viernes, julio 11

Cerrado hasta el 4 de agosto

Se acaba la temporada, amigos míos; Babel se toma unos días de descanso y Fray César de Baskerville también. Como sabéis los que hayáis leído la entrada “Vacaciones”, me voy con Pepa, mi mujer, al sur de Francia; una semana al Languedoc y otra semana a la Provenza. Luego, nos reuniremos con Óscar y Pablo, nuestros hijos, en Gerona y pasaremos juntos otra semana en la Costa Brava.

Aún no he decidido los libros que me voy a llevar; de hecho, sólo tengo claros tres títulos: Spin, de Robert Wilson (Ómicron, 2008); me la regaló Julián Díez por mi cumpleaños y, según asegura, es una de las mejores novelas de ciencia ficción de la última década. Hace siglos que no leo cf, así que le daré una oportunidad. La segunda novela es Los hombres que no amaban a las mujeres, de Stieg Larsson (Destino, 2008). Según todas las críticas, se trata de un excelente y renovador thriller. El tercer libro es un ensayo, Universos paralelos, de Michio Kaku (Atalanta, 2008); lo estoy leyendo desde hace un mes y voy por la mitad, pero es que eso de la cosmología hay que tomárselo con calma. Supongo que me llevaré dos o tres libros más; nunca lo leo todo, pero me gusta tener dónde elegir.

Salgo mañana y regresaré el cuatro de agosto, justo cuando la mayor parte de vosotros inicie sus vacaciones, así que me temo que Babel será un lugar solitario el mes que viene. En cualquier caso, os deseo a todos que vuestras vacaciones estén llenas de estímulos, sorpresas y felicidad. Pero antes de despedirme, quiero ofreceros una pequeña curiosidad, sobre todo a aquellos que hayáis leído mi novela La Catedral. Como decía en una entrada anterior, durante el verano de 1999 fui con mi familia a recorrer la Bretaña francesa. Por aquel entonces, estaba escribiendo La Catedral, así que utilicé aquel viaje para documentarme. La novela, ambientada en el siglo XIII, comienza en Estella (Navarra), y cuenta cómo Telmo Yáñez, un joven aprendiz de cantero, debe abandonar esa localidad para dirigirse a Kerloc’h, un pueblo costero de Bretaña -que por aquel entonces era una de las regiones más remotas y aisladas de la cristiandad- con el propósito de participar en la construcción de una misteriosa catedral.

Pues bien, justo antes de salir de viaje escribí toda la parte del relato que se desarrolla en España. Conozco bien Estella y todo el camino hasta Roncesvalles, así que no tuve mayores problemas. No obstante, debía elegir un lugar en Bretaña donde ambientar el resto de la novela. Cogí un mapa y me puse a buscar. Decidí situar la novela en la península de Crozon, el punto más occidental de Francia, un lugar que, como el Finisterre español, fue punto de destino de peregrinaciones prehistóricas, un centro de culto pagano. Esto era importante, porque al final de la novela allí se celebraría un ritual pagano. Vale, en Crozon pues; pero ¿dónde exactamente? Se trata de una zona muy despoblada y quería un pueblo de origen bretón; el único que encontré fue Kerloc’h (“ker”, en bretón, significa “villa”; el 90% de los pueblos bretones comienzan por “ker”, para desesperación del viajero). En fin, Kerloc’h sonaba bien, pero sólo era un nombre en un mapa, puede que el terreno no fuese adecuado para la acción. Eso sólo lo sabría cuando lo viese.

Iniciamos el viaje, recorrimos la costa atlántica de Francia, nos adentramos en Bretaña, dejamos atrás Morbihan y, al cabo de unos días, llegamos a Finisterre, a la península de Crozon. Se trata de un parque natural, de modo que hay muy pocas construcciones por la zona. Recuerdo que, la primera vez, pasé de largo Kerloc’h; el pueblo es muy pequeño y está oculto por una arboleda. Tuve que retroceder y, sí, ahí estaban la playa y el pueblo de Kerloc’h. Además, el lugar era perfecto para ambientar la historia de Telmo Yáñez. Permitidme que reproduzca un fragmento de la novela, justo cuando Telmo y sus compañeros de viaje Eric, Gunnar y Loki, llegan a su destino:

Era un bahía muy ancha que parecía estrechar entre sus brazos a un mar tranquilo e intensamente azul. A la izquierda, en la cima de unos acantilados, se alzaba una fortaleza muy antigua, con grandes muros de negro basalto. En lo alto de la torre ondeaba una bandera blanca con la roja silueta de un águila.
(...) Al pie de los acantilados había una playa de arena dorada que, conforme se extendía hacia la derecha, acababa convirtiéndose en un pedregal batido por las olas. A unos quinientos pasos de la orilla, en el otro extremo de la bahía, situado sobre la falda de una colina, se alzaba un poblado en el que reinaba una intensa actividad.
Al instante tuve la certeza de que aquel lugar era nuestro destino. Y lo supe porque, un poco más allá de la aldea, en una verde franja de tierra que penetraba en el mar encaramada sobre unos acantilados, se alzaba la construcción más extraordinaria que jamás he contemplado. Era un templo, una catedral. La catedral de Kerloc'h
”.

Pues bien, estando en Crozon tomé unas fotos para documentarme. Éstas son dos de ellas:

Aquí tenemos el lado sur de la bahía visto desde Kerloc’h. Tenéis que imaginaros una antiquísima fortaleza negra sobre el promontorio, al borde del acantilado.

Éste es el lado norte de la bahía visto desde la supuesta fortaleza. Si os fijáis, a la derecha se ven algunas casas del pueblo. En el extremo izquierdo, cerca del acantilado, se alzaría la catedral de Kerloc’h, grande, con arbotantes a los lados y una inmensa torre semejante al aguijón de un alacrán.

Bueno, amigos míos, pues éste es el escenario de mi novela La Catedral. Ya sé que esto es una chorrada que no le interesa a nadie, pero me apetecía recordar aquel maravilloso viaje.

¡Felices vacaciones!

martes, julio 8

Thomas M. Disch

Estoy anonadado. Acabo de enterarme de que Thomas M. Disch murió el pasado cuatro de julio. Causa de la muerte: suicidio.

Esta noticia no aparecerá en los telediarios, ni en los periódicos, ni siquiera en las revistas literarias. A fin de cuentas, ¿quién narices es Thomas Disch? Sé que algunos merodeadores de Babel –el sector especializado- lo conocen muy bien, pero la mayoría no, aunque se trate de personas cultas interesadas por el arte y la literatura. Pero es que Disch es un autor prácticamente desconocido en nuestro país, lo cual no solo es injusto, sino que pone de relieve las graves carencias del mundo cultural español, tan provinciano, tan corto de miras, tan pacato.

Thomas Disch fue uno de los mejores escritores norteamericanos del siglo XX. El problema es que le dio por escribir ciencia ficción y fantasía, algo al parecer imperdonable en el miope mundo de la cultura mainstream. En cierta ocasión, Julián Díez me comentó que, en su opinión, sólo cuatro autores de cf podían competir en igualdad de condiciones con lo mejor de la literatura mundial: J. G. Ballard, Ursula K. Le Guin, Stanislaw Lem y Thomas Disch. Luego añadió a Ray Bradbury. No recuerdo si mencionó también a Philip K. Dick, ni estoy seguro de que la lista sea rigurosa; son todos lo que están, pero quizá no están todos los que son. De los autores citados, tanto Ballard, como Le Guin, Lem, Bradbury y Dick han recibido el reconocimiento de la crítica, o al menos de parte de ella. Sin embargo Disch, sin duda el mejor estilista que ha dado el género, es absolutamente ignorado. ¿Por qué? Resulta difícil responder a esta pregunta. Disch era un autor incorrecto, de ideología izquierdista, homosexual y polifacético. Sus novelas no son fáciles ni sencillas de catalogar; Los genocidas (1965), la primera que publicó, es una historia absolutamente deprimente y Campo de concentración (1968) no le anda a la zaga. 334 (1972) desborda por todos lados las fronteras del género y En alas de la canción (1978, incluida por Harold Bloom en su Canon Occidental) abarca tantos temas, y desde tantas perspectivas diferentes, que no puede ser encasillada.

Disch era un autor minoritario dentro de un género minoritario. Surgió de la New Wave, el movimiento que renovó la ciencia ficción en los sesenta, y la New Wave se extinguió. El mundillo de la cf, ese fandom mayoritariamente infantiloide, le ninguneó. Sus textos mainstream -Clara Reeve (1975) y Neighboring Lives (1981)- no fueron reconocidos por la crítica ni los lectores. El intento de abordar la literatura comercial con Doctor en Medicina (1991) tampoco le condujo a ninguna parte. De hecho, quizá su mayor éxito sea un cuento infantil, The Brave Little Toaster (1986). Con todo, pese a lo mucho que le costaba encontrar editores dispuestos a publicarle, Disch escribió novela, relatos cortos, poesía, ensayo y libretos para ópera. Nada de eso le permitía subsistir decentemente, así que su producción se fue espaciando y, finalmente, dejó de escribir (su última novela, The Sub, apareció en 1999). Al parecer, ahora se dedicaba a la pintura.

Es triste comprobar que el talento no siempre se premia, y deprimente ver cómo autores mediocres, o directamente infumables, venden cientos de miles de ejemplares, mientras que grandísimos escritores como Disch son displicentemente ignorados. De acuerdo, nadie ha dicho que la vida sea justa; pero, ¿por qué narices tiene que ser siempre tan injusta?

Thomas M. Disch se suicidó en su apartamento de New York hace cuatro días. ¿Los motivos? Una severa depresión a causa de la muerte de su pareja, Charles Naylor, y la preocupación por sus problemas económicos y un posible desahucio... Los ateos (él lo era) no podemos recurrir al consuelo de la oración, pero existen muchas formas de rezar. A fin de cuentas, leer no es más que pensar los pensamientos de otra persona, de forma que cuando leemos el texto de un autor fallecido estamos resucitando una parte de su mente. Yo rezaré por Thomas Disch releyendo alguno de sus libros; Campo de concentración o, quizá, 334.

Os sugiero, amigos míos, que también recéis por él leyéndole. En las librerías podéis encontrar El cura (Berenice, 2007) en tapa blanda, un vigoroso alegato contra la iglesia católica; no es su mejor novela, pero aún así es muy buena. Con suerte, también podéis encontrar esa obra maestra que es En alas de la canción (Bibliópolis, 2003). Si rebuscáis en librerías especializadas, quizá deis con alguna de sus obras anteriores. Sea como sea, leedle; no por él, sino por vosotros.

Thomas Michael Disch: 2 de febrero de 1940 – 4 de julio de 2008.

Descanse en paz

lunes, julio 7

Vacaciones

Para muchas personas, las vacaciones consisten en no hacer nada. Suelen veranear en el mismo lugar todos los años, por lo general en una localidad costera donde ya tienen su grupo de amigos y donde hacen siempre lo mismo: tomar el sol, bañarse en el mar o la piscina, echar la siesta, comer y cenar en chiringuitos... No digo que esté mal eso de no hacer nada y repetir ritos, incluso reconozco que tiene su punto, pero en mi caso sólo puedo hacerlo durante una semana como máximo. Al cabo de ese tiempo, comienzo a ponerme nervioso y siento la imperiosa necesidad de moverme, de irme, de hacer algo. Soy un culo inquieto, qué le vamos a hacer.

Supongo que eso se debe a mi educación. A mi padre le encantaba viajar; cuando yo era niño, solíamos veranear en Santander, pero no nos quedábamos quietos; por el contrario, hacíamos constantes excursiones, e incluso mini-viajes dentro del viaje. Otras veces realizábamos largos periplos, por el Sur, por la Cornisa Cantábrica, por Levante... Fuera de la temporada de vacaciones, mi padre salía los fines de semana para recorrer los alrededores de Madrid y aprovechaba los puentes para realizar salidas más largas. En fin, que mi padre era un culo inquieto y yo lo he heredado.

Sea por la razón que fuere, a mí la carencia de estímulos, en vez de relajarme, acaba poniéndome de los nervios. Veréis, la vida diaria suele consistir en la repetición de las mismas costumbres. Nos levantamos, trabajamos, comemos, volvemos a trabajar, vemos la tele, leemos, dormimos, y así una y otra vez, en un ambiente conocido rodeados por personas conocidas. Tan familiar nos resulta todo, que nuestro cerebro se adormece y dejamos de prestar atención a lo que nos rodea. Hay estímulos intelectuales, por supuesto; los podemos encontrar en el trabajo (con suerte), en la lectura, en el cine, en la buena conversación, pero la mayor parte de nuestro tiempo lo pasamos en una especie de limbo nebuloso que a la larga acaba petrificando las neuronas.

Sin embargo, cuando se viaja a lugares desconocidos, todo lo que nos rodea está lleno de estímulos, porque todo es nuevo para nosotros. Y a mí me encanta esa sensación de descubrir cosas, de maravillarme con algo que desconocía, igual que disfruto con la inquietud previa al descubrimiento, con ese comecome que se siente al saber que al día siguiente vamos a ver algo maravilloso. Por eso, mis vacaciones ideales consisten en largos periplos en coche; y no sólo por las razones que he expuesto, sino también por las sorpresas “fuera de programa” que te encuentras. Por ejemplo, mi viaje de boda consistió en recorrer la costa mediterránea francesa y el norte de Italia hasta llegar a Venecia. Pues bien, una noche circulábamos Pepa y yo por la Haute Corniche buscando cierto pueblo para dormir, pero llovía, había niebla y no encontrábamos el pueblo ni de coña, así que decidimos parar en la primera población que viéramos. Que resultó ser La Turbie, donde nos hospedamos en el hotel Napoleón. Al día siguiente, cuando me desperté, abrí la ventana de la habitación y lo que vi me dejó boquiabierto: un precioso pueblecito típicamente francés presidido por las inmensas ruinas de un monumento romano, el Trofeo de los Alpes, erigido por Augusto para conmemorar su victoria sobre los ligures. Y yo ni siquiera sabía que existía.

He realizado largos periplos por Colombia, Venezuela y Costa Rica; he recorrido el sur de México por Chiapas, Campeche y Yucatán, y el centro-oeste de Estados Unidos visitando algunos de los asombrosos parques naturales de Arizona, Utha y California. También realicé, junto con mi familia, dos largos viajes por Francia. El segundo fue al Loira y a Normandía, una región con una arquitectura magnífica y una gastronomía espléndida, pero, sobre todo, un lugar donde la memoria de la Segunda Guerra Mundial está siempre presente. El primero fue a Bretaña, y creo que ha sido uno de los viajes más hermosos y estimulantes de mi vida. Recorrimos toda la costa atlántica, con una parada en La Rochelle, hasta llegar al golfo de Morbihan. Allí están los famosos alineamientos megalíticos de Carnac, pero en realidad toda la zona es una especie de Disneylandia megalítica; hay restos prehistóricos por doquier, no se puede dar un paso sin tropezar con un menhir, un túmulo o un dolmen. O todo a la vez. Es uno de los lugares más mágicos que he visitado. Luego, seguimos recorriendo la costa en dirección a Normandía, pasando por el Finisterre bretón. Se daban dos circunstancias en aquel viaje. La primera, que me estaba documentando para escribir mi novela La Catedral, así que para mí fue una mezcla de fantasía y realidad, pues tenía que imaginarme cómo sería aquel trayecto en la Edad Media. Por otro lado, años atrás había conseguido en la Cuesta de Moyano una guía de Bretaña editada en los años treinta, lo cual me permitía comprobar qué había cambiado y qué no.

Finalizamos el viaje en Mont Saint Michel, justo en la frontera entre Bretaña y Normandía, y esa fue la guinda del helado. Veréis, cuando era niño leí la historia de Saint Michel; creo que fue en un Miscelánea Juvenil, unos libros del Reader’s Digest que contenían artículos y relatos dirigidos a los chavales (Houdini, el rey de las esposas, Extraños moradores de la selva virgen, Cómo construir un sencillo aparato de radio, y cosas así). El caso es que me fascinó la historia de esa abadía, reconvertida varias veces, a lo largo del tiempo, en fortaleza y cárcel. Pero, sobre todo, me llamó la atención esas tremendas mareas que hacían desaparecer el mar y lo hacían volver más deprisa que un caballo al galope. Siempre, desde que de pequeño leí su historia, deseé visitar Saint Michel. Por eso, al final de nuestro viaje por Bretaña, cuando vi la abadía a lo lejos, experimenté una de las mayores impresiones estéticas de mi vida, algo así como el síndrome de Stendhal. San Michel está al final de una inmensa llanura, en un lecho marino igualmente llano; es el único promontorio que hay a la vista, de modo que puede distinguirse desde muchos kilómetros de distancia. Al principio sólo es un trazo vertical en el horizonte, luego, conforme te vas acercando, ves ese promontorio imposible sobre el que se encarama, fundiéndose con él, un edificio imposible con un pináculo imposible, en medio de un mar imposible. Se queda uno sin aliento.

La verdad es que me encanta Francia; no sólo tienen un extraordinario patrimonio cultural y artístico, sino que además lo han sabido conservar como nadie. Se come de maravilla, los hoteles son buenos y los franceses, salvo los parisinos, suelen ser personas amables y colaboradoras. Por eso, amigos míos, el próximo sábado mi mujer y yo nos vamos de vacaciones a realizar otro periplo gabacho, esta vez por el sur. Pasaremos una semana en el Languedoc, visitando los castillos cátaros y buscando el Grial, y luego otra semana en la Provenza (Aviñón, Arlés, Orange, La Camargue...). Finalmente, nos reuniremos con nuestros hijos en la Costa Brava, donde pasaremos una semana más, esta vez sí, tocándonos las narices a dos manos.

Así pues, queridos merodeadores, ésta es la penúltima entrada del mes. Entre el doce de julio y el cuatro de agosto, estaré desaparecido en combate. Como me muero de ganas de estrenar a tope la Nikon D300 que me regaló Pepa por mi cumpleaños, en agosto colgaré en Babel una selección de fotos del viaje.

(Coño, ahora que me doy cuenta, se puede dar la barrila con las fotos de vacaciones sin necesidad de invitar a cenar a las víctimas. A distancia, de forma digital. Eso es progreso, si señor).

Por cierto, ¿qué preferís vosotros, vacaciones relajadas o estimulantes?