martes, diciembre 24

El tradicional y entrañable cuento navideño de Babel: "Embajada de buena voluntad"




            Ya estamos otra vez aquí, amigos, en la única cita ineludible de La Fraternidad de Babel: el cuento de Navidad. Permitidme que os hable acerca del proceso que conduce a esos relatos.

            Por lo general, al llegar las vacaciones de verano me digo: seamos previsores y busquemos un argumento para el próximo cuento navideño. Lo intento durante un par de días, no se me ocurre nada y me olvido completamente del asunto. Hasta que a finales de noviembre saltan las alarmas y me pongo a buscar desesperadamente una idea. A veces, pocas, se me ocurre algo rápido y tengo tiempo para escribirlo tranquilamente; pero, por lo general, se me ocurre en el último momento y tengo que redactar a toda leche. En alguna ocasión he terminado el relato el mismo 24 de diciembre, poco antes de colgarlo en el blog.

            En lo que respecta al cuento de este año, Embajada de buena voluntad, lo concluí ayer y lo he corregido esta mañana. Y eso que la idea básica se me ocurrió el año pasado; pero le faltaba algo, no era una idea redonda, así que no la escribí en su momento. Este año, ¡eureka!, encontré, creo, lo que le faltaba... pero tarde, así que otra vez a escribir cagando leches, qué le vamos a hacer.

            Embajada de buena voluntad es un cuento de ciencia ficción y tiene algo especial. Permitidme explicaros qué y por qué.

            Esta Navidad, como viene ocurriendo durante los últimos años de crisis, es muy poco navideña. No noto el solsticio en el ambiente, los ánimos son sombríos y falta alegría. No son buenos tiempos para volver a ser niño.

            Vale, de acuerdo, lo entiendo. Pero por lo menos aquí, en Babel, quiero que haya un poquito de Navidad. Y para un adulto la Navidad, básicamente, es nostalgia. Así que seamos nostálgicos. Fijaos en la imagen que ilustra este post. Es la portada del ejemplar de diciembre de 1953 de la famosa revista norteamericana de ciencia ficción Galaxy. 1953, el año que nací yo.

            Por aquel entonces, entre otras muchas temáticas, había un tipo de ciencia ficción que hoy prácticamente no se escribe. Era una ciencia ficción juguetona, algo ingenua, con mucho humor; una ciencia ficción que se centraba en los relatos cortos y por lo general exploraba ideas fantásticas desde un punto de vista irónico y no muy realista. Entre los principales autores de este estilo podemos citar al gran Fredric Brown, a Henry Kuttner, a Robert Sheckley o a William Tenn; aunque, por supuesto, hay a un montón de excelentes relatos de autores hoy olvidados. Además, casi todos los escritores de ciencia ficción de aquel entonces escribieron algún relato de ese tipo. Hoy, casi nadie lo hace.

            Pero es Navidad y yo el Capitán Nostalgia, así que vamos a volver a unos tiempos más amables, a los años cincuenta, cuando la única preocupación era que las bombas atómicas llovieran sobre nuestras cabezas. Y no es que mi relato suceda en aquel entonces, qué va; está ambientado ahora mismo. Pero el tono y el estilo de la historia se corresponden a otra época más inocente. Los merodeadores aficionados a la cf más veteranos sabrán enseguida a qué me refiero.

            Es mediodía, estoy en mi despacho. A través de la ventana veo un cielo oscuro y nuboso; las calles están mojadas por la lluvia. Es una imagen muy invernal, muy navideña. Dentro de poco tengo que ir a recoger la compra para esta noche, así que probablemente colgaré el post por la tarde.

            Amigos míos, es un placer y un privilegio que merodeéis por aquí un año más. Os deseo, de todo corazón, un feliz Solsticio de Invierno y todo lo mejor para el año que viene.

            Y ahora os dejo con el cuento, que narra lo que ocurre cuando alguien intenta hacer el bien en el contexto inadecuado. Espero que os guste; pero si no es así, como siempre digo, recordad que es gratis.


            Embajada  de buena voluntad
            Por César Mallorquí

            Érase una vez una civilización extraterrestre situada a decenas de años luz de distancia. Dado que su idioma es absolutamente impronunciable, los llamaremos “ofiucos”, porque su estrella natal se encuentra más o menos hacia la constelación de Ofiuco, y no porque se parezcan lo más mínimo a las serpientes, ya que en realidad son bípedos de algo menos de un metro de altura con cierta apariencia de gnomos.

            La cultura ofiuco era muy antigua y muy sabia; dominaban el viaje estelar, controlaban la energía de los soles, el espacio-tiempo era para ellos un juego de niños. Además, los ofiucos eran extremadamente pacíficos y bondadosos; quizá porque su especie no provenía de carnívoros ni omnívoros, sino de simpáticos frugívoros nacidos en un planeta plagado de árboles frutales. Seres agradables; la clase de vecinos galácticos que te gustaría tener...

Si quieres seguir leyendo, pincha aquí

 

martes, diciembre 17

El ladrón de nubes


 
  El próximo jueves 19 va a producirse un acontecimiento mundial...

            Vale, me he pasado. A eso en publicidad se lo llama overpromise.

            El jueves 19 voy a tener el placer de presentar El ladrón de nubes, la primera novela de mi gran amigo Leoncio López. ¿Qué quién demonios es Leoncio López? Pues un merodeador de Babel a quien conocéis como Samael, aunque sus amigos le llaman Tito. El gestor del blog La tertulia perezosa, que podéis visitar pinchando aquí. Y un excelente escritor de relatos cortos (ganador del reputado premio de cuentos la Hucha de Oro de 2003) que ahora se ha pasado a las distancias largas. Y con éxito, pues con su primera novela ha obtenido el IX Premio de Novela Onuba. (Podéis verle en la foto; es el tercero empezando a contar por la derecha)

            ¿De qué va El ladrón de nubes? Si queréis saberlo, tendréis que pasaros por la presentación y/o comprar el libro. Así podréis conocer a Samael, enteraros de qué trata su novela y, de paso, verme a mí, que soy un encanto. Así que os esperamos el próximo...

jueves 19 a las 8 de la tarde

en el café Manuela. C/ San Vicente Ferrer, 29

MADRID

lunes, diciembre 9

Babel 8



     Hoy, La Fraternidad de Babel cumple ocho años. Me gusta que este aniversario sea en diciembre, tan cerca del solsticio, y me gusta que este blog sea hijo de la procrastinación. Algo inútil creado por razones inútiles. Eso está bien.

     Pero lo que más me gusta sois vosotros, amigos míos. Sin merodeadores, Babel no existiría; y sin merodeadores tan extraordinarios no sería el lugar cálido y acogedor que es. Gracias por el privilegio de vuestra presencia.

    A veces he estado tentado de cambiar el nombre del blog y sustituirlo por “Café Babel”, evocando la imagen de un café antiguo donde refugiarse durante unos minutos para charlar sobre cualquier cosa. Hoy la mañana es soleada, aquí en Madrid, pero fría. Apenas siete grados marca el termómetro. Los días son cada vez más cortos y anochece temprano. Tan cerca de la Navidad, hay mucho ajetreo por las calles. Y a veces es en mitad de la muchedumbre cuando más solos nos sentimos. Si eso te ocurre, entra un ratito en el Café Babel y tómate una infusión caliente, o un buen copazo, charlando de naderías con gente interesante. Aquí se permite la entrada de seres humanos.

     Gracias por estos ocho años y feliz cumpleaños.


jueves, diciembre 5

Tristes tópicos 1


            Es mucho más sencillo y cómodo manejar ideas prefabricadas que fabricarlas uno mismo. Ésa es la esencia del tópico. Por otro lado, proporciona una gran seguridad repetir lo que todo el mundo dice, aunque sea falso, pues te pones del lado de la mayoría y cien millones de moscas no pueden estar equivocadas, ¿verdad? Además, ¿para qué esforzarse en pensar si otros ya han pensado por ti? El tópico es el bastón en que se apoyan los cojos mentales.

            Los gallegos son desconfiados, los catalanes trabajadores, los madrileños chulos, los vascos reservados pero nobles, los judíos avariciosos, los negros tienen mucho sentido del ritmo, los orientales son taimados e inescrutables, los gitanos desastrados y ladrones... Se clasifica a la gente en base a tópicos; y no sólo se clasifica, sino que también se discrimina, se persigue y se mata. Los tópicos no son inocentes.

            Hace unos años, debatiendo aquí sobre la violación de los derechos de autor, un merodeador anónimo me espetó con gran convicción, blandiendo el tópico como un mazo, que los escritores, igual que todos los artistas, teníamos que escribir sólo por amor al arte, como debe ser. Según eso, los cerrajeros deberían trabajar por amor a la seguridad privada, los funcionarios por amor al orden, los médicos por amor a la salud o las prostitutas por amor al amor. Pero no; “arte” es una palabra muy especial, mágica. Un artista no es un trabajador, sino un...  ¿mago, sacerdote, espíritu puro, loco...? Reconozcámoslo, pocos ámbitos están tan llenos de tópicos como el mundo del arte, y en concreto el mundo de la literatura. Vamos a comentar alguno de ellos:

            Para ser escritor hace falta tener un don.

Es decir, la condición de artista como regalo divino. Uno nace escritor y, cuando llega el momento, se pone a escribir como los ángeles, así de sencillo. Y así de falso. Uno no nace escritor; se hace escritor, se aprende a serlo, y el proceso no es sencillo ni rápido ni jubiloso, sino trabajoso, lento y frustrante. ¿Quiere eso decir que no hay características genéticas que determinen el talento para la escritura? La inteligencia, por ejemplo; nada hay más deprimente que un escritor tonto. Pero convendréis conmigo en que mucho más peligrosos que un escritor tonto son un médico tonto o un abogado tonto. Digamos que la inteligencia es un don muy conveniente para cualquier actividad humana, sea arte o no.

            Ignoro si existen factores genéticos que condicionen una mayor o menor eficiencia del área lingüística del cerebro, pero estoy seguro de que eso no es relevante a la hora de escribir literatura. El cerebro no es una máquina rígida, sino un mecanismo plástico que se estructura y reestructura según estímulos externos durante el periodo de aprendizaje. Por ejemplo, si desde que eres muy, pero que muy pequeño, dedicas mucho tiempo a jugar al ajedrez, las neuronas de tu cerebro adaptarán sus sinapsis para el ajedrez. Por eso, para ser un gran maestro es imprescindible haber empezado a jugar desde niño.

            Todos los escritores que conozco, empezando por mí mismo, fueron grandes lectores desde la más tierna infancia, y todos comenzaron a escribir muy jóvenes; en mi caso, incluso antes de saber escribir. Es decir, todos los escritores reajustan, durante la niñez, sus sinapsis para potenciar el lenguaje y el pensamiento creativo. ¿Significa eso que si no empiezas de muy joven nunca podrás ser escritor? No, no lo creo; pero estoy seguro de que si no comienzas de niño, jamás podrás llegar al máximo de tu potencialidad.

            Además de eso, si lo que te va es la narrativa tendrás que aprender las técnicas literarias adecuadas, el manejo de las herramientas del oficio. No son muchas, ni especialmente complejas, pero, por mi experiencia, son difíciles de interiorizar. No basta con conocerlas; hay que asumir su esencia y automatizarlas. Para ello no hace falta ningún don, sino mucha práctica, mucha prueba y error.

            En cualquier caso, si escogemos a un grupo de escritores que hayan seguido escrupulosamente el proceso que acabo de describir, es evidente que los habrá mejores y peores, que unos serán más interesantes que otros. ¿No es eso un don? Pues no; es una consecuencia. Hay escritores más interesantes que otros igual que hay personas más interesantes que otras. Y todo depende de lo que esos escritores y esas personas hayan hecho con sus vidas.

            Imaginemos que las personas somos librerías, con estantes y vitrinas. Esas librerías pueden variar, pueden ser de madera o de metal, clásicas o modernas, grandes o pequeñas, pero todas cumplen la misma función. Al nacer, estamos vacíos y conforme vivimos vamos introduciendo libros en los estantes. Estoy siendo metafórico, así que cuando digo “libros” me refiero a libros, sí, pero también a experiencias, intereses, inquietudes, aficiones, etc. Pues bien, hay gente que en sus estantes sólo tiene ejemplares del Hola o del Marca, y una figurita de Lladró en la vitrina. Otros tienen sus anaqueles abarrotados de libros de derecho (o de cualquier otro tema), son monocordes. Y los hay, finalmente, que llenan sus baldas con toda clase de libros sobre toda clase de temas.

            ¿Qué librería os parece más interesante? Pues la que más tipos de libros os pueda ofrecer, como es lógico. De hecho, así han de ser los estantes de los narradores: lo más variados posibles. Porque la base del pensamiento creativo consiste en encontrar relaciones inesperadas entre cosas aparentemente muy distanciadas entre sí. Por tanto, cuantas más cosas conozcas, más relaciones podrás hacer. Un escritor ha de ser un océano de sabiduría con un centímetro de profundidad. Y de nuevo eso no es un don, sino un estilo de vida y una actitud mental.

            Ahora bien, esa capacidad de establecer relaciones inesperadas, ese pensamiento creativo, ¿no es un don en sí mismo? Pues no, es una práctica, el ejercicio sistemático de una de las partes del cerebro, la corteza prefrontal. Es decir, el “pensamiento lateral”. Cuanto más lo practiques, mejor lo manejarás. Aunque, claro, el alcance de esos saltos creativos depende mucho de la inteligencia; pero ya hemos visto que de la inteligencia depende todo.

            Por último, ¿qué ocurre con la sensibilidad? ¿No es un don? Pues no; de nuevo creo que depende de los estímulos recibidos durante la infancia. Si en la niñez estuviste expuesto a estímulos estéticos y lo has seguido estando a lo largo de tu vida, desarrollarás sensibilidad artística. Igual que si has sido educado en el respeto a los animales y/o a las personas, desarrollarás otro tipo de sensibilidades. La sensibilidad es una capacidad que, salvo algunos tarados, nos viene innata de fábrica, pero sin programa básico; dependiendo de la educación, de nuestra voluntad, de las circunstancias y de la suerte, lo desarrollaremos o no.

            Pero, vamos a ver, existen niños superdotados, y también niños con talentos. Es decir, niños con una inteligencia normal que destacan en un aspecto concreto, como por ejemplo la música. ¿No es eso un don? Por supuesto, qué duda cabe; pero pongamos las cosas en su sitio. Hace poco leí un artículo, lamento no recordar de quién, en el que se decía que, en realidad, sólo existen dos clases de verdadero talento innato: para la música y para las matemáticas (temas muy próximos entre sí, por cierto). Es decir, lo que compuso Mozart siendo un niño es extraordinario con independencia de la edad del autor. Su talento musical estaba plenamente formado. Lo mismo ocurre con las aportaciones matemáticas que hizo Ramanujan siendo adolescente; son valiosas fuese cual fuese su edad. Sin embargo, en los talentos precoces para la pintura o la escritura no ocurre eso. Es decir, hay niños que pintan cuadros o escriben textos sorprendentemente buenos para su edad. Pero luego, con la práctica y el aprendizaje, mejoran sustancialmente. En estos casos, más que de un talento debería hablarse de una predisposición. Y sólo una ínfima parte de los grandes escritores fueron talentos precoces, así que eso no es determinante.

            Decir que los escritores tienen un don es, en el fondo, minimizarlos, olvidar todo el esfuerzo y la constancia que hacen falta para llegar a escribir literatura con un mínimo de profesionalidad. Para ser escritor, es necesario haber leído mucho y haber recibido durante el periodo de formación gran número de estímulos estéticos y culturales. Pero a partir de ahí lo que queda es un largo proceso de aprendizaje y mucho, mucho trabajo.

            A uno no le toca la lotería de ser escritor. Se lo gana.

jueves, noviembre 28

Hay que matar al Príncipe Azul



            Como añoso escritor de novelas juveniles, tengo un evidente hándicap: ¿qué coño sabe un dinosaurio de los jóvenes actuales? Es decir, ¿conozco a mi público? Bueno, como ya he dicho otras veces, procuro conservar dentro de mí al niño que fui. Pero de esto ya hablaré en otra ocasión. El caso es que no, no tengo un conocimiento directo sobre los actuales adolescentes. Es cierto que mis dos hijos fueron adolescentes no hace mucho, pero no olvidemos que es obligación de todo hijo ser un inescrutable misterio para sus padres. Entonces, ¿qué hago para enterarme de cómo son los jóvenes actuales? Pues hago varias cosas, pero la más práctica es fisgar por la blogosfera.

            Frecuento varios blogs de adolescentes (cambian con el tiempo), blogs de chicos y de chicas, todo tipo de blogs sobre todo tipo de temáticas. Así es como me entero de qué le preocupa a los jóvenes ahora, de cómo se expresan, de cuáles son sus intereses... Pues bien, en el curso de estas investigaciones he descubierto algo que me ha dejado de piedra: lo increíblemente machistas que se están volviendo las nuevas generaciones. Y no me estoy refiriendo sólo a los varones, que dentro de todo sería lo esperable, sino a las chicas.

            Hace unos meses, charlando con una veinteañera, me dijo que su pareja ideal sería un hombre seguro de sí mismo, que le enseñase cosas, que le abriera los ojos al mundo. Yo me quedé de piedra, pues se trata de una universitaria, con trabajo y, por tanto, independiente. Qué machista, le dije; ¿y por qué no al revés? Ella, como era de esperar, negó en redondo que eso fuera machismo, y aseguró que todas sus amigas, que todas las mujeres en realidad, piensan de esa forma.

            En otra ocasión, merodeando por blogs de adolescentes, recalé en uno sobre sexualidad. Una de las chicas que lo llevaban había escrito un post sobre el proceso de iniciación sexual de las adolescentes. No lo recuerdo con precisión, pero venía a decir que primero se empieza con los besos y los sobeteos; luego, con el tiempo, hay que hacerle unas pajillas a tu chico. Después vienen las mamadas (y trágatelo aunque te dé asco). Más tarde se echa un polvo. Y a poco después llega la sodomía...

            Al llegar a ese punto confieso que los ojos me hacían chiribitas. Aquella chica no estaba narrando el alegre proceso de florecimiento sexual de las adolescentes, no estaba diciendo: y luego, qué de puta madre, te la meten por el culo. No, ni mucho menos; lo decía resignada, estaba describiendo algo escasamente agradable, pero necesario. ¿Necesario para qué? Para mantener satisfecho a tu chico y no dejarle escapar (esto lo digo yo, no ella).

            En cuanto a los blogs de literatura juvenil, están llenos de novelas románticas saturadas de ideas románticas. Pero no la clase de ideas románticas que cabría esperar en el siglo XXI, sino ideas románticas de hace cincuenta años, o más bien del siglo XIX. ¿Conocéis las novelas de Federico Moccia? Apestan, son retrógradas hasta la náusea. Machismo en estado puro. ¿Y qué decir de la ultraconservadora serie Crepúsculo? Y de todas las imitaciones, claro...

            Cabría preguntarse si todo esto es una tendencia general o meras anécdotas. Pues bien, según una encuesta realizada hace dos años entre 1.396 adolescentes de ambos sexos, el “80% de los encuestados considera que los celos son normales en las relaciones de pareja, y un 60% piensa que la mujer necesita el amor de un hombre para realizarse”. El 40% consideran que ''el hombre debe ofrecer protección a la mujer'' y que ''ellas han de ser complacientes con su novio (80%)''. Hay que señalar que los porcentajes citados son similares entre chicos y chicas.

            Es para echarse a llorar. Las chicas de mi generación, por citar lo que conozco, nacieron en una sociedad donde, aun siendo mayores de edad, para poder sacarse el pasaporte o el carné de conducir necesitaban el permiso del marido o, en su defecto, del padre. Muchas de esas chicas se rebelaron contra el machismo imperante y lucharon por la independencia y la igualdad. Hicieron avanzar el mundo y más de una se dejó la piel en el proceso. La de la mujer parecía la única revolución triunfante del siglo XX.  Y, de repente, nos encontramos con un retorno a los valores más apolillados.

            En gran medida, esto se debe a la extraña idea que tienen  las adolescentes sobre el amor romántico. Según ellas, la ambición fundamental de toda chica es encontrar, no una pareja, sino la pareja perfecta, el príncipe azul. Pero como los príncipes azules no existen, se enamoran del primer gilipollas que se cruza en su camino y lo idealizan hasta convertirlo en lo que desean que sea: un puñetero príncipe azul.

            Vale, todo el mundo idealiza a la persona amada; pero hay límites. Porque la idea del amor que tienen las adolescentes es la entrega total, la fusión de dos cuerpos y dos almas en una sublime unidad (estoy siendo irónico). Y esa entrega incondicional, esa confianza absoluta, se traduce en darle a su chico las claves de Internet, permitir que él les controle el móvil, aceptar los celos como muestra de amor, consentir que les perforen el ojete aunque no les apetezca, o, cuando menos, entregarles a sus príncipes fotos picantes que luego, quién sabe, podrían usarse como chantaje o acabar circulando alegremente por la Red; aunque claro, eso es imposible que suceda porque ese chico es un caballero, un príncipe azul... (ahora soy sarcástico) ¿Y luego nos extrañamos de que la violencia machista entre los adolescentes se esté incrementando a marchas forzadas?

            En cualquier caso, ¿por qué? ¿Por qué las jóvenes han dado un paso atrás en el proceso  de emancipación de las mujeres y están retornando a unos roles sexuales tan caducos? Bueno, por un lado porque durante las últimas décadas la sociedad se ha vuelto más conservadora, y por otro porque, considerando (erróneamente) ganada e imparable la revolución de la mujer, el movimiento feminista ha perdido voz y presencia social.

            Pero hay algo más, algo quizá más importante: el miedo. Miedo al futuro. Las mujeres están socialmente más indefensas porque ocupan muchos menos puestos de poder que los hombres. Además, son ellas en última instancia quienes cargan con el peso de la prole. Es una gran responsabilidad. Las mujeres necesitan estabilidad y seguridad para poder sacar adelante lo que se espera de ellas. En tiempos de optimismo y bonanza económica, en tiempos de ayudas sociales, una mujer se ve con fuerzas para independizarse, trabajar y cuidar de sus hijos, aunque sea sola (la monoparental es el tipo de familia que más rápido crece). Pero en tiempos de crisis, cuando no hay apoyo social y el futuro es incierto, ¿no resulta tentador tener a tu lado un macho alfa que te cuide y te proteja, aun a costa de perder tu libertad? En fin, no sé si esto es así, pero se non è vero, è ben trovato.

            Adelantándome a lo que más de uno/a me va a decir, ya sé que no todas las jóvenes son así. De hecho, estoy seguro de que muchas de las merodeadoras jr. de Babel, si no todas, no tienen nada que ver con los estereotipos que acabo de citar (son chicas listas; leen mi blog) También sé que conocéis a muchas adolescentes que son independientes, luchadoras y se dejan de chorradas románticas. Yo también conozco a más de una. Vale, pero no estoy hablando de casos particulares, sino de estadísticas y de tendencias sociales. ¿De acuerdo?

            Ahora me dirijo a las adolescentes y jovencitas que merodean  por aquí. Queridas amigas: vuestro problema es que no tenéis ni puta idea de cómo son los hombres. Los tergiversáis, sea por exceso o por defecto. Así que un día de estos os lo voy a explicar. ¿Sabéis cuál es el problema de los príncipes azules? Pues que, con mucha frecuencia, cuando los besáis se convierten en ranas. Pero ya hablaremos largo y tendido.

viernes, noviembre 22

¿Soy un friki?



            Hace unos meses, mi hijo mayor, Óscar (26 tacos), me comentó que yo era un friki. Cuando le pregunté por qué decía eso, me contestó: “Porque te gustan los cómics”. Me quedé perplejo; en primer lugar, porque cuando yo era niño, a todos los niños les gustaban los cómics, y nadie consideraba esa afición como un signo de frikismo. Entre otras cosas porque por entonces aún no existían los frikis. En segundo lugar, porque yo no me siento friki; es más, los frikis me ponen un poquito nervioso.

            Aunque, claro, todo depende de lo que entendamos por “friki”. Veamos lo que dice la RAE al respecto: "friki. (Del ingl. freaky). 1. adj. coloq. extravagante, raro o excéntrico. 2. com. coloq. Persona pintoresca y extravagante. 3. com. coloq. Persona que practica desmesurada y obsesivamente una afición." Y ahora lo que dice la Wikipedia: “Friki o friqui (del inglés freak, extraño, extravagante, estrafalario, fanático) es un término coloquial para referirse a una persona cuyas aficiones, comportamiento o vestuario son inusuales.1 Al conjunto de aficiones minoritarias propias de los frikis se denomina frikismo o cultura friki, como puedan ser la ciencia ficción, la fantasía, los cómics, el manga y la animación, entre otros”.

            Respecto a la definición de la RAE, no me considero pintoresco ni extravagante y no practico desmesurada ni obsesivamente ninguna afición. Soy un poco raro y un tanto excéntrico, es cierto, pero ambas características pueden aplicarse a gran variedad de asuntos, aparte del frikismo.

            En cuanto a lo que dice la Wikipedia, ni mi comportamiento ni mi vestuario son inusuales. De hecho, eso es lo que más nervioso me pone de los frikis: su empeño en vivir en un mundo irreal. En mi opinión, un friki es aquel que permite que sus aficiones se conviertan en una obsesión e invadan su vida normal. Por ejemplo, disfrazándose de sus héroes de ficción, o hablando klingon, o discutiendo durante horas sobre quién es más rápido, Flash o Superman. Eso suena a caricatura, pero no lo es, al menos no del todo. Un friki ama tanto su afición (o detesta tanto el mundo real), que intenta convertirla en realidad mediante un simulacro que, al menos a mí, me resulta un poquito patético; sobre todo cuando el friki lo es como refugio ante su incapacidad para relacionarse con el mundo real. Ya sabéis, el típico adolescente gordo y granujiento, sin habilidades sociales y que tartamudea cada vez que se cruza con una chica. ¿Otra caricatura? Seguro que sí, aunque esa clase de gente existe, no lo dudéis. Pero la mayor parte de los frikis no son así.

            Porque hay otro aspecto en la definición de la Wikipedia que todavía no hemos considerado: las aficiones inusuales. Y ahí sí, lo reconozco, me han pillado; porque, sin ir más lejos, entre los ejemplos que menciona el texto hay tres que comparto: me gustan la ciencia ficción, la fantasía y los cómics (todo lo cual hace que mi hijo Óscar me considere un friki).

            Pero, ¿basta con tener aficiones poco comunes para ser un friki? Creo que ésa es una condición necesaria, pero no suficiente, así que no, no basta. A mí me interesa la cultura popular; de hecho, mi trabajo está relacionado con ella. Me gusta la literatura (y el cine) de género; y no sólo la ciencia ficción y la fantasía, sino también el terror, el thriller, el histórico, el western... Me gustan los cómics, aunque últimamente ando un poco desorientado. Me gustan las series de TV. Y no solo consumo esa clase de productos, sino que además leo ensayos y artículos sobre ellos.

            Pero, atención, nada de eso me obsesiona. Ninguna de esas actividades se entromete en mi mundo real. Aunque... eh... en fin, puede que eso no sea del todo cierto.

            Voy a hablaros de algunas cosas que hay en el salón de mi casa. Por ejemplo, de las catorce figuritas de Tintín que tengo repartidas por la habitación; son de resina, muy caras, y me encantan. Algunas, la mayoría, me las han regalado y otras me las he comprado yo; por ejemplo, cada vez que gano un premio me regalo una. También hay un poster enmarcado en la pared; es la portada de La isla negra, de Tintín. Tengo otros dos; uno en el pasillo –Las siete bolas de cristal- y otro en el despacho –El tesoro de Rackham el Rojo-.

            Si entramos en mi despacho, veremos  otras tres láminas de Tintín, si bien más pequeñas, colgando de las paredes. Sobre una mesita descansa una reproducción del Fetiche Arumbaya del álbum La oreja rota. En unas baldas hay seis figuritas pequeñas, también de Tintín, pero de plástico. Y dos tazas con las efigies de Tintín y Haddock. Y, entre medias, una taza con el logotipo de The Twilight Zone. Y a la derecha una figurita de El Coyote.

            Sobre los estantes de las librerías hay más figuritas: Dos reproduciendo personajes de Watchmen –Búho Nocturno y El Comediante-, y otra un bonito Terminator articulado. Y ocho preciosos robots de hojalata. Ah, en la pared situada frente a mi escritorio cuelga un enorme cartel enmarcado de la película King Kong de 1933. Y en la pared de detrás tengo dos reproducciones de viejas y coloristas portadas de la revista de ciencia ficción Amazing Stories; una anuncia e ilustra una novela llamada “Suicide Squadrons of Space” y la otra “Fish Men of Venus”. Y todo eso sin mencionar los libros y objetos que no están a la vista.

            Pues bien, ¿no será que, de algún modo, permito que la  ficción se entrometa en el mundo real? ¿Y no hay síntomas, al menos en lo que respecta a Tintín, de cierta obsesión?

            Para nada; ya he dicho que me interesa la cultura popular desde un punto de vista intelectual. Además, muchos de esos objetos me producen placer estético. Hergé era un extraordinario grafista y su merchandising es el más cuidado que conozco. Por otro lado, esos objetos me traen buenos recuerdos y son muy decorativos...

            Maldita sea, ¿a quién quiero engañar? Soy un jodido friki; y eso, a mi avanzada edad, resulta tan inmaduro como patético.

            ¿O no?

jueves, noviembre 14

Qwerty


 
            Hace años, mi buena amiga y gran escritora Care Santos me pidió para su página Web un pequeño texto que iba a sumarse a otros textos que sus amigos escritores le habían obsequiado. Decidí utilizar una vieja idea de mi cuaderno de ideas, una pequeña historia llamada Qwerty. La escribí, y el resultado no me gustó. Dejé pasar un tiempo y volví a escribirla. Mal. Y al cabo de unos meses la escribí de nuevo, con idénticos deplorables resultados.
             Era desesperante; se trataba de una historia muy sencilla, pero no lograba que quedara bien, no transmitía lo que quería que transmitiese. Así que la dejé en stand by... y me olvidé por completo del asunto. Hasta que, años después, me acordé, revisé lo que había escrito y me di cuenta al instante del estúpido error que había cometido: en los primeros tres intentos, por algún motivo, me había empeñado en escribir en tercera persona, cuando era un texto que pedía a gritos la primera persona. Entre otras cosas, porque no es una historia inventada, sino algo que me sucedió a mí cuando tenía veintipocos años. Espero que no haya quedado mal del todo.

            Qwerty
           by César Mallorquí
 
            Añoro la voz de las máquinas de escribir, el tabaleo de los tipos percutiendo contra la cinta entintada y el papel. Hace muchos años, antes de la Edad del Silicio, esa voz, ese sonido, era el rumor de fondo de las oficinas y el tam-tam de los escritores. Mi padre era escritor, así que la percusión de su máquina de escribir fue la banda sonora de mi niñez.
           Cuando yo tenía catorce años, durante el verano, mi padre se empeñó en que aprendiese a escribir al tacto; es decir, empleando los diez dedos de las manos y sin mirar el teclado. Me compró un método, el Caballero, y me obligó a hacer una página diaria de ejercicios.
           asdfgf ñlkjhj asdfgf ñlkjhj asdfgf ñlkjhj asdfgf ñlkjhj asdfgf ñlkjhj...
           Y así con todas las letras, una y otra vez. Fue un soberano coñazo, pero aprendí en un par de meses, y hoy le estoy infinitamente agradecido a mi padre. Suya fue la primera máquina de escribir que tuve; una viejísima Underwood con un teclado tan duro que parecía un banco de musculación dactilar, y con unos tipos móviles cuya tendencia natural, paradójicamente, era inmovilizarse al encallar los unos contra los otros. Posteriormente adquirí una Olivetti, más moderna y algo menos dura. Y luego...
            La primera vez que probé un procesador de textos –el Wordperfect- debió de ser a finales de los 80. Aún recuerdo con nitidez la experiencia; me senté frente al ordenador y comencé a juguetear sin saber muy bien cómo funcionaba. A los cinco minutos ya me había dado cuenta de que aquel programa era la mejor herramienta de escritura que jamás se había inventado. Una hora más tarde, me sentía como quien, después de trasladarse toda la vida en un viejo Seiscientos, empuña de repente el volante de un Ferrari.
            En ese preciso instante, mi vieja y querida Olivetti se convirtió en un fósil. La informática supuso para las máquinas de escribir lo que el asteroide que se estrelló contra el Golfo de México para los dinosaurios.
           Poco a poco, y en todas su variedades –mecánicas, eléctricas, electrónicas-, las máquinas de escribir fueron desapareciendo del mundo hasta extinguirse por completo. Y una nueva especie, un darwiniano salto evolutivo, ocupó su nicho ecológico: los ordenadores.
           Pero los ordenadores son mudos, no tienen voz. O, mejor dicho, sí que la tienen; pero ese ridículo cliqueo que hacen los dedos al impactar contra las teclas suena afónico, sin brío, como un balbuceo o como las bielas de un motor desajustado. Desde luego, nada que ver con el vigoroso tamborileo de los tipos de una máquina de escribir.
           Los seres humanos somos especialmente sensibles a los instrumentos de percusión. Todas las culturas del mundo, pasadas y presentes, han usado tambores. Gaitas no, e instrumentos de cuerda tampoco; pero una u otra forma de tambores, todas sin excepción. De hecho, es muy probable que la música, allá en el pasado más remoto, surgiera precisamente de la percusión. Supongo que a algún cromañón le dio por golpear con un palo un tronco hueco, y al resto de los homínidos les pareció una buena idea. El caso es que la percusión, la forma más diáfana del ritmo, nos afecta de un modo muy primario, como si incidiese directamente en lo más profundo y primitivo de nuestro sistema nervioso.
           ¿Y qué era una máquina de escribir, sino, entre otras cosas, un instrumento de percusión? Su sonido parecía mero ruido, y desde luego no era música (aunque quizá sí música atonal), pero hablaba, decía algo. Decía: eh, aquí hay alguien que está escribiendo. Y te informaba de si lo hacía rápido o deprisa, de si intercalaba muchas pausas y de cuándo empezaba a, o dejaba de, trabajar. Había algo cálido y cercano en ese sonido, era la partitura de una de las más nobles actividades humanas. Y a veces, muy ocasionalmente, ese sonido decía más de lo que cabría esperar.
           Permitidme que os cuente una pequeña historia.
           Ocurrió hace mucho tiempo, a mediados de junio del 76 o del 77; yo contaba veintipocos años y aún iba a la universidad. Se acercaba el final del curso y tenía que entregar un trabajo para no recuerdo qué asignatura; pero, como siempre, lo había dejado para el último momento, así que lo tuve que escribir de un tirón, pese a que era condenadamente largo.
            Estaba solo en casa. A primera hora de la tarde, me senté frente a la máquina de escribir, en mi dormitorio, y comencé a teclear. Pasaron las horas y se hizo de noche, y seguí escribiendo hasta bien entrada la madrugada. Hacía calor, así que tenía la ventana abierta. La ventana daba al patio interior de la casa, que se comunicaba con los patios de los edificios contiguos. Al fondo se divisaban las farolas de la calle paralela a la mía.
           Es curioso lo que ocurre cuando pasas mucho tiempo escribiendo de noche. Todo está en silencio; la única lámpara encendida es la que hay sobre tu escritorio, un tenue resplandor orientado hacia abajo que deja en penumbras la periferia de la habitación. Estás ahí, dentro de una burbuja de luz, rodeado por un mundo oscuro e impreciso. A veces, el sentido del espacio se altera y todo parece alejarse. En otras ocasiones, cada detalle adquiere una nitidez sobrenatural. La atmósfera se densifica, el tiempo se ralentiza; es como estar dentro de un cuadro de Edward Hooper.
            Pero aquella noche había algo distinto: el silencio no era total. Del exterior llegaba el golpeteo de otra máquina de escribir. Sonaba cerca, a no más de quince o veinte metros de distancia, aunque no procedía de mi edificio, sino probablemente de la casa contigua. Desde mi habitación no se distinguían las ventanas de esa vivienda, de modo que me resultaba imposible comprobar si alguna estaba iluminada.
            El caso es que ahí estábamos, dos mecanógrafos nocturnos interpretando un improvisado dueto. Lo cierto es que resultaba agradable. El repiqueteo de aquella otra máquina de escribir quebraba la soledad, convirtiéndola en cercanía. Dos personas haciendo lo mismo, al mismo tiempo, mientras el resto del mundo duerme. Era reconfortante; como encontrar a un amigo en medio del desierto. Supongo que la voz de mi Olivetti provocaba similares sensaciones en el otro mecanógrafo.
            No recuerdo cuánto duró aquello; varias horas, desde luego. A veces él hacía pausas, a veces las hacía yo; la mayor parte del tiempo escribíamos simultáneamente. Pero entonces, a eso de las tres de la madrugada, ocurrió algo: ambos dejamos de escribir a la vez y la noche quedó en absoluto silencio. Y, de pronto, tuve una idea...
            ¿Conocéis la musiquilla de Una copita de Ojén? Todo el mundo la conoce: un toque, pausa breve, cuatro toques, pausa larga y dos toques. Ta... ta-ta-ta-ta... ta-ta.
            Pues bien, alcé una mano y pulsé cinco teclas con el ritmo del inicio de aquella estrofa musical. Ta... ta-ta-ta-ta...
           Un breve silencio.
           Y entonces me llegó la voz de la otra máquina de escribir completando la estrofa con dos toques seguidos: ta-ta.
            Otro silencio.
            El vello se me erizó y noté un cosquilleo en la nuca. Acababa de suceder algo mágico. La pausa duró unos minutos y luego ambos reanudamos la escritura.
            Han transcurrido muchísimos años desde entonces; demasiados. Nunca averigüé la identidad del otro mecanógrafo; ignoro si era hombre o mujer, joven o viejo. No lo sé y jamás lo sabré; aunque, en el fondo, creo que es mejor que sea un misterio. Lo que sí sé es que pocas veces en mi vida me he sentido tan cerca de alguien como aquella noche me sentí de ese desconocido.

 

miércoles, noviembre 6

Estoy enfadado



            Estoy cabreado. Lo estoy por muchos motivos, algunos privados, otros públicos. Y me jode, porque últimamente me han sucedido cosas buenas y debería estar contento, feliz como una perdiz. Pero no, estoy cabreado. Qué mala suerte...

            Para colmo de males, de todos mis motivos de cabreo sólo uno me afecta directamente, y es el menos importante. Los demás motivos están relacionados con otras personas, o con el país en el que vivo. Y eso es chungo, porque lo me afecta a mí puedo manejarlo a mi manera, pero ante lo que le sucede a los demás no puedo hacer nada. Y me siento impotente, enfadado y preocupado. Me preocupan tantas cosas sobre las que no tengo control...

            Unas vez le oí decir a un etólogo que el sentimiento básico de los mamíferos superiores en la naturaleza es el miedo. Miedo a no comer o a ser comidos. Lo comprendo; también el miedo es el sentimiento básico de la humanidad. Miedo a no conseguir trabajo o miedo a perderlo, miedo a quedarte sin casa, miedo al desarraigo, miedo al desprestigio social, miedo a la enfermedad, miedo al futuro (que es el temor más terrible)...

            En realidad, el miedo es una herramienta de supervivencia. Te hace evitar los peligros; y, si no queda más remedio, enfrentarte a ellos con más energía, sea corriendo o sea luchando. Pero ¿qué ocurre cuando no se puede huir y no hay nada ni nadie en concreto contra lo que luchar? A eso se le llama estrés. Y el miedo se queda ahí, retroalimentándose a sí mismo. El miedo sin salida ofusca y paraliza. Eso lo saben bien los manipuladores sociales.

            Curiosamente, no tengo miedo. Hace siete años, un médico me anunció que iba a morir, que la enfermedad que tenía me iba a matar en breve. Fue extraño, porque no sentí miedo. Sentí asombro y distanciamiento; como si en vez de ser el protagonista de un drama fuera un mero espectador. Era como verme a mí mismo desde fuera. El caso es que llevaba mucho tiempo en el hospital, sin que nadie pudiera diagnosticar mi enfermedad. Y durante ese periodo sí que tuve miedo. Pero cuando me dijeron que iba a morir, el miedo desapareció.

            Afortunadamente, fue un error. Los médicos acabaron diagnosticando correctamente mi enfermedad, me sometí a un tratamiento y aquí estoy. Fue un proceso largo, penoso y duro, un proceso que, sin embargo, produjo un inesperado efecto: me libró del miedo a lo que pueda pasarme a mí. Veréis, cuando me dijeron que iba a morir, me quitaron la esperanza. Y cuando a una persona le quitan la esperanza, también le quitan el miedo. Porque en última instancia la causa del miedo es la expectativa de una pérdida; por eso, cuando ya no tienes nada que perder, el miedo se desactiva.

            No estoy curado; mi enfermedad no tiene cura. Pero puede cronificarse, mantenerse a raya, que es lo que los médicos han hecho conmigo. Hago vida normal, ni siquiera tomo medicinas, pero me someto a controles cada tres o cuatro meses. Y sé que, inexorablemente, mi enfermedad, ese monstruo dormido que llevo dentro, algún día despertará. Y entonces habrá que volver a luchar contra ella, y puede que me mate o puede que no. Quién sabe. Lo sorprendente es que, en el fondo, me da igual. Miento; no es que me de igual. Preferiría vivir, claro. Pero si no es así... bueno, no me da miedo. Creo que cuando se equivocaron anunciando mi muerte inminente, me vacunaron contra el miedo a morir. De un modo u otro, yo ya he muerto. Y no es tan malo como dicen.

            Por otra parte, desde entonces, desde hace siete años, tengo la sensación de estar viviendo un tiempo extra, un tiempo prestado por el que sólo puedo sentirme agradecido, pues me ha permitido seguir disfrutando de las personas que amo. Cuando ese tiempo acabe, será lo que sea, pero no una injusticia, porque nada tiene de injusto que los regalos no sean eternos. En realidad, para qué negarlo, he tenido mucha suerte.

            Mi enfermedad también fue muy instructiva; me enseñó muchas cosas sobre mí y sobre los demás. Al principio me cogió por sorpresa, con la guardia bajada, y me dejé llevar por la autocompasión. Y nunca me he dado tanto asco, nunca me he sentido tan miserable y despreciable. Me entran ganas de darme de bofetadas sólo de recordarlo. Y me juré que nunca, jamás de los jamases, utilizaría mi enfermedad como chantaje moral. Mi enfermedad no debía ser una carga para nadie, salvo para mí; mi enfermedad no debía obligar a nadie a hacer nada. Pasé dos meses ingresado en un hospital creyendo que me iba a morir. Cuando mis amigos venían a visitarme, yo bromeaba, me burlaba de mí mismo, simulaba el mejor humor posible. No quería que mi muerte fuera un drama, sino una comedia. No quería que los demás me recordaran con lágrimas, sino con una sonrisa. Las enfermeras me llamaban “el paciente paciente”, por la poca lata que daba. No quería ser una carga; eso me habría horrorizado.

            Aún recuerdo a Pepa, mi mujer, viniendo a verme cada día antes y después del trabajo. Se estaba machacando por mí, y eso me partía el corazón. Un día me enfadé con ella, le dije que no quería que viniese a verme tanto, que no me iba a pasar nada por estar solo (si algo sé manejar bien es la soledad); le dije que quería que descansase, que quería que se olvidase un poco de mí, que quería que estuviese con nuestros hijos. No quería convertirme en una carga para ella, ni para nadie, porque prefiero estar muerto que ser un pesado. Y no lo digo por altruismo, sino por dignidad.

            También recuerdo a Samael, mi gran amigo. Hurtándole tiempo al trabajo me visitaba todos los días al mediodía, aunque sólo fuera durante unos minutos. Yo bromeaba con él: ¿Otra vez aquí?, le decía. Pero qué pesado eres... Aunque en el fondo lo que me pedía el cuerpo era darle un abrazo y echarme a llorar de agradecimiento. Pero nada de dramas; ése era el lema.

            En realidad, si me paro a pensarlo, en cierto modo mi enfermedad ha sido una bendición. Me ha enseñado muchísimas cosas. Por ejemplo: la próxima vez que me muera lo haré mejor. Aparte de eso, me ha mostrado mis límites, y que esos límites están mucho más lejos de lo que yo pensaba. También me ha enseñado lo entrañables, desinteresadas y bondadosas que pueden ser las personas. Me ha enseñado que la muerte no es nada, absolutamente nada en el sentido más literal de la palabra. Lo único que importa es lo que ocurre antes. Me ha enseñado a respetarme a mí mismo no permitiéndome caer en la autocompasión. Me ha enseñado a valorar cada minuto de la existencia. Me ha enseñado que la mejor respuesta a un drama es la risa. Me ha enseñado que sólo soy un chiste y que eso no tiene nada de malo. No soy importante para nadie, ni siquiera para mí mismo, y eso es genial.

            Así que vivo un tiempo prestado y quizá soy un poquito más sabio que antes. Estupendo, ¿no?

            Entonces, ¿por qué demonios tengo que estar tan cabreado?

            NOTA: No sé por qué he escrito esto. Quería soltar vapor, supongo, así que me he puesto a escribir sin saber muy bien sobre qué. A veces, Babel es una catarsis. Y sin comerlo ni beberlo he hablado de mi enfermedad. No lo había hecho antes en el blog, nunca; aunque escribí entradas estando enfermo, y unas cuantas desde el hospital, con las manos temblándome tanto a causa de la cortisona que apenas podía pulsar el teclado. Pero nunca mencioné mi enfermedad.

            No quería que me vieseis como a un enfermo. Mi mundo analógico se había ido a la mierda, pero en el mundo digital yo seguía siendo el mismo de siempre. Necesitaba sentirme así y Babel fue entonces una gran ayuda para mí. Quizá por eso sigo escribiéndolo.

            No hay nada que me irrite más que la injusticia, el abuso con que los fuertes tratan a los débiles. No, no es que me irrite; es que me revuelve las tripas, me saca de mis casillas. Hay tantas injusticias en España que ya ni me quedan fuerzas para indignarme. Pero es que últimamente también hay muchas injusticias a mi alrededor, injusticias que afectan a personas a las que quiero, incluso injusticias que comenten personas próximas a mí. Y ya estoy harto de tanta mierda. No me he muerto ni he resucitado para eso...

            Joder, qué enfadado estoy.

miércoles, octubre 30

Otra vez Halloween


 
            Otra vez Halloween; la noche en que los espíritus de los muertos caminan entre los vivos. Ya sabéis que me encanta esta fiesta pagana incrustada en el corazón del cristianismo. Y también sabéis hasta qué punto me parecen tontos esos argumentos contrarios que se quejan de Halloween porque es una tradición importada. ¿Acaso la Navidad es una fiesta autóctona? Pues no. Ni la Semana Santa; ni, si vamos a eso, tampoco Todos los Santos, que fue una festividad cristiana creada para superponerse al Samhain, la fiesta celta que es el precedente de Halloween. Y el Samhain sí que es autóctono, pues hasta hace menos de medio siglo se seguía celebrando en Galicia y en el norte de Cáceres. Además, demonios, qué más dará si una fiesta es o no producto nacional; lo importante es que sea divertida. Y Halloween es divertidísimo para los niños. Aunque, claro, puede que haya quien piense que ir a rezar a un cementerio es mucho más excitante que disfrazarse de monstruo y salir por ahí pidiendo chucherías. Claro, hombre; dónde va a parar. El poder de la oración, sí señor.

            Samhain era el fin de año celta; de hecho, marcaba el final de la temporada agrícola. Y también el comienzo de la oscuridad. Durante una noche, los fantasmas de los muertos regresaban al mundo; y los vivos, para contentarlos e impedir que los devoraran, les dejaban comida fuera de las casas (de ahí la petición de chucherías de Halloween).

            ¿Sabéis?, empiezo a pensar que España se está convirtiendo en una especie de Samhain/Halloween sin pizca de gracia. Pensad en toda la gente que no tiene trabajo, ni futuro, ni esperanza, en aquellos que rebuscan en los contenedores o son asiduos de los comedores sociales. Son como muertos vivientes, sombras, espíritus hambrientos, fantasmas.

            Y ahora pensad en lo poquísimo que hacemos por esa gente, en los cada vez más escasos subsidios, en las pensiones no contributivas, en los asilos públicos, en la caridad... ¿No se parece eso mucho a la comida de Samhain o las chucherías de Halloween? Les damos a los espíritus lo justo para que no se enfurezcan y así evitamos que nos devoren.

            Pero eso no puede durar; Halloween no es eterno, sólo es una noche. Aunque, claro, luego llega la oscuridad. Y en esa oscuridad, los muertos vivientes pueden despertar a una bestia terrible, parda y gamada, un monstruo brutal que, ese sí, podría devorarnos a todos. Mirad a los países de nuestro entorno; ya está comenzando a suceder.

            En fin, no nos pongamos sombríos de verdad, sino tenebrosos en broma. Disfrutad de la noche de los muertos; sois merodeadores, caminantes de las sombras, viajeros nocturnos; estáis hechos para las tinieblas.

            Feliz Halloween/Samhain, amigos.

            ¿Truco o trato?

martes, octubre 22

Querido profesor Zarco


 
 
Profesor Ulises Zarco
SIGMA. Sociedad de Investigaciones Geográficas, Meteorológicas y Astronómicas.
C/ Almagro 9. Madrid. España. Octubre de 1923


Querido profesor Zarco:

            Hasta hace unos cuatro años, usted y yo no nos conocíamos. De hecho, usted ni siquiera existía. Pero desde entonces hemos pasado juntos mucho tiempo, y creo que hemos aprendido a apreciarnos; aunque, reconozcámoslo, tiene usted un carácter endiablado. No, no es fácil tratar con usted. Vale, ni tampoco conmigo, es cierto. A fin de cuentas, parte de su personalidad proviene directamente de la mía.

            Nos vimos por primera vez en el capítulo inicial de La isla de Bowen, titulado “La inesperada visita de las damas inglesas”. Me encontré con un hombre de cuarenta y tantos años, alto, grande y fuerte, con un fiero mostacho, vestido con un terno blanco y tocado con un sombrero Panamá. Enseguida supe cómo era usted: inteligente, culto, honesto, valiente y leal, pero también brusco, malhumorado, impaciente, colérico, arrogante, vanidoso, sarcástico, excéntrico, intolerante y absolutamente machista. Todo un personaje, ¿eh? La verdad es que no dejo de preguntarme cómo es posible que, pese a su insufrible carácter, me caiga bien.

            Creo que porque es usted un ser exagerado, pero ni demasiado, ni demasiado poco. Si con esa personalidad se comportase usted de forma más moderada, sería un pelmazo antipático, y si se comportase de forma más extremada, sería una caricatura. Ese punto intermedio de exageración le convierte en lo que es: un hombre que se pasa la vida interpretando un papel; el de gorila. Pero yo sé que en el fondo tiene buen corazón; aunque, si quiere que le diga la verdad, lo que más me divierte de usted es su perenne mal humor, sus volcánicos cabreos y sus ácidos sarcasmos.

            Por aquel entonces yo me disponía a iniciar un largo viaje que acabaría superando las 500 páginas y me llevaría más de un año. Era un proyecto absurdo, un sinsentido; me proponía regresar al corazón de un género muerto y enterrado. Pero no podía hacerlo solo; le necesitaba a usted, profesor. Y a más gente; un grupo de personas que me acompañarían en esa loca travesía. Y como íbamos a estar juntos mucho tiempo, procuré que fuese la clase de gente que me gusta.

            El primero, después de usted, en ser reclutado fue Samuel Durango, el fotógrafo de la expedición. Es su polo opuesto, profesor; un joven discreto, algo tímido, de carácter taciturno, y atormentado por su pasado y por las experiencias vividas durante la Gran Guerra. El problema era que Samuel acabaría siendo de vital importancia para nuestro viaje; pero a su lado, profesor, quedaría eclipsado. Así que le concedí una ventaja sobre usted: le di voz propia a través de las páginas de su diario.

            La segunda en sumarse fue Lady Elisabeth Faraday. También parece su polo opuesto, pues usted es todo brusquedad, mientras que ella es pura cortesía. Pero hay algo en lo que son iguales: ella tiene tanto carácter y determinación, o más, que usted. Mano de hierro en guante de terciopelo. Durante mucho tiempo creí que usted sería el alma y el motor de nuestra expedición, pero me equivocaba: es ella. Lady Elisabeth lo inicia todo; usted, a fin de cuentas, no hace más que seguirla. Me gusta esa mujer de ideas avanzadas, culta, tan decidida como amable, con mucho sentido del humor y una voluntad de acero. Es la clase de mujer que me atrae. Supongo que me entiende, profesor; a fin de cuentas, se ha casado usted con ella.

            Luego llegaron el resto de los personajes. Kathy, la hija de Elisabeth, que también es importante para la historia, pero que no me acaba de caer del todo bien; se parece a su madre, pero no tiene su sentido del humor. Y el tranquilo Adrián Cairo, su mano derecha, profesor. Y el paternal Gabriel Verne, capitán del Saint Michel. Y el apocado químico Bartolomé García. Y el estoico Aitor Elizagaray, primer oficial del navío.

            Hay muchos más personajes, por supuesto, como Aleksander Ardán, su rival en esta historia, pero son secundarios. El caso es que ya había reunido un grupo de gente con la que me apetecía iniciar un viaje a lo desconocido. Así que lo iniciamos. Calculo que la singladura/escritura duró más o menos un año. Para usted, profesor, fue un viaje geográfico, pero para mí fue un viaje en el tiempo.

            Primero tuve que desplazarme a mediados de los años 60, cuando yo era un niño y devoraba novelas de autores como Julio Verne, H. G. Wells, Stevenson, Doyle, Oliver Curwood o London, sin olvidar los comics de Hergé y de Hugo Pratt, ni las películas de Raoul Walsh, Howard Hawks o Richard Fleischer. Quería recuperar el “aroma” de todas esas maravillosas historias. Lo cual me llevó a desplazarme al último tercio del siglo XIX y el primero del XX, para zambullirme en los esquemas narrativos de la novela clásica de aventuras. Unos esquemas que ya nadie utiliza. Menuda locura.

            Viajamos juntos, profesor, durante muchos meses de intenso periplo. Y alcanzamos nuestra meta, llegamos al punto final del relato. ¿Bravo? No, yo estaba hecho polvo. ¿Qué demonios había hecho? Ahí tenía una larguísima novela de quinientas páginas, perteneciente a un género que ya no existe, escrita de un modo que ya nadie emplea y de difícil catalogación editorial. Estaba convencido de que había escrito una cagada.

            Tras el prólogo, la historia se desarrolla de forma lenta al principio. ¿Demasiado lenta? Todo, en ese primer tramo, lo fiaba ahí a las relaciones entre los personajes, pero ¿funcionaban? Y sobre todo, ¿qué clase de libro era ése? Estaba inspirado por un clásico de la literatura juvenil, Julio Verne, pero al mismo tiempo era una de las novelas más adultas que he escrito (por sus referentes nostálgicos). Y encima, quinientas páginas. Aquello era un desastre.

            Se la di a leer a tres personas de mi confianza y a todas les gustó. Algo más tranquilo, envié el texto al Premio EDEBÉ... y ganó. Luego comenzaron a llegar las críticas, las mejores y más entusiastas de mi carrera. Y las alabanzas de propios y extraños. Y después gané el premio Templo de las Mil Puertas. Y Babelia la eligió la mejor novela juvenil del año. Y luego vino la candidatura al Celsius. Y después la novela fue escogida para la Lista de Honor del IBBY. Y, por último, la semana pasada obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil. Es abrumador.

            Y me abrumó. Ese insospechado éxito me bloqueó, me precipitó a una crisis creativa (algo que nunca antes había experimentado). No podía escribir; ni tan siquiera imaginar historias. Estaba paralizado, porque no sabía cómo había hecho lo que había hecho, ni, sobre todo, cómo repetirlo. En cierto modo, el éxito es una carga más pesada que el fracaso.

            Afortunadamente, ya salí del hoyo y he podido volver a escribir. Lo único que me queda es satisfacción y agradecimiento a todas las personas que confiaron en el texto, y a todo el mundo que se alegró con mi alegría. Al final, La isla de Bowen ha resultado ser una aventura mucho más grande y gozosa de lo que yo pensaba.

            Y en gran medida se lo debo a usted, profesor. Todos los que han leído la novela le eligen como su personaje preferido. Y eso a pesar de su pésimo carácter. Pero ése es el milagro de la literatura. Leer una buena aventura es estupendo; vivirla, ya no tanto. Leer a un personaje como usted es divertido, pero tratar con él en la vida real, no demasiado que digamos.

            En cualquier caso, gracias de corazón, profesor, porque me ha dado usted mucho, muchísimo. Pero ya se acabó, llega el momento de decirnos adiós. Fue bonito mientras duró...

            Aunque me resisto, coño; una voz en mi interior me susurra: “Vuelve a viajar con él”... Y no me atrevo. Y tampoco me atrevo a no atreverme. Otra vez estoy liado.

            Sé que no querría volver a hacer lo mismo, no me plantearía de nuevo escribir una novela clásica de aventuras. Eso ya lo he hecho. Elegiría otro género aventurero. El pulp, probablemente. Es decir, un ritmo más rápido desde el principio y una trama más... truculenta, supongo. De hecho, ya tengo algún retazo del argumento; quizá la búsqueda de Shangri-La. Me divertiría mucho verle a usted rodeado de pacíficos lamas tibetanos. Pero todo eso plantea problemas.

            La isla de Bowen está basada en referentes literarios “nobles”, por así decirlo. Pero el pulp tiene muy poco de noble. Así que no podría inspirarme en ningún autor en concreto, sino sólo en los temas y el ambiente. Aunque, sí... podría poner un poquito de Lovecraft, otro poco de James Hilton, una pizca de Sax Rohmer, un pelín de Doyle... ¿Le gustaría enfrentarse a Fu Manchú, profesor? ¿Ayudado quizá por el hijo secreto de Sherlock Holmes e Irene Adler? ¿Explorar templos dedicados a dioses -o demonios, si es que hay diferencia- arcanos? ¿Viajar al Tíbet? Podríamos, profesor, dividir el texto en diferentes subgéneros del pulp, uno distinto por cada capítulo... Pero bueno, ya estoy dejando volar la imaginación...

            La isla de Bowen es, en el fondo, una extravagancia, algo que hacía tanto que no se hacía que parece nuevo. Pero una segunda aventura perdería originalidad, ya no sorprendería. Ese es el principal problema. Y también que necesito refrescarme la mente con otras historias, con otros personajes.

            De modo que, por ahora, no volveremos a viajar juntos. Nos quedaremos un tiempo en el dique seco. Pero me gusta esa idea de meter varias temáticas del pulp en la misma novela, así que pensaré en ello. Le daré muchas vueltas, no lo dude.

            Entre tanto, hasta que llegue el momento de volver a encontrarnos en el Saint Michel, le doy de nuevo las gracias, profesor. Muy pocos de mis personajes me han dado tantas satisfacciones como usted.

            Un cordial saludo y hasta pronto

            César Mallorquí

 

NOTA: Me gustaría señalar que, al otorgarse el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil a La isla de Bowen, se ha premiado una novela “clásica” de aventuras. Es cierto y es lo que todo el mundo ha destacado. Pero quizá se ha pasado por alto algo importante: La isla de Bowen también es una novela de ciencia ficción. Así que la ciencia ficción ha obtenido un Premio Nacional. Parece que, poco a poco, va cambiando la percepción del género.