La Tierra ha vuelto a completar otra
vuelta en ese tiovivo cósmico llamado Sistema Solar, viajando a una velocidad
de 107.000 km por hora, que ya son prisas. Y todo para volver al mismo lugar en
que estábamos. Es decir, a hoy. Vale, ya sé, la vuelta realmente se completa
dentro de una semana, pero en el calendario de Babel, el año termina y comienza
hoy, cuando subo al blog nuestro Tradicional Cuento Navideño.
Igual que hace 365 días, aquí estoy,
en mi despacho. Un poco más tarde de lo usual, porque he tenido que ocuparme de
guardar unas compras y, qué demonios, me he levantado tarde. Pero aquí estoy,
fiel a nuestra cita. A lo lejos escucho a Pepa hablando por teléfono; nuestro
hijo Pablo volvió ayer de Barcelona, y Óscar, el mayor, vendrá esta noche a
cenar con su encantadora esposa Bea. Mañana también comeremos juntos los cinco.
¿Sabéis lo que echo mucho de menos
hoy? Escuchar las voces de mis hijos cuando eran pequeños. Añoro tanto a esos
niños... Pero, atención, una novedad: el próximo verano nacerá la cuarta
generación de Mallorquí. Óscar y Bea me harán abuelo. Y de nuevo habrá una
sabandija correteando por casa (así llamaba, y llamo, a mis hijos: sabandijas;
y también ratas de cloaca, zarigüeyas o malditos roedores) (en broma, claro)
(pero a veces en serio). ¿Me deprime ser abuelo? Ya lo parezco, así que me la
suda. Bienvenido seas, nuevo Mallorquí; me ocuparé personalmente de mimarte,
regalarte y consentirte, hasta que tus padres me pongan una orden de
alejamiento.
He hecho una pausa para confeccionar
con Pablo el menú de nuestra comida de hoy. Vamos a encargarla a un chino, así
que cero curro.
¡Diantres! La pausa ha sido más
larga de lo que esperaba y ya son las 17:54. Qué vergüenza. Al grano, que ya es
tarde.
Como sabéis, mis cuentos navideños
oscilan entre lo gamberro y el buen rollo. Este año toca buen rollo. El cuento
se llama “Muerte Dulce” y trata sobre el último día de vida de un anciano
triste y solitario. ¿Que dónde está el buen rollo? Tendréis que leerlo para
descubrirlo. Espero que os guste.
Queridos merodeadores, os deseo una
muy, pero que muy feliz Navidad. Que Santa y los Reyes os colmen de regalos,
que comáis cosas ricas hasta reventar y que disfrutéis de la mejor compañía
posible. O si no, de la familia.
Un millón de
besos.
El relato de este año comienza así:
“La
mañana del día de su muerte, la mañana de la Nochebuena, Andrés salió a dar un paseo,
como acostumbraba hacer. Todo el mundo pensaba que Andrés Sousa era un hombre
triste. Y lo era; su corazón estaba lleno de melancolía y abatimiento. También
era un hombre solitario, reservado y callado, de modo que solo unos pocos
conocían las causas de su tristeza.
Tenía
setenta y dos años de edad y durante casi tres décadas había trabajado como
aparejador en una constructora, hasta que la empresa realizó un ajuste de
personal y le invitaron a jubilarse anticipadamente. Viudo desde hacía mucho,
apenas contaba con amigos. En el pasado los tuvo y, cuando sobrevino la tragedia,
muchos intentaron ayudarlo, aunque solo fuera acompañándolo en su dolor. Pero
Andrés no buscaba compañía, la rehuía poniendo excusas, así que con el tiempo
los amigos dejaron de llamar, hasta que solo le quedó Matías, su fiel amigo de
la infancia” (...)
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