
Pero las cosas no son tan sencillas; los varones no nos limitamos a ser abejorros polinizadores (aunque nos encantaría), sino que asumimos una serie de roles mediante los que contribuimos al mantenimiento de la especie. Dado que poseemos mayor masa muscular que las mujeres, hemos adoptado el papel de proveedores de alimentos (aunque esto, como veremos, es relativo) y defensores. Catering y servicios de seguridad, esas son nuestras especialidades. Así pues, en los primitivos grupos humanos los hombres protegían al clan y cazaban, mientras que las mujeres se ocupaban del cuidado de la prole y de recolectar alimentos. Este modelo prehistórico de reparto de papeles se ha perpetuado durante milenios hasta hace muy poco, con la única diferencia de que los machos dejaron de cazar y se pusieron a ejercer los trabajos remunerados necesarios para mantener, no al clan, sino a la familia.
No obstante, hay dos puntos que conviene aclarar. En primer lugar, los antropólogos que han estudiado a los actuales grupos humanos de cazadores-recolectores, han descubierto que aproximadamente (cito de memoria) el 80% de las proteínas consumidas por el grupo provenían de la recolección y sólo el 20% de la caza. Pero, ojo, de la recolección se ocupaban las mujeres, los niños y los ancianos, no los varones adultos, de modo que hay que cuestionar mucho el papel del macho como proveedor de alimentos. Además, en el neolítico, con el advenimiento de la agricultura, el trabajo se distribuyó por igual entre hombres y mujeres; aunque, eso sí, la mujer siguió ocupándose en exclusiva del cuidado de la prole. En segundo lugar, hubo un momento en el pasado en que las bestias salvajes descubrieron que los humanos éramos mucho más bestias y salvajes que ellas, así que decidieron no meterse con nosotros. Entonces, ¿de qué protegían los hombres a las mujeres? Sencillo: de otros hombres. Nuestro sexo era la solución y el problema al mismo tiempo. Aunque, me apresuro a añadir, esto no era arbitrario; como hemos visto, la supervivencia de un clan (de una comunidad humana) depende del número de hembras, de modo que éstas se convierten en un bien fundamental. Así pues, no era nada raro el “robo” de mujeres. Por ejemplo, el padrino de boda cumplía antaño el papel de guardaespaldas de la novia, para evitar que fuera secuestrada.
En fin, prácticamente todas las sociedades humanas adoptaron una estructura patriarcal en la que el hombre era dominante y los papeles estaban claramente distribuidos. Hasta hace poco. En la entrada anterior comenté la revolución femenina del siglo XX, así que no voy a repetirme; la mujer comenzó a abandonar sus roles tradicionales y está ocupando nichos laborales y sociales secularmente destinados a los hombres. Esto supone una revolución social, pero también psicológica, pues poco a poco se va consolidando un modelo de mujer –libre, autosuficiente y fuerte- que hasta hace nada era inimaginable. Paralelamente, los valores sociales cambian y los modelos sexuales se cuestionan; la sociedad, poco a poco, se feminiza.
Todo lo cual, como es lógico, nos afecta de lleno a nosotros, los machos de la especie. Ellas cambian, así que nosotros debemos cambiar también, pero ¿en qué sentido? ¿Qué significa ahora ser “hombre”? A primera vista, la revolución femenina (que a fin de cuentas es una revuelta contra el macho) no ha hecho más que arrebatarnos privilegios y socavar el pedestal sobre el que se alzaba nuestro sexo. Aparentemente, los hombres hemos salido perdiendo al vernos obligados a compartir con las mujeres lo que tradicionalmente era nuestro. Pero ojo, sólo aparentemente; luego daré mi opinión al respecto.
Pero antes vamos a comentar un tema que se suscitó en la anterior entrada: ¿Son los hombres más simples que las mujeres? Mucha gente (sobre todo mujeres, claro) afirma que sí; de hecho, se trata de uno de los tópicos hembristas (equivalente femenino a machista) más extendidos: las mujeres son complejas y los hombres simples. Pero, ¿es cierto? En mi opinión, evidentemente no; hombres y mujeres somos igual de complejos, aunque la complejidad no está idénticamente repartida. Porque, reconozcámoslo, ese falso tópico parte de una realidad parcial: la sexualidad masculina es más simple que la femenina. En realidad, nuestra sexualidad, la de los machos, parte de un principio biológico sencillísimo: “si puedes follar, folla”. Punto. La mujer, por el contrario, debe elegir para aparearse al macho más adecuado (según los criterios del momento), y ese proceso de elección complica sumamente las cosas. Por lo demás, la sexualidad de la mujer es más lenta y llena de matices que la del hombre y... en fin, qué os voy a contar que no sepáis. Los hombres hacemos muchas tonterías a causa del sexo, y eso se debe a lo primario de nuestro instinto. Ahí, ellas nos ganan por goleada.
No obstante, hay algo en lo que los hombres somos mucho más complejos que las mujeres: nuestra habilidad para jugar. Pero antes de seguir, definamos “juego”. Según la RAE: Ejercicio recreativo sometido a reglas, y en el cual se gana o se pierde. Ahí está todo dicho; el juego consiste en una actividad divertida, reglamentada y, esto es muy importante, sujeta al éxito o al fracaso y, por tanto, competitiva. Pues bien, al parecer el núcleo de la agresividad humana reside en el hipotálamo, y se da la circunstancia de que los hombres tenemos más grande el hipotálamo que las mujeres, lo cual justificaría la evidencia cotidiana de que los hombres somos más agresivos que las mujeres. Así, de entrada, lo de la agresividad suena chungo, pero es un factor importantísimo para la supervivencia, de modo que no la desdeñemos alegremente. El caso es que los hombres somos más agresivos, lo que nos impele a competir; si a eso le unimos que, al no estar sujetos a las cadenas de la maternidad -lo cual nos libera de múltiples responsabilidades-, nuestra visión de la vida es más individualista y menos pragmática que la de las mujeres, ¿qué obtenemos? Jugadores natos.
De hecho, nuestra actividad reproductiva tiene matices lúdicos. Los machos damos la salida a un montón de espermatozoides que compiten –echan una carrera- para ver quién llega primero al óvulo. El clásico juego de pierde-gana. Pero hablemos en serio y echémosle un vistazo bajo esta óptica a la distribución de roles en las sociedades primitivas. Los hombres se reservaban la actividad de la caza, aunque ya hemos visto que esa práctica sólo aportaba un quinto de las proteínas necesarias para el clan. Vale, de acuerdo, un filete de mamut resulta mucho más suculento que un montón de bayas, frutas, raíces, vegetales y huevos, pero no deja de ser un lujo, un capricho; sin duda, los machos hubiesen sido mucho más productivos si, en vez de pasar días y días cazando, se hubieran dedicado a recolectar. Pero es que cazar es divertido –un juego-, mientras que recolectar es un coñazo; y prueba de ello es que la caza sigue siendo hoy una actividad recreativa por la que es necesario pagar, mientras que la recolección es un duro trabajo por el que se cobra. En cuanto a la guerra, en sus formas primitivas, era sin duda el juego por excelencia, la actividad de pierde-gana definitiva. De hecho, hoy en día muchísimos deportes, empezando por el fútbol y acabando por el ajedrez, no son más que simulacros de la actividad bélica. Eso por no hablar del tiro con arco, la esgrima, el lanzamiento de jabalina o el boxeo y todas las variedades de lucha personal, que son directamente actividades bélicas. Quizá el primero de todos los juegos consistiera precisamente en dos machos dándose de leches.
La cuestión es que esas habilidades lúdicas han ido evolucionando con el tiempo hasta el punto de que los hombres pueden convertir en juego casi cualquier actividad susceptible de ganar o perder, algo que se ve claramente en el mundo empresarial, donde la competición externa (contra otras empresas) y la interna (contra otros colegas) se acaban transformando en un juego abstracto donde lo importante es ganar o perder, no qué se gana y qué se pierde. El ejemplo más extremo de esto sería la bolsa, un puro juego de azar capaz de erigir imperios y destrozar vidas. Resumiendo, los hombres poseen una especial habilidad para jugar y para crear los juegos más sofisticados; algunos de esos juegos son terribles, otros son obras de arte; pero todos son, o pueden llegar a ser, tremendamente complejos. En eso, el hombre es más sofisticado que la mujer. De hecho, la naturaleza pragmática y realista de muchas mujeres les impide entender el sentido de los juegos masculinos, así que los consideran una muestra más de la superficialidad del hombre, cuando en realidad son complejos mecanismos de supervivencia. Me apresuro a añadir, que eso no significa que la naturaleza lúdica del hombre sea incompatible con la naturaleza pragmática de la mujer; por el contrario, lo que significa es que hombres y mujeres son socios perfectos, pues cada uno aporta habilidades y estrategias distintas, pero compatibles, para afrontar la realidad.
Hay otros aspectos en los que el hombre es más complejo que la mujer, y viceversa, pero no vale la pena seguir tratando este tema; los seres humanos somos tremendamente complicados por naturaleza y ahí no hay distinción de sexos. Pero, volviendo al principio, ¿hemos salido perdiendo los varones con la revolución femenina?
En mi opinión, todo lo contrario: hemos salido ganando, porque al liberarse la mujer, los varones nos hemos liberado de nosotros mismos. Vale, puede que haya un puñado (o muchos puñados) de tarugos que, al ser despojados de su condición de machos alfa, van por ahí como zombis sin identidad, sintiéndose castrados y preguntándose cuál es su rol de hombres. La pregunta que yo me hago es ¿por qué narices debo configurar mi identidad en base a mi sexo? ¿Por qué tengo que echar de menos el papel de patriarca si los patriarcas me aburren y ni yo mismo me creo ese papel? Antes que varón, o cualquier otra cosa, soy César, un ser humano con su propia identidad; el sexo sólo es una parte de mí, y no la más importante. Me alegro infinitamente de que las mujeres nos hayan librado a los hombres de esa carga milenaria que eran los roles tradicionales; ahora ya no tenemos que fingir fuerza cuando estamos exhaustos, no tenemos que bloquear la expresión de nuestras emociones ni que rumiar en soledad nuestras debilidades y problemas. Ahora, por fin, tenemos compañeras con las que compartirlo todo, porque no esperan que seamos Superman o el príncipe azul, sino simplemente sus iguales. A hacer puñetas los roles tradicionales; ya no son necesarios y, a fin de cuentas, ¿no es mejor que cada cual invente su propio papel en la vida?
Bueno, pues ahí está; lo que más me gusta de los hombres es su habilidad para jugar. Y precisamente por eso, porque el juego es la especialidad de nuestro sexo, estoy seguro de que más temprano que tarde los hombres inventaremos un juego en el que los nuevos roles sexuales tengan perfecta cabida. Sólo es cuestión de tiempo, imaginación y ganas de jugar.