
Somos gilipollas, sí, y además lo sospechamos. Vale, desde un punto de vista personal todos nos consideramos más listos que el hambre, todos tenemos un alto concepto de nosotros mismos; pero debe de existir una zona en nuestro cerebro, dedicada al cómputo de datos, que nos susurra: “mira, chaval, teniendo en cuenta la cantidad de soplapolleces que has hecho y dicho en el pasado, lo más probable estadísticamente es que en este mismo instante estés haciendo o diciendo una soplapollez”. Esto no se lo reconocemos ante nadie, por supuesto, pero la vocecita está ahí, haciéndonos dudar de nuestra capacidad para interpretar el mundo. No lo formulamos de una forma coherente, ni siquiera articulada, pero en el fondo desconfiamos seriamente de nosotros mismos, y nos tememos que, en cualquier momento, los demás acaben por darse cuenta de que somos un bluf y nos digan con una ceja levantada: “Coño, César, ahora que caigo eres un capullo integral”. Y eso no lo podemos aceptar, claro, de modo que tenemos que esforzarnos en mantener íntegra la farsa de nuestra propia imagen. Para ello, no hay nada como jugar a lo seguro; es decir, aceptar lo que acepta la mayoría y no cuestionar jamás lo que parece evidente.
Vamos a imaginar un caso práctico. Supongamos que estamos en una reunión de trabajo en la que se pide a los participantes que valoren y den su opinión sobre algo, un asunto importante que tiene equilibrados sus pros y sus contras. Bien, los tontolculo totales dirán la primera chorrada que se les ocurra y se quedarán tan panchos. Pero, en contra de lo que podría pensarse, tampoco hay tantos tontolculo totales en el mundo. Por supuesto, hay muchos más que genios, pero no son la mayoría; en realidad, la mayor parte de los humanos nos movemos en las grises franjas de la mediocridad. Entonces, ¿qué hacemos los mediocres en el caso de esa hipotética reunión de trabajo? Pues decir unas cuantas vaguedades que no comprometan a nada y esperar a ver qué rumbo toma la mayoría. Entonces, cuando la mayoría de los participantes perfilen una respuesta concreta, nos sumaremos a ella con entusiasmo. Porque si resulta ser la respuesta correcta, yo formaré parte de los victoriosos, y si es incorrecta, no la habré cagado yo, sino que la habremos cagado mancomunadamente la liga de los mediocres, con lo cual la responsabilidad se diluye. Claro está que podría enfrentarme a la mayoría y dar mi propia respuesta, en cuyo caso, si acertara, me convertiría en el héroe. Pero, conociéndome como me conozco, ¿cómo cojones voy a fiarme de mí?
El mecanismo que acabo de exponer no es una mera teoría, sino el fruto de haber participado en centenares de reuniones de trabajo en mi época de publicitario. De hecho, al comienzo de mi carrera tuve una jefa –directora del Departamento Creativo de una prestigiosa agencia multinacional-, que actuaba exactamente así. Era una pésima creativa y no tenía ni zorra idea de publicidad, aunque al mismo tiempo era una brillantísima relaciones públicas dedicada en cuerpo y alma a promocionarse a sí misma. El caso es que, a la hora de decidir la creatividad para una campaña importante, reunía al departamento, escuchaba la opinión de todos y finalmente decidía lo que decidía la mayoría. Jamás mostró el menor indicio de poseer criterio propio, pero eso no le supuso un obstáculo a la hora de desarrollar una exitosa carrera profesional. Más bien al contrario.
Pero no creamos que esto se circunscribe al mundo del trabajo, pues en realidad afecta a todos los aspectos de la vida. Por ejemplo, a la cultura. ¿Cómo valoramos la calidad de un producto artístico? ¿Basándonos exclusivamente en si nos gusta o no? De ninguna manera; eso es arriesgadísimo. Supongamos que leo una novela de un autor desconocido recién aparecida en el mercado y me gusta un huevo. ¿Eso indica que se trata de un buen libro? Para nada; la zona cerebral de cómputo de datos me recuerda la cantidad de veces que me han gustado auténticas chorradas –o no me han gustado obras maestras-, y eso me hace dudar. Para tomar una postura con respecto a ese libro, o cualquier otro, necesito baremos distintos. En primer lugar, su acogida entre los lectores y/o la crítica (es decir, la opinión mayoritaria). En segundo lugar, la reputación del autor; si es un escritor consagrado, el libro será bueno (porque la mayoría así lo dicta). Por último, la apariencia: ¿el libro parece serio? Porque si no lo parece, no puede ser bueno, claro.
Ese último punto es el responsable de que géneros literarios completos hayan sido arrojados al cubo de la basura. Comenzando por el humor. El humor, por naturaleza, no puede adoptar el tono típicamente grave y engolado que se le supone a la “literatura trascendente”; el humor es burbujeante, ligero y sospechosamente divertido. Eso último nos perturba mucho: si el libro me ha divertido, a mí que soy un idiota, hay que recelar. En el fondo, sospechamos que la “alta literatura” se alcanza como el cielo: mediante el martirio. Si el libro se me cae de las manos, buena señal; si me aburre monstruosamente, debo de estar frente a una obra maestra. Desde esta perspectiva, resulta evidente que el humor es indigno, porque no dice cosas “importantes”; y si las dice, no lo hace en tono “importante”.
Personalmente creo que el humor es uno de los géneros más complejos, y que algunas de las mejores disecciones de la naturaleza humana se encuentran en obras humorísticas. Ahora bien, teniendo en cuenta que probablemente soy un tontolculo total, esta opinión carece de importancia. No obstante, el criterio mayoritario incurre con frecuencia en flagrantes contradicciones. Al parecer, el humor es un género menor, pero... ¿cuáles son las dos novelas clásicas más aclamadas, las que están consideradas gérmenes de la novelística moderna? 1. El Quijote. 2. La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy. Mmmm... vaya, resulta que las dos son novelas de humor, menudo conflicto. De hecho, El Quijote estuvo considerado durante casi dos siglos una obra menor (opinión que su autor compartía). Era un best seller, era divertido y daba risa, por tanto no podía ser del todo bueno. En cualquier caso, ahora es un clásico y eso, ser un clásico, nos proporciona el apoyo de sucesivas generaciones de opiniones mayoritarias, lo que nos permite afirmar sin rubor que se trata de una obra maestra, aunque no la hayamos leído. De modo que no lo leemos. ¿Para qué, si ya sabemos que nos va a gustar aunque no nos guste?
Igual suerte que el humor corren otros géneros. El thriller, la ciencia ficción o el terror son poco serios, porque no engolan la voz, porque no parecen importantes y, sobre todo, porque con frecuencia producen obras divertidas, y eso es una señal muy mala. En cuanto a la fantasía, podemos decir que se encuentra bajo permanente sospecha. Hay demasiados clásicos fantásticos como para echar el género a la basura, pero, qué demonios, la fantasía habla de cosas que no existen. Y ahí está la clave: lo fantástico trata sobre cosas irreales, pero la irrealidad no es seria, sino infantil. Por contra, la realidad si que es seria y, cuanto más real, mejor. Somos adultos y tenemos los pies en el suelo, ¿no? Pues entonces agarrémonos con fuerza al realismo, que si bien no nos da la menor garantía de calidad, al menos nos permite pisar un terreno menos resbaladizo. Podría señalarse, por supuesto, que con frecuencia esos géneros despreciados emplean sus recursos para analizar la realidad con tanta o más eficacia que el realismo, pero sería inútil; si lo hacen, no lo parece. Y ya sabemos que las cosas son lo que parecen a primera vista, no lo que, escarbando un poquito, son en realidad.
No obstante, amigos míos, todo esto funciona en ambos sentidos. Para que nos tomemos en serio algo, ese algo tiene que parecer serio; por consiguiente, nos tomaremos en serio cosas que no son serias en lo absoluto, pero lo parecen. Basta con engolar la voz, con mostrarse grave y circunspecto, con tratar temas trascendentales o, al menos, en tono trascendental, con emplear un estilo afectado y pedante; todo eso, si se hace bien, basta y sobra para que cualquier chorrada parezca una obra maestra. Y si lo parece, lo es.
Me mojaré poniendo un ejemplo: la película El Piano, de Jane Campion. Se trata de un film técnicamente impecable, con una excelente fotografía de Stuart Dryburgh, una dirección de arte soberbia, magníficas interpretaciones y una música preciosa. Guay. El único problema es que nada de lo que sucede en esa película posee la menor coherencia, el más mínimo sentido. De entrada tenemos a una mujer, Holly Hunter, que parece muda, pero no es que sea muda, sino que por alguna razón no especificada ha decidido no hablar. No ha sido por un trauma; sencillamente, la buena señora fue y dijo un día: “me callo”, y no volvió a pronunciar palabra, ni siquiera para hablar con su hija (¿qué culpa tendrá la pobre niña de las extrañas manías de su madre?). Pero ojo, no es que renuncie a expresarse, pues emplea el lenguaje de signos; se limita a no hablar, una actitud cuya consecuencia inmediata es complicarse mucho la vida a sí misma y tocarle las narices a cuantos no conocen el lenguaje de signos. Muy lógico. Ah, pero es que la mujer ha renunciado a la voz, pero se expresa mediante la música que interpreta con su piano. Muy poético. Vale, supongo que todo eso es una metáfora cuyo significado concreto se me escapa, aunque suena vagamente pseudofeminista; en cualquier caso es una metáfora tan forzada, tan ridícula en el fondo, que la señora Campion tendría que habérselo pensado dos veces antes de emplearla.
En fin, podría pasar horas hablando de todos los absurdos que hay en esa película, pero me limitaré a citar uno que los resume todos. Holly Hunter llega a Nueva Zelanda para casarse con Sam Neill, un granjero tosco y aparentemente bonachón. Junto con el equipaje, la Hunter se trae su piano; unos braceros lo están descargando en la playa, para subirlo después a un carro. Entonces, de repente, se pone a llover y los peones, como si la lluvia fuese para ellos algo mortal, deciden no cargar el piano, dejarlo abandonado en la playa y largarse echando leches. No parece una actitud muy lógica que digamos, pero vale. Ahora bien, ¿dónde dejan el piano? Lo natural sería ponerlo lejos del agua, quizá debajo de unas palmeras... pues no, lo dejan en la orilla; ya son ganas de joder. Pero, ¿por qué hacen eso, por qué se comportan de una forma tan extraña? Por un excelente motivo: para que la directora nos regale poco después unos preciosos y poéticos planos de las olas del mar lamiendo las patas del piano. Qué estético, qué forzado, qué vacío. Pero coño, cómo da el pego.
Cito esta película porque es el mejor ejemplo que se me ocurre de un producto cultural absolutamente hueco cuya apariencia, seria y trascendente, le hace parecer una obra maestra a ojos de la mayoría. Se trata de una obra tan astuta que, lo reconozco, logró engañarme mientras la veía; aunque al poco, en cuanto reflexioné sobre lo que en realidad había visto, me di cuenta de que la señora Campion estaba vendiéndome como si fuera un diamante lo que sólo era una cuenta de cristal. Ah, por cierto: seguro que algún que otro merodeador querrá discutirme mi opinión sobre El Piano. Pues es inútil, lo siento; a quien se proponga hacerlo, le sugiero que vuelva a ver la película sin fijarse en su envoltura externa y prestando mucha atención a la coherencia interna. Luego, si quiere, hablamos.
Para terminar, que esto ya es más largo que un discurso de Fidel, me gustaría señalar lo más triste de todo. Antes di a entender que sólo los tontolculo totales se atreven a expresar opiniones distintas a las de la mayoría, y eso evidentemente es falso. También los genios van contra corriente (y gracias a eso el mundo avanza poquito a poco). El problema, la deprimente cuestión, es que muchas veces, a nosotros, los mediocres, nos resulta imposible diferenciar al genio del tontolculo total. Y así vamos.