
Hace tiempo, allá por comienzos de los 70, cuando yo estudiaba COU, tuve un profesor de religión que había sido misionero. No recuerdo cómo se llamaba, pero sí que era un buen tipo, uno de esos sacerdotes honestos que realmente están dispuestos a sacrificarse por los demás. Debía de tener treinta y tantos años y su talante era claramente posconciliar; de hecho, en sus clases no impartía doctrina, sino que las convertía en debates sobre los más diversos temas, casi siempre de índole social. Y hay que reconocerle que aceptaba con deportividad todo tipo de opiniones, incluyendo las de cierto joven y arrogante agnóstico que acababa de descubrir con desmedido entusiasmo a Bertrand Russell.
Ese profesor nos contaba a veces historias sobre su experiencia como misionero en diversos países del África subsahariana, y recuerdo que eran muy interesantes, aunque la verdad es que he olvidado la mayor parte de ellas. Pero hay una que se me quedó grabada, supongo que por su atrocidad. Según contaba mi profesor, cuando recorría en jeep los caminos de no recuerdo qué país centroafricano y llegaba a la altura de una aldea o se cruzaba con gente, bajaba lo más posible la velocidad e iba a paso de tortuga. ¿Por qué? Porque muchos padres arrojaban a sus hijos pequeños al paso del vehículo para cobrar el seguro.
Sorprendentemente, mi profesor, ese buen y sabio sacerdote, nos dijo que él comprendía aquella barbaridad. Sacrificando a su hijo menor, los padres obtendrían el dinero necesario para que sus restantes (y numerosos) hijos pudieran subsistir. Una cuestión de simple y fría economía vital. Lo terrible, decía él, no era que esa gente fuera capaz de matar a un hijo, sino que vivieran en un mundo donde ésa era su única alternativa para sobrevivir.
Ahora, permitidme una anécdota personal. A finales de los ochenta, pasé un mes en Colombia rodando anuncios de café. Llegamos a Bogotá, de allí cogimos un vuelo a Cali y acto seguido nos dirigimos en todo terreno a Buenaventura, el principal puerto colombiano en la costa del Pacífico. Buenaventura está situado en una zona selvática habitada mayoritariamente por negros. No, no hablo de mulatos ni mestizos; me refiero a descendientes directos de los esclavos africanos. Y no os podéis ni imaginar lo pobre que es esa gente. El caso es que parte del rodaje debía realizarse en plena selva, en un viejo puente de hierro situado sobre un río, junto a una aldea.
Llegamos allí a primera hora y, mientras descargaban el material de rodaje, cogí mi Nikon y me fui a dar una vuelta por los alrededores para hacer unas fotos. La aldea era una mera acumulación de chozas de madera sin calles, ni electricidad, ni agua corriente, ni nada de lo que nosotros consideramos imprescindible. Un lugar paupérrimo habitado por unos cuantos negros sin futuro ni esperanza. De pronto, me fijé que había una mujer en la orilla del río, lavando a un bebé de muy corta edad. Me acerqué y vi que estaba aplicando al cuerpo del niño una especie de infusión verdosa que tenía en una vasija. Le pregunté para qué era y ella me contestó que para cuidar la piel del bebé. Le pedí permiso para hacerle unas fotos y ella me lo concedió sin exigirme nada a cambio. Hice las fotos y luego le pregunté como se llamaba el niño. Entonces, ella, sin mirarme, muy seria, concentrada en lo que estaba haciendo, me contestó una de las cosas más terribles que he oído nunca: “Aún no tiene nombre; si vive, ya se lo pondremos”.
Si vive... No dije nada más; avergonzado, le di las gracias y me fui. En realidad, debería haberme metido la Nikon por el culo.
Con frecuencia pensamos que nuestros sentimientos, nuestra sensibilidad, es algo universal y común a todos los hombres y mujeres que pueblan el planeta. El amor a los hijos, la pasión romántica, la amistad desinteresada, el respeto a la vida y a la libertad ajena, el disfrute del arte, la empatía... todo ello nos parece natural, valores relacionados con lo más noble de la esencia humana. Pero no es cierto. Son lujos que sólo una cultura muy próspera puede permitirse.
Yo nunca me planteé si mis hijos, una vez nacidos sanos, iban a vivir o no, porque vinieron al mundo en un hospital moderno, recibieron toda la atención que necesitaban, se criaron en un entorno higiénico con una alimentación equilibrada y rica en proteínas. Todo jugaba a favor de su supervivencia. Pero ése no era el caso de la mujer del río; en su universo, la vida de su hijo era una moneda tirada al aire, cara o cruz, cincuenta por ciento a favor, cincuenta por ciento en contra. Con esas expectativas, no es de extrañar que la mujer no le pusiera nombre a su bebé recién nacido, porque darle nombre a un ser vivo es darle carta de naturaleza, certificado de existencia, y ella no estaba nada segura de si su hijo iba a existir mucho más tiempo o no. Yo, por el contrario, puede permitirme el lujo de buscar nombres para mis hijos cuando sólo eran un puñado de células con apariencia de sapo, me permití el lujo incluso de quererles antes de verles la cara. Pero es que lo mío era una apuesta casi segura; la mujer del río, sin embargo, no podía derrochar su cariño en lo que sólo era una moneda tirada al aire.
No, amigos míos, no estemos tan orgullosos de nuestra exquisita sensibilidad, porque sólo es un refinamiento que nos podemos permitir gracias a ser unos privilegiados, gente que nada en la abundancia dándole la espalda a la realidad. Vivimos en una especie de Disneylandia y por eso, cuando visitamos el mundo real de la pobreza y el dolor, lo contemplamos como si fuera una atracción de feria que nada tiene que ver con nosotros, y deambulamos por en medio de su miseria con cara de capullos, haciendo fotos y preguntas idiotas.
Jamás volveré a ver a la mujer del río. Teniendo en cuenta su esperanza de vida, lo más probable es que ya esté muerta. Pero si la volviese a ver, si me la encontrase de nuevo, le preguntaría por su hijo, cruzando los dedos para que ya tuviese un nombre, y le diría que nunca la he olvidado, que recuerdo con admiración su dignidad y que comprendo que nunca me mirara a la cara ni me ofreciera el consuelo de una sonrisa, porque yo no me lo merecía ni me lo merezco. Luego, le pediría perdón; perdón por atreverme a aparecer ante ella con mi Nikon y mi ropa de explorador de guardarropía, perdón por hacerle fotos en un estúpido intento de extraer belleza de su miseria, perdón por rodar anuncios en su pueblo, perdón por preguntar estupideces, perdón por no haber pedido perdón. Mi única excusa, le diría, el único atenuante que puedo ofrecer, es que soy un gilipollas.