
Supongo que hay pijos en todas partes e imagino que los hay de todo tipo, dependiendo de su lugar de crianza. Por ejemplo, y limitándome a las “familias” que conozco personalmente, un pijo de Bilbao es en apariencia muy diferente a un pijo andaluz y no digamos ya a un pijo catalán. Sin embargo, son idénticos por dentro. Revista el plumaje que revista, todo pijo comparte una serie de valores que le identifican como especie única: clasismo, ideología muy conservadora, materialismo, tradicionalismo, filo-aristocracia, exclusivismo, ostentación, soberbia, incultura barnizada con una esmerada educación... No incluyo la riqueza, porque no hace falta ser rico para ser pijo; basta con admirar a los ricos e intentar simular que se es como ellos.
Como es lógico, los pijos que mejor conozco son los madrileños, una variedad única y en cierto modo el modelo para el resto de los pijos hispanos. Y los conozco, desgraciadamente, muy bien, pues por diversas razones siempre he tenido cierto contacto con ellos. Compañeros de colegio y universidad, por ejemplo, o algunos clientes de mi época publicitaria. Además, mi anterior casa, el 23 de la calle Españoleto, está justo en la frontera con el barrio de Salamanca, el ecosistema natural del pijo madrileño (ahora vivo en Aravaca, otra reserva de pijos). Y durante mucho tiempo frecuenté la cafetería del padrino de una gran amigo mío, La Concha, situada justo enfrente del palacete de los marqueses de V., un destartalado caserón donde convivían las tres ramas de la familia bajo el liderazgo de una tiránica abuela, la señora marquesa. Los vástagos de la familia V. -íntimos, por cierto, de Francis Franco- solían frecuentar La Concha, así que tuve el dudoso placer de verles en su salsa.
No los soporto, me cargan los pijos, lo reconozco; me irrita su mera presencia, su acento, su apariencia, todo. Estoy absolutamente en contra de sus valores, por supuesto, pero no sólo es eso; me desagrada lo que son, pero también lo que desde siempre han insistido en aparentar ser. Y es que una de las cosas más sorprendentes de los pijos madrileños es su inmutabilidad: no han cambiado desde hace al menos cuatro o cinco décadas, visten igual, hablan igual, frecuentan las mismas zonas... es como si el resto del mundo evolucionase mientras ellos permanecen inalterables, inmersos en una burbuja que cada vez tiene menos que ver con la realidad.
¿Y sabéis lo que más me molesta de los pijos? Su clasismo. Detesto el clasismo, porque la “clase social” no tiene nada que ver con la cultura, la educación, la ética o el trabajo, sino con el dinero. De modo que cuando alguien es clasista lo que está diciendo es: tengo más pasta que tú, así que soy mejor que tú. De un modo u otro, el razonamiento que se encuentra detrás de esa actitud es el siguiente: compitiendo en igualdad de condiciones, los mejores, los más hábiles e inteligentes, alcanzarán el éxito, mientras que los peores, los más tontos y torpes, quedarán relegados a las capas más bajas de la escala social. Por tanto, la posesión de riqueza es una muestra de superioridad. Puro darwinismo social, vamos. Lo que falla de este razonamiento, por supuesto, es el planteamiento inicial, porque no todos competimos en “igualdad de condiciones”. El factor básico para alcanzar el éxito social no es la inteligencia, ni la raza, ni el sexo, ni la formación académica, ni la tenacidad, sino la clase social a la que se pertenezca. Si has nacido en el seno de la clase alta, aunque seas un capullo integral, tienes muchas más posibilidades de tener éxito que un genio nacido en una familia de clase baja. Así pues, y aunque sea una perogrullada, tener dinero sólo dice de ti que perteneces a una determinada clase social, nada más.
¿A qué viene todo esto? Pues a que ya he oído en la radio un par de veces las declaraciones de un pija madrileña acerca de la crisis. La pija en cuestión se llama Carmen Lomana y sus ilustrativos comentarios aparecieron en un reportaje realizado para TVE. Veréis, a veces uno es tan lo que es, que acaba convirtiéndose en una caricatura de sí mismo. Eso le pasa a Carmen: es tan, tan, tan increíblemente pija, tan desmesuradamente pija, tan estereotipadamente pija que parece una actriz sobreactuada interpretando el papel de pija en un vodevil barato. En cuanto a lo que dice, es como el libreto de un mal autor de vodeviles baratos. ¿Y qué dice Carmen?
Antes, permitidme describir al personaje. Carmen luce una bien cortada melena teñida de rubio; tiene una bonita figura, unas bien torneadas piernas, y viste una blusa o un top negro, con un jersey amarillo sobre los hombros anudado al cuello (emblema pijo por antonomasia) y una elegante falda blanca y negra. A primera vista, Carmen parece guapa, pero cuando uno se fija bien puede ver la mano de un cirujano estético y cantidades industriales de botox que convierten su rostro en una tersa máscara inexpresiva. Puede tener cualquier edad entre los 40 y muchos y los 50 y tantos, aunque intenta desesperadamente aparentar 30. Carmen no solo parece la ilustración que en un diccionario podría acompañar a la palabra “pija” (incluso lleva un Rolex, no se puede ser más estereotipada), sino que además podría ser catedrática de dicción pija. ¿Sabéis cómo hablan los pijos madrileños? Hablan con acento nasal y bajando el tono al concluir las frases, como si se les cayeran las palabras, o como si les fatigara hacer algo tan prosaico como hablar. En ocasiones, cuando pretenden dar énfasis a su conversación, arrastran las vocales, pero variando la entonación arriba y abajo, como si introdujeran en sus palabras un cansado lamento. Por ejemplo, cuando Carmen dice la palabra “cash”, en realidad dice “caaash”, alargando mucho la a y pronunciándola en tres tonos diferentes (bajo-alto-bajo).
¿Y qué dice en definitiva Carmen? Pues, preguntada por la periodista acerca de hasta qué punto le afectaba la crisis, Carmen dice con acento ridículamente pijo:
“Mira, si no te afecta directamente, te afecta indirectamente. Porque el hecho de ver a amigos lo mal que lo están pasando, gente que se ha quedado sin trabajo, que tienen mucho patrimonio, pero no lo pueden vender, porque..., porque es un momento muy crítico, y no tienen dinero cash para ir al supermercado. Y eso lo estoy viendo... Pero lo peor... Porque el pobre de siempre, que ha estado pidiendo y tal, bueno, está acostumbrado. Lo peor es la pobreza de las personas que han tenido un trabajo, que viven bien, y de repente se encuentran que les embargan la casa, que no tienen paro... Hay unos dramas...”
¿Hace falta añadir algo a este monumento al clasismo y la perversión ética? ¿Acaso puedo concebir algún comentario que esté a la altura de las palabras de Carmen? Lo dudo mucho, así que mejor me callo. Sólo añadiré que Carmen, esa pija que parece la caricatura de una pija, es un ser absurdo. Ningún escritor crearía un personaje así, ningún director de cine sensato lo incluiría en una película, porque Carmen es grotesca, irreal, tan exagerada que, como personaje de ficción, nadie se lo creería.
Pero, en fin, la gran ventaja que tiene la realidad sobre la ficción es que no necesita ser verosímil.
Nota: Si quieres ver completa la entrevista de Carmen, pincha AQUÍ.