jueves, junio 29

Los consejos de Fray César: El sueño de hierro

Inmersos como estamos en plena época estival, heme aquí otra vez, queridos hermanos, dispuesto a recomendaros aquellas obras literarias que puedan aliviaros de los rigores caniculares. Hoy vamos a hablar de una de las novelas más extrañas y excéntricas que jamás se han escrito. Me refiero a El sueño de hierro, de Norman Spinrad, que acaba de aparecer reeditada en la colección Albemuth Internacional de la editorial Grupo AJEC (su primera edición en español corresponde a Minotauro).

El escritor Norman Spinrad, nacido en Nueva York en 1940, es uno de los más significativos representantes del movimiento literario llamado New Thing, que revolucionó la ciencia ficción anglosajona allá por los años sesenta y setenta y del que hoy, para desgracia de todos, ya no quedan ni las cenizas. En 1972, Spinrad publicó El sueño de hierro, que fue candidata a los más importantes galardones del género y que ganó el Premio Apollo en 1974. El sueño de hierro es una ucronía –una versión alternativa del pasado- que describe un mundo en el que la Unión Soviética ha invadido Alemania, el Reino Unido y gran parte de Europa. En este contexto, Adolfo Hitler, después de participar en la Gran Guerra, emigra en 1919 a Nueva York, donde se convierte en un modesto escritor de ciencia ficción, autor de numerosas novelas de serie B. Su obra más celebrada, escrita en 1953, un año antes de su muerte, fue El señor de la Esvástica.

Pues bien, amadísimos hermanos y aún más amadas hermanas, la mayor parte de El sueño de hierro es precisamente El señor de la Esvástica, la última novela de ciencia ficción escrita por Adolfo Hitler. ¿Y de qué va El señor de la Esvástica? Pues de un futuro post-nuclear en el que la Tierra está dominada por hordas de malignos mutantes, a quienes se enfrentan, capitaneados por el cuasi superhombre Feric Jaggar, los últimos representantes “puros” de la especie humana. Permitidme que os transcriba el texto de contraportada:

"Dejen que Adolf Hitler los transporte a la Tierra del futuro lejano, donde solamente FERIC JAGGAR y su poderosa arma, el Cetro de Acero, se alzan entre los restos de la auténtica humanidad y las hordas de mutantes descerebrados a quienes los perversos Dominantes controlan por completo. Fans de todo el mundo admiten que El Señor de la Esvástica es la más vívida y popular de las obras de ciencia ficción de Adolf Hitler; en 1954 recibió justamente el premio Hugo a la mejor novela del género. Agotada durante mucho tiempo, ahora puede obtenerla por fin en esta nueva edición, con un comentario de Homer Whipple, de la Universidad de Nueva York. Compruebe personalmente por qué tantos lectores han acudido a las páginas de esta novela, como un rayo de esperanza en tiempos tan sombríos y terribles como los nuestros".

A decir verdad, El señor de la Esvástica es un delirio racista y totalitario que ofende tanto a la inteligencia como a la sensibilidad. Pero, claro, contemplado en su contexto, el relato adquiere una perspectiva diametralmente opuesta, pues en realidad se trata de una irónica reducción al absurdo que pone de relieve la profunda puerilidad y estupidez que yace en el seno ideológico del nazismo.

El problema de la novela radica, paradójicamente, en el éxito del autor a la hora de conseguir sus fines. Al escribir El señor de la Esvástica, Spinrad se propuso redactar un texto que fuera absolutamente idéntico a las novelas pulp de la primera mitad del siglo XX, con sus innumerables defectos y sus muy escasas virtudes. Así pues, cuando leemos El señor de la Esvástica nos encontramos con un texto infumable plagado de tonterías y lugares comunes. Es decir, leemos una novela francamente mala que, además, es una fascistada. Pero, y ahí está la gracia, el juego metaliterario que Spinrad propone nos obliga a hacer una constante relectura del texto, de tal forma que lo importante no es el relato que estamos leyendo, sino la feroz ironía que subyace tras la narración. En ese sentido, El sueño de hierro es una pequeña obra maestra.

Aún así, este humilde frater reconoce que El sueño de hierro puede ser una lectura demasiado pesada y especiada para paladares poco habituados a los platos exóticos, así pues, amada feligresía, os propondré otra obra del mismo autor, quizá su mejor novela: Incordie a Jack Barron. Ambientada en un futuro tan cercano que podría ser presente, Incordie a Jack Barron es una lúcida crítica al poder financiero y al poder de los medios de comunicación. Y también es una novela apasionante que, una vez comenzada, resulta imposible abandonar. La leí hace tiempo y no sé qué tal ha envejecido, pero con que sea la mitad de buena que yo recuerdo bastaría para recomendárosla. La podréis encontrar en la colección Solaris (La Factoría de Ideas, 2004).

Y aquí pongo punto final a mi homilía de hoy, corderillos míos.

Podéis ir en paz.

Pensamiento del día: el problema no es que Hitler fuera malo; el problema es que era un gilipollas. Lo cual dice muy poco a favor del género humano y mucho acerca del poder de la estupidez.

miércoles, junio 28

Tal vez soñar...

"Esta selección sí que ilusiona". "España es favorita, junto con Brasil, para ganar el mundial". "Cita para marcar una época". "¡A por ellos!"...

¡Ja!

Frase del día: "¡Por Pólux, amigos míos! Me habéis matado, me habéis perdido, al arrancarme lo que constituía mi placer, al quitarme por la fuerza este gratísimo error de mi espíritu" (Horacio, Epístolas)

lunes, junio 26

Civilización

Creemos estar instalados en la civilización, pero no es cierto; la civilización no es una meta, sino un camino, y nosotros sólo hemos recorrido un tramo más bien pequeño. Cuando digo “nosotros”, me apresuro a aclarar, no estoy hablando sólo de los españoles, sino de la humanidad en general. La mayor parte de las personas carecen, no ya de los derechos básicos, sino de la mera posibilidad de subsistir con un mínimo de dignidad. Al mismo tiempo, las naciones desarrolladas mantienen sociedades injustas en las que los ciudadanos no tienen, de facto, los mismos derechos ni las mismas oportunidades (EEUU cuenta, por ejemplo, con más de treinta millones de pobres, toda una nación tercermundista dentro del imperio).

Hace unos años, le pregunté a mi amigo Patricio Guzmán –cineasta chileno y gran viajero- cuáles eran en su opinión los lugares más civilizados del planeta. Me contestó que algunas zonas de California y los países nórdicos. Yo añadiría un lugar más: Holanda. Pieter, otro amigo mío –holandés afincado en Madrid-, suele quejarse de lo extraordinariamente elevados que son los impuestos en su país, pero al mismo tiempo me cuenta orgulloso cómo esos impuestos revierten en la calidad de vida de la gente. ¿Habéis visto algún niño o anciano mendigando por las calles de España? Seguro que sí; pues bien, eso sería simplemente imposible en Holanda, pues el estado se ocupa de que ningún niño o anciano esté desvalido. Eso es civilización.

Este fin de semana lo he pasado en Amsterdam, una ciudad preciosa, alegre y desinhibida. Está claro que tres días no son tiempo suficiente para conocer una sociedad, así que no puedo emitir un juicio general, pero si puedo hacerlo en un aspecto concreto: las drogas. Como sabéis, en Holanda está permitida la venta de drogas blandas, aunque con ciertas restricciones: sólo pueden venderse en determinados locales, los famosos coffe shops, y sólo puede comprarse un máximo de cinco gramos por persona. Tampoco es legal fumar cannabis en lugares públicos –como la calle-, pero la gente lo hace.

Si hiciéramos caso a las bienpensantes mentes conservadoras, Amsterdam debería ser un lugar lleno de drogadictos, delincuentes y violencia, pero nada más lejos de la realidad. Amsterdam es una ciudad tranquila donde no hay más delitos que en cualquier otro lugar de Europa. Los aficionados al cáñamo van a los coffe shops, eligen la variedad de marihuana o hash que más les guste –hay mucho donde elegir-, y se fuman tranquilamente sus porritos sin molestar a nadie. Como en esos locales no se vende alcohol, todo resulta de lo más plácido. Cero violencia, cero malos rollos. Pero la cosa va más lejos; en otros coffe shops se puede encontrar todo tipo de artilugios destinados al cultivo y consumo de la marihuana, así como un amplio surtido de hongos alucinógenos. Y más aún: el domingo estuve dando una vuelta por el mercado de flores de la calle Singel, y allí, entre tulipanes y atrapamoscas de venus, se vendían toda suerte de semillas de cannabis. Según la teoría de los bienpensantes, la ciudad debería estar llena de colgados, pero de nuevo no es así. Os prometo que pueden verse más drogatas hechos polvo en tres minutos de paseo por el barrio de Malasaña que en todo un fin de semana en Amsterdam. Y es que el cutrerio de la droga no procede de la droga en sí, sino del hecho de ser ilegal. El simple consumidor, esa persona que sólo quiere colocarse un poco con maría en vez de con alcohol, se ve obligado a contactar con el submundo de la delincuencia para conseguir una sustancia que, en todo caso, le hará daño a él, pero a nadie más.

Por otro lado, ilegalizar las drogas es posible, pero no lo es, como bien se ha demostrado, retirarlas de circulación. En España –un país donde la venta de drogas es ilegal- existen aproximadamente medio millón de consumidores habituales de cannabis. Es decir, medio millón de personas obligadas a delinquir por culpa de una ley absurda e ineficaz, medio millón de personas financiando a las mafias del narcotráfico, medio millón de personas que consumen productos adulterados, porque nadie garantiza la pureza de la sustancia a la que son aficionados. Entre tanto, las sociedades bienpensantes se dedican a invertir millones de euros en luchar –de forma absolutamente infructuosa- contra el narcotráfico, cuando la cosa sería infinitamente más sencilla. ¿Quieres acabar de un plumazo con las mafias de la droga? Pues legaliza la droga y se acabó el problema.

Pero da igual; los prejuicios son mucho más poderosos que el sentido común. ¿Cual es la droga que más muertes –directas o indirecta- causa en nuestro país? Con grandísima diferencia, el alcohol, nuestra droga legal. Entonces, ¿por qué no la prohibimos? Ah, ya, porque se intentó en EEUU y el asunto fue un desastre. Eso lo acepta todo el mundo, ¿verdad? La Ley Seca fue catastrófica. Entonces, ¿por qué no aprendemos de la experiencia y le damos al resto de las drogas el mismo estatus legal que al alcohol?

Porque eso sería demasiado civilizado, claro. En fin, cómo me gustaría a veces ser holandés...

jueves, junio 22

Secretos de verano

En el país de ayer apareció un artículo llamado El escritor secreto. En él, Tomás Eloy Martínez habla de esos escritores que amamos, pero que no están bien vistos. Dice el articulista: “Todos los lectores tienen un escritor secreto al que regresan cada vez que quieren ser ellos mismos. Se le llama secreto porque a veces es un autor inconfesable, que está fuera de todos los cánones del prestigio y al mismo tiempo es capaz de producir uno de esos placeres inmensos y excluyentes que no se pueden compartir con nadie”. El escritor secreto de Eloy Martínez es Julio Verne y, según confiesa, cuando era joven se apartó de él por culpa de la opinión adversa que Borges sostenía acerca del autor francés, aunque luego, vencidos los prejuicios, se reencontró felizmente con el padre del Nautilus.

Yo no tengo un escritor secreto: tengo muchos. Está Cliford D. Simak, un narrador sencillo y honesto que logra muchas veces conmoverme. O Bernard Cornwell, en cada una de cuyas nuevas novelas espero encontrar –eso sí, en vano- el inmenso placer que me produjeron sus Crónicas del Señor de la Guerra. O Dennis Lehane, creador de la excelente Mystic River. O Lawrence Block, con sus paradójicas historias del asesino a sueldo Keller (Hit Man)... A decir verdad, creo que la mayor parte de los escritores que me gustan son secretos. Y entre ellos se cuenta, cómo no, monsieur Jules Verne, con quien me pasó exactamente lo mismo que le ocurrió a Tomás Eloy Martínez: Borges me hizo dudar de él cuando dijo: “Wells fue un admirable narrador (...) Verne, un jornalero laborioso y risueño. Verne escribió para adolescentes. Wells, para todas las edades del hombre”. Yo era, por aquel entonces, un jovencito impresionable totalmente impresionado por los relatos de Borges, así que si el maestro decía que Verne caca, pues Verne caca. Luego, afortunadamente, se me pasó el papanatismo (al menos, ese papanatismo) y pude disfrutar de nuevo de la magia verniana.

Si tuviera que elegir –lo que no deja de ser una tontería- las tres mejores novelas de aventuras de los últimos doscientos años, escogería sin duda La isla del tesoro, de Stevenson, El mundo perdido, de Conan Doyle, y Viaje al centro de la Tierra, de Verne. Y no muy lejos le andarían 20.000 leguas de viaje submarino y La isla misteriosa. O Los hijos del capitán Grant, o La vuelta al mundo en 80 días, o Miguel Strogoff...

Desciende al cráter del Yocul de Sneffels que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la Tierra, como he llegado yo. Arne Saknussemm”.

¿Cómo un párrafo tan breve puede contener tanta magia, aventura, misterio y exotismo? Leerlo es cruzar un portal que conduce a otro mundo, es adentrarse en un sueño, es recuperar la capacidad de asombro. Verne contempló nuestro planeta y pensó “que lugar más extraño, sorprendente y maravilloso”; luego, lo describió con los ojos deslumbrados de un niño atónito ante los prodigios que ve a su alrededor. Verne, y ésa quizá sea su mayor virtud, consigue que contemplemos el mundo como si lo viéramos por primera vez. Pero Verne es sólo un ejemplo que nos sirve para llegar a una conclusión. Citemos de nuevo las palabras de Tomás Eloy Martínez:

La literatura no es un carrera de obstáculos o un catálogo de récords sino, por fortuna, una ceremonia de placer íntimo, de secreto encuentro con uno mismo. Millones de lectores disfrutan con Dostoievski, con Victor Hugo, con las hermanas Brontë. Yo no me niego a esas navegaciones, pero soy más feliz con el modesto Verne.
La lectura, creo, no tiene por qué ser diferente de la felicidad
”.

No podría estar más de acuerdo. Y esto nos conduce de nuevo a ese reciente Congreso de la Lectura que tuvo lugar en Cáceres y cuyas conclusiones ofrecían una visión masoquista de la literatura, convirtiéndola en un pesado deber, en una carrera de obstáculos, en un catálogo de récords. Por aquel entonces, escribí una entrada criticando el puñetero congreso y, de algún modo, propuse la creación de un congreso alternativo que reivindicase la lectura como placer. Posteriormente, algunos visitantes, entre ellos –y sobre todo- mi querida Anónima de las 9:59, insistieron en impulsar ese anti-congreso y hacerlo realidad. En un principio, lo reconozco, la idea me sedujo, pero luego, con el tiempo, he acabado pensando que no vale la pena. Sería darles demasiada importancia a los adalides de la literatura masoca, cuando en realidad no la tienen. ¿Quién les hace caso? ¿Quién les escucha siquiera? Su mundo es pequeño y polvoriento, triste y aburrido; a muy poca gente le interesa entrar en él. Por mí, que se lo queden. Entre tanto, voces que preconizan otras formas de concebir la literatura –como la de Tomás Eloy Martínez, por ejemplo- se van haciendo oír más y más. Ya somos muchos los que reivindicamos la literatura como placer y, a fin de cuentas, nuestros argumentos son infinitamente más seductores. Disfrute Vs. Tedio... ¿alguien duda de la elección?

Por lo demás... bueno, ya hemos entrado en el verano; se aproximan las vacaciones y estoy empezando a elegir los libros que me llevaré a Galicia, maravilloso lugar adonde me abro este año (a Vivero, por si queréis más datos). Ya tengo claro que uno de esos libros será Perfil asesino, de John Connolly. ¿Habéis leído Todo lo que muere, su primera novela? Es excelente. También me llevaré El museo del Perro, de Jonathan Carroll, y Todo cuanto amé, de Siri Hustvedt. Y, quién sabe, a lo mejor meto en el equipaje alguna novela del viejo Verne.

¿Y vosotros? ¿Ya habéis escogido las lecturas para el verano? Espero, en cualquier caso, que la mayor parte de ellas sean obras de escritores secretos.

martes, junio 20

Solsticio de verano

Este humilde blog ya lleva existiendo medio año sideral. Comenzó poco antes del solsticio de invierno y ahora llega el de verano. Durante este tiempo, el sol ha desplazado su perpendicularidad del trópico de Capricornio al de Cáncer. Los antiguos griegos, llamaban “puertas” a los solsticios; el de invierno era la “puerta de los dioses” y el de verano la “puerta de los hombres”; durante la noche del solsticio de verano, celebraban ceremonias en honor de Apolo encendiendo grandes hogueras. Pero la celebración de los solsticios es muy anterior a la cultura griega. De hecho, comenzó en el neolítico, cuando los hombres se pusieron a mirar al cielo para calcular el tiempo y las estaciones; prueba de ello es que la avenida central de Stonehenge está orientada en la dirección del solsticio.

Para los celtas, el solsticio marca el centro exacto del verano, que va de Beltane a Lugnasadh. Durante el festival celta de Beltane, se encendían hogueras en honor a Belenos, dios del sol, con el objeto de emular su poder y revivificarle, pues el sol, que renace en invierno, alcanza su máximo esplendor en el verano y, a partir del solsticio, comienza a morir (los días se acortan). Según la mitología pagana, en este tiempo el Rey Acebo, representación de la senectud, revive y expulsa al Rey Roble, símbolo de la juventud.

El cristianismo, siguiendo su costumbre, suplantó las festividades primigenias del solsticio sobreponiendo a ellas una propia: la de San Juan, que, cómo no, se celebra encendiendo hogueras dedicadas al sol. En este sentido, es oportuno señalar algo: las dos fiestas paganas más importantes eran los solsticios. El cristianismo eligió para reemplazarlas a quienes sin duda debían de ser sus figuras más importantes: Jesús en el invierno y Juan el Bautista para el verano. Esto prueba que San Juan debió de ser mucho más importante para el cristianismo primitivo de lo que es ahora. De hecho, se trata, en mi opinión, de la figura más misteriosa de los evangelios, pues el bautismo de Cristo, más allá de la argumentación “ortodoxa”, sólo puede ser interpretado como el ingreso de Jesús en la secta de Juan. En este sentido, existe una antigua comunidad, los mandeos, cuya doctrina sostiene que el auténtico mesías fue Juan. Y yo mismo visité en Chiapas (México) un pueblo indígena, San Juan Chamula, en cuya iglesia se rendía culto a San Juan, pero no a Cristo.

El solsticio de verano está, desde hace milenios, relacionado con lo sobrenatural. Las viejas leyendas hablan de portales que, en esta época, se abren y comunican nuestro mundo cotidiano con el mundo feérico. Es tiempo de brujas y duendes, de prodigios y encantamientos; así pues, permitidme que os de una cuantas recomendaciones para llevar bien el solsticio.

* Si la noche de San Juan ves florecer la hierbabuena, serás afortunado (siempre que lo mantengas en secreto).
* Si la noche anterior a San Juan plantas una hortensia y pides un deseo, te será concedido.
* Para tener buena cosecha hay que tirar un cabo de vela la noche de San Juan.
* Si quieres aprender a tocar la guitarra, deberás pasar la noche de San Juan bajo una higuera.
* Si la noche de San Juan, cuando se encienden las hogueras, sostienes una vela encendida en la mano y miras a un espejo, verás la cara de la persona con la que te vas a casar.
* Si durante la mañana de San Juan te contemplas en el río y te ves con dos cabezas, morirás pronto.
* A los doce de la noche de San Juan, si echas al aire dos alfileres y caen juntos es que te vas a casar.
* Podrás ver tu propio entierro si, en la noche de San Juan, con el cuerpo desnudo y con cuatro velas encendidos, te miras por encima del hombro ante un espejo.

Como soy un caballero, me apresuro a añadir que las chicas que pongan en práctica este último consejo pueden llamarme para que les sostenga el espejo. Y nada más, amigos míos, salvo recordaros que, según el Calendario Zaragozano, el momento del solsticio tendrá lugar mañana a las doce y veintiséis, hora solar, catorce y veintiséis hora local.

Feliz solsticio y feliz verano.

viernes, junio 16

Sueños

Hace tiempo, leí una curiosa justificación de la literatura fantástica. La teoría, más o menos, decía que la literatura realista no refleja toda nuestra vida, sino sólo dos tercios de ella, porque el tercio restante lo pasamos durmiendo, soñando. Y los sueños son un mundo distinto al cotidiano, un mundo donde la lógica habitual no es aplicable, un mundo, por tanto, cuyo reflejo literario sería el género fantástico. En fin, no estoy muy seguro de ese razonamiento, porque creo que la literatura fantástica puede extenderse en direcciones muy diversas y abarcar muchos más objetivos que el mero onirismo. No obstante, también estoy convencido de que los sueños son muy importantes, tanto en la vida como en el arte.

De entrada, dejemos claro que nadie tiene ni pajolera idea de por qué soñamos ni de qué significan los sueños. Hay mil teorías, sí, pero ninguna certeza, salvo que si suprimimos los sueños, el equilibrio mental se derrumba. En este sentido, la clásica teoría freudiana resulta sugestiva: lo sueños como mensajes en clave del subconsciente. El único libro de Freud que (casi) he leído es La interpretación de los sueños –base, como sabéis, del psicoanálisis-. Desde un punto de vista científico, me pareció una soberana tontería, precisamente porque las interpretaciones que propone son arbitrarias, infundadas y simplistas. Sin embargo, el psicoanálisis resulta fascinante si lo contemplamos a través del prisma de la literatura: el subconsciente como una selva fantasmagórica donde acechan los deseos reprimidos y los monstruos del Id, los sueños como jeroglíficos que hay que descifrar y el psicoanalista como una especie de detective de la mente. Es un juego literario, un patrón narrativo que ha generado obras tan estimulantes como muchas películas de Hitchcock –Recuerda, Psicosis o Marnie la ladrona, por ejemplo- o novelas como Asylum de Patrick MacGrath, Tigre, tigre de Alfred Bester o Historia soñada de Arthur Schnitzler.

Pero más allá –o más acá- de Freud, ¿qué peso tienen los sueños en nuestra vida? A bote pronto, uno diría que poco, pero probablemente son más importantes de lo que pensamos, aunque no sé muy bien por qué. A veces, los sueños son un obsequio inestimable, pues nos permiten hacer posible lo imposible. Hace unos años soñé con mi padre. Tenía la misma apariencia que a principios de los setenta, poco antes de fallecer. Yo sabía que había muerto, así que al verlo ante mí me quedé paralizado y mudo, incapaz de reaccionar. Entonces, él sonrió con un deje de tristeza, extendió los brazos y me rodeó con ellos. Sentí su olor; percibí con toda claridad el aroma a Old Spice, la loción de afeitar que siempre usaba, y noté el tacto de sus brazos y el calor de su cuerpo. Era absolutamente real. Me desperté llorando y durante un buen rato no pude parar de hacerlo, embargado por una mezcla de melancolía y júbilo. Sólo era un sueño, pero, de algún modo, se me había concedido el regalo de permitirme estar de nuevo con mi padre después de tres décadas de ausencia.

Los sueños también pueden ser pavorosos, y eso resulta sorprendente. ¿No os parece rarísimo que poseamos un mecanismo interno destinado a aterrorizarnos sin ningún motivo aparente? Es como si nuestro subconsciente tuviera un ramalazo sadomaso. Luego están los sueños absurdos, historias tontas que olvidamos nada más despertar. Y los sueños eróticos, tan cachondos ellos. Y los sueños hiperrealistas, copias fotográficas de nuestra vida diurna...

Pero hay una clase de sueños que me intriga particularmente; me refiero a esos sueños que, sin ninguna razón especial, se te quedan grabados en la mente. Por ejemplo, cuando yo era un adolescente soñé que iba recorriendo un camino de alta montaña, rodeado por cumbres peladas, sin nieve ni vegetación. De pronto, al doblar un recodo del camino, divisé a lo lejos, en la cima de un risco, las ruinas de una antigua ciudadela inca abandonada. Eso es todo, no pasó nada más (o, al menos, yo no lo recuerdo), pero aquella imagen poseía tal fuerza, estaba tan cargada de emociones primarias, que nunca he dejado de rememorarla. Fue un regalo, sí; pero uno de esos regalos bonitos e inútiles a los que no sabemos muy bien qué uso dar. A decir verdad, esa imagen era tan obsesiva que la incluí en mi última novela, La piedra inca; de hecho, creo que construí todo el relato únicamente para poder describir la escena en que mi protagonista cruza los Andes y se encuentra con una vieja ciudadela inca abandonada. Y escribirlo fue como quitarme un peso de encima, os lo juro. Por fin había encontrado algo que hacer con la puta ciudadela de los cojones.

Ahora bien, ¿por qué esa imagen me obsesionaba?...

Debo confesaros que tengo mi propia teoría respecto a los sueños. Veréis, nuestra mente consciente, racional, tiende a funcionar paso a paso. “A” conduce a “B”, a “B” le sigue “C” y así sucesivamente. Es lo que se llama “pensamiento lineal”. Sin embargo, esta forma de pensar es muy limitada y, sobre todo, no lo explica todo. Por ejemplo, no es posible jugar bien al ajedrez mediante el simple uso del pensamiento lineal, porque el número de movimientos alternativos es tan abrumadoramente grande que resultaría imposible analizar ni una ínfima parte de ellos. Cuando un ajedrecista juega, sigue una forma de pensar distinta, da saltos enormes, desarrolla pautas y esquemas que están más allá de la lógica cartesiana. A eso se le llama “pensamiento lateral”, que supuestamente es la base de la creatividad y el talento artístico.

Ahora bien, ¿cómo funciona ese pensamiento lateral? ¿Cuál es el mecanismo que lo pone en marcha? Creo que una parte de nuestra mente se dedica a relacionar constantemente cosas e ideas entre sí. Coge “A”, lo coloca al lado de “B” y crea una estructura que relaciona ambos elementos. Luego, pone a prueba esa estructura sometiéndola al juicio de otras zonas del cerebro. La mayor parte de las relaciones son absurdas y quedan eliminadas, pero otras, una minoría, funcionan y pasan a niveles superiores de consciencia. Esas relaciones, por supuesto, no se efectúan al azar –la tarea sería infinita-, sino siguiendo determinados patrones, que pueden ser numéricos, de semejanza física, de significado, simbólicos, emocionales, etc. Más o menos, la cosa funcionaría así: yo intento realizar una labor creativa (construir un argumento, hacer un anuncio, pintar un cuadro, lo que sea); mi mente consciente estudia todos los elementos del problema y se pone a trabajar paso a paso, lentamente, como un caracol. Pero mientras hace esto, le da caña al subconsciente, que, siguiendo los patrones que obtiene a partir de los elementos del problema, se pone relacionar cosas como loco, a dar saltos de un lado a otro. Cuando encuentra una estructura mínimamente sólida, la rebota hacia el neocórtex y, zas, nosotros tenemos la sensación de que una idea ha surgido en nuestra cabeza de la nada. La mayor parte de esas ideas son tonterías, pero alguna que otra, de vez en cuando, funciona. Eso es el acto creativo.

¿Y esto qué tiene que ver con los sueños? Como he dicho, nuestro consciente es jodidamente lento. Va paso a paso, se arrastra; de hecho, es una rémora para nuestro subconsciente, un condenado estorbo, porque estamos obligando a nuestra mente a pensar de dos formas distintas a la vez. Sin embargo, cuando dormimos desconectamos el consciente y dejamos campo libre al Gran Relacionador, que por fin puede emplear toda la energía del cerebro en crear y comprobar nuevas estructuras. Y eso serían los sueños: el campo de pruebas virtual de nuestra creatividad. En fin, no sé si esto es cierto, pero suena bien.

O puede que todo sea más sencillo y, como dijo alguien, soñamos para no aburrirnos mientras dormimos.

lunes, junio 12

Políticos

Durante la última semana he leído, en éste y en otros blogs, varios comentarios de gente desilusionada con la política, gente que sostiene que todos los políticos son iguales, unos corruptos o, cuando menos, unos ambiciosos preocupados tan sólo por pillar poder e influencia. Reconozco que ante esto me asalta un ramalazo dualista; por un lado, comprendo esa postura y, al mismo tiempo, me extraña. Intentaré explicarme, pero antes me gustaría mostrar mis credenciales. Hasta hace cuatro o cinco años, jamás había participado activamente en política; pero, mediada la segunda legislatura de Aznar, creí necesario hacer algo más que votar. Dado que, además de escritor, soy publicitario, decidí poner mis conocimientos sobre imagen y comunicación al servicio de la principal fuerza de izquierda y luego, durante algo más de medio año, al servicio del gobierno de Zapatero. No he militado, ni milito, ni militaré en ningún partido, pero sé cómo es el PSOE por dentro y he conocido a numerosos políticos, entre ellos al propio Zapatero o a María Teresa Fernández de la Vega, la vicepresidenta. Aparte de este contacto directo con el mundo político (centrado, como se ve, en la izquierda), tengo varios amigos, también publicitarios, vinculados profesionalmente al PP, así que algo sé también de la derecha.

¿Son todos los políticos iguales? Pues, salvo en dos rasgos que luego comentaré, no, ni mucho menos. En todos los partidos hay políticos honestos y políticos corruptos, los hay inteligentes y los hay tontos del culo, unos son radicales y otros moderados, algunos inocentes como corderillos, mientras que otros son peligrosos cual pirañas en un bidé... vamos, que hay de todo, como en todas partes. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que el mundillo de la política (la “baja política”) no sea un asco. Lo es, en efecto; es mediocre, ruin, aburrido, personalista, traicionero, miserable y una larga serie de epítetos de similar catadura. Pero...

Pero el mundo de la empresa también lo es. Igual que las congregaciones religiosas, los clubes de rotarios, las ONG’s, los cuerpos de bomberos o de policía, las asociaciones de damnificados de lo que sea, el fandom, las comunidades de vecinos o el servicio de correos. Cualquier grupo humano estructurado para un fin, sea éste cual sea, es mediocre, ruin, aburrido, personalista, traicionero, miserable y una larga serie de epítetos de similar catadura, por la sencilla razón de que los seres humanos somos así. Imperfectos. Mucho.

Sin embargo, a los políticos les exigimos una actitud angelical (en gran medida, porque ellos mismos insisten en presentarse de esa manera), pero no son ángeles, sino seres humanos y, por tanto, imperfectos. Por otro lado, como decía antes, todos los políticos comparten dos rasgos: son ambiciosos y son partidistas. No hay ningún político, por minúsculo que sea el papel que desempeñe, que no aspire en el fondo a ser presidente de gobierno; y si no puede ser, ministro, secretario de estado, subsecretario o, en el peor de los casos, puto asesor, pero algo, lo que sea, aunque se trate de la más ínfima migaja del pastel del poder. Son ambiciosos, sí; pero ni más ni menos que tantos y tantos hombres y mujeres de empresa que son capaces de hacer cualquier cosa por remontar un peldaño en la escala jerárquica. En cuanto al partidismo..., bueno, yo creo que cuando alguien se integra en la estructura de un partido político consiente que le extirpen un 20 % del cerebro y un 50 % de la ética personal. Llegado un punto, el militante activo se ve obligado a mentir, mirar para otro lado o justificar lo injustificable. Todo, por el bien del partido, por la causa, por la bandera. Triste, muy triste.

Por otra parte, hace tiempo que no se ven, no ya en España, sino en el mundo, políticos de talla, auténticos estadistas. Las filas de los partidos se nutren de profesionales de segunda, porque la empresa privada paga mejor. E ideológicamente, ¿qué decir? El siglo XX se forjó con las ideas del XIX, y el XXI se está forjando sin ninguna idea. Así pues, parece que los desencantados, aquellos que renuncian a votar, los que sostienen que todos los políticos son igual de funestos, tienen razón, ¿no es cierto?

Pues no, no lo es. Resulta imposible renunciar a la política, porque por mucho que corras, la política acaba alcanzándote. Vivimos rodeados de política; está en tu trabajo, en el colegio de tus hijos, en tus impuestos, en los programas de TV, en las noticias, en tu grupo de amigos, en el metro, en el aire que respiras, en todas partes. Negarse a votar y abjurar de la política y los políticos no es retirarse dignamente de la carrera, sino hacer lo que el avestruz y esconder la cabeza en un agujero. Porque esa misma actitud, la abstención, la desilusión, es un acto político que, lo quieras o no, favorece a una opción u otra.

No deja de ser un poco ingenua esa actitud de contemplar la política, arrugar la nariz y decir “cielo santo, como hiere esta peste mi sensible pituitaria; me largo de aquí”. Pero, ¿adónde te largas que no huela mal? La materia de trabajo de la política somos las personas, y ése es el problema, porque las personas, muchas veces, nos comportamos de forma egoísta y miserable, y si es en grupo, más. Pero personas hay en todas partes. Y en este sistema nuestro, tanto laboral como socialmente, se prima lo peor de nuestra naturaleza: la ambición, la competitividad, el egoísmo, el éxito a cualquier precio. ¿Y sólo nos quejamos de la política? Por favor, la mierda está homogéneamente repartida por el noventa por ciento de las facetas de nuestra vida.

No, no hay que fiarse de la naturaleza humana; por eso, precisamente, es necesaria la política: para crear un sistema que nos defienda de nosotros mismos. El sistema que ahora tenemos, aunque mucho mejor que el que teníamos hace, por ejemplo, cincuenta años, todavía es muy deficiente. Por eso creo que vale la pena luchar, aunque sólo sea un poquito, por mejorarlo, igual que tantos hombres y mujeres lucharon en el pasado para que ahora nosotros podamos vivir un poco mejor. Si se hubiesen abstenido, si se hubiesen desencantado pasivamente, ¿dónde estaríamos ahora? Aunque, por supuesto, practicar la abstención y el desencanto es una opción totalmente válida. Pero, sin duda, una opción política.

sábado, junio 10

Todos los segundos hieren; el último mata



Por caprichos del destino, hoy es el cumpleaños de éste vuestro seguro servidor, César M., así como el de ese frater pecador que atiende al nombre de Fray César de Baskerville. Tanto él como yo aceptamos regalos, cheques y dinero en efectivo.

¿Que cuántos años cumplimos?... Sencillo: la raíz cuadrada de 2.809

viernes, junio 9

Víctimas

Mañana sábado se celebrará en Madrid una manifestación convocada por la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT). Sus lemas son: “Negociación, en mi nombre no” y “Queremos saber la verdad”. El segundo lema se refiere, claro está, al 11-M y encaja, qué curioso, con la conocida teoría auto exculpatoria del PP que sostiene la participación de ETA en el atentado, una teoría que, por cierto, carece de la menor prueba. Pero ya se sabe que la verdad es un engorro para los infames, y también se sabe que la AVT no es más que un títere controlado por el PP.

El primer lema, “Negociación, en mi nombre no”, merece sin embargo unos instantes de reflexión. ¿Qué significa? ¿Que un grupo de ciudadanos se manifiesta para pedirle al gobierno que no negocie con ETA el final del terrorismo? Muy bien, tienen todo el derecho del mundo a hacerlo. Pero... ¿esos ciudadanos son especiales por algún motivo? Es decir, ¿su opinión tiene más peso que la de los demás? Hay que escuchar la voz de las víctimas, se dice; su concurso es fundamental en el proceso, pues son ellos quienes más han padecido la lacra del terrorismo y, por tanto, sus criterios cuentan con mayor peso específico.

Reconozco que no acabo de entender esa lógica. Vamos a ver, las víctimas de los accidentes de tráfico (mucho más numerosas que las del terrorismo, por cierto) ¿deberían intervenir de forma decisiva en la elaboración del Código de Circulación? Evidentemente, no, porque nada tiene que ver una cosa con otra. El que una persona haya sufrido una desgracia no significa que sus derechos civiles se amplíen. Las víctimas del terrorismo deben ser ayudas y consoladas, pero su voz tiene exactamente el mismo peso que la mía o que la de cualquier hijo de vecino. No tienen más razón por haber sufrido, ni más derechos, ni siquiera más peso moral. Ser víctima es una tragedia, no un mérito.

En cualquier caso, claro está, tienen todo el derecho a manifestarse y hacer oír su voz, igual que yo tengo derecho a opinar que la AVT es un espantajo en manos de la extrema derecha y a sostener que su presidente, el señor Alcaraz, es un infame manipulador.

Por cierto, no sabéis hasta que punto me toca las gónadas que esa manifestación se haya convocado precisamente el 10 de junio, uno de los días más sagrados del año. ¿O acaso no conocéis el trascendental significado del 10-J?...

Tranquilos, mañana os enteraréis.

miércoles, junio 7

Historia local de la infamia

Cuando murió Franco, yo tenía 22 años, era un joven caballerete, así que recuerdo muy bien aquel periodo, y la transición, y los primeros años de la democracia. Por ejemplo, recuerdo que en aquel entonces había en España una ultraderecha muy activa y visible, algo que no debería extrañarnos si tenemos en cuenta los cuarenta años de dictadura fascista que nos precedían. Luego vino Tejero y su intento de golpe de estado (que a mí me pilló haciendo la mili, por cierto), y todos pensamos que ése era el último coletazo de una ultraderecha herida y agónica. A partir de entonces, los “fachas” fueron difuminándose hasta convertirse en un confuso piélago de grupillos y partidos totalmente residuales. Era como si en España no existiera la extrema derecha. Lo cual siempre me desconcertó, porque resultaba ilógico.

Hasta el tejerazo, había en nuestro país cuatro grandes partidos que cubrían de forma natural todo el espectro ideológico. Una derecha “dura”, AP, un centro-derecha, UCD, un centro-izquierda, PSOE, y una izquierda “dura”, el PC. Pero el hundimiento de UCD creó una situación anómala dejando en el ruedo político a un único partido de derecha, el PP. Es decir, que los populares recibían votos de todo el espectro conservador, desde la ultraderecha de Tejero y Blas Piñar, hasta la derecha moderada de Adolfo Suárez y Calvo Sotelo. Con frecuencia se le ha atribuido a Fraga el mérito de “domesticar” a la extrema derecha y, al absorberla en su partido, conducirla al mundo democrático. Y sin duda, ese mérito fue real durante el periodo de la transición, pero a la larga ha acabado creando un monstruo.

Tras el triunfo electoral del PSOE, la figura carismática de Felipe González mantuvo a la derecha durante muchos años alejada del poder. Era evidente que Fraga, el ex ministro franquista, tenía un techo electoral insuperable, así que se quitó de en medio y, tras el breve circo de Hernández Mancha, llevó a la cúspide del partido a un individuo de la joven-vieja guardia, el filofalangista José María Aznar. Entonces no nos dimos cuenta, pero con la llegada de ese personaje la extrema derecha, discretamente disfrazada, volvía a primer plano.

Los gobiernos de Felipe González tuvieron aciertos, se desenvolvieron bien en la postransición y contribuyeron notablemente a la modernización del país. Pero también cometieron numerosos errores, entre los que se cuenta el GAL y la corrupción. Finalmente, el PSOE perdió el poder y el PP de Aznar llegó al gobierno, aunque al no contar con la mayoría suficiente se viera obligado a hablar catalán en la intimidad. Durante esa primera legislatura, la ultraderecha enseñó los dientes, pero no llegó a morder. Luego vino la segunda, la de la mayoría absoluta, y ya no hizo falta seguir llevando disfraz. Y pasó lo que pasó, la soberbia caudillesca de Aznar, la infame entrada en una guerra miserable, los hilillos de plastilina del Prestige y de Rajoy, los muertos cambiados del Yak-43, los engaños, la manipulación y el ocultamiento. Todo lo cual culminó con el atentado del 11-M y las infames mentiras a que se entregó el PP en pleno para intentar salvar unas elecciones que ya tenía perdidas.

Y desde entonces llevamos dos largos años aguantando a una ultraderecha –que es quien hoy en día tiene el poder en el PP- rabiosa que sólo sabe mentir, amenazar e insultar. Por fin, ayer, 6 del 6 del 6, el PP se lanzó por el precipicio de la infamia definitiva al negar su apoyo el gobierno en el intento de conseguir la paz en el País Vasco. ¿Qué puedo decir ante esto? ¿Debo mencionar la hipocresía que supone negarle a los demás el derecho a intentar lo que ellos mismos intentaron en la anterior tregua? ¿Hace falta calificar de canallada los sucesivos conatos de poner palos en las ruedas de ese proceso? ¿Es necesario señalar que, al basar el PP su estrategia electoral en el fracaso del proceso de paz, sus dirigentes están obligados a cifrar todas sus esperanzas en que ese proceso fracase? ¿Cabe imaginar mayor infamia?

Lo que no logro entender es que mucha gente buena, gente honesta y demócrata, siga dando su voto de derecha moderada a un partido de extrema derecha. No comprendo que personas que conozco, personas conservadoras, pero de convicciones demócratas, votantes naturales de la extinta UCD, personas que en el fondo no están de acuerdo con muchas de las cosas que hace el PP, sigan dándole su voto, apoyando así a políticos que están en política para enriquecerse, como Zaplana, a hipócritas mentirosos como Acebes, Trillo y Rajoy, a políticos sin escrúpulos que sólo saben moverse en el caldo de cultivo del engaño y la gresca. ¿Por qué esa buena gente sigue alimentando al monstruo?

Yo soy un votante de izquierda moderada. Mi voto contribuyó a que Felipe González llegara al poder. Pero, llegado un momento, me sentí éticamente incapaz de seguir votando al PSOE. No le di mi voto a la derecha, por supuesto (me daría un cólico), lo que hice fue tirarlo un par de veces votando a absurdos partidos verdes y, finalmente, optar por la abstención. Más tarde, cuando le vi las garras al patológico Aznar, y ya con la vieja guardia del PSOE fuera de circulación, volví a votar a los socialistas. Incluso hice más que votar. Pero si algún día percibiera que Zapatero deriva hacia la mentira, la manipulación y la infamia, dejaría de votarle, porque no querría ser cómplice suyo, como no quise serlo de González.

Sin embargo, los votantes de derecha moderada continúan dando su voto al PP, haga lo que haga, diga lo que diga, mienta lo que mienta, con esa obstinación ciega del hincha futbolístico que apoya a su equipo aunque no juegue ni a tabas. ¿Por qué? No lo entiendo.

Pero da igual, esto sólo es el principio; porque estoy seguro de que el futuro cercano nos proporcionará más escenas de nuestra particular historia de la infamia.

lunes, junio 5

Poema ciclista de J. M. M. opus nº 6









Éste, amigos míos, es el último soneto ciclista de mi antiguo compañero de colegio Josemari (al menos, el último que obra en mi poder). También es mi favorito.


Taller
De José María Moreno

Quizá un futuro de oxidados días;
quizá días cromados y perfectos:
ajustar cambios, ajustar afectos,
tensar radios, tensar melancolías.

Recomponer deseos y cadenas,
parchear, si revienta alguna queja,
(maillot de Bruynel, Indurain en Lieja)
cambiar zapatas, desgastadas penas...

Trabajo ante la puerta y miro el trigo;
canto de vez en cuando, ensimismado,
manchado de recuerdos y de grasa.

Venga quien venga habrá de ser amigo:
nunca dejé de estar enamorado,
jamás cerré la puerta de mi casa.


Y esto es todo. Bueno, realmente no es todo; al final del poemario hay cuatro apretadas páginas de notas del editor, un texto delicioso lleno de humor e ironía. Por desgracia, el trabajo aprieta y la labor de mecanógrafo acaba siendo pesada, así que no voy a transcribirlas. Espero que hayáis disfrutado leyendo los sonetos de mi amigo José María Moreno tanto como yo he disfrutado recordándolos.

jueves, junio 1

Sophie

Con A de azar

A veces, empiezas a leer un libro sin esperar nada en especial, porque nada sabes de él, y de pronto descubres una obra maestra. No ocurre con frecuencia, pero cuando sucede sobreviene un doble placer: el de leer un texto memorable y el del descubrimiento. Eso me ocurrió a mí con El Palacio de la Luna, de Paul Auster. A raíz de su publicación, recuerdo haberle echado un vistazo en el Babelia a una entrevista con Auster y a una crítica de la novela; también recuerdo que no presté mucha atención, porque no suelo hacer excesivo caso a los suplementos literarios. Sin embargo, semanas después, deambulando por la Casa del Libro, tropecé con El Palacio de la Luna y... me quedé prendado de su portada. Me gustó la portada, por eso lo compré, lo confieso... en fin, es un motivo vergonzoso, pero es que soy muy impulsivo comprando libros.

Poco después, pillé una gripe y tuve que pasar dos o tres días en cama. En esas circunstancias suelo leer mucho, así que acabé de una sentada el libro que estaba leyendo y me dispuse a escoger otro. Entonces, mis ojos recalaron en aquella portada y una vocecita interior me dijo: léelo. Eso hice y el impacto de aquella lectura aún resuena en mi dura cabezota. Auster lograba algo tan difícil como es explorar un nuevo territorio literario, y lo conseguía centrándose en aquello que el resto de los escritores procura eludir: el azar. Todo novelista sabe que incluir mas de dos casualidades significativas en el desarrollo de un argumento resta verosimilitud al texto. Es hacer trampa, aunque lo cierto es que, en la vida real, el azar juega un papel fundamental. Pero la realidad novelística es distinta: requiere lógica y que los acontecimientos se encadenen progresivamente. Al menos, así era hasta que llegó Auster, porque el leit motiv de la mayor parte de sus novelas es lo que el azar le hace a las personas.

Eso explica uno de los efectos que produce El Palacio de la Luna. Siendo, como es, un texto realista, parece mágico. Esto se debe, en parte, a que describe situaciones y comportamientos muy extraños, muy extremos, como el del propio protagonista, que lleva la pasividad hasta el punto de casi dejarse morir de hambre. O la historia (real) de Tesla, todo un personaje de ciencia ficción. Pero sobre todo, se debe a la suma de casualidades que, más allá de la lógica cartesiana, conforman el argumento, pues como dijo alguien: “lo más parecido a la magia que existe en este universo es el azar”. Curiosamente, así como la mayor parte de las novelas realistas de Auster tienen un regusto a fantasía, Mr. Vértigo, una novela que entra de lleno en el género fantástico, deja en el paladar un sabor básicamente realista. Extraña paradoja.

En fin, el caso es que, tras El Palacio de la Luna, he leído casi todas sus novelas: la Trilogía de Nueva York, La música del azar, Leviatán, Mr. Vértigo, El libro de las ilusiones... Todas me han gustado en mayor o menor medida (salvo Tombuctú, un sensiblero relato que Auster escribió durante la temporada en que decidió no ser Auster), pero ninguna me ha gustado tanto como El Palacio de la Luna. Ése es el único pero que puedo ponerle al autor: que nunca haya podido ir más allá de donde fue con esa novela. Pero es un “pero” injusto, porque en el fondo no es más que acusarle de haber escrito una obra maestra.

Ayer, Paul Auster fue distinguido con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006. Según el jurado, el premio le ha sido otorgado "por la renovación literaria que ha llevado a cabo al unir lo mejor de las tradiciones norteamericana y europea, innovar el relato cinematográfico e incorporar a la literatura algunas de sus aportaciones". Pues mira, por una vez, y sin que sirva de precedente, voy a estar de acuerdo con un jurado literario. Paul Auster se merece sobradamente el Príncipe de Asturias, por las razones que esgrime el jurado y por otras muchas; sobre todo, porque recibir un premio es, en el fondo, una cuestión de azar.

NOTA: Para acabar esta entrada tan literaria con una de esas agudas observaciones intelectuales que me caracterizan y dan fama, señalaré que, entre los méritos de Paul Auster, figura el de tener una hija, Sophie, que está como un quesito.