lunes, diciembre 29

Feliz año nuevo

Debo reconocer que la Nochevieja siempre se me ha antojado una de las fiestas más tontas, sólo superada por el resacoso Año Nuevo. Celebramos que la Tierra ha dado una vuelta completa en torno al Sol, y lo celebramos con desmesura, como si en el fondo temiéramos que el planeta se iba a parar antes de completar su recorrido. Es una apoteosis del calendario, lo cual ya es una bobada, pero es que además celebramos un calendario desacertado, pues Dionisio el Exiguo se equivocó al menos en cuatro años al fijar la fecha del nacimiento de Cristo (que, paradójicamente, debió de nacer entre el cuatro y el seis antes de Cristo y, desde luego, en ningún caso en invierno).

Pero es que, además, es una fiesta frustrante. Cuando yo era un jovencito alocado, me pasaba los días previos al fin de año buscando alguna fiesta a la que asistir. En vano; nadie daba fiestas. Un año –diciembre de 1971-, mi padre se fue de vacaciones a Londres con mi hermano mayor y me quedé solo. Como era joven e inexperto, decidí dar un fiesta en casa. Creo que fue la única fiesta que se celebró esa Nochevieja en Madrid, porque la casa se llenó de gente, en su mayor parte desconocidos. Yo acababa de romper con mi novia y estaba borracho antes de que llegara el primer invitado, así que no me importó mucho. Pero jamás se me volvió a pasar por la mente dar otra fiesta de Nochevieja. A partir de entonces, vagué como un alma en pena en pos de festejos tan tirados que incluso me aceptasen a mí. A veces lo conseguía, a veces no. La reunión más divertida que recuerdo fue en un chalé de gente desconocida donde me tiré toda la noche jugando al póker con desconocidos. No recuerdo si gané o perdí, pero estuvo muy bien.

Ahora las nocheviejas las paso en San Sebastián, con mi familia política, y ya no tengo que buscar ninguna fiesta, lo cual es un descanso. Me sigue pareciendo una conmemoración de lo más gilipollas, pero es lo que hay; al menos en San Sebastián lanzan fuegos artificiales para celebrar el nuevo año, lo que da cierto colorido al asunto. Por cierto, dado que está prohibido vender fuegos artificiales a particulares, supongo que allí todo el mundo debe de tener su proveedor secreto, una especie de camello de cohetería.

En fin, conspicuos merodeadores (qué dos palabras más bonitas, pardiez), mañana cogeremos el coche Pepa, Óscar, Pablo y yo y nos iremos a Donosti. Volveremos el dos de enero, si el gran F.S.M. quiere. Así pues:

¡Feliz 2009!

miércoles, diciembre 24

Un relato navideño: "Ensayo general"

Queridos amigos, merodeadores todos: La Fraternidad de Babel se creó en diciembre de hace tres años y, desde el primer momento, incluí un relato navideño mío como forma de felicitaros las fiestas y haceros un pequeño obsequio. Por lo general, los relatos los escribía con cierta antelación, pero este año se me echaron las fechas encima y no tenía nada escrito ni pensado (las razones las encontraréis en la entrada anterior). A punto estuve de tirar la toalla, pero me jodía incumplir ese pequeño ritual, así que le di vueltas y más vueltas hasta que, anteayer, se me ocurrió una idea. Escribí el relato ayer y lo he corregido esta mañana, así que disculpadme si no está todo lo pulido que vosotros os merecéis.

El relato se llama "Ensayo general" y en este momento carezco de la perspectiva necesaria para discernir si es bueno, malo o una mera chorrada simpática. Lo más probable es que sea esto último. En cualquier caso, no voy a engañaros: el regalo no es el relato; de hecho, el cuento es mío, tiene mi copyright y quién sabe si algún día lo publicaré en algún sitio. Está escrito por y para vosotros, pero me pertenece. No obstante, puede que cuando lo leáis vuestros labios dibujen una sonrisa; pues bien, esa sonrisa será mi regalo.

En definitiva, eso es lo que os deseo: un año lleno de sonrisas y que la palabra “lágrimas”, de tan poco utilizarla, acabe difuminándose en vuestra memoria. Felices fiestas, feliz año nuevo y un abrazo grande, grande, grande.


Ensayo general
by César Mallorquí
Los tres viajeros procedentes de oriente llevaban meses siguiendo a la estrella. Podemos llamarlos Melchor, Gaspar y Baltasar, aunque esos no eran sus auténticos nombres; en realidad, nadie sabe a ciencia cierta cómo se llamaban, pero la tradición ha querido denominarlos así y con eso deberá bastarnos. Además, probablemente sus verdaderos nombres eran tan difíciles de pronunciar como imposibles de transcribir a letra impresa. Melchor, Gaspar y Baltasar, con eso tenemos más que suficiente.
El viaje había sido largo, incómodo y lleno de peligros e incidentes; y lo peor de todo: nadie sabía cuándo iba a concluir. Llevaban tanto tiempo lejos de sus hogares que Gaspar y Baltasar comenzaban a preguntarse si no se habían precipitado un poco al hacer caso a Melchor cuando, meses atrás, les dijo:
—He tenido un sueño profético. He soñado que el hijo de Dios nacerá de una virgen y un carpintero en una gruta de un pequeño poblado. Debemos ir en su busca para postrarnos ante él, adorarle y colmarle de obsequios.
—Pero, ¿dónde nacerá exactamente? –preguntó Baltasar.
—Lo ignoro –respondió Melchor-; pero en mi sueño se me ha revelado el modo de encontrarlo. Todos hemos visto esa nueva estrella que surca, luminosa, el firmamento nocturno, ¿no es cierto? Pues bien, lo único que debemos hacer es seguirla.
—¿Seguir a una estrella? –musitó Gaspar, no del todo convencido.
Lo cierto es que se trataba de una idea peculiar, por no decir extravagante, pero Melchor era un sabio, igual que Gaspar y Baltasar, y no hay nada más sabio que hacer caso a los sabios, así que se aprovisionaron de víveres, se despidieron de sus familiares, amigos y criados, subieron a sus monturas y partieron en pos de la estrella. Al principio les pareció una buena idea –no todos los días nace el hijo de un dios-, pero después de tanto tiempo de infructuoso vagabundeo por tierras extrañas, siempre con las cabezas alzadas para contemplar el cielo, aparte de tortícolis, cualquier hijo de vecino acabaría sufriendo cierto desánimo. De modo que una tarde, mientras atravesaban un territorio más bien deprimente debido a su escasa feracidad, Gaspar, harto de aquel inútil periplo, preguntó con el ceño fruncido:
—¿Falta mucho, Melchor?
Con una apacible sonrisa, Melchor declaró:
—Ya estamos muy cerca. Supongo que, igual que yo, habréis advertido que, conforme pasaban los días, el brillo de la estrella ha ido aumentando. –Señaló el cielo-. Fijaos, ahora incluso de día es visible, lo cual sin duda significa que estamos muy próximos a nuestra meta.
Tenía razón; la estrella brillaba en el cielo diurno como un jirón de luz desprendido del Sol. Los tres viajeros, animados en su propósito por aquel resplandor sobrenatural, prosiguieron su marcha, tan casados como decididos a alcanzar su meta cuanto antes. Horas más tarde, al anochecer, se toparon con un grupo de pastores, leñadores y cazadores que caminaban entonando cánticos de gloria y bendición.
—¿Adónde os dirigís? –les preguntó Baltasar cuando llegaron a su altura.
—A adorar al hijo de Dios, que está pronto a nacer –respondió un pastor.
—Unos ángeles se nos aparecieron –terció un leñador- y nos comunicaron la buena nueva.
—Le llevamos regalos –concluyó un cazador, mostrando las piezas que había cobrado.
Los tres viajeros intercambiaron miradas de júbilo.
—¿Dónde se halla el niño? –preguntó Melchor con el rostro arrebolado.
—No muy lejos –respondió un buhonero-. Seguid este camino, nobles señores, y deteneos en el primer poblado que encontréis. Allí, en una covacha, daréis con el divino infante.
Los viajeros de oriente, estimulados por tan tonificantes noticias, reemprendieron la marcha con renovado optimismo. No tardó en caer la noche, pero la luz de la estrella era tan brillante que iluminaba el paisaje con más intensidad que una luna llena, así que los tres jinetes siguieron camino adelante sin detenerse a descansar, hasta que, una hora después de la medianoche, llegaron a un humilde poblado, apenas un puñado de casas de adobe y paja. No tuvieron que buscar mucho; al oeste de la aldea, cerca de una misérrima posada, había una peñas a cuyo pie se abría la entrada de una cueva. En torno a ella se congregaban, expectantes, grupos de pastores y lugareños; un milagroso haz de luz incidía sobre la gruta y el dulce cántico de un coro de ángeles resonaba en las alturas. La estrella resplandecía como un nuevo sol en el firmamento.
Los viajeros desmontaron de sus cabalgaduras, las amarraron a un árbol cercano y, abriéndose paso por entre el gentío, entraron en la cueva. Y ahí los encontraron, frente a una hoguera: el carpintero de pie, apoyado en un cayado, y la virgen a su lado, sentada, meciendo la rústica cuna de madera que había confeccionado su esposo. Al instante, los tres viajeros se postraron en el suelo y, tras unos minutos de alabanzas, depositaron al pie de la cuna los regalos que habían traído consigo: oro, incienso y mirra. Luego, casi sin atreverse a alzar la cabeza, Melchor preguntó con timidez:
—¿Podemos ver al niño?
La virgen sonrió bondadosamente y asintió. Los tres viajeros se incorporaron y unieron las cabezas para contemplar al recién nacido que dormía en la cuna. Era bellísimo, con la piel de un intenso verde esmeralda y las escamas brillantes y lustrosas como un mosaico sagrado. De pronto, el niño -a quien podemos llamar Jesús, aunque ese no era su verdadero nombre- abrió los ojos y fijó sus rasgadas pupilas de saurio en los rostros de los recién llegados. Sus fauces perfilaron una sonrisa, mostrando la doble sierra de sus dientes, y alzó una zarpa al tiempo que agitaba en el aire sus tres garritas, como si quisiera atrapar una mariposa invisible.
—¡Ohhhhh...! –exclamó Melchor, agitando su larga y escamosa cola de izquierda a derecha.
—¡Ahhhhh...! –susurró Gaspar, agitando su larga y escamosa cola de derecha a izquierda.
—¡Mmmm...! –murmuró Baltasar, agitando su larga y escamosa cola de arriba abajo.
Entonces, de repente, la tierra comenzó a temblar con creciente violencia y a lo lejos sonaron unos gritos de terror. Un terremoto sacudía los cimientos mismos de la creación. Olvidándose del niño, los tres viajeros abandonaron la cueva a toda prisa y contemplaron atónitos el dantesco espectáculo que se desarrollaba en el exterior. Bajo una luz tan intensa como la del mediodía, los lugareños huían despavoridos mientras grandes brechas se abrían en el suelo a causa del seísmo. Las monturas, tres usualmente apacibles protoceratops, bramaban y se encabritaban, navajeando el aire con sus prominentes crestas óseas. Un creciente estruendo resonaba en los cielos. Los tres viajeros alzaron la mirada simultáneamente y lo que vieron les encogió el corazón y les robó el aliento: la estrella ocupaba ahora casi la totalidad del cielo y parecía precipitarse hacia ellos rodeada por una túnica de llamas.
—Pero qué demonios... –comenzó a decir Gaspar.
Desgraciadamente, no pudo acabar la frase, pues en ese instante el mundo estalló a su alrededor.

* * *

En el cielo reinaba la consternación y el desconcierto. Jesús, sentado a la diestra de su padre, con la mirada perdida y los ojos vidriosos, era incapaz de hablar, de moverse, de reaccionar. Puede que fuese una divinidad, pero recibir en la cabeza el impacto de una roca del tamaño de la isla de Manhattan, lanzada a treinta y cinco kilómetros por segundo, es algo que puede traumatizar hasta al espíritu más puro. Dios contempló el rostro ausente de su hijo, miró luego hacia la Tierra, que poco a poco iba perdiendo su color blanquiazul para transformarse en una sucia esfera grisácea, y se incorporó en toda su majestad.
—¿Quién se ocupaba de controlar la estrella? –preguntó con voz tonante y expresión severa.
Los ángeles agitaron sus alas con nerviosismo, los serafines cesaron de entonar alabanzas, los tronos dejaron de contabilizar el karma de las almas. Tras unos segundos de ominoso silencio, el arcángel Gabriel avanzó unos pasos con la cabeza gacha y las alas mustias.
—Yo me ocupaba de la estrella, oh todopoderoso –respondió con voz trémula.
Dios le miró con una ceja arqueada.
—Bien, Gabriel –dijo en tono alarmantemente calmado-. ¿Qué te pedí que hicieras?
—Que indicara con una estrella el lugar donde nacería vuestro hijo, oh magnánimo.
—¿Y tú qué has hecho?
—Lo que me pedisteis, oh esplendoroso; señalé con una estrella el lugar del nacimiento.
—¡Claro que lo hiciste! –bramó Dios en medio de un centelleo de relámpagos-. ¡Arrojándosela a mi hijo a la cabeza!
Gabriel se encogió sobre sí mismo.
—A decir verdad –musitó-, no era una estrella, oh sapientísimo, sino un asteroide de mediano tamaño.
—Ah, entonces me tranquilizas –repuso Dios en tono sarcástico-. Si sólo era un asteroide pequeñito no hay más que hablar. –Se volvió hacia la corte celestial y demandó-: A ver, ¿quién tiene la lista de daños?
El arcángel Uriel se adelantó con un cuaderno entre las manos.
—Yo la tengo, oh inefable –dijo. Luego, tras echarle un vistazo al cuaderno, declaró-: El asteroide tenía un diámetro de diez kilómetros y al chocar contra la Tierra liberó una energía de cien millones de megatones. El impacto ha lanzado a la atmósfera cincuenta mil millones de toneladas de polvo que, unidas al humo de los incendios y las erupciones volcánicas, bloquearán la luz solar durante meses, acabando con la vegetación y...
—Abrevia, Uriel –le interrumpió Dios-. ¿Cuántos velocirraptores sapiens han sobrevivido?
—Ese cómputo es sencillo, oh ubicuo: cero. No ha quedado ni uno.
—Ah, fantástico –dijo Dios, comenzando a pasear de un lado a otro con las manos entrelazadas a las espalda-; nos tiramos no quiero ni pensar cuántos millones de años para crear una especie inteligente y Gabriel se la carga de un asteroidazo. Qué bonito.
—Pues eso no es todo, oh perfectísimo –prosiguió Uriel-. A causa del invierno nuclear, se extinguirán la práctica totalidad de los dinosaurios, y los pocos que queden acabarán a la larga por convertirse en pájaros.
—No pretendo decir “ya os lo dije”, oh sublime –terció el arcángel Baraquiel, asesor creativo-; no obstante, ya os dije que el modelo de sangre fría es eficaz, simple y robusto, sí, pero demasiado sensible a los cambios del ecosistema y...
—Bueno, basta ya –le interrumpió Dios-. Todo eso contádselo a Darwin cuando llegue el momento. –Se volvió hacia el tembloroso Gabriel y le espetó-: Así que, según tú, señalar un lugar y causar una extinción masiva viene a ser la misma cosa, ¿no? ¿Te importaría explicarme por qué demonios te pareció una buena idea lanzar esa roca contra mi planeta?
Gabriel tragó saliva antes de responder.
—Vos deseabais que la estrella marcara el lugar del nacimiento, oh excelso –musitó-. Pero si dejaba la estrella muy alta en los cielos... en fin, pensé que sería complejo para los mortales trazar la perpendicular sobre la esfera terrestre. Cuanto más cerca la situase, más fácil sería señalar con precisión el lugar, así que la dejé caer sobre el punto exacto...
—Es decir, sobre la cabeza de mi hijo –replicó Dios con los brazos en jarras-. ¿Y no se te pasó por la mente que haciendo eso te lo cargarías?
—Claro que lo pensé, oh alfa y omega, pero creí haberos entendido que deseabais que muriese...
—¡Sí, dentro de 33 años clavado en una cruz –bramó Dios-, pero no a la media hora de nacer pulverizado por un asteroide!
Un silencio sepulcral se abatió sobre el cielo; ni siquiera los querubines, por lo usual bulliciosos y traviesos, se atrevían a moverse. Dios respiró hondo y contó mentalmente hasta diez millones; tenía que controlar su mal genio, se dijo.
—Bien, vale, de acuerdo –murmuró en tono sosegado-; lo hecho, hecho está y no hay que darle más vueltas. A fin de cuentas, las cosas no suelen salir bien a la primera. Vamos a tomarnos esto como un ensayo general, pero la siguiente vez que lo intentemos quiero que todo salga perfecto. –Se volvió hacia Gabriel-. Tú volverás a ocuparte de la estrella, pero antes tendrás una charla larga y tendida acerca de la gravedad con sir Isaac Newton. ¿Me has entendido?
—Sí, oh sursum corda –repuso el arcángel postrándose a sus pies.
Dios se ladeó el halo, se mesó la barba y sonrió bonachonamente.
—Bueno –dijo-, hoy es Navidad, así que vámonos todos a casa. Pero dentro de sesenta y cinco millones de años volveremos a reunirnos aquí y lo intentaremos de nuevo. –Echó a andar hacia la salida y agregó-: A ver si con los mamíferos tenemos más suerte.


sábado, diciembre 20

Atropellado por la Navidad

Aunque se supone que un blog es algo así como un diario personal colgado en la Red, no suelo relatar aquí los avatares de mi vida cotidiana, entre otras cosas porque mi vida cotidiana es muy poco interesante. Si lo hiciese, las entradas serían más o menos así:

“Me despierto a las ocho menos cuarto, me ducho, me visto, me preparo un café y me lo llevo al despacho. Enciendo el ordenador; mientras me tomo el café y escucho la radio, reviso el correo y me doy un garbeo por mis sitios habituales de Internet. A eso de las nueve y media reviso lo que he escrito el día anterior y luego me pongo a escribir. Sigo escribiendo hasta las 14:00. Preparo la comida y como. Me quedo en el salón leyendo hasta las cuatro y media o las cinco, regreso al despacho y sigo escribiendo hasta las nueve y media de la noche. Ceno algo (fruta o queso por lo general), veo la tele si es que hay algo que ver y, a las doce, me voy a la cama. Leo hasta la una o una y media de la madrugada y me duermo”.

Por supuesto, hay variaciones sobre este esquema, pero mi ritual cotidiano básico es ese. Un coñazo, vamos. Un coñazo para vosotros, no para mí, porque mientras escribo viajo a lugares lejanos, conozco a gente interesante, corro aventuras y me entero de cosas que desconocía. El problema es que todo eso ocurre en mi mente, un lugar en el que por ahora, y salvo posesiones demoníacas, sólo vivo yo. De modo que, ¿cómo voy a convertir Babel en un diario? Sería un espanto.

No obstante, los últimos dos años han sido diferentes, me han sucedido cosas que quizá merecían ser contadas. Pero no quise contarlas, no podía hacerlo. Ya lo haré, me dije, lo contaré todo cuando ocurra X, si es que ocurre. Pues bien, X ocurrió. El pasado mes de septiembre, para ser precisos. Y no conté nada. Ya lo haré en Navidad, pensé; a fin de cuentas, mi historia tiene cierto aire navideño, aunque sólo sea por las emociones que trae aparejadas y por un final más o menos feliz. Pues bien, llegan las navidades y no os cuento nada, me callo, soy una tumba. Porque no puedo. Materialmente, no puedo.

Veréis, a mediados del año pasado firmé con Espasa un contrato para la publicación de mi novela El juego de Caín en el que me comprometía a escribir una segunda novela basada en el mismo personaje, Carmen Hidalgo. La fecha de entrega era septiembre de este año. Durante la segunda mitad de 2007 intenté escribir la tercera entrega de la serie Little Jim (Jaime Mercader), pero apenas pude redactar cincuenta páginas; ya os explicaré por qué. Bien; en diciembre tenía listo todo el argumento de mi nueva novela sobre Carmen Hidalgo. Mi propósito era comenzar a escribirla en febrero. Pero en enero sucedió algo horrible: se me ocurrió una idea que mejoraba el argumento de la novela. Pero eso significaba cambiar la mayor parte de la trama que ya tenía pensada, así que no pude ponerme a escribir hasta marzo. Y también sucedió otra maldita cosa: al remodelar el argumento, el tamaño de la novela se me escapó de las manos. Mi nueva idea mejoraba la trama, entre otras cosas porque la complicaba, pero eso se traducía en una mayor extensión.

Septiembre pasó, y octubre, y noviembre, y aquí estoy, a comienzos del último tercio de diciembre; llevo cien páginas más de lo previsto y todavía no he acabado la maldita novela de los cojones. Sí, ya sé ve luz al fondo del túnel, ya tengo claros los pasos que he de dar para llegar al final, pero aún queda trabajo. Por eso ahora sólo escribo un post a la semana, por eso no puedo contaros la historia que quiero contaros, porque para hacerlo necesito tiempo y sosiego, y dejar de pensar de una vez por todas en Carmen Hidalgo.

Y por eso estamos a 20 de diciembre y todavía no se me ha ocurrido ningún argumento para el tradicional cuento de Navidad de La Fraternidad de Babel. ¡ARGGGGGG! No se me ha ocurrido, porque no he tenido tiempo de pensar en ello. SIGH...

Bueno, me quedan cuatro días, quizá se me ocurra algo. El año pasado os contaba que me había vuelto muy navideño, en el sentido pagano de la palabra. Mañana es el solsticio de invierno, mi día favorito, mi noche preferida, y no estoy preparado. Maldita novela... ¿Quién dijo que ser escritor tiene algo de bueno?

Hoy, a las 19:45, vuelve mi hijo Óscar de Finlandia, donde está estudiando 4º de Empresariales gracias a una beca Erasmus. Hace cuatro meses que no nos vemos y estoy deseando darle un abrazo. Esta noche cenaremos con él en Tapelia, porque le apetecía zamparse una paella. Mañana iremos al Asian Gallery.

Mi nueva novela de Carmen Hidalgo (El juego de los herejes, por ahora) transcurre en diciembre. De hecho, lo que estoy escribiendo en este momento pasa el 20 de diciembre; es decir, hoy. El tiempo real y el tiempo de ficción coinciden; es algo así como un equinoccio en el solsticio. Espero acabar a mediados de enero. Entonces os contaré mi historia y sabréis por qué estuve a punto de cerrar La Fraternidad de Babel, y cómo el blog me ayudó a seguir adelante. Es una historia de amor, amistad, decadencia y muerte, una historia de lágrimas, pero también de alegría y resurrección.

Mientras tanto, debo pensar en mi novela y en el cuento navideño de las narices. Help! ¡No se me ocurre nada! En fin, me fumaré un canuto y confiaré en que mi mente se deslice por la senda de la inspiración.

Son las 13.25 del 20 de diciembre. Este año tengo la sensación de que me ha atropellado la Navidad.

domingo, diciembre 14

Bettie

El 16 de diciembre de 2005, la duodécima entrada de este blog estaba dedicada a ella, aunque había un error: yo la llamaba Betty, pero en realidad se llamaba Bettie (un error muy frecuente, por cierto). Hace tres años decía:

“En España no es muy conocida, así que te sorprenderá saber que hay más fotografías de Betty Page que de Marilyn Monroe. Pero en el fondo es normal, porque Betty -en realidad Bettie Mae Page- no era actriz, sino pin-up, una modelo fotográfica. Betty nació en 1923, en Tennessee, estudió sociología y trabajó como profesora. Y no quiero ni imaginarme la sobrecarga hormonal que debió de provocar entre sus alumnos. Luego, intentó conseguir un contrato en Hollywood, pero tuvo que conformarse con posar para fotógrafos; era una chees cake, como las llamaban por aquel entonces. A principios de los 50, conoció a los hermanos Klaw, especialistas en fotografía erótica y fetichista, y comenzó a colaborar con ellos, convirtiéndose en la reina del bondage. En 1955, apareció en las páginas centrales de Playboy y, justo entonces, un tsunami de puritanismo -uno más de los muchos que han asolado USA, en este caso abanderado por el senador Kefauver- se llevó por delante su existosa carrera de star erótica. Y Betty desapareció de la faz de la tierra, se disolvió en la nada; pero, desde entonces, su leyenda no ha hecho más que crecer”.

El pasado día 11, Bettie falleció a los 85 años de edad. Nadie sabe exactamente lo que fue de su vida desde que, hace medio siglo, cuando contaba treinta y cuatro espléndidos años, se retiró de la vida pública. Dicen que se convirtió en cristiana renacida (como Bush; eso debe de ser una epidemia), arrepentida de su pasada vida pecaminosa. Dudo que sea cierto esto último; en primer lugar, porque su vida no fue demasiado pecaminosa. Nunca hizo porno y sus fotos y películas eróticas resultan hoy de una inocencia enternecedora. Tampoco hubo escándalos en su vida privada, salvo un supuesto romance con la fotógrafa Bunny Yeager (autora de la foto que preside esta entrada); de hecho, tras retirarse volvió a contraer matrimonio con su primer marido. Pero no es sólo que no tuviera nada de lo que arrepentirse, sino que además, creo que Bettie, la cristiana renacida, estaba tremendamente orgullosa de la mujer que fue y de la fama que adquirió con el tiempo. Prueba de ellos es que en los últimos años, cuando asistía a convenciones celebradas en su honor, rogaba que nadie la fotografiase, pues quería que la gente conservara en la memoria sólo el esplendor de su juventud. La foto que acompaña a este párrafo es la más reciente que he encontrado en Internet. Supongo que cuando se la hicieron debía de tener cincuenta o sesenta y tantos años, pero sigue percibiéndose su belleza, su encantadora sonrisa y su simpatía. Y aquel flequillo imposible sigue estando ahí; estoy seguro de que murió con él.

En mi opinión, Bettie fue una de las mujeres más bellas que jamás han sido fotografiadas y poseía un cuerpo escultural, pero la clave de su éxito residía en otra cosa: su simpatía y su inocencia. Bettie podía estar desnuda, o empaquetada en una compleja red bondage de nudos, o azotándole el trasero a una rubia oxigenada, pero hiciera lo que hiciese, parecía completamente inocente, lo más lejano a la procacidad que uno pueda imaginar, como si aquello no fuera más que una broma. Resulta agradable contemplar a Bettie; uno la ve y automáticamente se convence de que esa chica, ese bombón, no es sólo un objeto sexual, sino una persona simpática, buena y encantadora.

Vale, lo reconozco, siento debilidad por Bettie Page; es más, voy a confesaros algo: cuando la miro no pienso en lo fantástico que hubiera sido echarle un polvo, sino en lo maravilloso que hubiera sido enamorarme de ella. Creo que mi querida Bettie es uno de los mejores motivos imaginables para inventar la máquina del tiempo.

Ahora dicen que Bettie ha muerto, pero no es cierto; murió la cristiana renacida, pero la reina de los nudos y los azotes existirá para siempre en miles de fotografías y unas cuantas malas películas que se convierten en sublimes única y exclusivamente porque ella está ahí. Como pequeño homenaje, tres igualmente pequeños cortos de 8 mm, realizados por los Klaw, que he encontrado en YouTube. Si pincháis AQUÍ, veréis a Bettie bailando en Teasearama; si pincháis ACÁ, la veréis en B. P. dances to the Seeds; y si pincháis ACULLÁ, os la encontraréis en una fantasía oriental a la que la palabra kitsch le sienta como un guante.

Bettie Mae Page 1923-2008. Fue bella y simpática. Descanse en paz.


martes, diciembre 9

Tres

Qué cabeza la mía; de no ser por Jorge, un amable y memorioso merodeador (esto parece un trabalenguas), me habría olvidado por completo. Hoy se cumple el tercer aniversario de La Fraternidad de Babel. Tres años, carajo, cómo pasa el tiempo... Aunque, para ser sincero, se me antoja que ha transcurrido una eternidad desde que escribí el primer post. Han sucedido demasiadas cosas durante este tiempo, tanto en el ciberespacio como en el mundo real; acontecimientos inauditos, como morir y resucitar, lo que no es moco de pavo. Tres años merodeando por Babel, tres años de charlas con amigos invisibles, tres años de escritura libre, tres años dejando hablar a mi inconsciente, tres años enriqueciéndome con vuestros comentarios, tres años explorando islas imaginarias y países inexistentes, tres años de libros, comics y películas, tres años con vosotros. Menudo lujo.

La Fraternidad de Babel existe porque vosotros queréis que exista; el día que le deis la espalda, la torre se desplomará. Así que gracias a todos vosotros, gracias por elegir este sendero para algunos de vuestros paseos, gracias por compartir sueños, gracias por jugar conmigo, gracias por haberme apoyado incluso cuando no sabíais que me estabais apoyando, gracias por vuestra conversación, gracias por escucharme, gracias por contradecirme, gracias por ser y estar, gracias por visitar Babel...

Muchas, muchas, muchas gracias. De todo corazón.

Muertes encadenadas

Supongo que se trata de una falsa impresión, pero siempre he pensado que las muertes se producen a pares, como las cerezas. No me refiero a muertes en mi familia, ni en mi círculo de amigos, sino a decesos de personajes más o menos públicos que, de algún modo, forman parte de mi bagaje cultural. Por ejemplo, cuando me entero de la muerte de algún escritor al que he leído, inmediatamente espero que fallezca alguien –otro escritor, un actor, un dibujante, lo que sea- perteneciente a ese mismo bagaje. Y esa especie de ley se cumple con inusitada frecuencia, aunque debe de ser alguna clase de espejismo estadístico. El caso es que en el último mes se han producido no dos, sino tres muertes en el ámbito de mi territorio culturosentimental.

El pasado cuatro de noviembre palmó Michael Crichton, un escritor popular de esos que parecen existir sólo para vender muchos ejemplares y para ser despreciados por los críticos. A escritores así suele colgárseles el cartelito de “hacedor de best sellers” y ya está, como si todos fueran iguales, como si “best seller” significara algo más que muchas ventas. Pero claro, un escritor que vende mucho siempre es sospechoso. En cualquier caso, es cierto que Crichton escribió muchas malas novelas, y que llevaba un montón de años sin publicar nada decente. No obstante, conservo un gratísimo recuerdo de cuatro novelas suyas, cuatro título que, al menos en mi memoria, se me antojan auténticas joyas de la literatura popular. La amenaza Andrómeda (1969), El gran robo del tren (1975), Devoradores de cadáveres (1976) y Parque Jurásico (1990). Respecto a estas dos últimas, me atrevería a decir que Devoradores de cadáveres es la mejor versión moderna del Beowulf, y que Parque Jurásico es la mejor novela de dinosaurios después de El Mundo Perdido de Conan Doyle.

El cuatro de diciembre falleció Forrest J. Ackerman. No era escritor, ni artista, ni editor; era, sencillamente, un super aficionado a la ciencia ficción y el terror, tanto en el terreno literario como en el cinematográfico. Un mega-fan, quizá el primer friki de la historia. Publicó una revista semi-profesional, Famous Monsters of Filmville, y fue agente de algunos escritores, entre ellos Isaac Asimov y Ray Bradbury. Pero lo que le hizo famoso en el mundillo del género fue su hiperactividad como fan y el hecho de poseer la mayor colección del mundo de libros y objetos relacionados con la cf, el terror y la fantasía. Era un tipo simpático y, en lo que a mí respecta, “siempre estuvo ahí” (el buen hombre contaba 92 años al morir).

Por último, el 7 de diciembre murió Gérard Lauzier, uno de los más grandes autores del comic mundial; aunque no se dedicaba sólo a los tebeos, pues también escribía teatro y dirigía películas (como Crichton, por cierto). Lauzier practicaba el noble y afilado arte de la sátira y, a través de sus comics, fustigó con ácido humor a la sociedad francesa de su tiempo, a la burguesía ilustrada, a la izquierda divina y a la intelectualidad de pacotilla. Obras como Cosas de la vida, La carrera de la rata, Las sextraordinarias aventuras de Zizi y Peter Panpan o Diario del artista son indispensables, no ya para los aficionados a los tebeos, sino para cualquier amante de la buena narrativa. Lauzier no era un gran dibujante, pero sí un soberbio guionista. Como he dicho en alguna ocasión refiriéndome a otros autores fallecidos, recémosle leyéndole.

En fin, amigos míos, espero que con esta ristra de tres muertes se mantenga en stand by durante mucho tiempo este extraño caso de sincronismo mortuorio que me aqueja.

miércoles, diciembre 3

Feo y bajito

Siempre he pensado que el aspecto externo de la gente no tiene nada que ver con su naturaleza interna; vamos, que eso de que la cara es el espejo del alma se me antoja una soplapollez. He conocido a personas bellísimas por fuera que eran horribles por dentro, y a individuos feísimos cuya belleza interior deslumbraba. De igual modo, existen tipos bajitos que ocultan a un gigante, y gigantes que llevan a un enano en su interior. Hay casos chocantes; por ejemplo, conocí a un locutor de doblaje, ya fallecido, que tenía una de las voces mas hermosas que jamás he oído; baste decir que doblaba a Paul Newman. Pues bien, ese señor dotado de una voz bellísima era feo, bajito, enclenque, sucio y, para colmo, desagradable y malaleche. El envoltorio nunca determina la calidad del regalo.

No pretendo decir que la apariencia externa no influya lo más mínimo en nosotros; al contrario, influye y mucho. Pero la forma en que se manifiesta esa influencia depende de nuestra calidad interior. Un tipo bajito y feo dispone de diversas opciones para afrontar la existencia; puede, por ejemplo, asumir su aspecto y vivir tranquilamente sin complejos, o puede compensar su apariencia con una gran brillantez intelectual (Woody Allen es feo y bajito), o puede ponerse alzas y recurrir a la cirugía estética, o puede desarrollar un tremendo complejo de inferioridad y llenarse de rencor hacia todos aquellos que son más alto y guapos que él (es decir, casi todo el mundo). Todo depende de nuestra fortaleza interior y de nuestra personalidad. Es decir, lo que somos por dentro acaba a la larga determinando la percepción que los demás tienen de nosotros, con independencia de nuestro aspecto físico.

Sin embargo, se dan casos –no muchos- en los que el aspecto externo coincide punto por punto con la naturaleza interior. Por ejemplo, hay un político –no citaré su nombre para evitar suspicacias- que es feo, bajito, con bigote, aire huraño y apariencia de mediocre; además, está dotado de una transparencia inaudita: es exactamente lo que parece. Se trata de la clase de feo y bajito que no logra asumir su aspecto y desarrolla un inmenso complejo de inferioridad, el típico personaje que se mueve entre la envidia y el rencor. Porque, además, carece por completo de habilidades sociales; parece antipático a primera vista, pero al profundizar se descubre que en realidad es muy antipático. Me lo imagino en su juventud, escasamente popular, con nulo éxito entre las chicas, entregado con determinación de hierro a sus estudios, a sacar una oposición, soñando con el día en que pueda tomarse la revancha.

El problema es que ese día llegó. Nuestro feo-bajito llegó a la cumbre de su carrera y el complejo de inferioridad se transformó en un rutilante complejo de superioridad. Le recuerdo pasando revista a las tropas, con un abrigo beige de ondeantes alas, como una capa, y una larguísima bufanda blanca al cuello; su ego no cabía en aquella base militar. Así que el enano se creyó un gigante y, al verse rodeado por jugadores más altos que él, puso los pies encima de la mesa y pensó que podía jugar en la NBA, pero todo lo que consiguió fue una triste foto. En una ocasión, tras saberse que unos pobres emigrantes habían sido drogados para facilitar su expulsión, comentó: “teníamos un problema y lo hemos solucionado”. El fin justifica los medios, ese es uno de los pilares de su dudosa ética. Y si no hay ningún fin confesable, se inventa. Así, nuestro super católico feo-bajito no vaciló en mentir para iniciar una guerra ilegal, y luego siguió mintiendo mientras se amontonaban los doscientos muertos que indirectamente causó esa guerra. Pero el fin era bueno: intentar ganar las elecciones.

Al final, la gente se hartó del feo-bajito y le dieron la espalda. Pero el feo-bajito había alcanzado tan altas cotas de pueril vanidad que ya no podía callarse. Y ha seguido hablando y hablando, derramando su rencor, tanto sobre los enemigos como sobre los supuestos amigos. O negando el cambio climático (¿quizá porque está al remunerado servicio de los negacionistas?) y tildando de neo-comunistas a los ecologistas. Últimamente nos hemos enterado de que fue cómplice de torturas institucionales. La verdad es que no me sorprende.

Veréis, ya no se trata de cuál sea su adscripción ideológica; eso da igual, no importa lo más mínimo; muchos de sus correligionarios le dan mil vueltas éticas aunque militen en el mismo partido. No es una cuestión política, sino psicológica o, más bien, psiquiátrica. Antes he dicho que éste era uno de los raros casos en que el aspecto exterior y el interior coinciden punto por punto, pero ahora pienso que estoy equivocado. En realidad, este enano moral es mucho más feo y bajito por dentro que por fuera. Da tanta grima que sólo cabe espetarle la famosísima frase del rey: ¿por qué no te callas? Aunque me temo que no lo hará.

jueves, noviembre 27

El coleccionista de frases 20

Ayer, mi hermano –Big Brother- me envió un listado que circula por la Red con respuestas chuscas a preguntas de exámenes de la ESO y el bachillerato; es decir, algo así como un extracto de la Antología del disparate. En general, eran textos muy divertidos, por absurdos y disparatados; pero la última respuesta –como señalaba BB en su mail- trascendía a la simple chorrada para, probablemente de forma involuntaria, convertirse en una obra maestra de la ironía. A mi modo de ver, se trata de una frase digna de Oscar Wilde, un rasgo de sutil ingenio muy oportuno, por cierto, a raíz de las últimas declaraciones de los gerifaltes eclesiásticos. La pregunta, extraída de un examen de religión, era: ¿Qué es la fe? Y la respuesta del anónimo y genial alumno fue:

“Fe es lo que nos da Dios para poder entender a los curas”.

sábado, noviembre 22

No soy un blogger

Hace unos días, alguien se refirió a mí llamándome “blogger”. Me sentí extraño y lo primero que pensé –casi con violencia- fue: ¡no soy un blogger!, pero acto seguido me di cuenta de que mantengo un blog, éste, y por tanto, técnicamente, sí que soy un blogger. Pero no lo soy, no me siento como tal, no me veo formando parte de ningún movimiento. Aunque, claro, objetivamente lo soy... Podría estar eternamente oscilando entre este ser y no ser, como si deshojara una margarita infinita, porque ambas afirmaciones, aunque opuestas, son ciertas. Soy un blogger porque creé y mantengo La Fraternidad de Babel; pero no lo soy en la medida en que para mí, un blog no es algo en sí mismo, sino una mera extensión de mi necesidad de comunicarme. Me comunico en persona, me comunico a través de mis libros, me comunico con artículos en revistas y, casi por pura inercia, también me comunico en Internet. Pero hay una diferencia: en Internet obtengo un feedback casi instantáneo, la comunicación se produce en ambos sentidos. Ergo: La Fraternidad de Babel no es una tribuna, sino una tertulia. Cierto merodeador de Babel dijo en una ocasión que este blog era para él un lugar tranquilo donde tomar café y charlar mientras fuera llueve. Qué hermosa imagen me pareció ésta; yo también lo siento así.

Por eso no soy un blogger. Un amigo me sugirió que utilizara las diversas herramientas que hay disponibles para controlar el tráfico de visitantes del blog y conocer su número, su procedencia, sus preferencias, etc. Otro me dijo que ordenara las entradas por categorías. Otro más me recomendó que anunciara el blog en mis libros. No hice ni caso, porque una tertulia de café no funciona así, no hay control ni orden, sino pura espontaneidad. Me importa un bledo el número de lectores que tenga Babel; lo que sí me importa es su calidad, y en ese aspecto tengo la fortuna de andar más que sobrado. No quiero promocionar mi blog, no quiero premios ni aparecer como ejemplo de nada, no quiero avalanchas de visitantes; de hecho, creo que si Babel se masificase, lo cerraría. Me gusta así como es, pequeño, privado, casi anónimo, un lugar tranquilo en medio del caos donde los merodeadores podemos encontrarnos y hablar de cualquier cosa al amor de una lumbre, sin alzar la voz, entre taza y taza de café.

No soy un blogger, ni vosotros unos blogueros; somos merodeadores, jinetes solitarios, cazadores furtivos, socios del inexistente y selecto club de los que no pertenecen a ningún club. Y esto no es un blog, sino un punto de encuentro, una tranquila taberna a las afueras de Babilonia, un alto en el camino. Un blog no es nada, sólo un soporte, una pantalla en blanco. Lo único real es lo que entre todos creamos en esa pantalla.

jueves, noviembre 13

Vértigo


La escena tiene algo de cinematográfica: es de noche; la cámara fija, centrada en la puerta, muestra desde dentro la parte superior de la cabina de un cajero automático. Sabemos que hay una mujer tumbada en el suelo, una indigente que duerme, o intenta dormir, resguardándose del frío en ese lugar; lo sabemos, pero no la vemos, porque el encuadre lo impide. Tres chicos, muy jóvenes, abren la puerta y empiezan a tirarle basura a la mendiga; a ella no la vemos, pero a ellos sí. Se ríen, se lo están pasando de puta madre. Los chicos, después de martirizar un poco a la pobre mujer, se van. Corte. Los chicos vuelven; traen con ellos un bidón de líquido inflamable, rocían con él a la indigente y uno de ellos arroja al suelo un cigarrillo encendido. De pronto, un fogonazo y las llamas se elevan interponiéndose entre la cámara y los rostros de los asesinos. Como en las buenas películas de terror, no presenciamos la agonía de la pobre mujer, porque se produce fuera de cuadro. Eso queda para nuestra imaginación.

Dos de los asesinos se llaman Oriol Plana y Ricard Pinilla, y tenían dieciocho años cuando mataron; el tercer asesino tenía diecisiete, era un menor, de modo que su identidad de hijo de puta está protegida por la ley y sólo sabemos que se llama Juan José y que su apellido empieza por M. La mujer se llamaba María del Rosario Endrinal. El crimen se cometió el 16 de diciembre de 2005; faltaba poco para Navidad.

Supongo que todos habéis visto esas imágenes en los telediarios. A mí, igual que a vosotros, se me revuelve el estómago al contemplarlas; pero, si he de ser sincero, no sé qué me impresiona más: el asesinato en sí o el desastre vital que precedió a ese asesinato. Vale, las caras de esos niños bien de clase media alta, esas sonrisas tan similares a las de los torturadores de Funny Games, la película de Haneke, me asquean. Son bestias cobardes que sólo se atreven a dar rienda suelta a su sadismo cebándose en los débiles, torturando a aquellos que no pueden defenderse. Son malas personas, escoria moral, y al mismo tiempo son algo incluso peor: son absolutamente estúpidos. A los dos mayores de edad los han condenado a 17 años de cárcel; lo único que espero es que los demás reclusos de la prisión les enseñen, en sus propias carnes, lo que significa abusar del más débil.

Pero hay algo que se me antoja aún más estremecedor. En los telediarios, tras las imágenes que he descrito antes, aparecieron otras imágenes: un grabación en video casero de María del Rosario cuando tenía unos treinta años y era una persona normal que vivía una vida normal, cuando aún era guapa y todo el mundo la llamaba afectuosamente Charito. Antes de extraviarse en el submundo, Charito trabajaba como secretaria de dirección, estaba casada, tenía un hija, vivía en un piso lujoso, la vida era amable con ella. Hasta que un buen día aparecieron las drogas. Ignoro qué clase de drogas tomaba Charito; que yo sepa, sólo la heroína, el blanco jaco oscuro, puede provocar una caída tan en picado. Pero en el ambiente en que se movía Charito no era frecuente la heroina. Quizá fue la farlopa, quizá comenzó a tejer su vida con un estampado de rayas colombianas. No lo sé y poco importa. A fin de cuentas, puede que las drogas no fueran la enfermedad, sino un síntoma, pero tampoco lo sé. El caso es que Charito se cayó de su torre de cristal y perdió el trabajo, perdió a su marido, perdió a su hija, perdió a sus padres, perdió su hogar, perdió la cordura, lo perdió todo. No quiero ni imaginarme lo terrible que fue ese descenso a los infiernos. Luego, la calle, pedir limosna, dormir en los portales sobre nidos de cartón, cambiar las drogas prohibidas por la droga permitida del alcohol barato, y las violaciones por parte de otros mendigos, los robos, los golpes, el desprecio, la soledad absoluta, hasta que finalmente, tres sádicos descerebrados la quemaron viva una noche de invierno. Por aquel entonces tenía 50 años; éramos más o menos de la misma edad.

Creo que jamás seré una alimaña semejante a los asesinos de Charito. Creo, igualmente, que nunca caeré tan bajo como ella cayó. Pero, ¿estoy seguro? Pensamos que el infierno se encuentra lejos, en remotos lugares que nunca visitaremos, pero es mentira; el infierno está muy cerca, a la vuelta de la esquina, porque, al final, el infierno somos nosotros mismos. Por eso, cuando contemplo la foto de Charito que hay sobre estas líneas, y luego recuerdo las llamas que consumían su cuerpo en el cajero automático, lo que siento, aparte de horror, es un profundo vértigo.

lunes, noviembre 3

Barack Obama

Sería tonto creer que, en Estados Unidos, el Partido Republicano representa a la derecha y el Partido Demócrata a la izquierda; desde nuestra perspectiva europea, ambos partidos son muy de derechas. Lo que pasa es que, sobre todo a partir de Reagan –y con Bush jr. ni te cuento-, los republicanos son la hostia de derechas, acojonantemente de derechas, descacharrantemente de derechas, tan, tan, tan de derechas que a su lado los demócratas parecen una pandilla de filo-comunistas o, ya sin exagerar, de socialdemócratas.

Pero no nos engañemos, si Barack Obama fuese un político español militaría en el PP, aunque, evidentemente, no sería aznarista (sobre todo, porque Aznar es busherista). No obstante, tampoco tiene mucho sentido, ni resulta útil, analizar la política norteamericana desde el punto de vista de la política europea. Europa es un conjunto de países, unos más ricos que otros, pero todos de segunda, tercera o cuarta fila; Estados Unidos, por el contrario, es el Imperio. Y no es lo mismo la política casi tribal de un país cutrecillo como España, que la política del Imperio. No digo que sea mejor ni peor, sólo que es diferente. Por eso, aunque demócratas y republicanos sean una panda de derechosos y meapilas, no da igual que en la Casa Blanca haya un demócrata o un republicano. No, no es lo mismo, y menos ahora. Y si alguien alberga alguna duda al respecto, que se conteste a sí mismo la siguiente pregunta: ¿sería hoy el mundo igual si, en vez de ser atracado electoralmente, Al Gore hubiese sido nombrado presidente en las elecciones de 2000? ¿Daba lo mismo Bush jr. que Gore? Para nada, amigos míos, para nada. Aun aceptando que las diferencias entre un demócrata y un republicano sean sólo de matiz, esos pequeños matices, amplificados por el poder del Imperio, pueden resultar catastróficos. Esa es la principal diferencia entre la política norteamericana y la europea: el tamaño. Algo que, como todas las damas saben, importa.

Y creo que nunca como ahora han sido tan importantes esas diferencia de matiz, tanto para los yanquis como para nosotros. La locura neocon se ha cargado la economía mundial y ha zarandeado el equilibrio de poderes; es necesario un cambio, por mínimo que sea, es necesario que alguien tome las riendas, de confianza y señale un camino a seguir; es necesario expulsar a la extrema derecha del poder, y no (sólo) por razones ideológicas, sino porque esa panda de cavernícolas lo ha hecho como el culo de mal. Barack Obama parece una persona inteligente, culta, civilizada y, sin duda, es un líder carismático. Quizá sea la clase de persona que necesite el mundo ahora. En todo caso, lo seguro es que McCain no lo es, y menos con esa paleta-palin al lado. Hace falta un cambio, y cuanto más grande mejor.

Os confesaré algo: creo que Obama va a ganar, y creo que no lo hará mal del todo. No lo digo basándome en las encuestas, sino en una pequeña teoría: el nombre de las personas influye y puede ser determinante. Voy a poneros un ejemplo: Adolf Hitler. El padre de Hitler, Alois, era hijo natural y llevaba el apellido de su madre: Schicklgruber. Posteriormente, el hermano de su padre lo reconoció, dándole el apellido familiar: Hiedler, de origen checo. Al final, Alois germanizó su apellido trasformándolo en Hitler. Bueno, supongamos que ese cambio de apellidos no se hubiera producido y Adolf Hitler se hubiese llamado Adolf Schicklgruber. ¿Os imagináis a las masas enfervorecidas reunidas frente al Reichstag, con el brazo en alto y gritando al unísono “Heil Schicklgruber!”? De ninguna manera. “Heil Hitler” tiene empaque, pero “Heil Schicklgruber” suena a coña. Más que de invadir Checoslovaquia, te entran ganas de tomarte unas jarras de cerveza y contar chistes de judíos. Sencillamente, un tipo llamado Adolf Schicklgruber puede aspirar, como mucho, a un puesto de funcionario de correos, pero no a dominar el mundo. Así pues, si Alois Schicklgruber no se hubiera empeñado en cambiarse el apellido, nunca se habría producido la Segunda Guerra Mundial y habría unos cuantos millones más de judíos, gitanos, polacos, rusos, etc, en el mundo.

Pero hay más casos. ¿Creéis que un tipo llamado Thor Heyerdahl podría ser, por ejemplo, odontólogo? Ni de coña; alguien con ese nombre está predestinado a construir una balsa con mondadientes y cruzar el Pacífico a bordo de ella sin más herramientas que una navaja suiza ni más alimento que unos cuantos cocos. Y lo mismo puede decirse de Gengis Khan, Napoleón, Alejandro Magno, Karl Marx, Albert Einstein, Vlad Tsepes, Von Richthofen, Vladimir Illich Lenin, Hernán Cortés, Armand-Jean du Plessis, cardenal-duque de Richelieu y tantos otros: personas con tales nombres están predestinadas a hacer grandes cosas; buena o malas, pero en cualquier caso grandes.

Ahora, pronunciad despacio: Ba-rack O-ba-ma... ¿A qué da gusto decirlo, a que tiene ritmillo? El nombre comienza suave, bara, como una sonrisa, y de repente descarga una ck contundente, un puñetazo en la mesa, un trallazo seco y vibrante que invita a agachar la cabeza, para acto seguido serenarse en un obama que suena misterioso y oriental. Reconozcámoslo: “Barack Obama” es un nombre cojonudo, un nombre de puta madre, un nombre que, inevitablemente, impulsará a su portador a realizar grandes proezas. Vamos a hacer un pequeño experimento mental: recordad la música de Indiana Jones, hacedla sonar en vuestras cabezas. ¿Ya está sonando el ta-ra-rara, ta-rará...? Bueno, pues con esa banda musical en mente, pronunciad en voz alta: “BARACK OBAMA”. ¿A que encaja? Alguien con ese nombre podría ser explorador, guerrero, asesino a sueldo, espía (Me llamo Obama, Barack Obama), mad doctor, campeón mundial de los pesos pesados o, sí, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. Pero nunca, nunca jamás, el nombre de ese pobre tipo que perdió las elecciones cuando todo el mundo creía que iba a ganar. No, amigos míos, ese nombre tiene mucho poder, es el nombre de un ganador.

Poneos en la piel de un yanqui cuando mañana vaya a votar y, en la soledad de la cabina, contemple las dos alternativas que se le ofrecen. Por un lado, un abuelete que se llama como una marca de patatas, y por otro un semidiós llamado, nada más y nada menos, que Barack Obama (¡ta-ra-rara, ta-rará!). Joder, es que no hay color, es que aunque seas del Ku Klux Klan se te van los dedos a votar por Obama. Es inevitable; tiene ritmo.

Pero no nos pongamos a tirar cohetes todavía. Hoy, en medio de esta disparatada crisis, se ha abierto la oportunidad de cambiar el mundo, de arreglar muchas cosas que están mal, y Barack Obama tiene la posibilidad de hacerlo. Pero no lo hará; aunque quisiera, no podría, porque no le dejarían. Y si se pusiese muy pesado, si se empeñase mucho, lo único que conseguiría es, siguiendo una vieja tradición de su patria, que le pegaran un tiro. A fin de cuentas, la Segunda Enmienda no recoge en realidad el derecho de los yanquis a poseer armas, sino su derecho a tirotear a los presidentes que alteran demasiado el estatus quo.

Un par de párrafos atrás, he dicho que no hay color; pero sí lo hay: negro, o más bien café con leche. Barack Obama es un negrata, ¿os habíais fijado? Y si, pese a su poderoso nombre, mañana no gana las elecciones, será única y exclusivamente por el color de su piel, porque es un negrata. Ahora bien, si eso sucede, si al final ganan Juan Patata y su mascota Palin, no nos rasguemos las vestiduras deplorando el racismo yanqui y, antes, preguntémonos si en nuestro país un candidato gitano o de origen marroquí podría haber llegado tan lejos.

Por último, un consejo: si eres yanqui, haz lo que te de la gana, pero coño, vota a Obama (¡ta-ra-rara, ta-rará...!)

viernes, octubre 31

Colegas

Hace uno años, en el 2003, Espasa publicó el Diccionario de Literatura Española de Jesús Bregante. Ese libro tenía una peculiaridad que nadie, salvo yo, advertí: en sus páginas aparecían por primera vez juntos dos escritores, padre e hijo. José Mallorquí y su vástago menor César Mallorquí; o sea, papá y yo. Recuerdo con absoluta nitidez el momento en que lo descubrí. Era diciembre, a última hora de la tarde; me encontraba en la librería del Corte Inglés de Castellana, vi la pila de diccionarios, cogí uno y busqué mi apellido. No me buscaba a mí, sino a mi padre (generalmente ignorado por esta clase de libros al ser un escritor dedicado a la literatura popular), pero de pronto, en la página 534, distinguí mi nombre, y justo debajo el nombre de mi padre. De repente, sentí una impresión muy extraña, como cuando un súbito cambio de perspectiva te hace contemplar lo que estás viendo de forma diferente.

Me di cuenta de que mi padre y yo éramos colegas. Si él viviese, podríamos sentarnos a charlar sobre nuestro común oficio mientras compartíamos unas Pepsi Colas. Parece una tontería, pero jamás lo había pensado. Y pensarlo me hizo sentir bien, me hizo sentirme más próximo a mi padre, porque comprendí que no sólo estábamos unidos por un común apellido y unos cuantos genes, sino también por un oficio y, ahora, por un diccionario. Me gustó ver nuestros nombre ahí, juntos, como dos amigos paseando por un campo de letras.

Ahora permitidme que os hable de la madrileña Cuesta de Moyano. En realidad, se llama Claudio Moyano y es una calle (en cuesta) que va desde Alfonso XII hasta el Paseo del Prado en su intersección con Atocha. Es un lugar muy hermoso, pues en su parte más alta está el parque del Retiro y la calle discurre entre el Jardín Botánico y el ajardinado recinto del antiguo Ministerio de Agricultura. También es un lugar muy entrañable, pues en la Cuesta de Moyano están, desde 1925, las 31 casetas de la “feria permanente del libro de ocasión”. Es uno de mis lugares preferidos de Madrid; allí, cuando era un chaval, iba todos los sábados, a la caza de viejos libros de ciencia ficción. Era una especie de ritual que mantuve durante toda mi adolescencia; los sábados por la mañana recorría las casetas de Moyano, buscando tesoros ocultos y enrollándome con los libreros amigos; luego, a primera hora de la tarde, justo después de comer, me iba a ver alguna película. Literatura y cine, mis dos amores de siempre; o dos de las facetas de mi monógama, o quizá monólatra, pasión por la narrativa.

Pues bien, hace unas semanas, la encantadora Miwok, fiel merodeadora de Babel, se fue a dar una vuelta por la Cuesta de Moyano y, en el tenderete de una de las casetas, vio algo que le llamó la atención. De hecho, no sólo lo vio, sino que lo fotografió y colgó la fotografía en su blog TEMPUS FUGIT (TRUSTNo1) . Yo he tomado prestada esa foto (gracias, Miwok); es la que aparece encabezando este post.

Ahí estamos otra vez mi padre y yo juntos, el uno al lado del otro, reposando en el limbo de las lecturas de segunda mano. Aunque en realidad quienes están ahí son nuestros hijos, Don César de Echagüe y Carmen Hidalgo; me encanta que se haya conocido. Parecen dos amigos nadando en un océano de libros.

Qué post más tonto, ¿verdad? Ni tiene gracia ni dice nada interesante. Creo que es un post dedicado a mí mismo; disculpad las molestias.

Son las once de la mañana y dentro de un rato Pepa y yo saldremos de viaje. Hace meses que teníamos previsto pasar este fin de semana en Estella, un maravilloso pueblo navarro cercano a Pamplona y a la sierra de Urbasa; el tiempo es de perros, no deja de llover, pero aún así iremos. Nos apetece ver, oler, sentir el otoño, aunque se haya disfrazado de invierno. Nuestro hijo Óscar está en Finlandia y nuestro hijo Pablo se fue ayer a Barcelona para darse un garbeo por el Salón del Manga. Espero que todos -incluidos vosotros- lo pasemos bien.

Ah, hoy es Halloween. Me encanta esta fiesta, por muy foránea que sea (es una tradición irlandesa, no yanqui); me gusta ver cómo se divierten los niños jugando con la muerte y el horror, me gustan las calabazas/calavera, me gusta esta especie de santoral gore. Pero ya he hablado otros años acerca de esto, así que me limitaré a desearos, amigos míos, un feliz y terrorífico Halloween.

Sed malos.

lunes, octubre 27

Ocasiones perdidas

Contemplad la imagen que levita por encima de estas líneas; ¿no os entran ganas de postraros ante ese tipo? ¿No le saludaríais agitando ramas de palma al cruzároslo por la calle? ¿Si le vierais caminar sobre las aguas no pensarías: “coño, es lo suyo”? En el caso de que tuvierais lepra, ¿no acudiríais a él antes que a quienes quieran que sean los médicos que se ocupan de la lepra? Si os poseyeran un par de demonios, ¿no pediríais hora en su consulta? Y, lo más importante, ¿no venderíais todo lo que tenéis para entregarle gozosos la pasta así obtenida con el fin de granjearos la salvación eterna? El que haya respondido negativamente a alguna de estas preguntas es un rojo y un ateazo indigno de escuchar MI PALABRA. Ah, fariseos, que sois todos unos fariseos...

El tipo de arriba soy yo. No sé cuántos años tenía cuando fui así inmortalizado en sales de plata, pero desde luego menos de veintidós (luego explicaré por qué). Probablemente veintiuno; quizá veinte. La foto me la hizo mi hermano, Big Brother, hace casi treinta y cinco años; creo que desde entonces no la había vuelto a ver. Pero el pasado viernes, mi hermano la encontró y me la mandó como archivo adjunto a un e-mail. Su texto decía: “Por si visto el éxito de tu blog decides crear una secta, ahí va una foto para banderines de enganche. BB”.

Coño, tiene toda la razón. Contemplad esa foto; olvidaos de la larga cabellera y de la barba, que eso es atrezzo fácilmente imitable, y fijaos en la mirada, en esa bobalicona expresión de bondad infinita, la vista perdida, los ojos claros y despejados, el rostro medio girado hacia el cielo, como esperando que las nubes se abran y un palomo baje de las alturas para posarse en mi hombro. Es el rostro de quien ha alcanzado la iluminación y la gracia; o de quien se ha fumado un canuto bien cargadito (conociéndome, apuesto doble contra sencillo por la segunda opción). Perece una de esas estampitas edulcoradas que las beatas usan como punto de lectura en sus misales. “San Bernardino de Antioquía, eremita y mártir. Tras pasar veinte años en el desierto a la pata coja sobre una columna, padeció suplicio por orden de Nerón al ser repetidamente sodomizado por una trouppe de osos germanos en las arenas del circo”. La foto reflejaría la expresión que se me puso cuando iba por el sexto oso.

Pero no, qué coño santos; hay que pensar a lo grande. Si os encontrarais de repente con un tipo como el de la foto, ¿no os entrarían ganas de hincaros de rodillas y exclamar: ¡Parusía, Parusía!? Vale, ya sé que no, porque sois unos moros y unos descreídos y no tenéis ni puta idea de lo que es la Parusía. La segunda venida de Cristo, eso es la Parusía. Y no podréis negar que el parecido con Jesús es notable, ¿eh? Joder, me falta el halo, y eso con un neón se suple fácilmente. En fin, ¿os podéis imaginar la pasta que podría haberle sacado a mi aspecto? Si Amparo Cuevas (ver foto), la vidente de El Escorial que chatea con la Virgen cada dos por tres, tiene seguidores con esa estampa de verdulera que se marca, yo podría haber arrastrado multitudes.

Pero la cagué; era joven y no supe valorar mis posibilidades. Me corté el pelo. Aunque tenía dos buenas razones para hacerlo.

Veréis, por aquel entonces yo vivía en el centro de Madrid, en el número 23 de la calle Españoleto. Allí, haciendo esquina con Zurbano, estaba (y sigue estando) la embajada de Suecia. Pues bien, corría el año 1975; en julio, el FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota) se había cargado a un policía, de modo que todas las fuerzas de seguridad/represión se hallaban en estado de alerta y muy cabreadas. Entre las medidas que se tomaron estaba la de reforzar la seguridad de las embajadas, así que frente a la delegación diplomática de Suecia siempre había un par de grises (los polis de la época) y un coche patrulla camuflado. Y mi casa estaba muy cerca, casi enfrente, de esa embajada. Esto se traducía en que indefectiblemente, cada vez salía de casa o llegaba a ella, los policías que vigilaban la embajada sueca decidían pasar el rato encañonándome con sus armas, pidiéndome la documentación y mirándome con cara de estar deseando que una trouppe de oso nazis me sodomizara. Todos los días, sin excepción, aunque ya me hubieran pedido veinte veces el DNI, sólo por matar el tiempo y tocarme las pelotas. Una mañana, aparqué frente a mi casa y, justo cuando apagaba el motor, un poli histérico introdujo su metralleta por la ventanilla, me incrustó el cañón en la cabeza, por entre mis luengas guedejas, y me pidió a gritos el carné. Me dio un susto de muerte.

Y claudiqué; estaba harto de que me detuvieran; además, el día menos pensado se le iba a escapar un tiro a uno de esos descerebrados con uniforme. Esa misma tarde fui a la peluquería, me corté el pelo, me recorté la barba y se acabó: desde entonces, no volvieron a amenazarme con sus armas ni a exigirme el DNI, ni una sola vez más. Por eso sé que en la foto tengo menos de veintidós años; porque a esa edad dejé de ser un greñudo.

Supongo que pensaréis que fui un caguetas, que me sometí al sistema, que renuncié a mi aspecto hippy porque en realidad nunca fui un auténtico rebelde, que doblé la testuz y lamí las botas del tirano. Pues sí, tenéis razón; pero estaba hasta las narices de que me detuviera la poli, qué queréis que os diga. Además, tenía una buena excusa, la segunda razón para cortarme el pelo: me estaba quedando calvo (advertir entradas en la foto) y los cabellos largos aceleran la pérdida de pelo. Al final dio igual, porque me quedé calvo de todas formas, pero al menos eso me proporcionó un buen argumento para engañarme a mí mismo pensando que no me había vencido el sistema, sino la alopecia.

En cualquier caso, aquél fue el final de mi semejanza con Jesucristo y bloqueó toda posibilidad de que me hiciera rico como líder carismático de una secta. Ahora ya no me parezco ni remotamente al buen Jesús; en realidad, me parezco un poco a Buda, pero a un Buda cabreado, lo que no da mucho margen de juego religioso. Qué le vamos a hacer...

Del tipo de la foto sólo queda eso, una fotografía. Y una profunda melancolía, la nostalgia de lo que se fue para no volver jamás. Y perplejidad: no recordaba tener esa mirada de gilipollas.

lunes, octubre 20

Futuro

Mi hijo mayor, Óscar (21 tacos, 1’88 de estatura, ojos azules; todo un bellezón, como su padre), está cursando el 4º curso de la carrera (ADE) en Finlandia gracias a una beca Erasmus. Vive en un piso para estudiantes de Jyvaskyla, una ciudad universitaria situada más o menos en el centro del país. Se lo está pasando de puta madre, el muy cabrón; la verdad es que me da envidia. Imaginaos un barrio residencial enteramente ocupado por estudiantes de toda Europa, todos de entre veinte y veintitrés años de edad, todos con el sistema endocrino a pleno rendimiento y todos con entusiastas ganas de juerga... No hace falta mucha imaginación para vislumbrar los resultados. Según me cuenta Óscar, siempre hay una fiesta en algún sitio, todos los días menos, al parecer, los miércoles y los domingos. El único error que cometió mi hijo fue irse allí con su novia Bea; y no lo digo por Bea, que es un encanto, sino porque su presencia le impide a Óscar poner a prueba el sistema endocrino practicando una suerte de panespermia europea (joder, qué rebuscado soy a veces diciendo las cosas).

Bueno, a lo que iba: hablábamos por teléfono con Óscar frecuentemente; pero, no sé por qué, el coste de las llamadas a móvil se reparte entre el llamado y el que llama. El caso es que mi hijo, que prefiere dejarse los euros en birras antes que en charlar con sus padres, nos sugirió que abriéramos una cuenta de Skype, y así no sólo podríamos hablar a través de Internet, sino también vernos. En fin, abrí la cuenta, compré una cámara web y un micrófono, los instalé y, junto con Pepa, disfrutamos de una videoconferencia con Óscar y Bea; el sonido desastroso, la imagen terrible, pero videoconferencia al fin y al cabo. Y eso me condujo en dos sentidos opuestos a la vez: hacia mi pasado y hacia el futuro.

Cuando tenía trece o catorce años (allá por mediados de los 60), yo era un pirado de la ciencia ficción, lo cual, inevitablemente, me conducía a pensar en cómo sería el siglo XXI, esa mítica cifra que, en el imaginario cienciaficcionesco de aquel entonces, trazaba la frontera del futuro. El tema me interesaba porque ese era un futuro que, razonablemente, yo iba a vivir; es decir, sería testigo de gran parte de las cosas que leía en mis queridas novelas de ciencia ficción. ¿Sabéis cómo me imaginaba ese futuro (es decir, nuestro ahora)? Pues contemplaba dos alternativas:

Alternativa 1- A comienzos del siglo XXI habría una estación orbital (con forma de rueda, por supuesto; eso ni se discutía), habría bases permanentes en la Luna, en Marte y, quizá, en alguna de las lunas de Júpiter, y los vuelos espaciales serían un asunto cotidiano. Tendríamos robots domésticos, se habría desarrollado la inteligencia artificial y viajaríamos en aviones supersónicos o en trenes ultrarrápidos suspendidos magnéticamente. Reconozco que nunca tuve claro lo de los coches voladores; bastante torpe es la gente desplazándose en dos dimensiones como para añadirles una más. En fin, las casas serían inteligentes, tendríamos aceras rodantes, habríamos contactado con seres extraterrestres, existirían mutantes con poderes psíquicos y, por supuesto, todo el mundo poseería videoteléfonos.

Alternativa 2- Mucho más sencilla: habría una guerra nuclear y la tecnología del siglo XXI sería la tecnología del sílex.

A decir verdad, a mediados de los 60, en plena Guerra Fría, la hipótesis más probable parecía la segunda; yo creo que contábamos con ello; la pregunta no era si iba a suceder, sino cuándo iba a suceder. Lo reconozco: pertenezco a una generación en el fondo frustrada por no haber sufrido una hecatombe nuclear.

Ahora vamos a revisar lo que queda de la Alternativa 1. Como una vez dijo Miquel Barceló (el editor), lo que ningún autor de ciencia ficción, ni nadie, pudo prever es que llegáramos a la Luna y, acto seguido, el programa espacial se interrumpiera, limitándose a colocar satélites en órbita y a mandar pequeñas sondas a los planetas del Sistema Solar. Ni bases lunares, ni bases en Marte, y de las lunas de Júpiter para qué hablar. En realidad, no hay naves espaciales, sino esa especie de chapuceros autobuses orbitales que son los transbordadores, y las cápsulas rusas de siempre. Y pronto ni eso; en 2010 se dejarán de usar los transbordadores, y los vehículos que los sustituirán no estarán listos hasta, con suerte, cuatro años más tarde. Así que Estados Unidos dejará de ser una potencia espacial y tendrá que alquilar cohetes rusos. ¿Quién podía imaginarse algo semejante en los años 60? Eso sí, tenemos una estación espacial; aunque en realidad se trata de una especie de deprimente mecano modular, semejante a una chabola si lo comparamos con la enorme y elegantísima rueda espacial (véase 2001) que uno esperaba.

Los únicos robots que hay son los industriales, pero no se parecen en nada a esos simpáticos (o terribles) artefactos, antropomorfos o no, que supuestamente nos harían la vida más sencilla (o más complicada, depende) bajo el mandato de las tres leyes de Asimov. No, todavía no hay nada parecido a un robot doméstico. Y aún estamos lejos de desarrollar la inteligencia artificial (¡no hay ningún HAL 9000 que pueda matarnos!). Y el único extraterrestre con el que hemos contactado es Michael Jackson, aunque la comunicación no ha sido posible. Las casas no se han vuelto inteligentes, sino carísimas; ya no hay aviones de pasajeros supersónicos y nunca fueron rentables; sólo encontraremos aceras rodantes en los aeropuertos. Y ni rastro de mutantes psíquicos desde que José María Aznar abandonó la política activa. Lo de los coches voladores, como era de prever, no ha prosperado lo más mínimo. Eso sí, ya tenemos videoteléfonos; están en los ordenadores y en los móviles, pero casi nadie los utiliza, porque funcionan como el culo y porque, reconozcámoslo, nadie tiene demasiado interés en verle la carota a su interlocutor.

En fin, cuando yo era un chaval pensaba que habría llegado al futuro en el momento que hubiera videoteléfonos disponibles. Pues bien, ya los hay y son una mierda que no sirve para nada. Genial; al final, el porvenir ha sido una estafa. Y yo que me imaginaba a mí mismo, con mi edad, cubierto de pieles en medio de un paisaje apocalíptico y cazando ratas mutantes a pedradas ; o bien de vacaciones en Marte con mi familia. Pero no; el mítico siglo XXI ha resultado ser una versión confusa del XX con remiendos de papel de plata. El nuestro es un futuro peor que malo; es cutre y mediocre, es un futuro de andar por casa.

Pero tenemos Internet. Y es curioso, porque ningún autor de ciencia ficción había previsto nada semejante; salvo, según Barceló, Murray Leinster en su relato Un lógico llamado Joe (1946), donde al parecer describe algo parecido a la Red o, cuando menos, a los ordenadores personales (no recuerdo el relato). Pero sí, Internet es lo único realmente asombroso de esta mierda de futuro que nos ha tocado vivir. No obstante, ¿cuáles son, con diferencia, los lugares más visitados de Internet? Premio: las páginas pornográficas. Es decir, la humanidad recibe un inesperado regalo tecnológico, un prodigio que cambiará el mundo, ¿y para qué lo utiliza fundamentalmente? Para hacerse pajas. Supongo que eso dice algo acerca de nuestra especie; por ejemplo, que no estamos tan lejos como creemos de aquellos primates del pleistoceno que pasaban el día encaramados a una rama, haciéndose pajas para matar el tiempo hasta que llegase el neolítico.

Sin duda, esos pitecantropus hubieran imaginado con agrado un futuro donde Internet pudiera facilitarles la práctica de su principal afición. Bueno, pues eso es lo que tenemos.

sábado, octubre 11

Imágenes y palabras

Supongo que no mucha gente sabe cómo funciona el Departamento Creativo de una agencia de publicidad. Se trata de una estructura muy poco piramidal que está coordinada por un Director Creativo y, quizá, por uno o más Directores Creativos Asociados. Por debajo hay varios grupos de trabajo cuyo número depende del tamaño de la agencia. El grupo de trabajo básico está compuesto por un Redactor (o Copy), que se ocupa de los textos, y un Director de Arte, que se ocupa de la imagen. En teoría, este tándem funciona de la siguiente manera: reciben por parte del Departamento de Cuentas los datos necesarios (briefing) para hacer un anuncio (supongamos que de prensa). Ambos creativos intercambian ideas (pelotean) y, finalmente, eligen una o dos posibilidades y las desarrollan. El Redactor se ocupará de escribir los textos (titular, cuerpo de texto, eslogan) y el Director de Arte de realizar los bocetos. Luego, discuten la creatividad con el grupo de cuentas y, por último, se presenta al cliente y se cruzan los dedos. Aunque la labor de los grupos creativos no acaba aquí, claro, pues luego queda toda la fase de producción, pero eso ahora no viene al caso.

He definido ese modo de trabajo como “teórico”, porque la realidad suele ser más compleja y confusa. Con frecuencia los redactores sugieren imágenes y los directores de arte textos, a veces todo se hace conjuntamente, o hay aportaciones externas, o todo lo hace uno, o incluso nadie hace nada. Cada grupo es un mundo. Pero, antes de seguir, vamos a aclarar algo: durante la fase de intercambio de ideas, de peloteo, no se busca encontrar anuncios completos, sino las ideas-germen de esos anuncios, lo que suele llamarse el “concepto creativo”. Voy a poner el ejemplo de un viejo y brillante anuncio de 1991 (no es mío, sino de Toni Guasch y su equipo). Un grupo creativo recibe el encargo de desarrollar un spot de TV para el Volkswagen Golf GTI, un coche muy potente y rápido. Se ponen a darle vueltas al asunto, pelotean ideas y, de pronto, a alguien se le ocurre lo siguiente: “A ti (consumidor) siempre te ha gustado llegar el primero a los sitios, como demuestra el hecho de que el espermatozoide que te engendró fue el primero en alcanzar el óvulo, de modo que tu coche es el Golf GTI”. Ya está, esa bobada es el concepto creativo que contiene el germen de un gran spot. Por supuesto, luego hay que darle forma, y gran parte de la brillantez dependerá precisamente de la forma que se escoja; pero el concepto básico está enteramente contenido en la anterior frase entrecomillada (si queréis ver el anuncio terminado, pinchad AQUÍ).

Los mejores anuncios son aquellos que parten de un gran concepto creativo; de hecho, aquellos anuncios que son sólo pura imagen, sin concepto, se denominan “ejecucionales” y suelen ser contemplados con cierto desdén por los publicitarios. Pues bien, por lo general los redactores son mejores conceptualizadores que los directores de arte. Por supuesto, hay montones de excepciones, muchos directores de arte que conceptualizan de maravilla y muchos redactores torpes a la hora de buscar ideas; pero estadísticamente, los redactores producen más y mejores conceptos que los directores de arte. ¿Por qué?

Voy a aventurar una respuesta. Los redactores trabajan con las palabras, y las palabras son símbolos, abstracciones que representan conceptos. Por el contrario, los directores de arte trabajan con imágenes, y las imágenes son siempre concretas. Una imagen es lo que es y se presta a un número limitado de interpretaciones; sin embargo, las palabras, con su polisemia, con sus valores denotativos y connotativos, con su lógica difusa que tiende a la metáfora, las palabras, insisto, ofrecen un amplio abanico de interpretaciones. Son como arcilla, una materia informe y abstracta que, debidamente manipulada, permite obtener figuras concretas. Así pues, los cerebros de los redactores y los directores de arte se orientan en sentidos distintos; unos están conformados para trabajar con símbolos lingüísticos, con abstracciones, y otros para trabajar con imágenes concretas. Ahora bien, dado que la base del proceso creativo es la conceptualización, una actividad abstracta, parece lógico pensar que la realizarán con más acierto aquellos cerebros que estén mejor “cableados” para realizar procesos abstractos; es decir, los de los redactores. Me apresuro a insistir en que estoy hablando de una tendencia, de una generalización; ya sé que hay múltiples excepciones.

¿A qué viene todo esto? Pues a que el sábado pasado fui a Arte 9 para comprar un par de cómics: el tercer tomo del Lost Girls de Alan Moore, y Wanted de Mark Millar. Mientras regresaba a casa con mis dos álbumes en una bolsa, caí en la cuenta de que no había ido a buscar las obras de Melinda Gebbie y J.G. Jones, los dibujantes, sino las obras de Moore y Millar, los guionistas. Entonces recordé que la “revolución” del cómic anglosajón que había tenido lugar en los 80 y 90 fue fruto precisamente de los guionistas (de guionistas británicos, por cierto).

Y es curioso, porque durante muchísimo tiempo los dibujantes fueron las estrellas de los tebeos. Vale, sí, había unos cuantos guionistas reputados, como por ejemplo Lee Falk, René Goscinny, Stan Lee o Germán Oesterheld; y también había magníficos dibujantes-guionistas, como Hergé, Will Eisner, Charles Schulz, Hugo Pratt o Hal Foster. Pero los astros indiscutibles eran los dibujantes: Alex Raymond, Jack Kirby, Steve Ditko, Neal Adams, John Buscema, Giraud-Moebius, John Romita, Jim Steranko, Joe Kubert, José Luis García López, Curt Swan, Bernie Wrightson, Milo Manara, Uderzo, John Byrne, Richard Corben... la lista es inmensa.

Digamos que en los tebeos primaba más la imagen que el guión. En Francia, por ejemplo, el mundo del cómic estuvo mucho tiempo liderado por la revista Pilote, dirigida por el genial guionista René Goscinny. A finales de los 70, un grupo de dibujantes criados a los pechos de Goscinny se rebelaron contra el padre, formaron un grupo llamado Humanoides Asociados y fundaron la revista Metal Hurlant, una publicación orientada hacia el cómic más puramente gráfico. El ejemplo perfecto de esto es la serie Arzak, de Moebius, una sucesión de maravillosas ilustraciones al servicio de una historia que ni dios sabe qué significa, si es que significa algo. Los Humanoides Asociados gozaron de un éxito tan enorme como breve, pues la gente se cansó pronto de leer cómics esteticistas con escaso sentido y menos interés. Y es que el cómic y la ilustración se parecen, pero no son lo mismo.

Durante los 80, la industria del cómic atravesó una época de vacas flacas, sobre todo en USA. Entonces, a finales de la década, se inició el desembarco de guionistas británicos en Norteamérica: Alan Moore, Neil Gaiman, Jamie Delano, Grant Morrison, Garth Ennis o, el nuevo chico del año, Mark Millar. Todos ellos, capitaneados por los dos primeros, revolucionaron el dormido mundo del cómic norteamericano, creando obras más complejas y profundas dotadas de una vigorosa narrativa.

El ejemplo perfecto lo encontramos en Alan Moore. Todo el mundo lo sabe: es una maniaco obsesivo, un pirado que detalla con tanta minuciosidad sus guiones que prácticamente no deja margen de libertad a sus dibujantes. Centrémonos en Watchmen. Si hojeáis casi cualquier cómic de superhéroes actual, comprobaréis que el viñetado de las páginas suele adoptar esquemas muy barrocos que huyen de la simetría y la homogeneidad. Cada página posee un diseño gráfico diferente, lo que dota al conjunto de una gran brillantez visual. Por el contrario, Watchmen utiliza usualmente el formato de nueve viñetas por página, y cuando las viñetas son mayores (o menores), siguen las proporciones de la viñeta básica, como si ésta fuera un módulo. Además, el 95% de las páginas ofrecen composiciones simétricas y lo dibujos jamás rompen las líneas de corte. Es decir, visualmente Watchmen es tan clásico como, por ejemplo, un cómic de Tintín. Porque prima el guión sobre la imagen; no hay alardes gráficos, sino alardes narrativos.

Y ahora vamos a saltar de los cómics a la televisión. Ya resulta tópico afirmar que vivimos una edad de oro de las series, pero es un tópico cierto. ¿La prueba?: Los Soprano, Deadwood, House, Mujeres Desesperadas, Roma, Héroes, Perdidos, Medium, Prison Break, Dexter, Generation Kill, A dos metros bajo tierra y un largo etcétera. Este repentino subidón de calidad se debe, en mi opinión, a dos factores. En primer lugar, se ha prescindido de ese estúpido (y falso) cliché del “lenguaje televisivo” para asumir plenamente el lenguaje y las técnicas cinematográficas. En segundo lugar, se ha producido un profundo cambio en el esquema jerárquico de las producciones.

Veréis, durante el proceso de realización de una obra audiovisual existen tradicionalmente unas jerarquías y unos territorios perfectamente establecidos. Fuera del plató, en todo lo que rodea a la preproducción y la posproducción, manda el Productor; pero en el plató, durante el rodaje, el dios indiscutible es el Director. Hay numerosas excepciones, por supuesto. Algunos productores mandan siempre, en todas partes, como fue el caso de Selznick; hay directores que extienden su poder hasta abarcar la producción, como Hitchcock o Kubrick; y hay casos en los que no manda ni el productor ni el director, sino el actor, la estrella, como ocurre con el dianético Tom Cruise. Pero lo que nunca, jamás de los jamases, había ocurrido es que los guionistas tuvieran ni un ápice de poder. Sencillamente, eran las putas de la industria; hacían lo que se les pedía (y de la forma que se les pedía) y luego desaparecían de escena.

Pues bien, resulta que en la mayor parte de esas series que nos encantan, quien ahora manda es el guionista. Esa es la revolución capitaneada por la HBO: darle poder y libertad a los guionistas. Con ello, se consiguen dos cosas; por un lado, atraer a los escritores con talento, que quizá pudieran obtener más pasta del cine, pero que optan por la libertad y el control sobre su trabajo que les brinda la TV, y por otro mejorar la calidad del producto, dándole un nivel mucho más adulto, mimando las tramas y los personajes, densificando la narrativa. Y todo eso se ha conseguido primando el concepto creativo sobre lo visual (pero sin despreciar lo visual, por supuesto; simplemente, es una inversión de jerarquías).

Sin duda, el siglo XX ha sido el siglo de las imágenes, el siglo del cine, del cómic, de la televisión, de la publicidad masiva. Humberto Eco lo consideraba una nueva Edad Media, en el sentido de que las masas habían adoptado una especie de analfabetismo funcional y se regían por el imperio de la imagen. Las estrellas de cine son la nueva mitología, adoramos a personajes como Gisele Bundchen, Kate Moss o Naomi Cambell, que sólo son rostros y cuerpos, imágenes; el sueño de todo hijo de vecino es hacerse famoso apareciendo en televisión (convirtiéndose, pues, en imagen). Hay asesores de imagen, pero no asesores intelectuales. Triunfa el diseño, la cosmética y la cirugía estética. Una imagen vale más que mil palabras (tópico éste tan falso como estúpido).

La MTV nos habituó a ráfagas de imágenes sin sentido; color, música, ruido y movimiento, nada más. Hollywood acabó convirtiéndose en una fábrica de ¡pum-crash-boom! orientada a un público de 12 años, o edad mental similar. La sociedad no sólo adoptó la estética publicitaria, sino también su lenguaje y su discurso. Pero quién sabe, puede que un sector del público haya acabado harto de tanto rollo visual vacío. El cómic y la TV (o al menos parte de ellos) indican que algo está cambiando.

Estamos saturados de imágenes; quizá ha llegado el momento de las ideas.

martes, septiembre 30

La mujer del César

No, con el título de ahí arriba no me refiero a Pepa, mi ama y señora, sino a ese viejo dicho que reza: “La mujer del César no sólo ha de ser honrada, sino que además debe parecerlo”. Aunque no nos engañemos, lo cierto es que no tiene por qué ser honrada; basta y sobra con que lo parezca. En nuestra sociedad (y en todas, me temo) la imagen no solo prevalece sobre la realidad, sino que se convierte en la única realidad accesible. ¿Por qué? No se me ocurre más que una respuesta: porque los seres humanos somos gilipollas. Sólo percibimos lo que parece evidente, lo que está claro sin tener que darle muchas vueltas, lo que se explica a sí mismo, y rara vez nos cuestionamos esa realidad aparente, porque hacerlo, en cierto modo, sería como cuestionarnos a nosotros mismos o, cuando menos, poner en entredicho el suelo que pisamos. Además, tampoco tenemos capacidad para ir mucho más lejos. Esto me recuerda una frase que debería incluir en el coleccionista de idems: “La religión existe porque los seres humanos somos inteligentes, pero no demasiado”. Bueno, pues lo mismo puede decirse, no solo de la religión, sino acerca de todos los aspectos de la vida. Siempre nos quedamos inevitablemente cortos.

Somos gilipollas, sí, y además lo sospechamos. Vale, desde un punto de vista personal todos nos consideramos más listos que el hambre, todos tenemos un alto concepto de nosotros mismos; pero debe de existir una zona en nuestro cerebro, dedicada al cómputo de datos, que nos susurra: “mira, chaval, teniendo en cuenta la cantidad de soplapolleces que has hecho y dicho en el pasado, lo más probable estadísticamente es que en este mismo instante estés haciendo o diciendo una soplapollez”. Esto no se lo reconocemos ante nadie, por supuesto, pero la vocecita está ahí, haciéndonos dudar de nuestra capacidad para interpretar el mundo. No lo formulamos de una forma coherente, ni siquiera articulada, pero en el fondo desconfiamos seriamente de nosotros mismos, y nos tememos que, en cualquier momento, los demás acaben por darse cuenta de que somos un bluf y nos digan con una ceja levantada: “Coño, César, ahora que caigo eres un capullo integral”. Y eso no lo podemos aceptar, claro, de modo que tenemos que esforzarnos en mantener íntegra la farsa de nuestra propia imagen. Para ello, no hay nada como jugar a lo seguro; es decir, aceptar lo que acepta la mayoría y no cuestionar jamás lo que parece evidente.

Vamos a imaginar un caso práctico. Supongamos que estamos en una reunión de trabajo en la que se pide a los participantes que valoren y den su opinión sobre algo, un asunto importante que tiene equilibrados sus pros y sus contras. Bien, los tontolculo totales dirán la primera chorrada que se les ocurra y se quedarán tan panchos. Pero, en contra de lo que podría pensarse, tampoco hay tantos tontolculo totales en el mundo. Por supuesto, hay muchos más que genios, pero no son la mayoría; en realidad, la mayor parte de los humanos nos movemos en las grises franjas de la mediocridad. Entonces, ¿qué hacemos los mediocres en el caso de esa hipotética reunión de trabajo? Pues decir unas cuantas vaguedades que no comprometan a nada y esperar a ver qué rumbo toma la mayoría. Entonces, cuando la mayoría de los participantes perfilen una respuesta concreta, nos sumaremos a ella con entusiasmo. Porque si resulta ser la respuesta correcta, yo formaré parte de los victoriosos, y si es incorrecta, no la habré cagado yo, sino que la habremos cagado mancomunadamente la liga de los mediocres, con lo cual la responsabilidad se diluye. Claro está que podría enfrentarme a la mayoría y dar mi propia respuesta, en cuyo caso, si acertara, me convertiría en el héroe. Pero, conociéndome como me conozco, ¿cómo cojones voy a fiarme de mí?

El mecanismo que acabo de exponer no es una mera teoría, sino el fruto de haber participado en centenares de reuniones de trabajo en mi época de publicitario. De hecho, al comienzo de mi carrera tuve una jefa –directora del Departamento Creativo de una prestigiosa agencia multinacional-, que actuaba exactamente así. Era una pésima creativa y no tenía ni zorra idea de publicidad, aunque al mismo tiempo era una brillantísima relaciones públicas dedicada en cuerpo y alma a promocionarse a sí misma. El caso es que, a la hora de decidir la creatividad para una campaña importante, reunía al departamento, escuchaba la opinión de todos y finalmente decidía lo que decidía la mayoría. Jamás mostró el menor indicio de poseer criterio propio, pero eso no le supuso un obstáculo a la hora de desarrollar una exitosa carrera profesional. Más bien al contrario.

Pero no creamos que esto se circunscribe al mundo del trabajo, pues en realidad afecta a todos los aspectos de la vida. Por ejemplo, a la cultura. ¿Cómo valoramos la calidad de un producto artístico? ¿Basándonos exclusivamente en si nos gusta o no? De ninguna manera; eso es arriesgadísimo. Supongamos que leo una novela de un autor desconocido recién aparecida en el mercado y me gusta un huevo. ¿Eso indica que se trata de un buen libro? Para nada; la zona cerebral de cómputo de datos me recuerda la cantidad de veces que me han gustado auténticas chorradas –o no me han gustado obras maestras-, y eso me hace dudar. Para tomar una postura con respecto a ese libro, o cualquier otro, necesito baremos distintos. En primer lugar, su acogida entre los lectores y/o la crítica (es decir, la opinión mayoritaria). En segundo lugar, la reputación del autor; si es un escritor consagrado, el libro será bueno (porque la mayoría así lo dicta). Por último, la apariencia: ¿el libro parece serio? Porque si no lo parece, no puede ser bueno, claro.

Ese último punto es el responsable de que géneros literarios completos hayan sido arrojados al cubo de la basura. Comenzando por el humor. El humor, por naturaleza, no puede adoptar el tono típicamente grave y engolado que se le supone a la “literatura trascendente”; el humor es burbujeante, ligero y sospechosamente divertido. Eso último nos perturba mucho: si el libro me ha divertido, a mí que soy un idiota, hay que recelar. En el fondo, sospechamos que la “alta literatura” se alcanza como el cielo: mediante el martirio. Si el libro se me cae de las manos, buena señal; si me aburre monstruosamente, debo de estar frente a una obra maestra. Desde esta perspectiva, resulta evidente que el humor es indigno, porque no dice cosas “importantes”; y si las dice, no lo hace en tono “importante”.

Personalmente creo que el humor es uno de los géneros más complejos, y que algunas de las mejores disecciones de la naturaleza humana se encuentran en obras humorísticas. Ahora bien, teniendo en cuenta que probablemente soy un tontolculo total, esta opinión carece de importancia. No obstante, el criterio mayoritario incurre con frecuencia en flagrantes contradicciones. Al parecer, el humor es un género menor, pero... ¿cuáles son las dos novelas clásicas más aclamadas, las que están consideradas gérmenes de la novelística moderna? 1. El Quijote. 2. La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy. Mmmm... vaya, resulta que las dos son novelas de humor, menudo conflicto. De hecho, El Quijote estuvo considerado durante casi dos siglos una obra menor (opinión que su autor compartía). Era un best seller, era divertido y daba risa, por tanto no podía ser del todo bueno. En cualquier caso, ahora es un clásico y eso, ser un clásico, nos proporciona el apoyo de sucesivas generaciones de opiniones mayoritarias, lo que nos permite afirmar sin rubor que se trata de una obra maestra, aunque no la hayamos leído. De modo que no lo leemos. ¿Para qué, si ya sabemos que nos va a gustar aunque no nos guste?

Igual suerte que el humor corren otros géneros. El thriller, la ciencia ficción o el terror son poco serios, porque no engolan la voz, porque no parecen importantes y, sobre todo, porque con frecuencia producen obras divertidas, y eso es una señal muy mala. En cuanto a la fantasía, podemos decir que se encuentra bajo permanente sospecha. Hay demasiados clásicos fantásticos como para echar el género a la basura, pero, qué demonios, la fantasía habla de cosas que no existen. Y ahí está la clave: lo fantástico trata sobre cosas irreales, pero la irrealidad no es seria, sino infantil. Por contra, la realidad si que es seria y, cuanto más real, mejor. Somos adultos y tenemos los pies en el suelo, ¿no? Pues entonces agarrémonos con fuerza al realismo, que si bien no nos da la menor garantía de calidad, al menos nos permite pisar un terreno menos resbaladizo. Podría señalarse, por supuesto, que con frecuencia esos géneros despreciados emplean sus recursos para analizar la realidad con tanta o más eficacia que el realismo, pero sería inútil; si lo hacen, no lo parece. Y ya sabemos que las cosas son lo que parecen a primera vista, no lo que, escarbando un poquito, son en realidad.

No obstante, amigos míos, todo esto funciona en ambos sentidos. Para que nos tomemos en serio algo, ese algo tiene que parecer serio; por consiguiente, nos tomaremos en serio cosas que no son serias en lo absoluto, pero lo parecen. Basta con engolar la voz, con mostrarse grave y circunspecto, con tratar temas trascendentales o, al menos, en tono trascendental, con emplear un estilo afectado y pedante; todo eso, si se hace bien, basta y sobra para que cualquier chorrada parezca una obra maestra. Y si lo parece, lo es.

Me mojaré poniendo un ejemplo: la película El Piano, de Jane Campion. Se trata de un film técnicamente impecable, con una excelente fotografía de Stuart Dryburgh, una dirección de arte soberbia, magníficas interpretaciones y una música preciosa. Guay. El único problema es que nada de lo que sucede en esa película posee la menor coherencia, el más mínimo sentido. De entrada tenemos a una mujer, Holly Hunter, que parece muda, pero no es que sea muda, sino que por alguna razón no especificada ha decidido no hablar. No ha sido por un trauma; sencillamente, la buena señora fue y dijo un día: “me callo”, y no volvió a pronunciar palabra, ni siquiera para hablar con su hija (¿qué culpa tendrá la pobre niña de las extrañas manías de su madre?). Pero ojo, no es que renuncie a expresarse, pues emplea el lenguaje de signos; se limita a no hablar, una actitud cuya consecuencia inmediata es complicarse mucho la vida a sí misma y tocarle las narices a cuantos no conocen el lenguaje de signos. Muy lógico. Ah, pero es que la mujer ha renunciado a la voz, pero se expresa mediante la música que interpreta con su piano. Muy poético. Vale, supongo que todo eso es una metáfora cuyo significado concreto se me escapa, aunque suena vagamente pseudofeminista; en cualquier caso es una metáfora tan forzada, tan ridícula en el fondo, que la señora Campion tendría que habérselo pensado dos veces antes de emplearla.

En fin, podría pasar horas hablando de todos los absurdos que hay en esa película, pero me limitaré a citar uno que los resume todos. Holly Hunter llega a Nueva Zelanda para casarse con Sam Neill, un granjero tosco y aparentemente bonachón. Junto con el equipaje, la Hunter se trae su piano; unos braceros lo están descargando en la playa, para subirlo después a un carro. Entonces, de repente, se pone a llover y los peones, como si la lluvia fuese para ellos algo mortal, deciden no cargar el piano, dejarlo abandonado en la playa y largarse echando leches. No parece una actitud muy lógica que digamos, pero vale. Ahora bien, ¿dónde dejan el piano? Lo natural sería ponerlo lejos del agua, quizá debajo de unas palmeras... pues no, lo dejan en la orilla; ya son ganas de joder. Pero, ¿por qué hacen eso, por qué se comportan de una forma tan extraña? Por un excelente motivo: para que la directora nos regale poco después unos preciosos y poéticos planos de las olas del mar lamiendo las patas del piano. Qué estético, qué forzado, qué vacío. Pero coño, cómo da el pego.

Cito esta película porque es el mejor ejemplo que se me ocurre de un producto cultural absolutamente hueco cuya apariencia, seria y trascendente, le hace parecer una obra maestra a ojos de la mayoría. Se trata de una obra tan astuta que, lo reconozco, logró engañarme mientras la veía; aunque al poco, en cuanto reflexioné sobre lo que en realidad había visto, me di cuenta de que la señora Campion estaba vendiéndome como si fuera un diamante lo que sólo era una cuenta de cristal. Ah, por cierto: seguro que algún que otro merodeador querrá discutirme mi opinión sobre El Piano. Pues es inútil, lo siento; a quien se proponga hacerlo, le sugiero que vuelva a ver la película sin fijarse en su envoltura externa y prestando mucha atención a la coherencia interna. Luego, si quiere, hablamos.

Para terminar, que esto ya es más largo que un discurso de Fidel, me gustaría señalar lo más triste de todo. Antes di a entender que sólo los tontolculo totales se atreven a expresar opiniones distintas a las de la mayoría, y eso evidentemente es falso. También los genios van contra corriente (y gracias a eso el mundo avanza poquito a poco). El problema, la deprimente cuestión, es que muchas veces, a nosotros, los mediocres, nos resulta imposible diferenciar al genio del tontolculo total. Y así vamos.