
Hace tiempo, leí una curiosa justificación de la literatura fantástica. La teoría, más o menos, decía que la literatura realista no refleja toda nuestra vida, sino sólo dos tercios de ella, porque el tercio restante lo pasamos durmiendo, soñando. Y los sueños son un mundo distinto al cotidiano, un mundo donde la lógica habitual no es aplicable, un mundo, por tanto, cuyo reflejo literario sería el género fantástico. En fin, no estoy muy seguro de ese razonamiento, porque creo que la literatura fantástica puede extenderse en direcciones muy diversas y abarcar muchos más objetivos que el mero onirismo. No obstante, también estoy convencido de que los sueños son muy importantes, tanto en la vida como en el arte.
De entrada, dejemos claro que nadie tiene ni pajolera idea de por qué soñamos ni de qué significan los sueños. Hay mil teorías, sí, pero ninguna certeza, salvo que si suprimimos los sueños, el equilibrio mental se derrumba. En este sentido, la clásica teoría freudiana resulta sugestiva: lo sueños como mensajes en clave del subconsciente. El único libro de Freud que (casi) he leído es
La interpretación de los sueños –base, como sabéis, del psicoanálisis-. Desde un punto de vista científico, me pareció una soberana tontería, precisamente porque las interpretaciones que propone son arbitrarias, infundadas y simplistas. Sin embargo, el psicoanálisis resulta fascinante si lo contemplamos a través del prisma de la literatura: el subconsciente como una selva fantasmagórica donde acechan los deseos reprimidos y los monstruos del Id, los sueños como jeroglíficos que hay que descifrar y el psicoanalista como una especie de detective de la mente. Es un juego literario, un patrón narrativo que ha generado obras tan estimulantes como muchas películas de Hitchcock –
Recuerda,
Psicosis o
Marnie la ladrona, por ejemplo- o novelas como
Asylum de Patrick MacGrath,
Tigre, tigre de Alfred Bester o
Historia soñada de Arthur Schnitzler.
Pero más allá –o más acá- de Freud, ¿qué peso tienen los sueños en nuestra vida? A bote pronto, uno diría que poco, pero probablemente son más importantes de lo que pensamos, aunque no sé muy bien por qué. A veces, los sueños son un obsequio inestimable, pues nos permiten hacer posible lo imposible. Hace unos años soñé con mi padre. Tenía la misma apariencia que a principios de los setenta, poco antes de fallecer. Yo sabía que había muerto, así que al verlo ante mí me quedé paralizado y mudo, incapaz de reaccionar. Entonces, él sonrió con un deje de tristeza, extendió los brazos y me rodeó con ellos. Sentí su olor; percibí con toda claridad el aroma a
Old Spice, la loción de afeitar que siempre usaba, y noté el tacto de sus brazos y el calor de su cuerpo. Era absolutamente real. Me desperté llorando y durante un buen rato no pude parar de hacerlo, embargado por una mezcla de melancolía y júbilo. Sólo era un sueño, pero, de algún modo, se me había concedido el regalo de permitirme estar de nuevo con mi padre después de tres décadas de ausencia.
Los sueños también pueden ser pavorosos, y eso resulta sorprendente. ¿No os parece rarísimo que poseamos un mecanismo interno destinado a aterrorizarnos sin ningún motivo aparente? Es como si nuestro subconsciente tuviera un ramalazo sadomaso. Luego están los sueños absurdos, historias tontas que olvidamos nada más despertar. Y los sueños eróticos, tan cachondos ellos. Y los sueños hiperrealistas, copias fotográficas de nuestra vida diurna...
Pero hay una clase de sueños que me intriga particularmente; me refiero a esos sueños que, sin ninguna razón especial, se te quedan grabados en la mente. Por ejemplo, cuando yo era un adolescente soñé que iba recorriendo un camino de alta montaña, rodeado por cumbres peladas, sin nieve ni vegetación. De pronto, al doblar un recodo del camino, divisé a lo lejos, en la cima de un risco, las ruinas de una antigua ciudadela inca abandonada. Eso es todo, no pasó nada más (o, al menos, yo no lo recuerdo), pero aquella imagen poseía tal fuerza, estaba tan cargada de emociones primarias, que nunca he dejado de rememorarla. Fue un regalo, sí; pero uno de esos regalos bonitos e inútiles a los que no sabemos muy bien qué uso dar. A decir verdad, esa imagen era tan obsesiva que la incluí en mi última novela,
La piedra inca; de hecho, creo que construí todo el relato únicamente para poder describir la escena en que mi protagonista cruza los Andes y se encuentra con una vieja ciudadela inca abandonada. Y escribirlo fue como quitarme un peso de encima, os lo juro. Por fin había encontrado algo que hacer con la puta ciudadela de los cojones.
Ahora bien, ¿por qué esa imagen me obsesionaba?...
Debo confesaros que tengo mi propia teoría respecto a los sueños. Veréis, nuestra mente consciente, racional, tiende a funcionar paso a paso. “A” conduce a “B”, a “B” le sigue “C” y así sucesivamente. Es lo que se llama “pensamiento lineal”. Sin embargo, esta forma de pensar es muy limitada y, sobre todo, no lo explica todo. Por ejemplo, no es posible jugar bien al ajedrez mediante el simple uso del pensamiento lineal, porque el número de movimientos alternativos es tan abrumadoramente grande que resultaría imposible analizar ni una ínfima parte de ellos. Cuando un ajedrecista juega, sigue una forma de pensar distinta, da saltos enormes, desarrolla pautas y esquemas que están más allá de la lógica cartesiana. A eso se le llama “pensamiento lateral”, que supuestamente es la base de la creatividad y el talento artístico.
Ahora bien, ¿cómo funciona ese pensamiento lateral? ¿Cuál es el mecanismo que lo pone en marcha? Creo que una parte de nuestra mente se dedica a relacionar constantemente cosas e ideas entre sí. Coge “A”, lo coloca al lado de “B” y crea una estructura que relaciona ambos elementos. Luego, pone a prueba esa estructura sometiéndola al juicio de otras zonas del cerebro. La mayor parte de las relaciones son absurdas y quedan eliminadas, pero otras, una minoría, funcionan y pasan a niveles superiores de consciencia. Esas relaciones, por supuesto, no se efectúan al azar –la tarea sería infinita-, sino siguiendo determinados patrones, que pueden ser numéricos, de semejanza física, de significado, simbólicos, emocionales, etc. Más o menos, la cosa funcionaría así: yo intento realizar una labor creativa (construir un argumento, hacer un anuncio, pintar un cuadro, lo que sea); mi mente consciente estudia todos los elementos del problema y se pone a trabajar paso a paso, lentamente, como un caracol. Pero mientras hace esto, le da caña al subconsciente, que, siguiendo los patrones que obtiene a partir de los elementos del problema, se pone relacionar cosas como loco, a dar saltos de un lado a otro. Cuando encuentra una estructura mínimamente sólida, la rebota hacia el neocórtex y, zas, nosotros tenemos la sensación de que una idea ha surgido en nuestra cabeza de la nada. La mayor parte de esas ideas son tonterías, pero alguna que otra, de vez en cuando, funciona. Eso es el acto creativo.
¿Y esto qué tiene que ver con los sueños? Como he dicho, nuestro consciente es jodidamente lento. Va paso a paso, se arrastra; de hecho, es una rémora para nuestro subconsciente, un condenado estorbo, porque estamos obligando a nuestra mente a pensar de dos formas distintas a la vez. Sin embargo, cuando dormimos desconectamos el consciente y dejamos campo libre al Gran Relacionador, que por fin puede emplear toda la energía del cerebro en crear y comprobar nuevas estructuras. Y eso serían los sueños: el campo de pruebas virtual de nuestra creatividad. En fin, no sé si esto es cierto, pero suena bien.
O puede que todo sea más sencillo y, como dijo alguien,
soñamos para no aburrirnos mientras dormimos.