
El segundo momento se produjo uno o dos años más tarde, cuando visité con mi familia la Alhambra, La Roja. Es difícil explicar lo que sentí; fue como cruzar un puerta y adentrarme en un universo paralelo donde todo era armónico y apacible. Aquello era pura belleza; no, más que belleza: era una sensación casi mística de plenitud, un estado alterado de conciencia. Esa experiencia me enseñó que la magia existe y se llama arte.
Muchos años después, a comienzos de los 80, regresé a Granada con Pepa, la reina mora que hoy es mi mujer y entonces era mi chica. Estábamos recién enamorados y era primavera; el aroma de las flores que crecían en las faldas de Sabika, la colina sobre la que descansa La Roja, lo impregnaba todo. La combinación Alhambra+amor+primavera fue explosiva. A partir de entonces empecé a leer mucho sobre los reinos hispanoárabes y el arte islámico, sobre todo en lo referente a Granada. Pepa y yo regresamos en años posteriores otras tres veces a esas tierras y en cada ocasión fuimos a la Alhambra, pero no limitándonos a una simple visita, sino pasando el día allí, hasta que nos echaban. Llevábamos unos bocatas y unas botellas de agua y recorríamos durante horas todo el recinto, los palacios, las torres, los jardines; no mirando la Alhambra: sintiéndola.
El sábado pasado realizamos por primera vez la visita nocturna. Tiene limitaciones en cuanto a recorrido y tiempo de estancia, pero hay menos gente y me apetecía ver La Roja de noche. Hubo un pequeño detalle chungo: El Patio de los Leones es, en mi opinión, una de las obras arquitectónicas más hermosas de todos los tiempos. Se trata de una representación del paraíso islámico: los canales de agua que convergen en la fuente central representan los cuatro ríos del edén y las columnas un bosque de palmeras. La estructura del patio provoca que nunca estés totalmente “dentro” ni totalmente “fuera”, sino que todo sea una suave progresión en un sentido u otro.
Pues bien, resulta que se han llevado los doce leones de la fuente para su restauración, lo cual me parece muy bien. Pero, por algún motivo que no logro discernir, han montado una estructura de cristal y madera sobre la pila. La estructura es enorme y tiene excesiva madera, de modo que ocupa demasiado espacio, tiene demasiada masa, rompiendo así el equilibrio del recinto. Una cagada. A cambio, Pepa y yo estuvimos unos minutos totalmente solos en el Patio de los Arrayanes, sentados frente al estanque central. Todo un lujo. Además, en el Palacio de Calos V, justo al ladito, estaba actuando la Filarmónica de Londres y mientras estábamos allí escuchábamos una composición de Falla. Y luego otro lujo: pasear por el parador de San Francisco contemplando el Albaicín y escuchando los lejanos lamentos flamencos que nos llegaban desde el Sacromonte. Y un último lujo: dormirte en tu camita viendo a través de la ventana el Generalife.
La Alhambra es uno de los lugares más hermosos del planeta. En mi cómputo personal, lo sitúo a la misma altura que Saint Michel, Venecia, Uxmal, Chenonceaux o Compostela; pero hay una diferencia: todo en la Alhambra está concebido para el deleite de los sentidos. La frescura de los patios y el agua, el trinar de las aves, el murmullo de las fuentes, los juegos de luz y sombra, el aroma de las plantas, un trazado irregular que oculta sorpresas a la vuelta de cada esquina... Las grandes obras arquitectónicas son, en realidad, máquinas de producir sensaciones y sentimientos; hay edificios que invitan al recogimiento, algunos sobrecogen y otros te sosiegan. La función de la Alhambra es dar gustito.
El más noble de los propósitos, si queréis mi opinión.
