
John Lennon dijo que la vida es lo que ocurre mientras pasamos el tiempo haciendo planes. Reconozco que malinterpreté esta frase; creí que significaba que, aunque hagamos planes para el futuro, la vida acaba imponiendo su ley. Algo así como Los mejores planes de ratones y hombres a menudo se frustran y no nos dejan más que sufrimiento y dolor por el gozo prometido. Pero no, me equivocaba; Lennon pretendía decir algo muy distinto. Advertí mi error al darme cuenta de lo perdido y equivocado que estoy yo, de lo lejos que me encuentro de la vida y de lo cerca que me hallo de la fosilización.
No, no es nada grave, no os preocupéis. Se trata de algo íntimo, emocional y, supongo, estúpido. Veréis, no es lo mismo oír una música que escucharla, no es lo mismo ver algo que contemplarlo, no es lo mismo estar en un lugar que sentir ese lugar y no es lo mismo pasar por la vida que vivir la vida. Todo depende del grado de atención, de la disposición mental que adoptemos ante la existencia. Y me parece que también de la edad. Quizá sólo sea eso: lo asquerosamente viejo que me estoy volviendo.
Cuando yo era un niño, un adolescente, un joven, sentía la vida con minucioso detalle. Recuerdo cómo me fascinaba la distinta forma de incidir la luz a lo largo del día, o las plantas que crecían salvajes en las cunetas, o una calle desierta en la noche, o el rumor del viento en las copas de los árboles, o el universo de polvo que flotaba en un rayo de luz. Cada estación del año tenía un sabor distinto y yo era plenamente consciente de los cambios que se producían; los primeros brotes de la primavera, las tormentas de comienzos de verano, los inaugurales fríos del otoño, la oscuridad del invierno. Entendedme: no me limitaba a percibir todo eso, lo sentía, formaba parte de mí. Es la diferencia que hay entre ver una fiesta o participar en ella.
Hace varias eras geológicas, cuando tenía catorce o quince años, la cama de mi dormitorio estaba situada frente a una ventana cuyas cortinas solía correr cuando me iba a dormir. Pero una noche de primavera olvidé hacerlo y, a eso de las tres o las cuatro de la madrugada, algo me despertó: una luminosidad intensa. Abrí los ojos y, a través de la ventana, vi flotando en el cielo una inmensa Luna llena que bañaba de luz la habitación. Fue algo sencillamente hermoso; como si la Luna se hubiera colado por la ventana para despertarme y charlar un rato conmigo. La casa se hallaba en absoluto silencio. Me levanté y abrí la ventana. Por aquel entonces, mis padres no me dejaban fumar, pero yo lo hacía a escondidas. Saqué un Bisonte del paquete, lo prendí y comencé a fumar acodado en el alfeizar, sintiendo en la piel el frescor de la noche, mirando la Luna. Así de simple: me fumé un pitillo con la Luna. Pero os juro que fue uno de los momentos de mayor felicidad que he experimentado en mi vida. Porque lo sentía todo, era parte de todo, y todo era hermoso y correcto. ¿Podéis entenderlo?
Ya ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que sentí algo así. Hoy es 22 de julio, llevamos un mes de verano y ni me he dado cuenta. Vale, sí, he captado que los días son más largos y que hace un huevo de calor. Pero no me afecta, ni siquiera la temperatura: conecto el aire acondicionado de mi despacho y aquí me tenéis, disfrutando de unos agradables 22 grados mientras fuera el asfalto se cuece a treinta y tantos. Ya no saboreo el verano, ni ninguna otra estación del año, ya no “siento” casi nada. Antes, el presente era un territorio inmenso y prodigioso, ahora sólo es la antesala del futuro, un autovía por la que discurro sin fijarme en el paisaje. El presente no existe para mí, el pasado está muerto y el mañana sólo es un fantasma. ¿Se puede estar más perdido?
La cuestión es, ¿por qué me ocurre esto? Pues por lo que dijo Lennon: porque mientras la vida pasa a mi lado, yo tengo la cabeza ocupada haciendo planes. Aunque no tienen necesariamente que ser planes; la cuestión es que, en vez de centrarme en el ahora, parte de mi mente está siempre en otro lugar. No sé exactamente cuándo comenzó a pasarme eso; se trata en cualquier caso de algo progresivo, como la presbicia; creo, con todo, que empezó durante los últimos años que me dediqué a la publicidad. Y empeoró cuando me reconvertí en escritor.
Me paso la vida pensando en mis historias, imaginando tramas y personajes; siempre estoy en otra parte, como los sabios despistados, solo que sin ser sabio. La realidad, para mí, suele ser doble: está la que veo y está la que imagino. Por ejemplo, la novela que estoy escribiendo ahora transcurre parcialmente en Spistsbergen, una isla del Ártico situada cerca del Polo Norte. Nunca he estado ahí, pero para describir algo debo verlo, “sentirlo”, en mi imaginación. Así que leí sobre Spitsbergen, me metí en Internet y me tragué todas las fotografías y videos que encontré sobre esa isla. Y al cabo de un buen rato, cuando estaba contemplando las imágenes de un documental, logré “sentir” ese lugar. Sentí en los pies la grava negra de una playa desierta, y en la piel la fría sequedad del aire; noté los rayos de un sol mortecino que apenas calentaba, vi un glaciar inmenso desembocando en un mar escarchado y, sobre todo, percibí la inmensa soledad de aquel desierto helado, una soledad exótica, abrumadora y jubilosa a la vez. Era como el fin de los tiempos, como el helado declinar futuro de nuestro planeta. Y os juro que eso resultaba más real que mi despacho, más auténtico, evocador e intenso que cualquier otra cosa que suela experimentar en mi vida cotidiana. Pero todo era imaginario. Vivo en una realidad virtual dentro de mi cerebro. Menuda cagada.
Entendedme, no reniego de mi imaginación; me encanta tenerla, es uno de mis escasos tesoros; lo que pasa es que antes la utilizaba para “sentir” lo que me rodeaba, el presente, y ahora ya he dejado de hacerlo. Porque me paso la vida haciendo otros planes.
Vale, estoy exagerando un pelín; cuando me centro, cuando me preparo mentalmente para ello o algo me sobrecoge de algún modo, todavía soy capaz de saborear ciertos momentos con intensidad. Y siempre me ocurre cuando viajo a lugares que no conozco. Por eso me encanta viajar.
Me largo, me abro, me las piro. Dentro de poco, Pepa, nuestros dos okupas y yo iremos a Formentera para pasar una semana, mi mujer tostándose al sol y Óscar, Pablo y yo peleando por la sombra de la sombrillas. Luego volveremos a Madrid y quizá, sólo quizá, escriba otra entrada más (vete tú a saber sobre qué), porque una semana después, Pepa y este vuestro seguro servidor, libres de filiales parásitos, pasaremos quince días recorriendo Escocia.
Un beso y felices vacaciones, por si acaso. Ah, y no seáis como yo, que cada vez tengo más cara de trilobite.