jueves, marzo 14

Manual de instrucciones para el fin del mundo



 
            Escribí La estrategia del parásito en 2011. Fue un proceso extraño; yo llevaba meses escribiendo La isla de Bowen y, cuando iba más o menos por la mitad de la obra, recibí una llamada de Elsa Aguiar, la entonces directora editorial de SM. Me pidió una novela destinada a leerse en IPhone y vinculada de algún modo a Internet. Le dije que le contestaría en una semana; si para entonces se me ocurría algún argumento, aceptaría. Y se me ocurrió.

            Interrumpí lo que tenía entre manos y escribí la novela muy rápido para poder cumplir la fecha de entrega. Luego, lo del IPhone se torció y La estrategia del parásito acabó publicándose en papel al año siguiente. Elsa había enfermado y para esa edición colaboré por primera vez con Gabriel Brandariz, por entonces editor y hoy Gerente de la editorial. Fue un caso de amor a primera vista; ambos descubrimos que, pese a la diferencia de edades (Gabriel es insultantemente joven), ambos estábamos igual de locos y nos gustaban las mismas cosas.

            Cualquiera que conozca mi obra sabe que mis protagonistas casi nunca son héroes de acción, sino personas normales que se ven envueltas en circunstancias extraordinarias. Me parece mucho más interesante ver cómo se desenvuelve ante el peligro alguien como tú o como yo, que asistir al reparto de mamporros de un gañán con exceso de testosterona. En La estrategia del parásito llevé lejos eso del héroe que no lo es.
 

 
            Se trata de un thriller. Óscar Herrero, el protagonista de la novela, es un estudiante de periodismo de 22 años, un tío de Burgos enteramente normal. Un día lee en el periódico que un antiguo compañero de colegio, Mario Rocafort, ha muerto en un accidente de moto. Óscar no mantenía ninguna relación con Mario, así que se sorprende mucho cuando, poco después, recibe una carta que su ex-compañero le envió justo antes de morir, acompañada de un pendrive. En la misiva, Mario le pide que, si no tiene noticias suyas en una semana, intente localiza a un profesor de la faculta de informática llamado Figuerola y le entregue el pendrive. También le da una serie de instrucciones sobre las precauciones que debe tomar para examinar el pendrive. Óscar descubre que Figuerola ha desaparecido, y entonces mete la pata al incumplir una de las instrucciones de Mario. A partir de ahí, su vida se convierte en una pesadilla.

            Imaginaos que alguien o algo (denominado “Miyazaki”) controla Internet y todo lo que está directa o indirectamente conectado a la Red. Y ahora imaginaos que ese misterioso ente decide putearos usando todo su poder. Eso es lo que le pasa a Óscar. De repente, se ve obligado a huir y esconderse, porque la policía le busca acusado de asesinato y unos sicarios quieren matarle. Y ni siquiera sabe por qué. Durante su huida, Óscar mete la pata varias veces (como la meteríamos todos en su lugar). Esas torpezas, esa fragilidad del protagonista, para mí lo hacen más interesante, aunque no todo el mundo estuvo de acuerdo.

            Recuerdo que un chico escribió en su blog una reseña de la novela. Le había gustado mucho, pero añadió que no soportaba al protagonista. “¡ES TONTO! ¡TONTO! ¡TONTO!”, escribió. Ya, lo es; pero ponte tú en su lugar.

            La novela tiene una peculiaridad: su final está en una página de Internet. Y es un final abierto. (Por cierto, algunos lectores confesaron que se habían llevado un susto de muerte al ver ese final) Aunque, si te paras a pensarlo, no lo es tanto. El poder al que se enfrentan los personajes es tan desmesurado que resulta imposible enfrentarse a él. Punto final. O, al menos, eso creía yo entonces.

            Como siempre ocurre cuando publico una novela, procedí a olvidarme de ella. Pero años después, por algún motivo que no recuerdo, volví a pensar en su argumento. ¿Realmente el problema que había planteado no tenía solución? Me puse a darle vueltas. No podía sacarme un as de la manga ni recurrir a un tramposo deus ex machina; tenía que ser algo que ya estuviese en la primera novela…Y lo encontré. Además, era una solución que, si lo pensabas bien, contenía un problema aún mayor y casi filosófico. Eso me gustaba.

            Le propuse a Gabriel convertir La estrategia del parásito en un trilogía y, como está loco, aceptó. Así que escribí dos novelas más. Y la primera de ellas, llamada Manual de instrucciones para el fin del mundo, ya está en las librerías, junto con una renovada reedición de La estrategia... La trilogía, llamada Crónicas del parásito, se completará con la tercera entrega, La hora Zulú, que aparecerá en septiembre.

            La primera novela era voluntariamente claustrofóbica. Se centraba en dos personajes (Óscar y Judit, la ex de Mario) durante menos de dos semanas. Pero Miyazaki supone un peligro mundial, así que en Manual de instrucciones para el fin del mundo he ampliado la mirada; se introducen nuevos personajes y la acción se desarrolla en más escenarios, aparte de España: Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Japón. El argumento de esta segunda novela se centra en la formación de un pequeño y extravagante grupo de personas que se unen para hacer frente a la amenaza de Miyazaki. También retoma a los principales personajes de la anterior novela. Lo cual permite que Óscar, después de casi un año huyendo, aprenda y deje de hacer tantas tonterías. Y, por cierto, como su nombre indica, la novela habla de un simpático sistema para acabar con la humanidad.

            Ah, y una curiosidad: Los tres títulos de Crónicas del Parásito son en parte un juego metaliterario en el que la ficción se confunde con la realidad. Pues bien, en las novelas segunda y tercera aparecen dos personajes peculiares. Uno es un escritor llamado César Mallorquí, y el otro su mujer, María José Álvarez, Pepa. Soy mi propio personaje, lo cual significa que soy mi propio padre. De tal astilla, tal palo.

            En fin, queridos merodeadores, Manual de instrucciones para el fin del mundo ya está en las librerías. Y también la bonita reedición de La estrategia del parásito. ¿Qué hacéis ahí parados? ¡Corred a comprarlas, insensatos!

sábado, marzo 2

Políticos




            El domingo 1 de octubre de 2017, fecha del célebre referéndum catalán (que por lo visto era de mentirijillas), Pepa y yo estábamos en Barcelona. En realidad, saliendo de Barcelona, pues habíamos pasado el fin de semana allí y regresábamos en coche a Madrid. Salimos temprano, así que no fuimos testigos de ningún incidente; pero pasamos por delante de cientos, miles de banderas esteladas. La ciudad estaba llena de ellas.

            Recuerdo que por el camino comenté con Pepa que lo que más me jodía del nacionalismo catalán era que, por el principio de acción/reacción, azuzaría al nacionalismo español. Madre mía, cómo me jode a veces tener razón. Cuando llegamos a casa nos encontramos con que nuestra calle estaba plagada de banderas españolas. El jueves, cuando salimos, sólo habría un par, pero al cabo de tres días se habían multiplicado como una plaga. Creo que nuestra terraza era la única en la que no ondeaba un trapo.

Detesto el nacionalismo; me parece un sentimiento cuasi-religioso, paleto, miope y destructivo (sólo hay que recordar las monstruosas consecuencias del nacionalismo en el siglo XX). Pues bien, ¿que no quieres caldo? Toma dos tazas. Al efervescente resurgimiento del cavernario nacionalismo catalán le ha seguido el no menos espumoso alzamiento del cavernario nacionalismo español.

            Ahora es el momento de citar a Samuel Johnson (y a  Kirk Douglas, y a Kubrick): “El patriotismo es el último refugio de los canallas”. Porque el patriotismo es un eficaz medio de control social, que los canallas catalanes (esa derecha burguesa que se hinchó a robar mientras estaba en el gobierno) y los canallas del resto de España (esa derecha de Barrio de Salamanca que se puso ciega a robar cuando gobernaba), utilizan para tapar sus trapos sucios. Y mientras tanto, el pueblo, esos catalanes que son “buena gente”, o los otros que son “españoles de bien”, entran al trapo como becerros y bailan al son que les tocan, sin pararse un segundo a pensar. Supongo que el pensamiento está sobrevalorado. Mejor embestir.

            Pues bien, como era de prever, gran parte de la sociedad española se ha volcado a la derecha, porque es la derecha quien siempre ha preservado las esencias del nacionalismo español. Lo que pasa es que las cosas no han ido como yo pensaba (sino mucho peor).

            De hecho, soy famoso por lo errado de mis previsiones políticas. No doy ni una. Por ejemplo, siempre había pensado que el hecho de que, tras el derrumbe de la UCD, sólo hubiera un partido que aglutinara a toda la derecha, desde el centro hasta el extremo diestro, era una anomalía democrática. Así que, cuando entró en escena Ciudadanos, creí que el asunto se iba a solucionar; el PP se quedaría en la derecha extrema y Ciudadanos en el centro derecha. Por fin una derecha civilizada, pensé tontamente…

            Porque me había olvidado de Vox. Ahí estaban los trogloditas, agazapados, sin que nadie les prestara atención. Y de pronto, zas, los tienes  delante de tus narices, mostrando orgullosos su patriótica estampa de señoritos a caballo. Qué miedo me dan, madre mía; qué miedo y qué asco. Y qué dejà vu tan siniestro.

            Pero lo que ha pasado después me ha dejado aún más turulato. Pensaba yo que los distintos partidos conservadores buscarían, cada uno, su propio nicho en el espacio de la derecha, pero qué va. Vox se ha quedado en lo que es: extrema derecha. Pero el PP, por razones que luego intentaré explicar, se ha corrido tanto a la diestra que resulta difícil diferenciarlo de los del diccionario. Y Ciudadanos, hala, también ha girado hacia el extremo. Y ahí tienes a los tres, peleando por el voto jurásico.

            Siempre he pensado que los líderes políticos actúan en base a sus propios intereses. No los de sus conciudadanos, ni los de su partido: los suyos personales como individuos. De todos los líderes que van a competir en las elecciones, quien más se la juega es Pablo Casado. A Vox para triunfar le basta con entrar en el Parlamento, cosa que ocurrirá seguro, de modo que Abascal tan tranquilo. Ciudadanos incrementará con seguridad sus escaños; aunque Rivera no llegue a gobernar, nadie de su partido le discutirá el liderazgo. El PSOE será, según todos los indicios, el partido más votado; gobierne o no, Pedro Sánchez no temerá que sieguen la hierba bajo sus pies.

En cuanto a Podemos, todo augura que se pegará un señor batacazo, pero como Iglesias ya ha eliminado toda la competencia interna y ha hecho del partido su cortijo, no tendrá problemas.

            Lo de Casado es distinto. De entrada, no está consolidado como líder del PP, y muchos en su partido están esperando y deseando que se la pegue. En segundo lugar, está en un partido herido por la corrupción y los escándalos. Por último, tiene una hemorragia de votos que se van a Ciudadanos y, sobre todo, hacia Vox (de hecho, Vox es un destilado del PP). Va a perder escaños por un tubo. La única oportunidad que tiene Casado de salvar la cabeza es que los tres partidos de la derecha consigan la mayoría mediante una alianza y que el PP quede por delante de Ciudadanos, de forma que pueda gobernar. Cualquier otra opción, kaput.

            Si intentáis poneros en su piel (ya sé que es difícil, pero encasquetarse un chaleco acolchado ayuda a conseguirlo), os daréis cuenta de que Casado está haciendo lo único que puede hacer. La mayor pérdida de votos del PP es hacia Vox, de modo que para intentar recuperar a esos votantes, Casado se ha escorado radicalmente hacia la derecha (que probablemente sea lo que le mole, pero da igual). Además, así le será más fácil negociar una posible alianza con esos machotes a caballo.

            Lo que ya no entiendo es el comportamiento de Ciudadanos. Su nicho natural es el centro-derecha; ¿qué gana Rivera yéndose a la caverna? Vale, por lo visto tenía una fuga de votos hacia Vox; pero cabe suponer que si se va demasiado a la derecha perderá votos en beneficio del PSOE. Por otro lado, Ciudadanos nació como reacción frente al nacionalismo catalán. Su principal seña de identidad es el nacionalismo español. Así que ahí tienes a Rivera, Casado y Abascal, compitiendo a ver quién la tiene más grande (la bandera, la bandera). Aunque creo que, en el fondo, se trata de algo más primario. Hubo un momento en que las encuestas daban como ganador a Ciudadanos; Rivera ya se veía en el trono. Y de pronto va Pedro Sánchez y organiza una moción de censura. Y lo que es peor: la gana. Y las aspiraciones de Rivera, su rápido ascenso al poder, se esfuman. No sé, creo que es como un niño al que le enseñan un juguete para, acto seguido, quitárselo. Tiene una pataleta.

            ¿Y qué pasa con la izquierda? Creo que Pablo Iglesias es un hombre talentoso que, cegado por la vanidad y la ambición, no ha parado de meter la pata hasta dejar su partido hecho una ruina. Podemos se pegará un batacazo en las generales, aunque probablemente menor de lo que auguran las encuestas (al menos, eso espero). Respecto a esto, puedo alardear de una de mis escasísimas predicciones políticas acertadas. Cuando Podemos estaba en la cresta de la ola, auguré que acabaría deshinchándose hasta ocupar el nicho natural de la izquierda extrema (que antes pertenecía a IU); es decir, en torno al 10 o al 15 %

            En cuanto al PSOE, creo que Pedro Sánchez es un mediocre. Pero también me parecen mediocres el resto de los políticos españoles. Además, Sánchez es un mediocre, sí, pero no un sociópata. Como sí lo es algún que otro líder del bloque de la derecha.

            Hace años, juré que no volvería a hablar de política en el blog, porque me indignaba demasiado. Pero lo acabo de incumplir, y lo volveré a hacer en las próximas semanas. Pasé mis primeros 22 años de vida en el seno de una dictadura fascista; no quiero volver a nada que me recuerde a aquello. Y últimamente, amigos míos, llega a mi delicada nariz un tufo facha de lo más alarmante.

            Cuando la utopía queda lejos, y la distopía se aproxima, lo que hay que hacer es apostar por el mal menor. No es emocionante, pero sí muy práctico.