estamos.


¿Sabéis por qué llorar al final de ¡Que bello es vivir! prueba que te gusta la Navidad? No porque el clímax de esa película tenga lugar en esa fecha, no. La cuestión es que ¡Que bello es vivir!, como gran parte de la filmografía de Capra, no es más que un montón de mentiras bonitas honestamente narradas. Capra no refleja el mundo tal como es, sino tal y como debería ser. Y lloramos porque, aunque sabemos que es mentira, nos gustaría que las cosas fueran de ese modo, que la bondad y el amor siempre acabaran triunfando.


¿Y qué es la Navidad? Un montón de bonitas mentiras, un mundo podrido que se disfraza con guirnaldas de luces y espumillón plateado para simular que es un lugar decente. Todo más falso que la palabra de un político. Vale, ¿y qué? No podemos vivir todo el año en una peli de Capra, pero un par de semanas ¿por qué no?


No me gusta la Navidad en su sentido católico, aunque celebrar el nacimiento de un niño, de cualquier niño, tampoco está mal. Pero la Navidad, ya lo sabemos, es una impostura cristiana. Según las escrituras, Jesús debió de nacer en primavera o verano, pero en ningún caso a comienzos de invierno. Pese a ello, las autoridades religiosas decidieron en el siglo IV fijar la fecha del nacimiento el 25 de diciembre. ¿Por qué? Para superponerla a la principal fiesta religiosa pagana: el solsticio de invierno, que conmemora la muerte y resurrección del Sol (Cristo es un dios solar). Así pues, cuando nos reunimos para celebrar la noche del 24 y el día 25, estamos repitiendo un ritual mucho más antiguo que el cristianismo. Celebramos, igual que nuestros más remotos antepasado, el final de un ciclo y el comienzo de otro. Y no sé por qué, pero eso me emociona. Es como formar parte de algo muy antiguo y muy íntimo.


Todo los años, al llegar estas fechas, espero que algo suceda. Y a veces ocurre y a veces no. Pasado mañana, 21 de diciembre, es el día del solsticio invernal. Intentaré captar ese momento y, si lo logro, os lo mostraré.


Entre tanto, todavía no os deseo felices fiestas. Lo haré el próximo viernes.

jueves, diciembre 9

Babel 5


La Fraternidad de Babel cumple hoy cinco añitos. Es increíble... Todavía recuerdo la tarde de diciembre en que me llegó un e-mail de Care Santos invitando a visitar su blog. Entré en él y, tras echarle un vistazo, cliqueé sobre un reclamo de Blogger que proponía crear tu propio blog con toda facilidad. Cierto, era muy sencillo. Y como nada me motiva más que la oportunidad de perder el tiempo en vez de trabajar, creé un blog con la intención de destruirlo acto seguido. Pero no lo hice, lo colgué en la Red, y todavía no sé por qué. De hecho, durante el primer año no tuve nada claro el sentido de la bitácora, e incluso estuve a punto de cerrarla. Pero, de repente, lo comprendí: Babel no tiene, ni tiene por qué tener, sentido alguno. No hay una finalidad, ningún objetivo, ninguna razón. Como la vida misma. Babel es una extensión de mí donde hablo de asuntos que no podría tratar en otra parte. Eso es todo.



En realidad, la cosa es muy sencilla. No hay método, no hay sistema, no hay planificación. Simplemente escribo sobre lo que se me ocurre en cada momento. Puede ser un retazo de mi pasado, un comentario sobre una novela/película/cómic, una opinión, un tema de actualidad, un obituario, un relato... cualquier cosa, lo que sea que en ese momento me interese. Al no ser un blog temático, lo que en realidad ofrezco es a mí mismo, lo cual no deja de ser el colmo de la vanidad. Es como subirse a un pedestal y decir: miradme, ¿a que soy la hostia? Bueno, puede que sí, sin duda hay un poco o un mucho de vanidad, pero al menos tengo la coartada de ser escritor profesional. Ofrezco gratis lo mejor que sé hacer (hay otras cosas que se hacer muy bien y también son gratuitas, chicas) (es broma) (no son gratis, cobro) (también es broma). ¿Es suficiente con eso? Que cada cual lo decida, porque basta un simple clic para mandarme a hacer puñetas.


Pero no soy sólo yo, claro. Están los merodeadores de Babel. Vuestros comentarios cuentan y mucho; sin ellos, este enclave no tendría sentido. Reconozco que he llegado a sentirme amigo de muchos de vosotros, aunque no os conozco personalmente. Por eso, lamento la pérdida de aquellos merodeadores que frecuentaron el blog durante un tiempo y luego se desvanecieron. Echo de menos a varios de ellos y cuando, ocasionalmente, vuelven por aquí, me llevo una alegría. Una de las cosas buenas de Babel es que sus visitantes son de lo más variado. Por un lado están mis lectores, muchos de ellos muy jóvenes, algo que me encanta. Por otro, viejos, y no tan viejos, guardianes de la llama de la cf y la fantasía. Luego tenemos a mis amigos de siempre y, finalmente, a personas que no sé cómo han llegado aquí, pero que me encanta que estén. También han pasado por Babel algunos impresentables, pero eso no se puede evitar. Recuerdo dos, en concreto, particularmente insidiosos; uno me detestaba por razones políticas, y el otro por motivos religiosos. Afortunadamente, hace mucho que no se les ve por estos pagos.


Recientemente, os pregunté acerca de Babel. ¿Valía la pena seguir? Algunos pensasteis que iba a abandonar el blog, pero no era ese mi propósito. Sólo quería saber si me había apartado de mi línea (si es que tengo alguna), o si me estaba repitiendo, o si, sencillamente, tanto César Mallorquí acaba cansando. No sé..., en el fondo da igual; no voy a cambiar, porque Babel me gusta así, como es. Otra cosa es el aspecto físico del blog. Todos los que conozco han cambiado su apariencia una o más veces, pero Babel sigue prácticamente igual que cuando empezó. Este mismo año he añadido un dibujo al encabezamiento. Es una vista de Babilonia, un poco naif. Me recuerda a las ilustraciones de La epopeya del hombre, un libro de Life (1962) que adoraba de pequeño. Me pasaba las horas muertas mirándolo... He hecho algunos cambios más, pero poca cosa; en general, el blog tiene el mismo aspecto de siempre.


Y, para ser sincero, me gusta así. En sus mejores momentos, Babel es como una tertulia de café; y los cafés con tertulia los imagino viejos y anticuados, lugares por donde parece que el tiempo se ha detenido. No obstante, reconozco que es un diseño feo. Los hay mucho más modernos y bonitos. Durante un tiempo he dudado entre cambiarlo o no, y al final he optado por preguntároslo a vosotros. Ahí, arriba a la derecha, hay una encuesta que estará abierta hasta final de año. Por ahora, ganan con creces los que les importa un bledo el aspecto de Babel y hay un empate entre el sí y el no. Ya veremos. En cualquier caso, os animo a expresar vuestra opinión.


Echemos cuentas: ésta es la entrada 386, lo que da una media de 77,2 entradas por año; más o menos, una cada cuatro días y medio. No parece mucho, pero si calculamos que cada entrada ocupa una media de dos páginas a dos espacios (es algo más, pero seamos prudentes), obtendremos que he escrito 772 páginas en total. Eso son dos o tres novelas. No está mal. Sea como fuere, todo eso lo he hecho porque me ha salido de las narices, así que nadie me debe nada. En todo caso, soy yo quien os debe algo a vosotros, por prestaros a jugar conmigo.


Jugar... El primer cambio que realicé en el blog fue añadir una foto mía. Me la hizo mi padre cuando yo tenía cuatro o cinco años. Junto a ella, hace poco añadí lo siguiente: “Lo mejor de mí mismo está en el niño que fui”. Es cierto, lo creo fervientemente. Ese niño, que por entonces se llamaba Quique (mi nombre completo es César Enrique), vive dentro de mí y es él quien todavía tiene la maravillosa capacidad de asombrarse, el que fantasea dentro de mi cerebro, el que busca la belleza en todo, el que se divierte inventando historias, el que contempla alucinado las estrellas, el que se enamora, el que se ríe, el que aún se ilusiona con la Navidad, el que ve un universo en el polvo que flota dentro de un rayo de luz, el que cree que las cosas pequeñas son grandes, el que sueña, el que mantiene la magia...


El encabezamiento de La Fraternidad de Babel dice que es un enclave tutelado por César Mallorquí, pero no es cierto. Babel pertenece a Quique; aunque, a veces, Quique permite que César escriba. Pero César es un coñazo, un idiota que se toma demasiado en serio a sí mismo, cuando sólo es un mediocre de mierda. Por el contrario, Quique brilla, resplandece, igual que ocurre con el niño que todos vosotros lleváis dentro. Babel es el juguete de Quique, pero un juguete al que no se puede jugar a solas, así que espero, confío, ruego, que en el futuro sigáis queriendo jugar con él.


Y, para que comprobéis los estragos del tiempo, presidiendo esta entrada veréis, por primera vez en este show, un reciente autorretrato de César. Comparadlo con la foto de Quique y escuchad mis sollozos.


Feliz cumpleaños, Babel. Feliz cumpleaños, merodeadores.

viernes, diciembre 3

G.N.A.


Creo que los norteamericanos, tan sobrados como van en muchos aspectos, son unos acomplejados en lo que a literatura se refiere. Supongo que la vasta tradición literaria europea les abruma, y desde luego nadie espera que un país joven como EE UU pueda igualar en un par de siglos la milenaria tradición narrativa de naciones como Inglaterra o Francia. Por otro lado, hace tiempo que en EE UU apenas se traducen libros extranjeros (las obras traducidas suponen menos del 3 % ), lo cual está conduciendo al país a un aislamiento cultural del que ya se resiente su literatura, cada vez menos vital e influyente. Pero eso es otra historia.


La cuestión es que, desde que tengo memoria, los norteamericanos van por ahí piando en busca del GNA, que son las iniciales de Gran Novelista Americano y también de Gran Novela Americana. La intelligentsia yanqui aguarda la llegada de ese escritor y de esa obra como si se tratara de un asunto religioso, como si un mesías literario fuera a surgir en cualquier momento para redimirles de su complejo de inferioridad cultural. Y lo gracioso del asunto es que los norteamericanos ya tienen desde hace mucho su propio, flamante e influyente GNA.

¿Quién es ese escritor? ¿Melville con su Moby Dick? Casi, pero no. ¿Hemingway, Dos Passos, Faulkner, Scott Fitzgerald, Steinbeck...? No, aunque la mayor parte de ellos fueron influidos por el autor que tengo en mente y que, como hay un retrato suyo ahí arriba, no vale la pena seguir ocultando. El Gran Novelista Americano es Samuel Langhorne Clemens, más conocido como Mark Twain, y la Gran Novela Americana es Las aventuras de Huckleberry Finn. Pero los yanquis, o la mayor parte de ellos, no lo saben.

No es que no se sientan orgullosos de él; lo están y mucho. Reconocen su influencia y su talento, pero... les sabe a poco, no tiene pinta de mesías literario. ¿Por qué? Pues por la sencilla razón de que Twain era un humorista, y la gente tiende a pensar que el humor no es cosa seria. De un gran literato se espera gravedad y circunspección, no risas. En fin, no me voy a poner ahora aquí por enésima vez a defender el humor, ni señalaré que algunas de las más grandes obras literarias de todos los tiempos son precisamente humorísticas (El Quijote, Tristram Shandy, Los viajes de Gulliver, Cándido, Gargantúa y Pantagruel...)

El caso es que nadie había escrito como Twain antes de él, aunque muchos intentaron después escribir como él (entre otros, y por elegir un género lo más alejado posible, el escritor de ciencia ficción Robert Heinlein). Por otro lado, Twain es total y completamente norteamericano (o, mejor dicho, como antes eran los norteamericanos); su obra se centra en América y cuando habla de otros países lo hace desde un punto de vista americano. Él no estaba abrumado por el peso de la cultura europea, porque había encontrado su propio y revolucionario camino. Además, Twain es un escritor absolutamente moderno; el más actual de los escritores del XIX en mi opinión. Probad a leerle y preguntaos si ese texto, el que sea, no podría haberlo escrito un autor contemporáneo.

Antes he dicho que la gran novela americana es Huckleberry Finn, y sin duda es la obra maestra de Twain. Me encantó cuando la leí, ay, hace tanto tiempo; pero reconozco que no es lo que más me gusta de él. Ni Tom Sawyer, ni Un yanqui en la corte del rey Arturo... Entendedme, todas esas novelas me encantan, pero no son mis favoritas. Lo que más me gusta de Twain son sus relatos cortos.

Hace poco hablé en Babel de Wodehouse, confesándome rendido admirador suyo. Pero no es el único humorista del que soy devoto. Mis otros ídolos del humor (los principales al menos) son Richmal Crompton, Jardiel Poncela, Evelyn Wough, Robert Sheckley y, en un puesto preferente, el gran, el enorme Twain. Recuerdo que, cuando yo era un pizpireto jovenzuelo, me iba a la Casa del Libro, en la Gran Vía , y buscaba en Austral alguna antología suya (El hombre que corrompió a una ciudad, Nuevos cuentos, Un reportaje sensacional y otros cuentos, Fragmentos del diario de Adán y Eva...). No os podéis imaginar las horas de diversión que me depararon esos libros (que todavía conservo, por cierto).


Muchos de esos relatos cortos han quedado como hitos en mi particular libro Guinness del ingenio. Los diarios de Adán y Eva, El peligro de estar en la cama, El billete de un millón de libras, La señora MacWilliams y el rayo o esa desopilante obra maestra que es El robo del elefante blanco. Y no se trata sólo de cuentos, sino también de conferencias, discursos, ensayos, libros de viajes, críticas... Twain fue un autor prolífico y (casi) todas sus obras derrochan talento.

¿Por qué demonios hablo ahora de Mark Twain? Pues porque el pasado martes, 30 de noviembre, se celebró el 175 aniversario de su nacimiento. Y, además, porque en EE UU acaba de editarse el texto completo de su autobiografía. Twain consideró que ese libro era demasiado escandaloso para su época y ordenó que no fuera editado hasta treinta años después de su muerte. Y así se hizo, pero su hija censuró entre un quince y un veinte por ciento del texto (entre otras cosas, las referencias a la religión, porque Twain era un ateazo), así que ésta es la primera edición completa. Y para sorpresa de todos, se ha convertido en un best seller.

No debería sorprendernos; como ya hemos dicho, Twain sigue siendo y siempre será un escritor contemporáneo.

lunes, noviembre 29

Leslie


Hubo un tiempo, antes de que se estrenara 2001. Una odisea del espacio, en que los aficionados a la ciencia ficción teníamos muy claro cuál era la mejor película de aventuras espaciales: Planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956). Hasta entonces, todas los films de cf que se producían (con la excepción de Ultimátum a la Tierra) eran serie B. Planeta prohibido, por el contrario, gozó de un presupuesto holgado, lo cual le permitía contar con un actor tan prestigioso como Walter Pidgeon y con los mejores efectos especiales vistos hasta el momento, obra de A. Arnold Gillespie y la factoría Disney.

De esa película todos los aficionados guardamos dos recuerdos imborrables: Robby, el robot más popular de la historia del cine hasta que llegaron C3PO y R2D2, y las minifaldas que lucía una preciosa y jovencísima Anne Francis (razón por la cual la película tardó once años en estrenarse en la deprimente España católico-franquista). Además de esto, los viejos aficionados a la cf sabíamos otra cosa, el nombre del actor que interpretaba al protagonista, un desconocido canadiense llamado Leslie Nielsen. Lo cual, por cierto, tiene mérito, porque durante los treinta años que siguieron al estreno de Planeta prohibido, Nielsen siguió siendo un perfecto desconocido (en ese periodo solo participó, como secundario, en seis películas, entre las que únicamente destaca La aventura del Poseidón, donde hacía de capitán del barco).

Entonces, de repente, cuando su carrera estaba tan hundida como el Poseidón, participó en Aterriza como puedas (1980) y, de la noche a la mañana, se transformó en el nuevo rey de la comedia. Puede que Aterriza como puedas no sea una gran película, pero sin duda se trata de una de los films más divertidos jamás rodados. En realidad no es más que de una sucesión muy rápida de gags, muchos de los cuales, justo es reconocerlo, son excelentes. Uno de los secretos de su gran comicidad residen en que la mayor parte de sus interpretes no son cómicos, sino actores “serios” que interpretan con gran seriedad sus delirantes papeles. Como dijo Howard Hawks, el secreto de la comedia es hacerla en serio, y esa es la principal característica de Nielsen como cómico: siempre actuaba con grave seriedad, intentando mantenerse digno en todo momento, pese a lo disparatada que fuese la situación. En el fondo, a partir de entonces Nielsen no hizo más que repetir una y otra vez el personaje del inexpresivo e inmutable doctor Rumack de Aterriza como puedas. Pero lo hacía tan bien, era tan divertido, que verle repetir una y otra vez los mismos papeles era como reencontrarse con un viejo amigo.

Aterriza como puedas era una parodia de las películas de catástrofes tan en boga a finales de los 70. A partir de su éxito, hubo una inmediata secuela (y luego otra muy posterior), y se inauguró de hecho el género del “cine parodiando al cine”, con una larga serie de títulos que se toman a cachondeo las películas de género, sea éste el policíaco, el espionaje, el terror, los superhéroes o cualquier otro. La serie The naked gun, los scary movies, Wrongfully Accused, Spy Hard, Superhero movie... la lista es enorme, pero hay una constante: en todos ellos trabajaba Nielsen.

Reconozcámoslo, la práctica totalidad de esas películas son muy malas. Igual que Aterriza como puedas, no son más que acumulaciones de gags, sólo que sensiblemente inferiores a los del film germinal. No obstante, entre tantos malos y repetitivos gags siempre hay alguno original e ingenioso que te hace reír, y mientras te ríes, ahí está Nielsen con su eterno pelo blanco y su cara de palo.

Me caía bien Leslie Nielsen. No sólo porque formara parte de mi particular mitología cienciaficcionera, ni porque me hiciera reír, sino porque, en su vida real, fue el protagonista de un cuento de hadas, un personaje y una historia que no hubieran desentonado en la filmografía de Frank Capra. Pensadlo: Nielsen abandonó su Canadá natal para intentar hacer carrera en Hollywood, soñaba con ser una estrella, pero su carrera fue una mierda. Tanto es así que su primera mujer, harta de pasar miserias, se divorció de él en los 70. Entonces, a los 54 años de edad, aceptado ya el fracaso, Nielsen participa en una comedia barata y, zas, la fama, la riqueza, el estrellato. ¿Es o no es un cuento de hadas?

Hace no mucho vi en la TV una larga entrevista a Leslie Nielsen. Era un tipo divertido, ingenioso, chispeante. Y extrañamente humilde. De hecho, parecía sorprendido por su tardío éxito, como si aun después de tantos años no acabara de creérselo, y también profundamente agradecido, a todos lo que le ayudaron, al público, al cine, a la suerte, a la vida. Parecía un buen tipo. Supongo que la fama le llegó con la suficiente madurez para no envanecerse.

Ayer, Leslie Nielsen falleció a consecuencia de una neumonía en un hospital de Florida. Tenía 84 años y seguía en activo. Su última película estrenada fue, como no podía ser de otra forma, una sátira, pero en este caso, y pasmosamente, española: Spanish Movie (2009). La película es muy mala y él tenía un papel muy breve, casi un cameo. No obstante, ver a Leslie Nielsen y a Chiquito de la Calzada juntos es tan absurdo, tan disparatado, tan surrealista, que en el fondo no deja de ser un digno broche a una carrera basada precisamente en eso, en el disparate.
No creo que haya otra vida después de la muerte, pero si creyese en ello de algo estaría muy seguro: de que el más allá es, desde ayer, un lugar más divertido.
Leslie William Nielsen: 11 de febrero 1926 – 28 de noviembre de 2010. Descanse en paz.




lunes, noviembre 22

Contra la música




No estoy dotado para la música. Me refiero a escucharla, porque “hacerla” ni me lo planteo. El caso es que salí de fábrica con el “área musical” del coco francamente defectuosa. Lo cual no quiere decir que no me guste la música, por supuesto; lo que pasa es que mis gustos musicales son limitados, vulgares y primarios. Y poco intensos; la verdad es que no suelo escuchar música voluntariamente. Desde luego, nunca cuando trabajo, porque me distrae, pero tampoco cuando leo, por el mismo motivo. Ahora que lo pienso, no existe ninguna circunstancia en concreto que me invite a escuchar música voluntariamente... Cuando quiero aislarme, quizá, y cuando estoy melancólico, y cuando quiero experimentar una sensación determinada. Pero muy pocas veces por el mero placer estético.

 Nótese que he empleado la palabra “voluntariamente”, porque estoy harto de oír música de forma involuntaria. Paraos a pensarlo un momento. Oímos música cuando vamos a un gran almacén, cuando cogemos un taxi, cuando esperamos en la consulta del dentista, cuando subimos en algunos ascensores, cuando caminamos por la calle, cuando llamando por teléfono nos ponen en espera, cuando intentamos dormir pero los vecinos dan una fiesta, cuando encendemos la radio o la TV, cuando suena un teléfono móvil, cuando vamos a una iglesia, cuando hay una feria, cuando se celebra prácticamente cualquier cosa... Hay mucha gente, además, que parece necesitar la música tanto como el oxígeno, gente que haga lo que haga tiene que tener siempre música a su alrededor. Mi mujer y mi hijo Pablo, por ejemplo; nada más meterse en el coche conectan la radio y no la apagan hasta llegar al destino.

Vale, cada uno es muy libre de hacer con su culo lo que le venga en gana. El problema es que, de todas las artes, la música es la más intrusiva. Yo decido cuándo consumo o no literatura, cine, teatro, cómic, pintura, escultura, danza, arquitectura... pero ¿música? No, la música se cuela sin mi consentimiento, me invade, y uno puede apartar la mirada, pero no apartar los oídos. Además, si esa música invasora fuese realmente arte, bueno, en fin, al menos habría una disculpa. Pero no, qué va... lo que más suena por ahí es un pop-rock malísimo y repetitivo, vomitivas canciones melódicas y, en fin, por esta época horribles villancicos. ¿Nos guiamos por los éxitos radiales? Rhiana, Oceana, Melendi, Bruno Mars, Flo Rida, El Pescao, Lady Gaga, Dani Martín, Nena Daconte, Alejandro Sanz, Enrique Iglesias, Raphael... estos son algunos de los “artistas” que, lo quiera o no, voy a tener que escuchar. Y no quiero, pero me jodo. ¿Qué voy a hacer, ir con tapones en los oídos por la vida?

 Igual que existe la contaminación atmosférica, o la contaminación lumínica, o la contaminación de las aguas, o la contaminación radioeléctrica, existe la contaminación sonora, y en este apartado no sólo deberían incluirse los estruendos, sino también la música. Igual que no se puede fumar en los lugares públicos, la música debería estar prohibida en esos mismos lugares. Nada de Mantovani o Los Indios Tabajaras en los ascensores, vedado Vivaldi en las consultas médicas, anatema sobre quien permita que Alejandro Sanz suene en los aparcamientos, multa para los capullos que vayan con la radio del buga a toda potencia. ¿No pedimos permiso para fumar cuando estamos acompañados en un lugar cerrado? Pues lo mismo cuando queramos encender la radio o poner el tocata. Joder, puede que la música, en mayor o menor medida, le guste a todo el mundo, pero no en todo momento ni en toda ocasión. Coño, un poquito de silencio.

El silencio... La gente parece tener una especie de horror vacui sonoro; le aterroriza la ausencia de sonidos y por eso se ve obligada a llenar ese vacío con música o hablando, y como la mayor parte de las personas no tenemos nada que decir, pues eso, la música.


Un sabio proverbio oriental reza: Antes de hablar, pregúntate si tus palabras van a mejorar el silencio. Porque el silencio, amigos míos, es una maravilla llena de matices; en gran medida, porque no existe el auténtico silencio, siempre hay algo. Ahora mismo, por ejemplo, estoy sentado en mi despacho, escribiendo esto. Escucho el tabaleo de mis dedos sobre el teclado, y el murmullo del ordenador, y algún que otro crujido del parqué. A lo lejos escucho a Patricia, mi asistenta, deambulando por la casa, y un coche pasando por la calle, y un perro ladrando en la distancia, y muy levemente alguien que habla con otra persona en el portal. Es decir: escucho la vida, no sonidos rítmicos enlatados. El silencio nos acerca a la realidad de las cosas y a nosotros mismos.

Por eso, antes de poner música preguntaros si esos sonidos van a mejorar el silencio.

lunes, noviembre 15

P. G.

Uno de los más felices encuentros de mi vida tuvo lugar el día que cayó en mis manos un libro de Pelham Grenville Wodehouse. Yo debía de tener quince o dieciséis años y el libro era Jovencitos con botines, publicado en la añorada colección El monigote de papel, de Plaza y Janés. Me lo había recomendado mi hermano Eduardo, muy aficionado a la literatura de humor y él mismo humorista en la desaparecida revista La Codorniz.

¿Cómo describir el efecto que me causó aquella primera novela de Wodehouse que leí? Sencillo: me partí de risa, página tras página, sin un momento de pausa. Nada más acabar ese libro busqué otro del autor, que resultó ser uno protagonizado por Bertie Wooster y Jeeves (no recuerdo cuál), y así se consumó mi adicción definitiva a Wodehouse. A partir de ese momento consumí sus novelas con la fruición de un yonqui visitando a su camello. Amor y gallinas, El hombre con dos pies izquierdos, Fiebre primaveral, Ola de crímenes en el castillo de Blandings, Pobre, vago y optimista, Las noches de Mulliner, Tío Fred en primavera, Mal tiempo... y, por supuesto, todas las protagonizadas por Wooster & Jeeves. Cada uno de esos libros fue un chapuzón en el lago de la felicidad.

Wodehouse no tiene demasiada buena prensa entre los severos guardianes del canon literario; en el mejor de los casos, ocupa un lugar secundario por detrás de otros humoristas británicos, como Chesterton o Wough. La razón de esto es que Wodehouse hacía humor en estado puro, humor desprovisto de sarcasmo y crítica, humor sin sexo, sin acritud, sin segundas lecturas. Chesterton y Wough (dos gigantes, sin duda), utilizaban el humor como un escalpelo para diseccionar al ser humano y a la sociedad, mientras que Wodehouse sólo hacía humor, nada más.

Aunque en sus novelas describe con fina ironía la sociedad altoburguesa y aristocrática de su época, lo cierto es que lo hace con profundo cariño. Wodehouse amaba a sus personajes y su mundo literario, un mundo en el que los grandes conflictos de la humanidad han sido eliminados de un brochazo y los mayores problemas con que puede enfrentarse alguien son tomar el te con una tía gruñona, sufrir por el amor de una atlética jovenzuela o que un tutor severo corte el grifo de la asignación mensual. ¿Quiere esto decir que Wodehouse es superficial? Por supuesto, es el rey, el paladín, el campeón mundial de la superficialidad literaria.

Pero (porque siempre hay un pero), resulta que Wodehouse era un genio. Dotado de un estilo chispeante y fluido y de un ingenio casi sobrenatural, tenía la rara habilidad de convertir la situación más cotidiana en una locura de proporciones descomunales. Además, sus diálogos son rápidos y agudos, sus descripciones elegantes y coloristas, y sus tramas están diseñadas con la precisión de un relojero. Pero sobre todo, Wodehouse es muy, muy, muy gracioso. De hecho, en sus relatos no importa tanto lo que cuenta, sino cómo lo cuenta. Permitidme transcribir algunos ejemplos:

"-Nunca oí hablar de él. ¿Le suena a usted ese nombre, Jeeves?
-Estoy familiarizado con el apellido Bassington-Bassington, señor. La familia Bassington-Bassington cuenta con tres ramas: los Bassington-Bassington de Shropshire, los Bassington-Bassington de Hampshire y los Bassington-Bassington de Kent.
-Inglaterra parece bien nutrida de Bassington-Bassingtons...
-Tolerablemente, señor.
-Vamos..., que no hay riesgo de que se produzca una repentina escasez, ¿verdad?"

"No me culpes a mí, Pongo -dijo lord Ickenham-, si lady Constance te observa a través de sus impertinentes. Aunque, ¡bendito sea Dios!, no puedes comparar los impertinentes actuales a los que había cuando yo era niño. Recuerdo cierto día que paseaba con mi tía Brenda por Grosvenor Square, llevando a su chucho, Jabberwocky, cuando se acercó un policía a decirle que el animal debía llevar un bozal. Mi tía no dijo palabra. Se limitó a sacar los impertinentes de su funda y a mirar al hombre a través de sus lentes, para que a éste se le cortara la respiración y cayera de espaldas contra la verja, sin más daño físico que una espantosa mirada de horror en sus ojos desorbitados, como si acabara de tener una visión horrible. Hicieron venir a un médico y se las arreglaron para hacerle recobrar el sentido, pero nunca volvió a ser el mismo. Tuvo que dejar el cuerpo y, con el tiempo, se metió en el negocio de los ultramarinos. Así fue como inició su carrera Thomas Lipton."

"A diferencia del bacalao macho, que, una vez convertido en padre de tres millones quinientos mil bacaladitos, decide animosamente quererlos a todos, el aristócrata de nuestros tiempos se da cuenta de que su hijo menor es un perfecto incordio."

¿Habéis reído o sonreído al leer estos párrafos? Si la respuesta es no, abandonad este post, porque no es para vosotros. Ya sé que el humor es algo muy personal, que lo que hace reír a uno puede provocar los bostezos de otro, pero os aseguro que, estadísticamente, Wodehouse es tronchante. En cualquier caso, no se trata de la clase de escritor que te hace pensar, ni que te plantea graves cuestiones, ni que te ofrece una visión realista de la vida. No, lo que consigue Wodehouse es que te sientas bien cuando le lees, que te sientas en paz, feliz y optimista. ¿Basta eso para que un escritor entre en el Parnaso de las letras? En mi opinión sí, y por la puerta grande, para unirse, de igual a igual, con genios como Chesterton, Waugh, Saki, Wilde, Dahl, Sterne, Crompton, Jerome, Bennett, Sharpe, Fraser y tantos otros maestros británicos del humor.

Vale, pero ¿a qué viene hablar ahora de Wodehouse? Veréis, de entre toda su extremadamente abundante obra, yo me quedo, sin lugar a dudas, con la serie de relatos y novelas protagonizados por Bertie Wooster y su mayordomo Jeeves. Uno de los grandes méritos de esta serie es que está narrada en primera persona por Wooster, un perfecto imbécil, un petimetre superficial, ingenuo y atolondrado, con el que, sin embargo, acabas empatizando, sobre todo gracias a su reverso, Jeeves, un criado extremadamente inteligente y sensato cuya principal misión en la vida consiste en sacar a sus patrón de los constantes líos en que se mete. Bertie y Jeeves son una de las grandes parejas de la literatura mundial, como Romeo y Julieta, Holmes y Watson o Tintín y Haddock, un dúo absolutamente imprescindible.

Pues bien, la editorial Anagrama, que desde hace tiempo viene publicando la obra de Wodehouse, acaba de editar Ómnibus Jeeves tomo 1, con las novelas ¡Gracias, Jeeves!, El código de los Wooster y El inimitable Jeeves. Si no conoces esta serie, aquí tienes la oportunidad de descubrir hasta qué punto la literatura puede hacerte feliz.


Y para acabar, una última reflexión. Antes he dicho que Wodehouse no es un escritor que aporte grandes y sesudas ideas, pero eso no es del todo cierto. De hecho, toda su abrumadora producción está basada en una gran verdad filosófica: los seres humanos somos gilipollas. En efecto, el inmensamente talentoso Wodehouse miraba a su alrededor y, mediante sus libros, nos decía con una enorme sonrisa rematada por un gran habano: sois tontos, sí; pero os quiero.

martes, noviembre 9

Cuentos de invierno

Hace unos años me planteé escribir un libro que contuviese cuatro relatos largos (o novelas cortas), cada uno de ellos dedicado a una estación del año (no es una idea muy original, ya lo sé). Mi propósito era condensar en esos relatos la esencia de cada estación, explorar las sensaciones que me provoca cada época del año. El problema fue que, al cabo de un tiempo, había reunido varias ideas para el otoño y el invierno, pero ninguna satisfactoria para la primavera y el verano. En el prólogo del libro Antología del cuento triste, de Augusto Mentorroso y Bárbara Jacobs, los antologistas dicen: “Si es verdad que en un buen cuento se concentra toda la vida, y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste”.


Sin duda, se trata de una afirmación exagerada, pero no exenta de lucidez. Si me paro a pensarlo, muchos de los relatos que se me ha quedado grabados en la memoria son cuentos tristes. Volverán las mansas lluvias, de Bradbury, La mansión de las rosas, de Thomas Burnett Swann, Un suceso en el puente sobre el río Owl, de Bierce, Siete pisos, de Buzzati, Un día perfecto para el pez plátano, de Salinger... la lista es interminable. Aunque, en realidad, lo que más me gusta es esa forma más poética –y menos lacerante- de tristeza que es la melancolía (y su hermana, la nostalgia). Supongo que por eso me gustan el otoño y el invierno, porque son estaciones melancólicas. Y por eso todas las ideas que se me ocurrían estaban circunscritas a esas épocas.


Una de las ideas que tenía archivadas para ese libro que nunca llegué a escribir resucitó, años más tarde, como parte del “Proyecto Umbría”, del que ya he hablado en Babel. De ser un relato llamado “Cuento de invierno” pasó a convertirse en una novela llamada “Leonís”, y su proceso de escritura siguió un largo y tortuoso camino. Leonís es la historia de un hombre que intenta recuperar el pasado y descubre que nada fue como el creía que era. También es un relato de amor imposible, y una novela de misterio, y el retrato de un monstruo que nunca aparece, pero que siempre está presente, y una historia fantástica, y un cuento triste. Pero sobre todo Leonís es –pretende ser al menos- un destilado del invierno, un licor frío que te arde por dentro.


Cuando finalmente acepté publicar Leonís, sólo le pedí una cosa a la editorial: que me dejara coordinar la edición. Quería que Leonís fuese un libro diferente, un libro cuidado hasta el último detalle, un libro bonito como objeto. Así que me puse en contacto con mi buen amigo Miguel de Unamuno (tataranieto, sí, del escritor), que es un excelente diseñador y un gran artista, le dejé el borrador de la novela y le propuse que, si le gustaba, se ocupase de toda la parte gráfica del libro. Le gustó y aceptó.


Eso ocurrió hace casi exactamente un año. Durante todo ese tiempo Miguel y yo hemos estado en contacto, sea en persona, por teléfono o por Internet, preparando la edición del libro. La semana pasada terminamos de revisar las primeras galeradas. Está quedando precioso; lleno de detalles y símbolos, algunos fáciles de interpretar y otros ocultos (las capitulares, por ejemplo, ocultan secretos). En cierto modo, Leonís es un homenaje al libro material, en contraposición a ese fantasma de libro que es la edición electrónica. Además, es el único libro escrito por mí del que puedo hablar bien con toda desfachatez, porque no es sólo mío, sino también de Miguel.

Me gustaría haber colgado en esta entrada algunas de las ilustraciones realizadas por el señor de Unamuno para Leonís, pero problemas técnicos, o la ignorancia informática, me lo han impedido. A cambio, os dejos algunas obras suyas extraídas de su blog (cuya dirección podéis encontrar ahí al lado, en Universos Paralelos).

El libro se llama Leonís. Una historia de amor, magia, misterio y muerte, y aparecerá en febrero.

domingo, octubre 31

Halloween y el más allá

Oscurece tras los cristales de mi ventana, amigos míos. El sol se ha puesto y las últimas luces del ocaso tiñen de gris el cielo. Acabo de ver pasar por mi calle a un grupo formado por brujas, fantasmas y monstruos. Porque esta noche es Halloween y las ánimas saldrán a reclamar un poco de comida... o la vida de quien no se la procure.

Me gusta Halloween, amigos míos, los merodeadores veteranos ya lo saben. Me gusta porque es una fiesta muy antigua, y porque es una fiesta pagana, y sobre todo porque es una fiesta divertida para los niños. Y no es una fiesta impuesta por el Corte Inglés, como san Valentín y otras mamonadas; por el contrario, ha sido libremente “importada” por sus principales protagonistas, los niños. Además, qué coño, me gusta una fiesta basada en algo con tan mala prensa como el género de terror.

No todo el mundo está de acuerdo, qué le vamos a hacer. Para muchos es una fiesta antipática porque creen que su origen es yanqui, pero eso no es cierto. Se trata de una fiesta europea que fue “exportada” a Estados Unidos por los emigrantes irlandeses. Otros la rechazan porque no es “autóctona” (como si la Navidad, por ejemplo, lo fuese), pero de nuevo se equivocan. El más remoto origen de Halloween es la festividad celta de Samhain. Durante este festival, en la noche anterior al primero de noviembre, se creía que las almas de los muertos acechaban las casas de los vivos en busca de alimento, razón por la cual las familias dejaban cuencos con comida en los porches de sus viviendas, pues si no lo hacían corrían el riesgo de ser devorados por los fantasmas.

Pues bien, en muchas zonas de España, por ejemplo en Las Hurdes, existe desde hace siglos la tradición de, durante la víspera de Todos los Santos, dejar comida fuera de casa para contentar a los muertos. No lo llaman Halloween, pero es lo mismo. Las raíces de esta fiesta también están en nuestra cultura. Aunque, en cualquier caso, lo importante es que se trata de una fiesta que le encanta a los chavales. Y es divertida; con eso, al menos para mí, es más que suficiente.

Pero, en fin, hay a quienes les parece demasiado alboroto. Eso me recuerda una frase que leí hace poco. Dice más o menos así: un puritano es aquel que no soporta la mera idea de que alguien, quien sea, pueda llegar a divertirse. Así que no seáis puritanos, amigos míos, e intentad volver a ser niños. Si lo fuerais, si volvierais a tener nueve o diez años, ¿no os encantaría disfrazaros de monstruo e ir por las casas pidiendo golosinas? Seguro que sí; de modo que amordazad a ese adulto tocapelotas en que todos acabamos convirtiéndonos y aulladle esta noche a la Luna. Es Halloween, los muertos caminan entre nosotros...

Y para celebrar que me gusta esta fiesta, os voy a regalar un cuento inédito. Se llama Más allá y no es un relato de terror, pero trata sobre la muerte y las ánimas, de modo que lo supongo apropiado para la ocasión. Sólo es un pequeño divertimento, una historia simpática, y además, qué cojones, es gratis, así que si no os gusta no me deis demasiada caña. En cualquier caso, espero que os guste.

Feliz Halloween/ Samhain, merodeadores del anochecer.



Más allá

Sentí un dolor en el pecho y caí muerto. Estaba en casa, a punto de bajar la basura, de modo que debí de desplomarme sobre el suelo de la cocina. Cuando abrí los ojos seguía tumbado, pero no estaba en casa, ni en el suelo, sino sobre un banco en medio de un parque. Frente a mí, de pie, una anciano de venerable barba blanca vestido con un impecable terno blanco me miraba sonriente.
—¿Qué tal se encuentra? –preguntó.
Me senté en el banco y me palpé el pecho. Al hacerlo, descubrí que yo también llevaba un traje blanco.
—Bien, creo... –respondí.
—Me alegro. A veces la transición provoca aturdimiento y jaquecas.
¿La transición? ¿Qué transición?
—¿Qué transición? –pregunté.
El anciano me dedicó una mirada paternal.
—La de la vida a la muerte, amigo mío.
Alce las cejas; primero la derecha y después la izquierda.
—¿Pretende decirme que estoy muerto? –musité con escepticismo.
—Total, completa y definitivamente muerto –asintió el anciano.
Miré a mi alrededor; el parque estaba desierto.
—¿Es una broma? –pregunté-. ¿Hay alguna cámara oculta?
Sin perder la sonrisa, el anciano preguntó a su vez:
—¿Qué es lo último que recuerda?
Hice memoria y... ahí estaba, el dolor en el pecho, mi caída, la muerte.
—Joooodeeeer... –musité, arrastrando las vocales y llevándome una mano a la cabeza.
—Infarto de miocardio –dijo el anciano-. Rápido y casi indoloro. En el fondo es una muerte envidiable.
—Pero sólo tenía 57 años –protesté-. Aún era joven.
—Cuando yo fallecí, cualquiera con más de 40 años estaba considerado un anciano. ¿Qué quiere que le diga? Debería haber hecho más ejercicio y comido menos grasas.
Apoyé los codos en las rodillas, sacudí la cabeza, anonadado, señalé hacia le parque y pregunté:
—¿Entonces esto es... el cielo?
—El más allá –asintió-; la otra vida, el Elíseo, el jardín celestial, el Valhaya... –Se encogió de hombros-. Tiene muchos nombres.
—Pero no hay nadie. Está vacío.
—Es que todo el mundo está ahora trabajando.
—¿Se trabaja en el cielo? –dije, sintiendo una punzada de decepción.
—Bueno, más que trabajo podríamos denominarlo devoción. O, aún mejor, hobby. Pero será mejor que lo vea usted mismo. ¿Tiene la amabilidad de acompañarme?
Me puse en pie y eché a andar junto al anciano hacia la salida del parque.
—Por cierto –dije-, ¿quién es usted? ¿Dios?
Se echó a reír.
—No, amigo mío. Sólo soy uno de los que se ocupan de recibir a las nuevas almas para orientarlas.
—¿Como san Pedro?
—Algo así, pero sin adscribirnos a ninguna doctrina religiosa concreta. Somos ecuménicos.
Cruzamos la salida del parque, un portalón de hierro forjado, y por primera vez vi la ciudad celestial. Todas las casas eran blancas, de una altura, con los tejados a dos aguas y rodeadas por coquetos jardines circundados por vallas de madera blanca. Parecía una urbanización yanqui de clase media alta.
—¿Esto es el cielo? –pregunté.
—Sólo la zona residencial. –El anciano señaló hacia una fila de blancos barracones que se alzaban al fondo-. Pero nosotros nos dirigimos allí, al sector industrial.
Mientras atravesábamos aquel inmaculado y desierto barrio, mi mente luchaba por asimilar la nueva e inesperada situación en que me encontraba. Después de todo, el más allá existía... Entonces recordé algo que me alarmó un poco.
—Disculpe, eh... –titubeé, intentando encontrar la forma más diplomática de expresarlo. Como no la encontré, dije sencillamente-: Es que, cuando estaba vivo, no creía en Dios; era ateo... ¿Eso importa?
—En absoluto –respondió el anciano, sonriente-. De hecho, Él prefiere que los humanos vivos no crean en Él. Dice que si Su existencia fuera patente, la gente no actuaría con naturalidad. Además, quienes creen en Él tienden a atribuirle opiniones que Él en ningún momento ha expresado. Sin ir más lejos, todos los libros sagrados, sin excepción, son apócrifos. No, Él prefiere el anonimato. Como suele decir: si no creen en Mí, no matarán por Mí. –Suspiró-. Él juzga a la gente por su comportamiento, no por sus creencias.
Ya estábamos cerca de lo que el anciano había denominado “sector industrial”, una serie de pabellones blancos dispuestos en paralelo hasta perderse en el horizonte. Pero yo no prestaba mucha atención, pues algo de lo que había dicho el anciano me intrigaba.
—Creo haberle entendido –dije-, que Dios juzga a la gente según su comportamiento...
—Así es.
—Entonces, ¿hay un premio y un castigo?
—Por supuesto.
—Y... ¿dónde está el infierno?
—Aquí –respondió el anciano con naturalidad.
Parpadeé, alarmado.
—¿Pero no había dicho que esto era el cielo?
El anciano rió entre dientes.
—Y lo es –respondió-. Pero también es el infierno.
Volví a parpadear.
—Creo que no le entiendo...
—Es sencillo –dijo-. En un gran acierto de economía de medios, el cielo y el infierno están en el mismo lugar. Santos y pecadores conviven todos juntos.
—Entonces, ¿qué diferencia hay entre ser santo y ser pecador?
—Las circunstancias de cada cual. Recuerde cómo es el mundo de los vivos: en una misma ciudad, incluso en el mismo barrio, hay gente que vive en mansiones suntuosas y gente que vive en chabolas. Comparten el mismo espacio geográfico, pero su calidad de vida es muy distinta.
—Entonces –dije- ¿el infierno es algo así como los suburbios del cielo?
—Oh no, amigo mío; no es tan simple. Pero lo comprenderá más fácilmente si lo ve con sus propios ojos. Sígame, por favor.
Habíamos llegado a la altura del primer pabellón. El anciano cruzó la entrada y nos adentramos en un largo corredor (blanco, cómo no) jalonado de puertas. Nos aproximamos a una de ellas, la primera de la derecha, y mi acompañante descorrió una mirilla que había en la hoja.
—Adelante –dijo-. Eche una mirada.
Aproximé los ojos a la mirilla y vi un pequeño habitáculo ocupado por dos personas, una mujer y un hombre. Los conocía a ambos. La mujer era Agnes Gonxhe Bojaxhiu, más conocida como la madre Teresa de Calcuta, y el hombre era Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido como José Stalin.
Me estremecí. No por ver juntos a Stalin y la madre Teresa (aunque, reconozcámoslo, formaban una pareja de lo más chocante), sino por lo que hacían. Stalin estaba desnudo, tumbado boca arriba en una especie de camilla, con los brazos y las piernas sujetos mediante gruesas correas. La madre Teresa, totalmente vestida (de blanco), le había fijado unos electrodos en los genitales y los pezones, y mediante una batería le suministraba descargas eléctricas; sumamente dolorosas, a juzgar por el desencajado rostro de Stalin (el habitáculo debía de estar muy bien insonorizado, pues no podía oír sus gritos). Me aparté de la mirilla e intenté ordenar las ideas. La madre Teresa torturando a José Stalin mediante la picana eléctrica...
—No lo entiendo –musité.
—Es sencillo, amigo mío –dijo el anciano-. Como le he explicado antes, el infierno, como lugar diferenciado, no existe. Lo cual significa que tampoco existe Satanás ni existen los demonios. Así pues, ¿quién se ocupa de administrar el justo tormento a los pecadores?
—¿Los santos? –especulé.
—Exacto, amigo mío. Mire, mire...
El anciano había descorrido la mirilla de la puerta de al lado. Miré a través de ella y vi a dos hombres, uno blanco y otro negro, en un habitáculo idéntico al anterior. El blanco era Richard Nixon y estaba atado con correas a la camilla. El negro era Martin Luther King y, con la lengua asomando entre los labios en un gesto de concentración, insertaba astillas en las uñas de Nixon. Tampoco pude oír los gritos del expresidente.
—Esto no está bien... –dije, apartándome de la mirilla con el estómago revuelto-. Es... es tortura. Como Guantánamo, o algo así.
—¿Y qué esperaba? –repuso el anciano-. ¿Una regañina por todo castigo? Estamos hablando de grandes pecadores y del juicio divino, lo cual requiere sanciones contundentes. Hay que estar a la altura de las circunstancias, hombre.
—Pero –repliqué-, ¿santos torturando?
—De nuevo se trata de un admirable ejemplo de economía de medios. Los pecadores reciben su justo castigo y los santos se entretienen llevando a cabo los designios divinos, en vez de pasarse la eternidad tocando la lira aburridos como ostras. Y ahora sígame, por favor; quiero presentarle a alguien.
El anciano se dirigió a la siguiente puerta, pero en vez de descorrer la mirilla, la abrió y me invito a pasar con un ademán. Era un habitáculo idéntico a los anteriores, pero la camilla estaba vacía y sólo había una persona, un hombrecillo menudo, calvo, con bigote y unos anteojos redondos cabalgando sobre el puente de la nariz.
—Amigo mío –dijo el anciano-, le presento a Mohandas Karamchand Gandhi, más conocido por Mahatma Gandhi.
Sentí que la emoción me embargaba. Ahí, delante de mí, contemplándome con una angelical sonrisa, estaba uno de los hombres más bondadosos y venerables que jamás han pisado la faz de la Tierra. Aunque, vale, reconozco que me inquietó un poco el modo en que afilaba un cuchillo de carnicero mientras me miraba...

miércoles, octubre 20

Los otros

Vivimos malos tiempos, amigos míos, y no me refiero sólo a la crisis económica, sino también y sobre todo a la crisis moral. Tenemos miedo, y el miedo saca lo peor de nosotros mismo; estamos acojonados, así que necesitamos víctimas propiciatorias para ofrecérselas en holocausto a dioses a quienes ni siquiera rezamos. El miedo saca a la luz a ese reptil egoísta, irreflexivo y violento que todos llevamos en nuestro interior. El miedo nos vuelve malos.

Hay una ley social que, al parecer, siempre se cumple: las crisis económicas hacen que el género de terror florezca. Supongo que habrá poderosas razones psicológicas que lo expliquen, e incluso puedo intuir algunas, pero no deja de sorprenderme le regularidad con que esta ley se cumple crisis tras crisis. El caso es que basta con echarle un vistazo a las carteleras y las librería para comprobar hasta qué punto está en auge el género de terror. Y, especialmente, el subgénero “zombis”.

Pero, ¿por qué zombis? ¿Son una metáfora? Y si es así, ¿qué narices representa esa metáfora? Veamos: ¿La alienación social? ¿La pérdida de identidad? ¿El temor a la enfermedad? ¿El comunismo? ¿El fascismo? No me lo trago; demasiado traído por los pelos. Para intentar desentrañar la “metáfora zombi” debemos primero preguntarnos qué es hoy un zombi. Al principio, según las tradiciones del vudú, los zombis eran seres humanos a quienes se les provocaba una muerte aparente y que luego, tras ser desenterrados, se convertían en esclavos carentes de voluntad propia. De hecho, hay quien asegura que existieron realmente y eran utilizados para trabajar en las plantaciones.

Eso era así antes, pero hoy en día se trata de algo muy diferente. Los zombis actuales son más bien seres humanos infectados por una enfermedad que los convierte en violentos caníbales sin mente. Entonces, ¿los zombis simbolizan el miedo a la enfermedad? Que yo sepa, la única enfermedad infecciosa que genera violencia en quien la padece es la rabia, y ese mal está mucho más ligado a la licantropía y el vampirismo que a los muertos vivientes. Además, no creo que a nadie le preocupe especialmente la rabia hoy en día. No obstante, si la enfermedad infecciosa no es física, sino social, la cosa tiene más sentido. Vamos a ver, reduzcamos el concepto “zombi” a su mínima expresión: un zombi es un ser humano parecido a nosotros, pero que en realidad es distinto y quiere comerte. ¿Como por ejemplo qué? Como por ejemplo los emigrantes.

Atención, fijaos en que la metáfora funciona en los dos sentidos. Si eres xenófobo, los zombis serán los emigrantes, y si eres un emigrante (o estás en contra del racismo), los zombis serán los xenófobos. En cualquier caso, los emigrantes crecen en la sociedad (como una infección) y la xenofobia se extiende por la sociedad (como una infección).

Ahora echadle una vistazo a estas cifras: El 13 % de los españoles se declara abiertamente racista, el 62 % cree que hay demasiados emigrantes, al 39’4 los emigrantes le inspiran poca o ninguna confianza, el 36 % considera que los emigrantes le quitan trabajo a los españoles, el 68 % cree que la presencia de emigrantes incrementa mucho o bastante la delincuencia, el 36 % sostiene que los emigrantes reciben del estado más de lo que aportan. Y, ojo, estos datos tienen tres años de antigüedad, así que imaginaos cómo están las cosas ahora (ahora, por ejemplo, los españoles consideran que la inmigración es el tercer máximo problema de nuestro país). Porque otra infalible ley social dicta que en época de crisis aumenta la xenofobia.

Cuando era niño, allá por los 60, y veía pasar un negro por la calle, me lo quedaba mirando, porque en España sólo se veían negros en las películas. Madrid era una ciudad llena de inmigrantes, pero de inmigrantes locales, así que lo más exótico que podías encontrarte era un catalán. La verdad es que era una sociedad jodidamente uniforme y gris, una sociedad en la que todo el mundo vestía igual, hablaba igual (salvo los catalanes, que eran medio guiris) y se llamaba igual. Un aburrimiento, vamos. Por aquel entonces se suponía que los españoles no éramos racistas. En fin, teníamos a mano tan pocas razas a quienes odiar que no ser racista era fácil... aunque aprovechábamos las escasas oportunidades, como demuestra el lenguaje. Si alguien iba desaliñado, iba “hecho un gitano”; hacer algo malo era hacer “una judiada”; si te tomaban el pelo, te engañaban como “a un chino”; si trabajabas mucho, lo hacías “como un negro”. El rechazo a los gitanos era y es, desde hace siglos, consustancial a nuestra sociedad, pero ese tema merece una entrada aparte.

Hoy las cosas han cambiado y por toda España se ven rasgos distintos, se escuchan acentos diferentes. Y creo que eso contribuye a la riqueza de nuestra sociedad y nuestra cultura. Me gusta la diversidad, me gustan esas personas venidas de tan lejos. Hace muchos años, visité el Museo de la Emigración que está en el Archivo de Indianos (Colombres, Asturias). En este museo se ofrece una detallada perspectiva de cómo era la vida de los emigrantes (asturianos) hace un siglo, desde las circunstancias de su lugar de origen hasta las circunstancias de su lugar de destino, pasando, por supuesto, por el viaje. Esa visita me hizo ver hasta qué punto emigrar es una aventura, una odisea, una heroicidad. Desde entonces he contemplado con más respeto a esas personas venidas de fuera buscando una vida mejor, para ellos y para sus hijos. Les admiro y, si puedo, les ayudo. Cada vez que doy una charla en un colegio o un instituto y veo emigrantes entre los alumnos, me dirijo a ellos para decirles que sus padres son dignos de admiración, que son unos héroes, igual que ellos.

No obstante, hay gente que cuando ve a un sudaca, a un gitano rumano o no digamos ya a un moro de mierda, tuerce el gesto y experimenta el profundo deseo de que alguien expulse a esa escoria de nuestra sacrosanta nación, cuando no la imperiosa necesidad de romperle los dientes con un bate de béisbol. Y cada vez hay más gente que piensa así, con el apoyo de políticos oportunistas y populistas capaces de cualquier cosa con tal de conseguir un puñado de votos, aunque sean votos con olor a mierda. No hay nada como recurrir a lo peor de las personas para controlarlas.

En fin, podría enredarme en una diatriba moral, incluso científica, contra el racismo y la xenofobia, pero es mejor recurrir a un lenguaje que los racistas y xenófobos quizá puedan entender: la economía, la pasta. Veamos: para mantener una población estable hace falta que cada mujer tenga una media de 2,1 hijos; por debajo de esa cifra la población disminuye y por encima crece. Actualmente, la natalidad está descendiendo en todo el mundo, pero vamos a limitarnos a los 40 países más desarrollados: su tasa de natalidad es de 1,6; es decir la población disminuye. Y si nos circunscribimos a España, su natalidad es de 1,3. Al mismo tiempo, la esperanza de vida aumenta, de modo que dentro de no mucho tendremos una sociedad envejecida y con cada vez menos mano de obra disponible. ¿Quién cojones pagará las pensiones, quién narices mantendrá económicamente vivo al país? ¿Nuestros hijos? Pero si cada vez tenemos menos, coño.

Según previsiones de Naciones Unidas, dentro de cuarenta años el índice mundial de natalidad rondará el 1,6 (actualmente es de 2,7). Cuando eso suceda -en realidad ya está empezando a suceder-, los emigrantes se convertirán en una necesidad y los países competirán entre sí para atraerlos.

De modo que más les vale a los racistas y los xenófobos ir ampliando un poco sus estrechas miras, porque dentro de no mucho acoger inmigrantes no será una opción, sino algo vital para la supervivencia de nuestra sociedad. Aunque, claro, confiar en la sensatez e inteligencia de los racistas es como apostar por un burro en una carrera de caballos. Según el delicioso ensayo de Carlo Cipolla sobre la estupidez humana (Allegro ma non troppo), el máximo grado de idiotez se produce cuando alguien causa perjuicios a los demás y a sí mismo sin obtener nada a cambio. Pues bien, ese precisamente es el caso que nos ocupa. Lo peor de los racistas no es que sean malos, sino que son gilipollas; porque la maldad es predecible, pero la estupidez no.

martes, octubre 5

Vosotros, yo y Babel


Mi hijo Pablo es muy crítico con La Fraternidad de Babel. Él colabora en un blog dedicado al cómic y sostiene que una bitácora debe ofrecer algo en concreto sobre temas concretos. En su opinión, mi blog se centra en mí mismo sin dar nada más. Y puede que no le falte razón. En el fondo, reconozcámoslo, una bitácora como ésta no es más que un ejercicio de vanidad. Desde luego, partir de la base de que lo que yo piense u opine va a interesarle a alguien es un acto de presunción y egolatría. Aunque no más, supongo, que creer que mi relatos de ficción, mis novela, mis cuentos, pueden interesar a los demás. O sea, que soy un vanidoso y un ególatra...

Lo curioso del asunto es que yo no me gusto demasiado a mí mismo. Veréis, creo que la naturaleza, ese juego de azar que es la reproducción sexual, me ha dotado de la suficiente inteligencia para darme cuenta de lo gilipollas que soy, pero no la bastante para poner remedio. A lo largo de mi vida he ido obteniendo una larga experiencia gracias a los numerosos errores que he cometido; pero dicen que la experiencia es esa información que obtienes cuando ya no la necesitas, y, por otro lado, nunca he tenido problemas a la hora de encontrar nuevas formas de equivocarme. Pero no se trata sólo de una cuestión de inteligencia, sino también, y sobre todo, de moral. No soy una mala persona, pero tampoco se me puede calificar de bueno. Soy... tibio, éticamente mediocre, ni chicha ni limoná. ¿He cometido algún acto realmente perverso en mi vida? Creo que no, pero tampoco recuerdo haber realizado alguna acción verdaderamente noble. Soy una especie de blandi-blup moral, y eso no me gusta nada. En el fondo, creo que es mejor ser una gran hijo de puta que un mezquino. Odio la mezquindad; es la maldad light, la villanía sin valor, el egoísmo cobarde, vulgar y rastrero. Y yo he sido mezquino tantas veces en el pasado que no me queda más remedio que reconocer que forma parte de mi naturaleza.

Por todo eso no me gusto a mí mismo, esas son las razones por las que nunca sería mi amigo. Y también porque soy inseguro, y esa inseguridad a veces me conduce a la prepotencia, y porque soy impaciente y sanguíneo, y porque puedo ser insensible y brutal, y porque dentro de mí hay un germen autodestructivo. La gente dice: “hay que quererse a sí mismo”; pero, ¿cómo voy a querer a alguien como yo? La verdad es que pensar de ese modo es hacer oposiciones a la depresión y el suicidio. Sin embargo...

Sin embargo, aunque la mayor parte de lo que soy no me gusta un pelo, hay dos cosas en mí que, sencillamente, me encantan: el sentido del humor y la imaginación. Me explicaré. Básicamente, mi sentido del humor me hace gracia a mí mismo y con eso me vale. Pero además he comprobado que también suelo hacerle gracia a los demás. Por otro lado, es un sentido del humor un tanto raro, original, una mezcla heterogénea de distintos estilos. Mi sentido del humor me gusta; me hace más feliz a mí y, creo, también a los demás, porque no hay nada en el mundo tan bueno como reírse. En cuanto a la imaginación, no me refiero sólo a lo que me permite crear argumentos y escribir (aunque también), sino sobre todo a la forma en que mi imaginación me hace disfrutar más de la vida. Para que me entendáis: dejadme solo en un cuarto vacío todo el tiempo que queráis y os garantizo que no me aburriré, porque en mi cabeza hay un parque de atracciones. Llevadme a cualquier lugar, por feo y anodino que sea, y yo encontraré el modo de extraer de él magia y misterio. Es un don, un superpoder, y doy gracias por poseerlo. A estas dos “virtudes” voy a añadir una tercera: la curiosidad. Soy un mono curioso, me interesa casi todo, así que picoteo constantemente de aquí y de allá. Sé poco de muchas cosas; soy un océano de sabiduría con un centímetro de profundidad. ¿Insuficiente? Quizá, pero eso me proporciona una visión del mundo muy amplia, lo que no está del todo mal.

En fin, esos tres aspectos de mi naturaleza, junto con las persona a quienes quiero y que, por algún ignoto motivo, también me quieren a mí, son lo que me permite levantarme cada día y meterme en mis zapatos y mi piel sin que Sartre me de la tabarra con su puñetera nausea. Eso es lo que reconcilia conmigo mismo.

Y eso es lo que intento ofrecer en La Fraternidad de Babel: imaginación, sentido del humor y curiosidad. Lo mejor de mí, pero ¿es suficiente? No lo sé. Veréis, me han llegado varias ofertas para integrar mi blog en tal o cual red y siempre las he rechazado. De ese modo conseguiría más visitantes, más merodeadores, me dicen. Pero yo no quiero eso, me importa un bledo el número de visitantes que acuden a mi blog, igual que me la suda tener mil “amigos” en Facebook. No colecciono gente. Lo que sí me interesa es que aquellos que lleguen a Babel y se queden, los auténticos merodeadores, estén “en sintonía”. Si son diez o diez mil me da igual.

¿A qué viene todo esto? Pues a que dentro de un par de meses se cumplirá el quinto aniversario de La Fraternidad de Babel. Ha pasado mucho tiempo, muchísimo más de lo que yo pensaba, y quizá este blog empiece a experimentar cierto agotamiento. A decir verdad, últimamente he notado que el interés de los merodeadores parecía menguar, que os mostrabais menos participativos. Quizá Babel ya no tenga sentido (posiblemente no lo ha tenido nunca), puede que sea el momento de echar el cierre. No lo sé.

Siempre he concebido Babel como un lugar de encuentro. Un amable merodeador lo definió como un café donde entras a charlar tranquilamente mientras fuera llueve. Así quiero verlo yo, pero... ¿y vosotros, qué opináis? ¿Vale la pena seguir otros cinco años más?

domingo, septiembre 26

Villanas


Llega el turno de las malas mujeres de cine. Y aquí quizá sea apropiado citar a la gran Mae West: “Cuando soy buena, soy buena. Cuando soy mala, soy mejor”. Pero no nos referimos a esa clase de “maldad”, claro... ¿o sí? La perfidia cinematográfica está, como casi todo en nuestro mundo, teñida de machismo. Por lo general, las malas del cine mudo no eran más que mujeres sexualmente activas. Putones según la mentalidad de la época. Podían ser lumis de buen corazón, es cierto; pero entonces no disfrutaban con el sexo. Ahora bien, si follaban como locas y, además, se lo pasaban teta, entonces tenían que ser forzosamente malas. Este modelo de perversidad femenina derivó en el cliché de la femme fatale; es decir, la mujer que utiliza el sexo para dominar a un hombre, utilizarle y perderle (el mito de Adán y Eva, vamos). Teniendo en cuenta que todo esto procede de una visión masculina de la mujer, no cabe duda de que los hombres nos sentimos muy, pero que muy inseguros con la sexualidad.

Hay muchísimas mujeres fatales en la historia del cine; tantas, que el cliché ya está gastado de tanto uso. Por ello, he reducido al mínimo posible su presencia en esta lista, incluyendo tan solo a las más relevantes y memorables. Por otro lado, creo que, en general, y dejando aparte a las femmes fatales, los actores obtienen mejores papeles de antagonista que las mujeres. No obstante, el cine nos ha regalado un buen puñado de excelentes malvadas. Veamos...



-Escarlata O’Hara. Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó (1939), de Victor Fleming. Vale, más de uno objetará que Escarlata no es una villana. Pero, ¿acaso no os quedáis de lo más a gusto cuando Rhett Butler, al final de la película, la manda a hacer puñetas? Escarlata es un personaje complejo, contradictorio, fascinante, pero sobre todo una egoísta monumental. No sé qué es peor, si tener por hermana a Baby Jane o a Escarlata.



-Sra. Denvers. Judith Anderson en Rebeca (1940), de Alfred Hitchcock. Esta película hizo dos aportaciones a nuestra lengua. Desde su estreno en España, a los jerseys abotonados por delante (prenda que Joan Fontaine usaba en el film) se les llama “rebecas”. Y durante mucho tiempo se convirtió en una frase hecha decir “es más mala que el ama de llaves de Rebeca”


-Phyllis Dietrichson. Barbara Stanwyck en Perdición (1944), de Billy Wilder. La mujer más fatal, fría y calculadora jamás vista en las pantallas y otra gran obra maestra de Wilder, la mejor versión del modelo “El cartero siempre llama dos veces”. Y es que la señora Stanwyck, hoy muy injustamente olvidada, fue una de las más grandes actrices de Hollywood.


-Eva Harrington. Anne Baxter en Eva al desnudo (1950), de Joseph L. Makiewicz. No hay un ser más dulce y humilde que Eva, una mujer entregada al teatro y devota admiradora de Bette Davis. Pero tras ese ser angelical se oculta una fría trepa que no duda en pisar a quien sea con tal de conseguir sus fines. Todo es bueno en esta obra maestra, incluso la mala.


-Emma Small. Mercedes McCambridge en Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray. Todo el intríngulis de esta película consiste en alterar el sexo de los arquetipos del western. Emma Small representa al despótico terrateniente, Vienna (Joan Crawford) es el valeroso pistolero de turbio pasado y Johnny Logan (Sterling Hayden) la linda cabaretera que ambos se disputan. Mercedes McCambridge borda el papel de villana.


-Mrs. Bates. Anthony Perkins en Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock. ¿Estoy haciendo trampa? Perkins ya apareció en la anterior lista y, además, es un hombre. En efecto, incluí a Perkins por su interpretación de Norman Bates, pero el chaval tiene dos personalidades y la segunda es una mujer, su madre. Además, fijaos en que cuando Norman es Norman, su lenguaje corporal tiene un aire muy femenino. En cualquier caso, aquí estamos hablando de mujeres malas, y la señora Bates lo es, aunque esté interpretada por un hombre.


-Baby Jane. Bette Davis en ¿Qué fue de Baby Jane? (1962), de Robert Aldrich. Si algo demuestra esta malsana película de terror psicológico es que la familia puede ser el peor de los infiernos. La escena en que Baby Jane le sirve para cenar una rata a su paralítica hermana pone los pelos de punta. Estremecedora interpretación de ese monstruo de la escena que fue la gran Bette Davis.


-Mrs. Robinson. Anne Bancroft en El graduado (1967), de Mike Nichols. ¿Es la señora Robinson mala, mala, mala de la muerte? No. Es mezquina, inmoral y deshonesta pero en el fondo no hace nada que la mayoría de nosotros no pudiéramos llegar a hacer. En realidad, este personaje nos recuerda que, según las circunstancias, todos podemos ser unos hijos de puta.


-Ma Baker. Shelley Winters en Mamá sangrienta (1970), de Roger Corman. No me gusta el por lo general cutre cine de Corman, pero puede que ésta sea su mejor película. En cualquier caso, la enorme (en todos los sentidos) Shelley Winters encarnó con maestría a una amorosa madre que se limitaba a guiar a sus hijos por la recta senda del robo y el asesinato.


-Regan. Linda Blair en El exorcista (1973), de William Friedkin. La pobre Regan no tiene la culpa de que se le haya metido dentro el diablo, pero lo cierto es que se convierte en un bicho de lo más perverso. Y asqueroso, teniendo en cuenta su afición al puré de guisantes y su imperiosa necesidad de un peeling.


-Enfermera Ratched. Louise Fletcher en Alguien voló sobre el nido del cuco (1975), de Milos Forman. Uno de los personajes más odiosos jamás vistos en la pantalla, un monstruo tan real que pone los pelos de punta. Es el mal cotidiano, la maldad disfrazada de corrección. A todos se nos partió el corazón cuando Brad Dourif no pudo acabar de estrangularla.


-Matty Walker. Kathleen Turner en Fuego en el cuerpo (1981), de Lawrence Kasdan. Una mujer fatal según el modelo “El cartero siempre llama dos veces”, tan repetido. En realidad, la película apenas aporta nada a ese cliché... salvo la morbosa sensualidad de una Turner en su mejor (y desgraciadamente breve) momento.

-Alex Forrest y Marquesa de Mertueil. Glenn Close en Atracción fatal (1987), de Adrian Lyne, y Las amistades peligrosas (1988), de Stephen Frears. Reconozcámoslo: Glenn Close tiene cara de mal bicho y como además es una excelente actriz, borda los papeles de malvada. Atracción fatal es una versión con look publicitario de Escalofrío en la noche, la primera película que dirigió Clint Eastwood; peor que el original, pero salvable gracias a la maldad que llega a desplegar Close.


-Katherine Parker. Sigourney Weaber en Armas de mujer (1988), de Mike Nichols. Vaya por delante que todos los protagonistas de esta mediocre película me parecen unos perfectos impresentables. No obstante, la gran Weaber compone con maestría el personaje de odiosa ejecutiva de alto nivel. La moraleja de la función sería la siguiente: para que una mujer demuestre en el trabajo que vale tanto como un hombre, debe esforzarse y hacer el doble que el varón. Y para que una mujer sea una gran hija de puta en el trabajo, ha ser el doble de hija de puta que el mayor cabrón macho de la empresa.


-Annie Wilkes. Kathy Bates en Misery (1990), de Rob Reiner. Parece mentira que Kathy Bates, que siempre ha hecho de buenaza, haya sido capaz de encarnar a un personaje tan aterrador. En realidad, no es mala; sencillamente está como un saco de grillos. Y es jodidamente violenta (la escena del mazo pone los pelos de punta). En mi opinión, de todas las malas y malos que aparecen en estas listas, Annie Wilkes es la más escalofriante.


-Peyton. Rebeca de Mornay en La mano que mece la cuna (1992), de Curtis Hanson. Quien todavía piense que la cara es el espejo del alma, es candidato perfecto para el tocomocho. Peyton tiene un rostro dulce, angelical, delicadamente bello; le confiarías tu bebe sin dudarlo un segundo. Sólo tiene un pequeño defecto: es una psicópata de tomo y lomo. Peyton representa el mal engañoso, la maldad que se infiltra en tu mundo sin que te des cuenta y poco a poco destroza tu vida. Impecable Rebeca de Mornay, una actriz que hubiese puesto palote al gran Hitchcock.


-Bridget Gregory. Linda Fiorentino en La última seducción (1994), de John Dahl. He aquí todo lo lejos que se puede llevar el cliché “mujer fatal” sin caer en la caricatura. Bridget es mentirosa, manipuladora, ladrona y, finalmente, asesina. De hecho, la forma en que se carga a su marido (literalmente como a una cucaracha) resulta estremecedora.


-Xenia Onatopp. Femke Janssen en Goldeneye (1995), de Martin Campbell. Femke Jannsen, la Jean Grey de X-Men, fue modelo antes que actriz y es un mujer extraordinariamente atractiva (aunque eso sí, de forma poco convencional). Y tiene un don muy infrecuente en personas guapas: sabe reírse de sí misma. En Goldeneye, un producto Bond como otro cualquiera, interpreta a una delirante asesina rusa sadomasoquista totalmente pasada de vueltas. Lo mejor de la función, sin duda.


-Sil. Natasha Henstridge en Especies (1995), de Roger Donaldson. De acuerdo, la película es mediocre y el extraterrestre cabrón de marras tampoco es para tirar cohetes. Pero resulta que cuando adopta forma humana, ese extraterrestre se convierte en Natasha Henstridge que, además de estar descontroladamente buena, se pasa media película en pelotas. Quizá no sea una mala memorable, pero chico, da gusto verla.


-Elle Driver (Crótalo de California). Daryl Hannah en Kill Bill (2003), de Quentin Tarantino. Es una caricatura, por supuesto; la maldad hecha mujer. Protagoniza con Umma Thurman quizá la mejor (y más brutal) pelea entre dos mujeres jamás vista en la pantalla.


-O-Ren Ishii (Víbora Letal). Lucy Liu en Kill Bill (2003), de Quentin Tarantino. Tras su delicado rostro de porcelana oriental se oculta una despiadada jefa Yakuza. Siempre he sentido debilidad por Lucy Liu, aunque su carrera no ha ido muy lejos. También encarnó a una notable mala, versión sado, en Payback.


-Gogo Yubari. Chiaki Kuriyama en Kill Bill (2003), de Quentin Tarantino. Tiene poco papel y aún menos frases, pero es imposible que la imagen de esta colegiala japonesa psicokiller, la guardaespaldas de O-Ren Ishii, se te borre de la memoria. Una Lolita letal con un rostro que es puro morbo del chungo.


-Eleanor Shaw y Miranda Priestly. Meryl Streep en El mensajero del miedo (2004), de Jonathan Demme, y El diablo viste de Prada (2006), de David Frankel. Confieso que durante mucho tiempo no soporté a Meryl Streep, sobre todo desde que la vi, ya cuarentona, pretendiendo pasar por adolescente en La casa de los espíritus. Me parecía una gallina gigante. No obstante, empecé a reconciliarme con ella en Los puentes de Madison y finalmente caí rendido a sus pies cuando la vi hacer de mala en la nueva versión de El mensajero del miedo. La peor madre del mundo, sin lugar a dudas. Y la peor jefa.

Lamentablemente, no recuerdo ninguna malvada española digna de mención. Seguro que la hay, pero no se me ocurre ninguna. Confío en que alguien me refresque la memoria. Por último, de todas estas malas y malos, ¿cuáles son mis favoritos? Citaré cuatro, dos perversos y dos perversas: Rupert de Hentzau, Norman Bates, la enfermera Ratched y la también enfermera Annie Wilkes. Y si de estos cuatro tuviera que elegir al más malote/a de todos... creo que me quedaría con el escalofriante personaje que interpretó la genial Kathy Bates (quizá porque se apellida como Norman).