lunes, diciembre 31

Feliz, feliz, feliz año nuevo


Todo el mundo tiene un pasado y yo no iba a ser menos. Mi padre tenía una curiosa costumbre: confeccionaba sus propias felicitaciones de Navidad utilizando fotos que él mismo hacía. Creo que esa práctica comenzó unos años después de que llegáramos a Madrid: es decir, allá por la segunda mitad de los cincuenta. Dado que por aquel entonces yo era un adorable arrapiezo, es normal que mi imagen fuera la que más veces aparecía en esas felicitaciones, aunque también hicieron acto de presencia mis hermanos y otros animales.

La imagen que hay encima de este texto es la felicitación que realizó mi padre para las navidades de 1965, hace la espasmódica friolera de cuarenta y dos años. Por aquella fecha ya se habían producido cuatro películas de James Bond: el Doctor No, Desde Rusia con amor, Goldfinger y Operación Trueno, aunque el texto de la tarjeta hace referencia a la segunda, de 1963. Bien, el caso es que dada mi corta edad (12 años) y el natural ascendente que los progenitores tienen sobre sus hijos, mi padre me convenció de que posara de tal guisa, para solaz de cuantos recibieran la felicitación. Quizá fue la última vez que posé para ese propósito, no estoy seguro; supongo que poco después me convertí en un adolescente granujiento y mi carrera de galán juvenil se fue a hacer gárgaras.

Puede que algún que otro malintencionado merodeador de Babel, al comparar la imagen del mofletudo chavalín de la foto con la de Sean Connery, sienta la tentación de esbozar una sonrisa preñada de sorna o, aún peor, de dejar algún comentario particularmente hiriente al respecto. En tal caso, debo reconocer que, en efecto, el James Bond de la foto es más falso que el orgasmo de una meretriz; sin embargo, y ésta es una advertencia importante, la pistola es una auténtica Luger Parabellum de 9 mm. Lista –palabrita del niño Jesús- para ser disparada.

Pero, en fin, vamos a lo importante. 2007 ha sido un año muy peculiar en mi vida, pues ha contenido lo mejor y lo peor. Me han pasado cosas muy malas, es cierto; pero también es verdad que me han ocurrido otras muy buenas. Entre ellas, entre las chachis, he descubierto que tengo más y mejores amigos de lo que creía. Supongo que soy como los perros: con el tiempo se nos acaba cogiendo cariño. También he descubierto lo sólido y cálido que es el afecto de quienes yo ya sabía que me querían. Quizá por eso, por haber recibido tanto amor -pese a lo raro y borde que soy-, he acabado por volverme tan navideño. En cierto modo me siento como James Stewart en ¡Qué bello es vivir! Este año también es el de la gestación de un nuevo personaje que, espero, muy pronto conoceréis: Carmen Hidalgo. Nacerá el próximo enero.

Y este año que agoniza es también el año durante el que he comprendido finalmente lo mucho que hace por mí La Fraternidad de Babel. Y eso que estuve a punto de cerrarla... Pero no lo hice y, en un momento terrible, escuché vuestras voces electrónicas y vuestras voces fueron un bálsamo. La Fraternidad de Babel no es importante por lo que yo doy, sino por lo que recibo. Os recibo a vosotros, aquí, en mi pixelada casa, y hablamos largo y tendido sobre todo tipo de temas. Sois un maravilloso grupo de amigos fantasmales; a algunos, os conozco en persona; de otros sólo sé sus nombres y lo que ellos me cuentan de sí mismos; y hay otros, finalmente, que son auténticos fantasmas, merodeadores literales, pues pasan por aquí y no suelen decir nada. Pero todos, absolutamente todos, sois un lujazo, un regalo, la sal de la vida,

Por eso, amigos míos, viejos jamelgos, amables merodeadores, os deseo lo mejor para el año que viene. Os deseo que se cumplan todos vuestros deseos, y que siempre tengáis un deseo que cumplir; os deseo paz, amor y sexo bueno y abundante, os deseo silencio y soledad para que podáis disfrutar de vuestra propia compañía, y os deseo la mejor compañía para cuando os canséis de la soledad; os deseo que no se os caiga el pelo ni los senos, os deseo buenas ideas y malas tentaciones, os deseo muchas, muchas, muchas lecturas, y que todos los libros que leáis sean apasionantes; os deseo dinero, al menos el suficiente para que no tengáis que pensar nunca en él; os deseo pecados divertidos y algún que otro vicio inconfesable, o deseo salud, salud a raudales, que vuestra máxima aproximación al mundo médico sea tomar una aspirina; os deseo viajes, países exóticos, vivencias nuevas; os deseo respeto, y honor, y calma; os deseo mentiras bonitas y verdades que parezcan mentiras; os deseo magia, ingenuidad e inocencia; os deseo misterio y asombro, luz y oscuridad.

Os deseo, amigos míos, que viváis cada minuto como si fuera el último, os deseo que tratéis a quienes os quieren como si fuera la última vez que vais a verles, os deseo que disfrutéis cada instante como lo que realmente es: algo único e irrepetible.

Os deseo besos y caricias.

Os deseo felicidad.

Toda la del mundo.

Para siempre.

lunes, diciembre 24

Piel de carbón (Cuento de Navidad)


Regresaba cada año, a finales del otoño, y se instalaba en la misma esquina, con el mismo brasero, el mismo tenderete para protegerse del viento y, creo yo, el mismo abrigo de lana negra. Se llama Lorenza, aunque la gente del barrio la conocía por Lula -mejor dicho: doña Lula- y era una mujer pequeña, de cabellos grises recogidos bajo un pañuelo bruno, rostro arrugado y la tez oscura, como si su piel estuviera en trance de mimetizarse con el carbón del brasero.

Nadie sabía con certeza su edad, ni dónde vivía, ni a qué se dedicaba durante la primavera y el verano; ignorábamos dónde había nacido, si estaba casada, si tenía hijos o familia, no sabíamos nada de ella, salvo que, como un ave migratoria inversa, regresaba puntualmente cada año atraída por los primeros fríos. Y nosotros, yo en particular, nos enterábamos de su regreso antes de verla, cuando al salir al patio para jugar al fútbol o comer un bocadillo percibíamos en el aire un aroma nuevo y viejo a la vez, olor a carbón quemado y a castaña asada.

No era una mujer simpática, ni siquiera medianamente agradable; lejos de ello, solía mostrarse adusta y distante, como si su clientela fuese un tedioso fastidio que sólo aguantaba porque era una parte consustancial a su trabajo. Yo la conocía desde que era niño, pues su tenderete estaba situado en la esquina de las calles Santa Engracia con Rafael Calvo, muy cerca del colegio, y a mí me encantaban las castañas asadas; tanto es así, que al menos tres o cuatro veces a la semana, pasadas las seis de la tarde, cuando salía de clase, me acercaba a su puesto y le compraba una docena de castañas envueltas en un cucurucho de papel de periódico; luego, las guardaba en un bolsillo del abrigo y regresaba a casa paseando taciturnamente mientras masticaba con aire de experto connaisseur aquellos deliciosos frutos secos y el calor que irradiaban me caldeaba las manos.

De modo que durante unos ocho años, de mediados de otoño a mediados de invierno, yo visitaba casi a diario el puesto de doña Lula; sin embargo ella jamás pareció prestarme la menor atención, nunca dio muestras de reconocerme, ni me brindó un trato diferente al de los compradores esporádicos, salvo en un aspecto: me convertí en uno de sus “clientes preferentes”. Lo sé porque doña Lula obsequiaba a sus mejores clientes con docenas de catorce. Dos castañas de regalo, decía en voz baja, que si fuera sólo una sumarían trece y ese número es de mal fario. Pero, creo yo, ese obsequio no obedecía al afecto ni a la deferencia, sino a una suerte de marketing rudimentario cuyo único objetivo eran las ventas. No, doña Lula no era nada simpática, bien lo sabe cualquiera que la conoció.

La ultima vez que le compré castañas yo debía de tener 17 ó 18 años; fue a últimos de invierno, fin de la temporada, de modo que al día siguiente, cuando volví a pasar por la esquina, descubrí que el tenderete había desaparecido. Luego, acabé el colegio, fui a la universidad, empecé a trabajar, me casé, tuve hijos y durante veinte largos años no volví a pensar en doña Lula. Hasta que cierta Nochebuena la casualidad me trajo de nuevo su recuerdo.

Aquella tarde, pasadas las seis, Pepa, mi mujer, descubrió que habíamos olvidado comprar piñones, un ingrediente al parecer fundamental para el relleno del asado que íbamos a cenar. Así pues, cogí el coche y me dirigí a un Opencor cercano a casa, pero la mala suerte, o el destino, quiso que los piñones se hubieran agotado allí. ¿Qué hacer? Era tarde y todas las tiendas debían de estar cerradas, salvo los grandes almacenes; pero me horrorizaba la idea de adentrarme en un gran almacén repleto de olvidadizos de última hora, como yo. Entonces recordé algo: cerca de la casa de mis padres había una pequeña tienda de ultramarinos que solía permanecer abierta hasta muy tarde, incluso en festivo. Si es que seguía abierta.

Me dirigí allí circulando por unas calles tan desiertas, tan vacías de tráfico, que recordaban a esas películas post-holocausto en las que sólo queda un hombre vivo. El sol ya se había puesto cuando llegué a la tienda que, afortunadamente, estaba abierta y seguía tal cual yo la recordaba, con la única diferencia de que su anterior propietario, un asturiano que jamás se quitaba la boina, había sido sustituido por un matrimonio de sonrientes chinos. Compré cuatro bolsas de piñones, monté de nuevo en el coche e inicié el camino de regreso a casa. Entonces, mientras circulaba por la calle Santa Engracia, percibí un aroma que me retrotrajo en el tiempo: olor a carbón y a castañas asadas. Y unos instantes después, al aproximarme a la calle Rafael Calvo, lo vi, ahí estaba, igual que siempre, el puesto de castañas de doña Lula.

Frené en seco y el vehículo se detuvo unos cuantos metros más allá de la esquina donde estaba instalado el tenderete. No podía ser, pensé; había transcurrido demasiado tiempo, aquella mujer debía de estar muerta, o jubilada, o lo que fuese, cualquier cosa menos vendiendo castañas. Sin duda, el puesto lo regentaba otra persona. Bajé del coche y me aproximé lentamente al tenderete. Había un cliente comprando, una mujer gorda de mediana edad, así que no pude ver nada hasta que llegué a su altura y miré por encima de su hombro...

Al otro lado del brasero, parapetada tras unos cartones que la protegían del viento, sentada en una silla plegable de aluminio y plástico, una anciana introducía castañas en un cucurucho de papel de periódico. Era doña Lula. Más vieja, más menuda y arrugada, con los mechones de pelo que se entreveían bajo el pañuelo convertidos en jirones de nieve. Pero era ella, no cabía duda; incluso el abrigo de lana negra parecía el mismo.

Sentí que el corazón me daba un vuelco y, a la vez, me vi trasladado a un tiempo tan remoto que casi se me antojaba legendario, el tiempo de mi niñez, de mi adolescencia, el tiempo de la magia que se fue. Era increíble; doña Lula estaba allí, como siempre.

La mujer gorda depositó unas monedas en la mano tendida de la anciana y comenzó a alejarse mientras pelaba una castaña. Entonces me quedé mirando a doña Lula sin saber qué decir, al tiempo que una estúpida idea me cruzaba por la mente: ¿me reconocería? ¿Recordaría doña Lula al chaval que durante tantos años fue su más fiel cliente? ¿Sabría ver en mí al niño que fui? Durante unos instantes me sentí ingrávido, como si fuera a producirse uno de esos milagros que tanto proliferan en los cuentos de Navidad. Sin dejar de mirar a la anciana, sonreí y contuve el aliento. El frío aire del anochecer pareció caldearse durante un segundo y crepitar de electricidad.

Entonces, doña Lula me miró fijamente, frunció el ceño y masculló:

-¿Quiere algo o se va a quedar ahí como un pasmarote?

Su voz, cascada y tan hosca como siempre, me devolvió a la realidad. Carraspeé, cambié el peso del cuerpo de un pie a otro y le pedí una docena de castañas. Doña Lula gruñó algo entre dientes y, con ayuda de una enorme espumadera de hierro, comenzó a introducir las castañas en un cucurucho. Mientras lo hacía me fijé en sus manos; la piel, surcada de arrugas y pliegues, no tenía el tono amarillento habitual de los viejos; era puro tizne, cuero negro, piel de carbón.

Doña Lula cerró el cucurucho y me lo entregó. Pagué y antes de irme le dirigí una última mirada, pero la anciana ya había apartado la vista y, totalmente ajena a mi presencia, se había puesto a confeccionar cucuruchos con hojas de periódico. Guardé las castañas en un bolsillo del chaquetón y regresé al coche. Mientras conducía notaba un vago hálito de decepción hormigueándome en la boca del estómago. Doña Lula no me había reconocido. Pero, ¿cómo iba a hacerlo?, me dije. Habían transcurrido dos décadas y yo había cambiado mucho. Además, sólo fui uno más entre los incontables niños que en algún momento le compraron castañas. En cualquier caso, me había hecho ilusión reencontrarme con aquella figura perdida de mi infancia; además, el calor que notaba en el bolsillo derecho del chaquetón, allí donde guardaba el cucurucho de castañas, irradiaba promesas de un próximo festival de nostalgia proustiana.

Llegué a casa, dejé el chaquetón en el despacho y fui a la cocina, donde encontré a Pepa luchando con el relleno de un capón tan grande como un caniche. Le entregué los piñones y, tras prometerle que volvería en cinco minutos para ayudarla, regresé al despacho y me encerré en él. Sabía que Pepa intentaría disuadirme de comer castañas, aduciendo que me quitarían el hambre para la cena; y probablemente mi siempre sabia mujer tendría razón, pero yo necesitaba en aquellos momentos estar solo conmigo mismo para refocilarme unos minutos en el vil recuerdo del pasado.

Cogí el cucurucho, me senté en un sillón, frente al escritorio, rasgué el papel y extendí las castañas sobre el tablero de madera. Aún estaban calientes y su aroma me inundó de melancolía. Cogí una de las castañas y, lentamente, le quité la cáscara. Me la llevé a la boca y me dispuse recobrar el viejo sabor de antaño... Entonces advertí algo extraño.

Contemplé las castañas que yacían desperdigadas sobre el escritorio y luego volví la mirada hacia la que sostenía entre los dedos. ¿No había demasiadas? Me incliné sobre la mesa y las conté cuidadosamente; acto seguido, mientras una tonta sonrisa se dibujaba en mis labios, las volví a contar. No había doce, sino catorce. Una docena de catorce. Después de todo, doña Lula no olvidaba a sus clientes preferentes...

Noté cómo los ojos se me humedecían y me recliné contra el respaldo del sillón, con la castaña pelada todavía sujeta entre los dedos. Puede que con los años acabemos volviéndonos sentimentales, puede que el tópico influjo de la Navidad se adueñara de mí, sumergiéndome de repente en una especie de película de Frank Capra, lo ignoro. Lo único que sé es que las castañas de doña Lula -vieja arpía, distante y hosca-, que durante mi niñez tantas veces auyentaron el frío de mis manos, aquella Nochebuena me calentaron el corazón.

viernes, diciembre 21

Navidad

Cuando era pequeño me encantaba la Navidad. Me gustaban los villancicos, las luces de colores en las calles, los escaparates refulgentes de espumillón, los anuncios de El Almendro y de las muñecas Famosa, los belenes y los árboles de Navidad, el olor a pino y a musgo... Sí, ese era, y es, el olor de la Navidad para mí; a pino y a musgo.

De hecho, tenía mi propio ritual para estas fiestas. Todo comenzaba a primeros de diciembre, cuando aparecían en los quiosco los extraordinarios de Navidad de Pulgarcito y Tío Vivo; dios, cómo hacía durar esos tebeos, leyendo y releyendo las historietas de Zipe y Zape, de Carpanta, de Mortadelo y Filemón o de Anacleto. Luego, comprábamos el pino -en el patio de alguna iglesia o en la Escuela de Montes- e instalábamos el belén, con su río de papel de plata y sus montañas de corcho. En mi antigua calle, Españoleto, había una sastrería en cuyo pequeño escaparate instalaban un peculiar nacimiento: el niño Jesús era más grande que María, José el buey y el burro juntos. En cierto modo, aquello me parecía lógico; si Jesús era hijo de dios, resultaba normal que viniese al mundo en plan super-bebé, un recién nacido gigante que podía defenderse a leches, a lo Suarcenaguer, de los sicarios de Herodes. Me lo imaginaba cruzando los campos de Galilea con los brazos extendidos hacia delante, mezcla de zombi y King Kong, aplastando cabañas bajo sus pies y poniendo en fuga al ejército romano.

En mi casa no se respiraba un ambiente religioso. Ni anti-religioso; sencillamente era un tema que se obviaba. Nunca he sabido si mis padres tenían alguna creencia o no; desde luego si la tenían era una creencia que carecía de prácticas y ritos. No obstante, las fiestas de Navidad en mi casa se celebraban a lo grande; sobre todo el día de Reyes, cuando me cubrían literalmente de regalos. Eso era felicidad en estado puro. U otra forma de felicidad: yo tumbado en el suelo, al pie del árbol, leyendo un tebeo de Zarpa de Acero y comiendo turrón de chocolate Suchard. Pura magia.

Años después, mis padres murieron y mis hermanos se casaron, mi pequeña familia se disgregó. Y la magia de la Navidad se fue. Uno crece, se hace adulto e inicia un plan sistemático para dejar de pasarlo bien. Ya no me bastaba para ser feliz comer turrón de chocolate y leer Zarpa de Acero. Guay, menudo avance... Y pasó más tiempo, y la Navidad no sólo dejó de gustarme, sino que empezó a molestarme. Oh, maldita sea, qué época de despilfarro y manipulación, de consumismo, borracheras, entripadas y falsos buenos deseos. Durante mucho tiempo trabajé en lugares situados cerca de El Corte Inglés de Castellana, de modo que estas fiestas se traducían para mí en fenomenales atascos y terribles mareas humanas. Me volví muy adulto, muy serio y distante, y comencé a mirar la Navidad por encima del hombro, con una mezcla de suficiencia y desagrado. ¿Magia? ¿Quién quiere magia?

Yo, yo quería magia, pero no lo sabía.

Entonces llegaron mi hijos; primero Óscar y tres años después Pablo. Y la Navidad, poco a poco, fue cobrando de nuevo significado. Porque estas fiestas son para los niños, y sólo se comprenden plenamente si eres un niño, o si tienes niños a los que quieres colmar de magia. Su ilusión, la de Óscar y Pablo, era mi ilusión, su hechizo de Navidad el mío. Por las mañanas, cuando los llevaba al colegio, concursábamos sobre quién veía más adornos de Navidad. Les compraba calendarios de adviento, les leía cuentos navideños, poníamos juntos el árbol y el belén (un belén descreído sin niño Jesús ni sagrada familia), y allí, en el belén, les permitía poner dinosaurios de plástico en las montañas, un caganer con barretina junto al río o una figurita de Superman en el portal. Los Reyes Magos y sus pajes se iban acercando mágicamente, cada día, a su meta bajo la estrella de plata. Juntos, mis hijos y yo, realizábamos cada año una peregrinación a Toys “R” Us para confeccionar las cartas a los magos de oriente. Y el día de Reyes... bueno, ahí tiraba la casa por la ventana, y no sólo por la cantidad de regalos –que también-, sino por el montaje. Llenaba el salón de globos de colores, ponía guirnaldas de un lado a otro e inventaba juegos que consistían en descubrir obsequios ocultos.

Así recuperé el cariño hacia la Navidad, y sólo espero haberles aportado a mis hijos al menos la misma magia que me hizo soñar en mi niñez. Pero ahora, de repente, los muy cabrones han crecido. Óscar tiene 20 tacos y Pablo 17, se han vuelto mayores y ya no les gusta la Navidad. Los muy idiotas se sienten adultos y contemplan con suficiencia lo que antes les encantaba. Así pues, ese par de merluzos me ha dejado con el culo al aire, lleno de sentimiento navideño y sin nadie en quien volcarlo. Entonces, ¿qué debo hacer ahora? ¿Volver a detestar la Navidad y esperar a tener nietos para sentirme navideño de nuevo? No, gracias. Estoy harto de ser tan listo y suficiente, tan distante y aburrido.

Como rezaba el famoso póster de Fox Mulder: I want to believe. Quiero creer en Papá Noel y en los Reyes Magos, quiero creer en la paz y en los buenos sentimientos, quiero creer en la magia, quiero creer que las personas, aunque sólo sea durante unos días, podemos ser mejores, quiero creer en los duendes y en los ángeles, quiero creer en que Melchor, Gaspar y Baltasar se mueven solos recorriendo el belén, quiero creer que puedo volver a ser un niño...

¿Pero en qué narices vas a creer tú, jodido ateo?, dice una voz interior. ¿Acaso piensas celebrar el nacimiento de Jesucristo, un dios en el que no crees? Pues sí, por qué no; celebraré el nacimiento de Cristo, y el de Mitra, y el de Dionisos, y el de Osiris, y el de Apolo, y el de Baal... Todos ellos son dioses solares que nacieron en estas fechas y murieron para después resucitar, igual que el Sol morirá mañana para volver a nacer al día siguiente. ¿Lo simplificamos? Voy a celebrar el solsticio de invierno, probablemente la fiesta más antigua de la humanidad.

Ah sí –prosigue la voz interior-, vas a celebrar una fiesta cuyo simbolismo la gente ha olvidado. Una fiesta materialista basada en el consumo alocado, una fiesta durante la cual aumenta la violencia familiar, una fiesta hipócrita, una fiesta de borracheras y de masas, una fiesta que es puro mercantilismo.

Pues sí, todo eso es cierto, pero... ¿No hay nada más? Creo, o quiero creer, que por debajo de todo eso late, todo lo débilmente que queráis, el deseo de ser mejores, aunque sólo sea durante unos días. Un deseo inducido por la propaganda, vale; un deseo que tiene más de sentimentalismo que de sentimiento, de acuerdo; un deseo vacío de contenido, no lo voy a negar. Pero, con todo, creo que es bonito que las personas nos unamos, aunque sea brevemente, en la aspiración de ser mejores seres humanos. ¿Y sabéis qué? En general, durante un corto espacio de tiempo, lo conseguimos. Prueba de ello es la fiesta de Reyes, porque toda ella consiste en una hermosa mentira. Hacemos regalos a los seres que más queremos y permanecemos ocultos, atribuyéndole el mérito de esos obsequios a unas entidades inexistentes. ¿No es eso puro altruismo? Si actuáramos así todo el año, si hiciéramos el bien sin esperar recompensa alguna, ¿no seríamos realmente mejores personas?

Vale, en estas fechas jugamos a ser buenos; sólo es un juego, pero ¿no os parece un hermoso juego? A mí sí, y por eso he guardado la suficiencia en el cajón de los objetos inútiles. Voy a ser jodidamente navideño, qué carajo. Por ejemplo, el año pasado escribí un cuento de Navidad escéptico y distanciado... porque no me sentía bien, estaba a disgusto conmigo mismo. Pero este año os obsequiaré –si es que un relato mío puede considerarse un obsequio- con un cuento absolutamente navideño, una de esas historias sentimentales que, si funcionan, nos dan un pellizquito en el corazón.

Mañana, a las 6:08 de la madrugada (hora solar), se producirá el momento del solsticio de invierno y tendrá lugar la noche más larga del año. Y yo lo celebraré como un niño.

Feliz solsticio, amigos míos.

lunes, diciembre 17

En la mente del escritor 10. La corrección.

Por lo general, comienzo a escribir mis novelas con un gran entusiasmo que poco a poco va decreciendo hasta desembocar, mediado el texto, en una crisis de angustia en la que me lo cuestiono todo. ¿Es realmente interesante el argumento? ¿Está bien el texto que llevo escrito? ¿Tiene ritmo? ¿Son atractivos los personajes?... Normalmente, la respuesta que doy a todas estas preguntas es NO, pero como se trata de una crisis existencial no hago mucho caso. Superado el bache, continuo escribiendo, pero ya sin demasiado entusiasmo, por pura profesionalidad. Más de uno podría aventurar que ese cambio de actitud afecta a la calidad del texto, y es cierto: en general, están mejor escritas las partes hechas con profesionalidad que las regidas por el entusiasmo.

Bien, el caso es que concluyo el primer borrador de la novela sintiendo hacia el texto cierto resquemor. Se trata de un borrador muy acabado, pero todavía está por pulir. Hay que corregirlo. ¿Cuándo? Ésa es una buena pregunta, porque la experiencia me ha enseñado que cuanto más tiempo transcurra entre el fin de la escritura y la corrección, mejor. Es lógico: cuando concluyo el primer borrador estoy todavía tan metido en la historia y el proceso narrativo que carezco de perspectiva, de modo que muchos errores se me pueden pasar por alto. Necesito olvidarme del texto, refrescar la cabezota y adquirir un poquito de objetividad. ¿Cuánto tiempo lleva esto? Pues yo diría que lo ideal son entre tres y seis meses... Pero eso, ay, normalmente es imposible. De modo que, como mínimo, un mes, aunque muchas veces las presiones editoriales son tan fuertes (y mi retraso al escribir tan grande) que ni siquiera dispongo de ese tiempo. Pero, en fin, digamos que un mes es un tiempo razonable.

La primera corrección la realizo directamente sobre el texto en pantalla. Antes lo imprimía, pero aquí hago muchos cambios, de modo que me resulta más cómodo poder acceder directamente a Word. Para realizar esta corrección releo el texto de corrido, intentando determinar si tiene el ritmo adecuado, si el texto “fluye” correctamente. Por lo general, en esta fase no añado nada; más bien elimino. Antes solía cargarme en torno al 15 % del texto; ahora sólo echo a la papelera alrededor de un 5 %. Hasta yo aprendo. En fin, digamos que esta primera corrección la hago a grosso modo, sin fijarme mucho en los detalles, porque lo que me interesa aquí es ajustar lo más posible el texto a la estructura y comprobar el ritmo.

La segunda corrección también la llevo a cabo sobre el texto en pantalla y procuro realizarla como mínimo una semana después de la primera. El objetivo de esta corrección es repasar la prosa, cuidar el estilo, eliminar los errores tipográficos/ortográficos y mimar la sintaxis. Esta corrección es, por tanto, mucho más minuciosa que la primera. Y aquí es fácil caer en una trampa. Veréis, estoy trabajando con un material que no sólo he escrito, sino que además ya he leído varias veces. Por eso, mientras lo estoy releyendo, puede ocurrir en muchas ocasiones que mis ojos paseen por las líneas de texto sin leerlas realmente, porque lo que estoy haciendo sin darme cuenta es recordarlas. Por mucho empeño que ponga en evitarlo, eso sucede más veces de lo que yo mismo imagino. Pero hay un truco para remediarlo.

Para realizar la tercera corrección, ahora sí, imprimo el texto y lo releo sobre el papel. Pero esta relectura tiene una peculiaridad: la realizo en voz alta. Con ello consigo dos cosas: en primer lugar, evitar la “trampa del recuerdo”, pues para declamar el texto tengo forzosamente que leerlo de verdad; en segundo lugar, la sonoridad de las palabras me permite evaluar con mayor certeza la “fluidez del texto” y las posibles deficiencias sintácticas, así como la naturalidad de los diálogos.

Bien, tres es el mínimo número de correcciones que realizo sobre el borrador de una novela, pero normalmente hago una o dos más intentando pulir todos los detalles. Huelga decir que, a estas alturas, no queda en mí el más mínimo rastro de objetividad, de modo que las últimas correcciones las realizo por puro sentido común, pero sin pizca de instinto. Dicen que una novela se escribe con el corazón y se corrige con la cabeza. En fin, ¿cuándo podemos considerar que una novela está acabada? Respuesta: nunca. Porque también dicen que una novela no se termina, se abandona. Es cierto: podríamos estar corrigiéndola indefinidamente. Pero no es plan, ¿verdad?

El caso es que ya tengo un texto corregido que yo, a estas alturas, después de escribirlo y releerlo un huevo de veces, odio profundamente. Necesito un punto de vista objetivo, así que se lo doy a leer a alguien; por lo general, a mi mujer o a alguna de mis queridas editoras. Puede que alguna de estas amables personas haga comentarios respecto al texto y puede que yo siga su consejo, en cuyo caso ésas serían las últimas correcciones antes de enviar el borrador a la editorial. Pero, ¿será ésta, realmente, la última corrección?

Ni de coña. En la editorial le darán el texto a un corrector que encontrará un montón de errores que a mí se me han pasado por alto. Y me enviarán de nuevo el texto para que le de el visto bueno a las correcciones del corrector y añada alguna corrección de mi cosecha. Yo devolveré el texto y, al poco, me mandarán las galeradas, para que las revise y corrija, si es necesario. Les devolveré las galeradas y es muy posible que, pasados unos días, la editorial me mande unas segundas galeradas... Pero, en fin, para ese momento yo ya me habré colgado metafóricamente de un árbol.

Bueno, pues ya está: la editorial publicará la novela y la distribuirá. Fin de la historia. Aunque, antes de terminar, os daré tres consejos: 1. Existen unos signos internacionales de corrección que facilitan mucho la tarea, así que os recomiendo que los uséis al corregir las galeradas; podéis encontrarlos en Internet. 2. No os enamoréis de vuestro texto. Es probable que descubráis que algunas partes de lo que habéis escrito están muy bien, pero no aportan nada a la novela y rompen el ritmo. Por mucho que os gusten, que no vacile vuestra mano a la hora de eliminarlas. 3. Introducid en el contrato con la editorial una cláusula según la cual debáis dar vuestra aprobación a la portada y a los textos de contraportada.

Y, ahora que me doy cuenta, queda un tema sobre el que no hemos hablado: el título. Titular una novela es todo un arte para el que, lo reconozco, no estoy dotado. Ignoro por qué, pues mi experiencia como publicitario debería ayudarme, pero soy de lo más mediocre a la hora de titular. De hecho, no hay entre todas mis novelas un solo título que me parezca medianamente brillante. Seguro que vosotros lo hacéis mejor que yo, así que me callo.

En fin, amigos míos, se acabó la serie. Supongo que me he olvidado de un montón de cosas; por ejemplo, cómo publicar o cómo redactar contratos de edición, pero eso son actividades extra-literarias que no vienen al caso. Hace unas semanas, mi hermano, Big Brother, me preguntó hasta qué punto lo que había escrito en esta serie era una descripción real de mi forma de trabajar o, por el contrario, una racionalización de lo que en el fondo es algo más intuitivo. Casualmente, mientras he ido escribiendo estos articulillos me encontraba (y me encuentro) en pleno proceso (mental) de planificación de mi próxima novela, lo cual me permite evaluar en tiempo presente el equilibrio entre la teoría y la práctica. Así pues, contestando a BB, puedo asegurar que todo lo que he descrito compone, en efecto, la suma de procesos que llevo a cabo antes, durante y después de la escritura. Lo que sucede es que ese conjunto de técnicas lo he interiorizado hace tiempo, de modo que mi forma de aplicarlas se parece mucho a una actividad intuitiva. No sigo ordenadamente los pasos, muchas veces ni siquiera pienso en ellos de forma consciente, pero completo el proceso de cabo a rabo, eso os lo aseguro.

Y ya está, amigos míos, se acabó En la mente del escritor. Repitiendo lo que ya he dicho muchas veces desde que empecé, estas diez entradas no son un curso de escritura, sino la simple exposición de mi particular método de trabajo. Espero que mi experiencia le sirva de algo a los escritores noveles, aunque sólo sea para evitarles caer en mis errores, y también confío en que esta serie haya satisfecho la curiosidad de los amantes de la literatura que suelen frecuentar este blog (es decir: todos, si no me equivoco). Por último, quiero daros las gracias a cuantos merodeadores de Babel habéis contribuido con vuestros siempre interesantes comentarios. Si algo bueno tiene La Fraternidad de Babel, sois vosotros.

martes, diciembre 11

En la mente del escritor 9. La escritura (IV)

Seguimos con los diferentes procesos que llevo a cabo mientras escribo. Para no estirar demasiado la serie, he reunido los que faltaban en esta entrada. Adelante pues.

El misterio

Siempre he pensado que en el corazón de la literatura, o de cualquier otra forma de arte, se encuentra el misterio. En su forma más simple, podemos entender el misterio como aquello que desconocemos y queremos conocer. En su vertiente más compleja, el misterio sería aquello que desconocemos y no podemos conocer; es decir, lo numinoso, lo hermético, lo inabarcable e indescifrable, Si nos centramos en la primera interpretación, y la aplicamos a la literatura, llegamos inevitablemente a la “dosificación de la información”, de la que ya hemos hablado.

Y, en efecto, “el misterio”, podría estar incluido en ese apartado, pero hay una diferencia: la “dosificación de la información” la empleaba, en principio, para conformar la estructura del relato, mientras que el misterio lo aplico durante la escritura y sin que afecte para nada a la estructura. Tal y como yo lo planteo aquí, se trata de un aspecto colateral y no esencial. Pero, como me parece que estoy siendo misterioso, voy a poner un ejemplo sacado de mi última novela, La caligrafía secreta.

En esta novela hay varios “misterios estructurales” que actúan como motores de la narración: ¿Quién ha cometido ciertos crímenes? ¿Dónde está Lafitte, el calígrafo desaparecido? ¿Qué es el códice Bensalem? ¿Quién ha robado dicho códice y dónde se encuentra? Bien, digamos que estos son los misterios mayores a cuya resolución está orientado el relato. Pero también hay misterios menores. El protagonista, Lázaro Aguirre, debe cruzar Francia poco antes de que estalle la revolución; los caminos están tomados por el ejército, pero, cada vez que llega a un control, don Lázaro muestra un documento y los soldados parecen ponerse a sus órdenes. Mariana, su sobrina, le pregunta varias veces qué es ese documento, pero don Lázaro, por un motivo u otro, retrasa la respuesta. Es decir, he convertido ese documento en un pequeño misterio que, cuando se resuelve, da pie a otro misterio: ¿quién es realmente don Lázaro? Y de nuevo retraso la explicación de este nuevo misterio... ¿Está clara la idea? Siempre que puedo, y si no resulta inoportuno o forzado, intento crear pequeños misterios que ayudan a mantener la tensión del relato y la atención del lector.

Los diálogos

Los diálogos deben sonar naturales, pero nunca serán reales. Porque las personas, en la realidad, hablamos fatal. Y no me refiero sólo a la gente normal, sino a cualquier persona, incluyendo a los más cultos. Juntad a diez académicos de la lengua, haced que hablen entre ellos mientras grabáis su conversación y luego reproducid por escrito el diálogo. ¿Qué obtendréis? Un montón de errores sintácticos, vacilaciones, repeticiones... en fin, un desastre. Por tanto, hay que escribir los diálogos no de forma realista, sino de forma naturalista; es decir, procurando que suenen auténticos, aunque no lo sean.

Las personas solemos hablar empleando frases cortas y muy pocas oraciones subordinadas, con una sintaxis, por tanto, sencilla. De modo que así diseño mis diálogos, aunque, eso sí, eliminando las repeticiones, las deficiencias estructurales y, en general, todos los errores del habla habitual. Pero no todo el mundo habla igual; no es lo mismo el diálogo de un catedrático vallisoletano que el de un labrador gallego, así que procuro prestar mucha atención a la forma de expresarse de la gente, a las frases hechas, a las expresiones comunes o a los modismos. Hay que tener mucho cuidado con el argot, porque lo que hoy es de uso habitual, mañana puede estar totalmente demodé. Por ejemplo, el apelativo “tío”, que comenzó a utilizarse en los 70, parece firmemente instalado en el habla habitual (de hecho, está en el diccionario de la RAE), pero ¿podemos decir lo mismo de “tronco” como sinónimo de “amigo”? Me parece que no y lo mismo deben pensar los académicos, porque no está en el diccionario. Es decir, aventuro que “tío” se quedará y que “tronco” acabará desapareciendo. Por eso, hay que tener mucho cuidado con el uso del argot, si no queremos que el léxico de nuestros textos acabe envejeciendo prematuramente.

Un aspecto que tengo siempre presente, y del que ya hemos hablado, es que los diálogos, aparte de la información que transmiten, dicen mucho acerca del personaje que los pronuncia. Es decir, los diálogos forman parte del proceso de construcción de los personajes.

Las descripciones

Hace poco leí un artículo donde se hablaba de mí como escritor y de mi obra. En determinado punto, el autor decía que soy un escritor muy visual, y poco después comentaba que mis descripciones son escasas y parcas. ¿No es eso un contrasentido? ¿Cómo puedo ser muy visual empleando pocas descripciones? Pues por varios motivos, pero sobre todo porque mis descripciones no son tan parcas como el crítico supone; lo que pasa es que están distribuidas de una forma distinta.

De entrada, no tiene sentido describir hoy igual que se describía hace cien años. Los lectores decimonónicos apenas conocían nada del mundo, pues su experiencia vital se circunscribía a su entorno inmediato. Por eso, si una novela hablaba de, por ejemplo, un desierto, el narrador tenía que describir minuciosamente ese desierto. Por el contrario, los lectores contemporáneos poseen una imagen muy precisa del mundo gracias al cine y la televisión, de modo que ya saben lo que es un desierto. Por eso, si tengo que describir un desierto no hace falta que sea minucioso; bastará con especificar si es de piedra o arena, si hay algún rastro de vegetación o no lo hay, y poco más. El bagaje del lector le permitirá hacerse una imagen nítida del desierto en cuestión sin necesidad de que yo, como narrador, me ponga pesado.

Por otro lado, mis descripciones siguen un sistema que podríamos llamar “naturalista”, en la medida en que se aproximan a la forma natural de percibir el entorno. Pongamos un ejemplo: un personaje entra en un despacho, que no conoce, donde le espera una persona a quien tampoco conoce. La técnica usual describiría primero el despacho de forma pormenorizada, luego a la persona que aguarda en él y finalmente reproduciría la conversación entre ambos personajes.

Pero eso es totalmente artificial. En la realidad, yo entro en el despacho y obtengo una primera impresión muy general de dicha estancia: dimensiones, estilo de la decoración, color de la pintura, olores si los hay y quizá algún detalle particularmente llamativo. Luego, me aproximo a la persona que aguarda tras el escritorio y me fijo en ella con cierta atención, pues ella es el motivo de que yo esté allí. Me siento y comenzamos a conversar; y mientras hablamos voy percibiendo más detalles del despacho y de la persona.

Bueno, pues yo procuro que mis descripciones sigan ese esquema. Primero una visión muy general del conjunto, que servirá de marco al lector, y luego, conforme se desarrolla la conversación (o la acción) voy intercalando pequeños aportes que, todos juntos, conformarán la descripción completa. Esto evita esos “chorizos” descriptivos que por lo general rompen el ritmo narrativo, pero hace algo más: al estar la descripción (la visualización) distribuida por toda la escena, el lector acaba teniendo la sensación de que, más que leerla, ha visto esa escena. Por eso soy un “escritor visual”.

Como es natural, hay excepciones. Si lo que tengo que describir es totalmente nuevo para el lector (algo que sucede muy frecuentemente en la literatura fantástica), entonces la descripción deberá ser especialmente minuciosa. Pero, a fin de cuentas, esto no deja de ser “naturalista”, pues si voy andando por un bosque y de pronto me encuentro con una estructura alienígena de un kilómetro de altura, o con la inmensa torre de un viejo mago, lo primero que hago después de frotarme los ojos es examinar con suma atención ese inesperado objeto. Lo cual, trasladado a la literatura, se convertiría en un largo e inevitable chorizo descriptivo.

Supongo que alguien comentará que la descripción literaria es un arte en sí misma, y no le faltará razón. Ahí está Proust para demostrarlo. Pero esto no es un curso de escritura, sino el torpe relato de cómo escribo yo, y para mí la descripción es un medio, no un fin en sí misma. Hay muchas formas de afrontar las descripciones, pero, para bien o para mal, la que acabo de relatar es la mía.

Ritmo

El ritmo es básico para cualquier relato. Puede ser lento, o rápido, o como te venga en gana, pero la narración debe tener ritmo, y si no lo tiene tu historia se va a la mierda. Es algo fundamental. Entonces, ¿cómo medir el ritmo? Bueno, pues... en fin... Bien, tenemos la típica estructura sinusoidal de crestas seguidas de valles. Por ejemplo, a escenas significativas, intensas e importantes, le seguirán las malditas escenas de transición de las que hablaba hace no mucho; a una conversación le seguirá una escena de acción o descriptiva, y así sucesivamente. Es decir, arriba y abajo, arriba y abajo, etc. Pero, ¿sabéis?, nada de eso vale una mierda. En realidad, se pueden hacer todo tipo de combinaciones más allá del simplista esquema sinusoidal, porque eso del ritmo depende de otros factores. ¿Y qué factores son esos? Voy a ser sincero: ni puta idea. Es más: ni ganas de tenerla.

Veréis, yo sé que, en general, mis novelas tienen buen ritmo; el problema es que no sé por qué. Es algo puramente intuitivo: releo uno de mis textos y sé si tiene ritmo o no lo tiene, sé dónde están los altibajos y sé cómo corregirlos. Pero no sé por qué. Y como, según dicen, si algo funciona no lo toques, no quiero darle muchas vueltas al asunto.

Así pues, seré sincero y diré que el ritmo es importantísimo, vital, para la narrativa, pero no puedo ni quiero racionalizarlo.

El humor

Supongo que esto, el humor, es uno de mis toques personales. En todas mis novelas (salvo en La Mansión Dax), en todos mis relatos, hay toques de humor. Incluso en los más serios y dramáticos. ¿Por qué? Porque en la vida real siempre hay humor, incluso en las situaciones más terribles. De hecho, el humor es el mecanismo que empleamos para defendernos del horror. Además, el humor es un excelente contrapunto que sirve para dar dimensión y relieve a otras emociones.

La primera vez que advertí la importancia del humor en un contexto dramático fue viendo la vieja película de Raoul Walsh Gentleman Jim, protagonizada por Errol Flynn y Alexis Smith. En esa película, un biopic que narra la historia del boxeador James Corbett, hay una secuencia en la que Errol Flynn se dispone a confesarle su amor a Alexis Smith. Están en la cubierta de un trasatlántico, de noche, solos, mientras en el navío tiene lugar una fiesta. Alguien, un bromista anónimo, lanza sobre ellos, sin que se den cuenta, una nube de pimienta, así que ambos empiezan a estornudar. ¿Os lo imagináis?: un hombre y una mujer intentan confesarse su mutuo amor en medio de una imparable sucesión de estornudos. La secuencia resulta inesperadamente cómica, pero al mismo tiempo establece con toda claridad los lazos entre Flynn y Smith. Es un excelente contrapunto.

Pero bueno, esto del humor es algo muy personal y no hay que darle particular importancia. Yo lo uso, eso es todo.

Y ya está, amigos míos, hemos llegado al final de “la escritura”. Es muy posible que me haya dejado cosas en el tóner de la impresora; si es así, hacédmelo saber. Ahora sólo queda el capítulo final: la corrección. Pero eso, en la próxima entrada.

miércoles, diciembre 5

Funny Games

Anoche vi en un canal digital de TV Funny Games (1997), la, según muchos, obra maestra del realizador austriaco Michael Haneke. La única película suya que conocía era La pianista (2001), un film sobrecogedor cuyo final, un largo plano fijo centrado en una portentosa Isabelle Huppert, revuelve las tripas del espectador y permanece impreso a fuego en la memoria (al menos en la mía). El caso es que La pianista me pareció una película muy interesante, así que me puse a buscar otros títulos de Haneke, en particular, Funny Games.

Tarea imposible; no había ni uno solo disponible en DVD. Más tarde, me enteré, con una o dos semanas de retraso, de que se había estrenado en España Caché (2005), ganadora de tres premios en Cannes y cinco del Cine Europeo. Cuando quise ir a verla, ya había desaparecido de las escasas salas donde se estrenó. Tampoco la encontré en DVD; al menos en los videoclubs de mi zona. Huelga decir que tampoco se ha emitido ninguna película de Haneke en las televisiones generalistas (o, al menos, yo no me he enterado).

Bueno, pues ayer emitieron en uno de los canales digitales de TV Funny Games y por fin pude verla. ¿Mi opinión? Es una obra maestra y uno de los films más terribles que he visto. El argumento es muy sencillo: un matrimonio y su hijo pequeño llegan de vacaciones a su casa de campo, situada junto a un lago. Mientras se están instalando, aparecen dos jóvenes conocidos suyos; se trata de dos casi adolescentes de clase media alta tremendamente educados. Pero, pese a su amabilidad, se resisten a abandonar la casa, hasta que, finalmente, secuestran a la familia y, siempre con gran amabilidad, comienzan a someterla a una serie de juegos sádicos que concluirán con la muerte.

El argumento no es especialmente original –de hecho, resulta similar al de la penúltima película de Elia Kazan, Los visitantes (1972)-. pero sí lo es el tratamiento. En realidad, toda la película está construida con el objetivo de destruir las expectativas de los espectadores. Haneke, astuta y sibilinamente, va sembrando a lo largo del metraje una serie de indicios que, en un film convencional, conducirían hacia un final complaciente con el espectador. Pero éste no es un film convencional, de modo que todo lo que el espectador espera y desea se ve progresivamente frustrado. De hecho, uno de los jóvenes villanos se dirige a cámara en tres o cuatro ocasiones, precisamente para burlarse del espectador y de lo que éste cree que va a pasar. Es más, hacia el final de la película hay una polémica secuencia en la que por fin creemos que las cosas van a ser como esperábamos; pero el realizador, mediante un gimmick tan artificial como irónico, da marcha atrás y corrige la secuencia. Quienes critican esto argumentan que rompe la unidad dramática del film, introduciendo un elemento casi humorístico y totalmente arbitrario que, repentinamente, nos hace conscientes de que eso que estamos viendo es una ficción. Y es cierto, pero la tensión del relato es tan grande en esos momentos que, sinceramente, los espectadores agradecemos el respiro.

Por otro lado, siendo, como es, Funny Games una película muy violenta, la violencia más física siempre se produce fuera de cuadro; la escuchamos, pero no la vemos. Incluso sus efectos son siempre presentados sin énfasis, en segundo plano. No obstante, esto, lejos de suavizar la tensión, hace que la cinta sea más desasosegante y estremecedora aún. Y es que, aunque nos limitemos a contemplar Funny Games como una mera película de psicópatas –en realidad, los “malos” de Haneke son, sensu stricto, sádicos-, la película austriaca resulta mil veces más sobrecogedora que cualquier thriller yanqui de psicópatas desde Seven (1995) hasta nuestros días.

Sin embargo, aunque Seven es dos años anterior a Funny Games, podemos encontrarla en cualquier videoclub sin problemas. Y quien dice Seven, que a fin de cuentas es una excelente película, dice también Halloween H20, Sé lo que hicisteis el último verano o cualquier tontería semejante. Es decir, podemos encontrar sin dificultades casi cualquier película norteamericana producida durante las últimas dos décadas, pero resulta complicadísimo, si no imposible, acceder a la mayor parte de la actual filmografía mundial, incluyendo la europea. Aunque se trate de obras maestras y hayan sido rodadas poco tiempo atrás.

El por qué de esta absurda situación es sencillo: la distribución cinematográfica, tanto en salas como en DVD, está en manos de los yanquis, de modo que estos nos imponen, queramos o no, sus productos made in Hollywood, al tiempo que frenan la entrada en el mercado de productos provenientes de otras filmografías. El problema es que, dado el lamentable estado creativo en que se encuentra Hollywood hoy por hoy, la mayor parte de lo que se estrena, la mayor parte de los que se distribuye en DVD, la mayor parte de las películas a las que tenemos acceso, son, en general, absolutas estupideces. Y esto es perverso, porque hubo una época –ay, tan lejana- en la que el mejor cine se hacía en Estados Unidos, pero eso ya no es así. De hecho, el mejor cine no procede de ningún país en concreto, sino que puede surgir en cualquier lado. Austria, México, Corea, Taiwan, Alemania, Bélgica, Italia, China... todos estos países, y otros muchos (incluso España), han producido durante la última década una o más películas excelentes que no hemos podido ver, o hemos visto con dificultades, dada su escasa y precaria distribución.

¿Queréis saber el colmo del absurdo? Pues veréis, Funny Games tiene un acabado técnico impecable y sus actores (germanoparlantes, claro, pues la película es austriaca) realizan un trabajo soberbio. Pues bien, el propio Haneke ha rodado en Estados Unidos un remake de la película con el mismo guión e idéntica planificación, solo que en inglés e interpretado por actores anglosajones (Naomi Watts, Tim Roth, Brady Corbet y Michael Pitt en los papeles principales). ¿No es esto una locura? Vale, a mí me encanta Naomi Watts y creo que Tim Roth, cuando no se pasa tres pueblos, es un excelente actor, pero ¿qué sentido tiene hacer una fotocopia de algo que ya estaba bien tal y como estaba? Ninguno, salvo el sencillo hecho de que los norteamericano son absolutamente incapaces de prestarle atención a algo que no provenga de su país, por bueno que sea.

Ay, señor, señor, qué época tan estúpida nos está tocando vivir...