
Me encantan los libros, me chiflan, me ponen, me fascinan e, incluso, ocasionalmente me obsesionan. Toda clase de libros, ficción y no ficción, y sin manías: me da igual bolsillo que cartoné, primeras ediciones o undécimas, encuadernación de lujo o tapas blandas cual septuagenario sin Viagra. No es que desdeñe los libros bonitos, y, puesto a elegir, prefiero una primera edición que la decimocuarta; pero lo que de verdad me importa es el contenido del libro. Esto suena bien, pero ahora empiezan los problemas.
Adquiero muchos más libros de los que puedo leer. Olvidémonos por el momento de la literatura y centrémonos en la no ficción. Soy adicto a los libros “peculiares”, cuando no abiertamente raros. Por ejemplo, y recurriendo sólo a los que tengo cerca mientras escribo esto, ahí veo el voluminoso tratado sobre los espejos de Jurgis Baltrusaitis, y más abajo Juego y artificio, de Alfredo Aracil, un ensayo sobre los autómatas del Renacimiento y la Ilustración, y un poco más allá, cerca de un tomo acerca de la medicina en la época romana, veo la deliciosa Guía de lugares imaginarios, y junto a ella Los jardines del sueño, de Kretzulesco-Quaranta... Bueno, supongo que os vais haciendo una idea. He leído completos muy pocos de esos libros peculiares, pero sí fragmentariamente y, desde luego, todos los he hojeado con deleite.
Luego tengo los libros de documentación y consulta. Diccionarios, decenas de diccionarios de todo tipo (¿qué corazón sensible rechazaría, por ejemplo, tener en su biblioteca el Diccionario ilustrado de los monstruos, de Izzi”?). Pero también manuales de supervivencia, historias de la moda, tratados de armas, libros sobre botánica, astronomía o aves, sobre esgrima, hipnosis, drogas, venenos, criptografía, ilusionismo, juegos, artes marciales, filatelia, demonología, insectos, antigüedades, arquitectura... en fin, un poco de todo. También compro libros que podríamos denominar de “potencial documentación”; es decir, obras que tratan sobre temas que, en principio, me importan un bledo, pero que quizá, por algún extraño motivo, un día puedan llegar a interesarme. Por ejemplo, un Tratado de castellología (antes de comprarlo ni siquiera sabía que existía la “castellología”) o una Historia de las diligencias en España. La verdad es que ambos títulos me han sido posteriormente de gran utilidad, pero sólo constituyen un par de excepciones entre los muchos libros que he comprado “por si acaso” y que jamás me servirán para nada.
Por otro lado, tengo las secciones temáticas. Cine, cómic, Historia –con un apartado especial dedicado, a la Historia Antigua, otro al Medioevo y otro a la II Guerra Mundial-, divulgación científica, arqueología bíblica, antropología, arte y diseño, literatura... sobre estos temas acostumbro a comprar muchos libros, sí señor. Y sobre decenas de temas más que son absolutamente aleatorios, por supuesto. Y luego está la ficción, claro... en fin, como decía hace tiempo un merodeador de Babel, ya no compro novelas, sino opciones de lectura.
Vamos, que adquiero muchos más libros de los que puedo llegar a leer, aunque no hiciera otra cosa que leer durante lo que me resta de vida. Lo cual se traduce en que, para desesperación de mi santa, tengo la casa atestada de libros. Una inmensa librería en el salón, dos grandes librerías en mi despacho, cuatro librerías medianas repartidas por los dormitorios de mis hijos y una pequeña librería en mi dormitorio. Todos los libros están, ay, distribuidos en dos filas por estante. Además, cuento con varias cajas atiborradas de libros en el trastero. ¿No es ésta una acumulación absurda? ¿A qué se debe esta estúpida manía?
Pues a tres motivos, amigos míos. En primer lugar, a que los nuevos títulos duran muy poco en las librerías. Al cabo de unos meses de ser editados, la mayor parte de los libros desaparece de los puntos de venta y no volverás a verlos jamás. Por eso, cada lanzamiento es una oportunidad única y, además, a tiempo limitado; así que en caso de duda, me lo compro. En segundo lugar, disfruto comprando libros; me encanta adquirir un nuevo ejemplar, leer la contraportada, hojearlo, olerlo, tocarlo... cada nuevo libro es un torbellino de sensaciones. Por último, y es triste confesar esto, en algún momento de mi infancia me torcí y acabé convirtiéndome en una urraca bibliómana.
Todo comenzó con la ciencia ficción. Debí de empezar a aficionarme a ella cuando tenía unos doce años. Mi padre había sido el impulsor y responsable de Futuro, la primera colección de cf en España, pero ése no fue el motivo. Mi hermano mayor, a quien podéis encontrar por aquí oculto bajo el alias de Big Brother, era aficionado a la ciencia ficción y compraba las colecciones de la época –los lejanos 60-. Nebulae, Vértice, Cenit, Más Allá... Un día me recomendó que leyera Los reyes de las estrellas, de Edmond Hamilton. La leí y me fascinó... En fin, es una novela malísima, pero yo sólo tenía doce o trece años. A partir de ese momento, comencé a recoger las novelas de ciencia ficción que mi hermano iba dejando tiradas por ahí y así me aficioné al género.
Pero, cuando tenía unos catorce o quince años, ocurrió algo fatal. Mi hermano, como hombre inteligente que es, no conserva los libros. Los lee (destrozándolos en el proceso), los amontona durante un tiempo y luego se deshace de ellos. Pues bien, una tarde vi a mi madre transportando una caja llena de libros de cf que le había dado mi hermano para que los tirase. Le salí al paso, me apoderé de la caja y me la llevé a mi habitación. Serían treinta o cuarenta libros, no más, pero mientras los contemplaba en silencio, una terrible idea germinó en mi cabezota: ¿y si iniciaba una colección de ciencia ficción? La verdad es que no poseo dotes de coleccionista; carezco de la paciencia, la disciplina, y la determinación necesarias. De hecho, creo recordar que jamás llegué a completar un álbum de cromos. Sin embargo, lo de la ciencia ficción me lo tomé muy en serio. Empecé a frecuentar la Cuesta de Moyano y cuanta librería de viejo se cruzaba en mi camino, y cada vez que iba a Barcelona me precipitaba al mercado de Sant Antoni en busca de títulos antiguos. Me convertí en un cazador-recolector de libros, y poco a poco mi colección de ciencia ficción creció y creció, y siguió creciendo hasta finales de los ochenta.
Y entonces se cruzó en mi camino La primera y la última humanidad, de Olaf Stapledon. O, mejor dicho, no se cruzó. Un amigo encontró una edición en español de los años treinta que yo ni siquiera sabía que existía... y me obsesioné con conseguir un ejemplar para mi colección. Lo busqué por todas partes, sufrí por que no lo encontraba, me desesperé, me obsesioné y, al cabo de unos meses, quizá un año, di con él. Y entonces comprendí algo: no lo iba a leer. Stapledon me aburre, no tenía la menor intención de leer La primera y la última humanidad. Me había vuelto loco buscando un libro que no pensaba leer... Así que, en un momento de lucidez, me dije: “se acabó esto de coleccionar ciencia ficción”. Y no sabéis el peso que me quité de encima.
En fin, supongo que así me convertí en un puñetero bibliómano. Pero volvamos al problema inicial: mi casa está llena de libros, ya no me caben en ningún lado, salvo que convenza a mis hijos acerca de las ventajas de una emancipación anticipada, aunque lo cierto es que, a juzgar por las ventosas que les han salido en los dedos, y el modo como las utilizan para adherirse férreamente a los muros, no les veo muy dispuestos a dejar el hogar paterno. Por otro lado, mi santa ha dejado meridianamente claro que sólo podré instalar librerías en el pasillo, la cocina y los baños pasando por encima de su cadáver. De modo que tengo un espacio limitado, una familia hostil y demasiados libros.
Pero, atención, todavía conservo mi vieja colección de ciencia ficción. Estoy hablando de unos 4.000 volúmenes, de lo cuales por lo menos 3.000 carecen por completo de interés. Pura literatura popular barata, basura de tercera clase. Podría quedarme sólo con los que me interesan realmente y deshacerme del resto, con lo que sacaría un dinerito y, lo más importante de todo, ganaría sitio para poder comprar y colocar más libros. Sólo de pensarlo se me hace la boca agua...
Pero no puedo, amigos míos, me resulta sencillamente imposible. La mera idea de deshacerme de tres cuartas partes de mi colección de ciencia ficción se me antoja tan éticamente reprobable como abandonar a mi anciana madre (si tuviese una anciana madre) en una gasolinera para irme a hacer turismo sexual a Tailandia. Se me parte el corazón. No puedo, no puedo... De modo que ahí seguirá mi vieja colección, ocupando un espacio que muy bien podría dedicar a otros fines, mientras títulos tan prestigiosos como Nipe el monstruo, Vikingo del espacio o Guerra Texas Israel acumulan melancólicamente polvo en un estante olvidado.
¿Y todo por qué? Porque los seres humanos nos creemos racionales, cuando lo que somos es básicamente emocionales. Y yo, en particular, además soy gilipollas.