lunes, febrero 29

Eco



            Estaba escribiendo otra entrada, pero aún no la he acabado y no quería desperdiciar la oportunidad de colgar un post nada más y nada menos que en un 29 de febrero. Así que voy a rendirle un pequeño homenaje a un intelectual y escritor recientemente fallecido

            Cuando, en los 70, yo estudiaba periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información, dábamos tres años de lingüística. De hecho, según me dijeron (aunque no lo sé a ciencia cierta), dábamos más lingüística que los estudiantes de filología. ¿Para qué necesitaba tanta lingüística un periodista?, os preguntaréis. Para nada; pero de algún modo había que rellenar los cinco años de una carrera que debería haberse impartido en tres, con mucha más práctica y menos teoría.

            Pero eso da igual. El caso es que a mí no me importaba mucho, porque me gustaba la lingüística. Y en ese terreno, por aquel entonces, había una especialidad de rabiosa moda: la semiótica. ¿Que qué es eso? Pues la ciencia que estudia los diferentes sistemas de signos que permiten la comunicación entre individuos, sus modos de producción, de funcionamiento y de recepción. Estaba de moda, sobre todo, porque le semiótica era muy reciente; se desarrolló en los años 60, aunque estaba en parte basada en los principios enunciados a comienzos del XX por Ferdinand de Saussure.

            Reconozco que me fascinó la semiótica. Hasta que un día mi hermano José Carlos me preguntó: “Ya, pero ¿eso para qué sirve?”. No supe qué contestarle. Y sigo sin encontrar la respuesta, aunque seguro que tiene alguna utilidad, más allá de la puramente teórica y descriptiva.

            Pero de nuevo eso da igual. El caso es que, por aquel entonces, el libro sobre semiótica que estaba en el candelero era Apocalípticos e integrados, de un comunicólogo italiano llamado Umberto Eco. Confieso que intenté leerlo, pero no pude acabarlo. Así de burro soy. Pero más adelante, aunque mi fascinación con la semiótica se había desvanecido, leí varios artículos de Eco. Trataban, por lo general, sobre comunicación de masas y me llamaron la atención por varios motivos. Primero, por la inteligencia del autor. Segundo, por su erudición. Tercero, por su sentido del humor. Y cuarto, por el respeto, y conocimiento, con que Eco trataba la cultura popular.

            Entonces, en 1982, se publicó en España El nombre de la rosa. Yo la leí a comienzos del año siguiente. Fue uno de esos momentos de lectura que se me quedaron grabados en la memoria. Yo estaba enfermito, encerrado en casa con gripe, así que me la zampé en dos o tres días. Me encantó. Disfruté como un enano. Ocho años después, se publicó El péndulo de Foucault. La primera mitad de la novela me gustó, pero por desgracia la segunda parte era un aburrido catálogo de heterodoxias que no tardé en comenzar a leer en diagonal. No pude acabar ninguna de sus restantes novelas. Bueno, miento, sí que leí hasta el final la última, Número cero. Es cortita, pero se trata más de un ensayo sobre la manipulación informativa de los medios de comunicación que de una auténtica novela. Intelectualmente brillante, pero literariamente poca cosa.

            Así pues, recapitulando, no creo que Eco fuese un buen novelista. Con la única excepción de El nombre de la rosa, uno de los textos más inteligentes que he leído en mi vida. Aunque más que de novela, yo lo calificaría de artefacto literario, porque es como un mecanismo de relojería con los engranajes perfectamente ajustados y engrasados.

            La novela fue un best seller nada más publicarse. Curiosamente, se decía de ella que era un texto difícil de leer. Nada más falso, porque cualquier con una cultura media puede disfrutarla. Pero ese marchamo de novela compleja (avalado por el prestigio intelectual de su autor), promocionó de puta madre las ventas. Si tenías la novela y la habías leído (o afirmabas que la habías leído), quedabas como un tío culto. Y no solo eso; si tenías una cultura media, leer El nombre de la rosa te hacía sentir más listo. Veías el nombre del protagonista, Guillermo de Baskerville, y decías para tus adentros: eso es una referencia a Conan Doyle. Enseguida te dabas cuenta de que el monje asesino, Jorge de Burgos, es en realidad Jorge Luis Borges. Y la biblioteca de la abadía, ese recinto laberíntico, también remite a Borges y su cuento La biblioteca de Babel. Pillabas todo eso y pensabas “Coño, pero que listo soy”. Además, el eje de la trama es algo tan intelectual como el desaparecido segundo libro de la Poética de Aristóteles.

            Sin embargo, no nos engañemos, Aristóteles y su Poética son un MacGuffin. Un MacGuffin culto y lustroso, pero un MacGuffin al fin y al cabo. Y las referencias culturales son muy sencillitas (¿A qué narices va a referirse el nombre Baskerville si no es a Holmes?) De hecho, creo que El nombre de la rosa es un libro que parece mucho más profundo de lo que en realidad es. Pero eso carece de importancia.

            En mi opinión, El nombre de la rosa es un magnífico thriller medieval, una inteligentísima novela de misterio. Nada más, pero también nada menos. Recuerdo con muchísimo cariño esa novela, y también la película de Jean-Jaques Annaud. Sean Connery no parecía en principio la opción más adecuada, pero acabó siendo un magnífico Guillermo de Baskerville.

            El pasado día 19, Umberto Eco falleció. A raíz de ello, el nivel mundial de inteligencia ha descendido varios puntos.

            Feliz día fantasma, amigos míos; un día que sólo aparece cada cuatro años.

jueves, febrero 11

Una pieza que no encaja


 
            Llevo tiempo sin colgar ninguna entrada, amigos míos, disculpadme. La verdad es que he tenido mucho follón de curro; debía preparar un artículo sobre mi padre para la próxima exposición que se va a celebrar sobre su figura, escribir un cuento que me habían encargado y preparar el taller literario que he impartido el pasado fin de semana. Ah, claro, y escribir la novela en la que ando metido. Para colmo de males, tengo un problema médico; que no es grave pero sí engorroso, pues he tenido que hacerme un montón de pruebas y andar de especialista en especialista. Un coñazo, vamos.

            No obstante, sí que escribí una entrada. La semana pasada. Era sobre la actual situación política española. Pero luego, al releerla pensé que, en realidad, todo lo que decía ahí era evidente. No aportaba ninguna novedad; ¿que tenemos los políticos más mediocres e inoperantes que se pueda imaginar? Eso ya lo sabemos. ¿Que sólo actúan por intereses personales y partidistas? Eso está claro. ¿Que ninguno de ellos tiene un plan coherente y generoso para nuestro país? Eso no hay ni que decirlo. Entonces, ¿para qué escribir una entrada diciéndolo?

            Y en ese saco de inútiles meto, por supuesto, al cadáver político que es Rajoy, a Pedro Sánchez, a Albert Rivera y a ese campeón de la arrogancia que es Pablo Iglesias. Unos más y otros menos, pero todos en el mismo saco de la inutilidad.

            El caso es que he borrado el post que escribí y aquí me tenéis escribiendo uno nuevo. Pero no muy distinto. Por ejemplo, eso de la unión de las izquierdas... Si uno es de izquierda, ¿significa que debe comulgar con todas las ideologías de izquierda? Desde que tengo conciencia política me he considerado una persona progresista. De izquierda. Pero jamás he sido marxista. Y, por tanto, tampoco comunista. Nací en mitad del franquismo y, qué queréis que os diga, no veía, ni veo, muchas diferencias entre una dictadura fascista y la dictadura del proletariado. Los apellidos no importan; lo malo es el nombre: “dictadura”. Y no hace falta teorizar, sino recurrir a la historia: ¿Algún régimen comunista ha funcionado medianamente bien? Pues no; todos han sido un desastre para la economía, para la libertad y para la gente.

Durante mi primera juventud (voy por la sexta o así), me consideraba anarquista. Y en cierto sentido me lo sigo considerando. El problema, tanto entonces como ahora, es que repaso los postulados de la acracia y me parecen lógicos y deseables; pero al instante siguiente pienso: “Sí, muy bonito; pero es imposible que funcione”. Algún día os explicaré por qué.

            Entonces, si el anarquismo se me antoja utópico y el comunismo indeseable, ¿qué espacio me quedaba a la izquierda? La socialdemocracia. Y no es que esa tendencia política me entusiasme; la verdad es que es algo así como vino aguado o whisky de malta con sifón. Sin embargo, recurriendo de nuevo a la historia, hay que reconocer que, en Occidente, los momentos de mayor prosperidad y justicia social han estado marcados por la socialdemocracia. A fin de cuentas, de ahí surgió el Estado del Bienestar. Pero ahora la socialdemocracia está desnortada, así que me siento lost, sin nada ni nadie en quien confiar (aunque tampoco es que haya confiado nunca demasiado).

            Bueno, ahí tengo a Podemos, ¿no? El problema, de entrada, es que Pablo Iglesias me irrita, me irrita un huevo con su arrogancia y sus truquitos. Pero puede que sea una cuestión personal: no soporto a los enfermos de egotitis (inflamación del ego). En cualquier caso, y teniendo en cuanta que no me creo ni de coña su repentina adscripción a la socialdemocracia, Podemos, en lo que a mí respecta, es un partido neomarxista enlazado con el chavismo. Coño, pero si el mismo Monedero dijo que aspiraban a un “leninismo amable”. Y, qué queréis que os diga, yo no considero ni medianamente deseable ninguna clase de leninismo, le pongamos el apellido que le pongamos. Además, de nuevo la historia nos enseña lo fácilmente que se pasa de un “leninismo amable” a un “estalinismo borde”.

            Aunque, en realidad, eso no es lo importante, porque Podemos jamás podría implantar en España su amable leninismo, ni aunque ganase las elecciones por mayoría absoluta. No porque no quiera, sino porque no puede. El principal problema, para mí, es que Podemos no es un partido de izquierda, sino un partido populista. Aunque no tenga mucha importancia, véase el numerito que montaron los parlamentarios de Podemos en el Congreso, con sus puños en alto, el bebé de la Bescansa de mano en mano y sus proclamas de manual del buen izquierdista. De verdad, no tengo nada contra las rastas y las coletas, igual que en principio no tengo nada contra los trajes de chaqueta y las corbatas. La cuestión es que ambas alternativas estéticas, en este contexto político, son uniformes. Y los uniformes no me gustan ni un pelo.

            Como siempre ocurre cuando alguien critica a un partido de izquierda, no tardará en alzarse alguna voz acusándome de derechista (ya ocurrió la anterior vez que hablé de Podemos). Es un tic inevitable; la izquierda, toda la izquierda, es santa. Pues no, no soy de derechas; soy de izquierda, pero no de esa izquierda. Entonces, ¿por qué no critico al PP, en vez de a Podemos? Joder, pero si no he parado de hacerlo en este blog; incluso escribí un cuento de Navidad en el que Santa Claus se cargaba a Rajoy. Claro que no soporto a don Mariano y sus secuaces; ellos son el problema. Pero Podemos no es la solución.

            El otro día leí un artículo en El País que comentaba lo extraño de que muchas ideas que ya han demostrado ser ineficaces, incluso monstruosas, aún sigan vigentes para ciertos grupos humanos. El comunismo arruinó a numerosos países bajo el yugo de dictaduras tiránicas. El peronismo ha llevado varias veces a Argentina a la ruina. El maoísmo y su revolución cultural fueron una pesadilla asesina. Del nazismo y el fascismo para qué decir nada. El nacionalismo ha causado infinidad de muertos. El chavismo ha dejado a Venezuela hecha unos zorros. El liberalismo económico ha arruinado a millones de personas... Y, sin embargo, sigue habiendo comunistas, peronistas, maoístas, nazis y fachas, nacionalistas, chavistas, liberales... Parafraseando a no sé quién: no permitas que la realidad te arruine una buena teoría.

            En fin, volviendo a los asuntos autóctonos: ¿qué pasa con el PSOE? Pues que los psocialistas, con honrosas excepciones, me parecen una panda de mediocres sin ideas. ¿Y Ciudadanos? Que no, leches, que no soy de derechas. Soy una pieza que no encaja en el puzzle.

            Un izquierdista que no encuentra su lugar.

            Me siento solo.

            Huerfanito.

            (help!)


            Post Scriptum: El caso de los dos titiriteros recientemente excarcelados es un buen ejemplo de la realidad política del país. Por un lado demuestra el cutrerío mental de cierta izquierda, y por otro la histérica hipocresía de cierta derecha. La función que representaban los titiriteros era una gilipollez (como casi todas las representaciones de títeres). Una chorrada muy ideologizada con okupas buenos y polis corruptos. Evidentemente, no estaba dirigida a los niños. Ahora bien, ¿cuántos adultos asisten de motu proprio a funciones de títeres? (ojo: hablo de títeres, no de marionetas) Muy poquitos. Entonces, si planificas un espectáculo de títeres gratuito y abierto a todo el mundo, ¿quién crees que va a asistir? Pues niños con sus padres, está claro. Entonces, ¿por qué programar una función así? En mi opinión, los dos titiriteros son unos idiotas y la concejala de cultura una inútil.

            Ahora bien, de ahí a meter a los titiriteros en prisión incomunicada acusados de apología del terrorismo..., disculpad la rima, pero media un abismo. Es una pasada, una insensatez y una injusticia. No es ni más ni menos que la típica reacción histérica, hipócrita y sobreactuada de la derecha. Pero lo realmente malo no es eso. No fueron los políticos fachas quienes metieron entre rejas a los titiriteros. Fueron un fiscal y un juez, profesionales que, en teoría, deberían ser ajenos a esa clase de manipulación política. No sé si es para echarse a llorar o para echarse a temblar. En fin, mi buen amigo Samael habla acertadamente de esto en la última entrada de su blog La Tertulia Perezosa.