miércoles, marzo 23

Eduardo Mallorquí (II)

Eduardo nació en Barcelona en mayo de 1943; creo que el 19 o el 20, no lo recuerdo. Era el segundo hijo de José y Leonor; el primogénito, José Carlos, había nacido en diciembre del 39. Dado que yo vine al mundo en el 53, no conocí la niñez de Eduardo, así que todo lo que sé al respecto es de oídas. Como suele ocurrir, la relación entre mis hermanos estuvo desde el principio marcada por los celos. José Carlos era un niño grande, rubio, de ojos azules, guapísimo. Eduardo era pequeño, moreno, de ojos castaños y tirando a feucho. De hecho, fue un bebé ochomesino. Nuestra madre, embarazadísima, decidió limpiar un baño con lejía y amoniaco, y al inspirar los gases que esos líquidos desprendían se le adelantó el parto. Eduardo solía decir que un poco más y le sacan con hurón. Nuestro padre anotó en un cuaderno el nacimiento de su segundo hijo de esta manera: “A tal hora ha nacido Eduardito. Mide tanto y pesa tanto. Es verde”.

Así que tenemos a dos hermanos: el mayor es guapo de parar el tráfico, mientras que el pequeño, mucho menos agraciado, se convierte en el niño más encantador del mundo, en un seductor nato. Si llegaban visitas a casa, lo primero que hacían era asombrarse de la belleza de José Carlos, pero a la media hora ya estaban atrapados por la simpatía y el encanto de Eduardo. Si añadimos que J. C. era un niño formal y un extraordinario estudiante, mientras que Eduardo era travieso y un desastre en el colegio, ya tenemos servido el conflicto. Celos mutuos garantizados. No obstante, la infancia de Eduardo fue muy feliz. Él mismo lo reconoce en su Diario:

-Mi feliz infancia fue un regalo envenenado en tantos sentidos que bastaría un toque de neurosis para convertir aquellos recuerdos en macabros (...)
*Pero tu infancia fue felicísima.
-Ya, pero terminó hace cuarenta años y aún la estoy pagando. Del regalo de mi niñez pagué el capital y llevo toda una vida pagando los intereses. Todo fue precioso, perfecto; pero... carísimo.

¿Cómo puede convertirse una infancia feliz en una herencia terrible? Eduardo mismo lo reconoce: con mucha neurosis. El hombre que escribió las anteriores líneas tenía 48 años y aún no había superado la pérdida de la inocencia. Nunca lo hizo. Supongo que eso dice mucho acerca de su psicología.

En 1954 mi padre comenzó a trabajar para la SER y la familia se trasladó a Madrid. Imagino que eso, abandonar su entorno y sus amigos, fue duro para mis hermanos. Sin duda, fue durísimo para Eduardo, sobre todo porque encajó mal en el nuevo colegio, el San Fernando. Según su Diario: “En la clase de Segundo A del 54-55 hubo veinte expulsiones, y en sus palabras de fin de curso de aquel año, el padre Rector excluyó de su felicitación a ‘Segundo A, que ha sido la peor clase en la historia del colegio’. Y entre aquella pandilla de delincuentes caí yo, un inocente catalancito que en Barcelona tenía fama de salado”.

El caso es que a Eduardo el colegio le ponía literalmente enfermo. Tanto es así que, cuando cumplió 14 años, se empeñó en dejar los estudios. Y nuestros padres, con la única oposición de José Carlos, se lo permitieron. Fue una insensatez. En descargo de Pepe y Leonor, cabe señalar que ninguno de los dos recibió más formación que la escolar básica, eran autodidactas, y, como sus vidas habían sido razonablemente prósperas, no valoraban especialmente la educación académica. En cualquier caso fueron unos irresponsables y Eduardo nunca se lo perdonó.

*¿Cuál es el mayor reproche que les haces (a tus padres)?
-Me enseñaron un mundo que nada tenía que ver con el real. Permitieron que, a los catorce años, tomase una decisión que iba a marcar toda mi vida. Eso no se le hace a un hijo.
*¿Te refieres a dejar de ir al colegio?
-Sí.

Dado que Eduardo ya no estudiaba, lo lógico era que aprendiese un oficio. Y como redactaba bien y tenía chispa, ¿por qué no seguir la carrera de nuestro padre? A partir de ese momento, Eduardo se convirtió en algo así como el secretario de José Mallorquí, ayudándole sobre todo a convertir los guiones radiofónicos en novelas. Según la “planificación” de su futuro, luego comenzaría a traducir del inglés para aprender el oficio (como había hecho nuestro padre) y, finalmente, daría el salto a la novela.

Permitidme una opinión personal. Consentir que Eduardo dejase los estudios fue una insensatez, pero marcarle como modelo y objetivo la carrera profesional de nuestro padre fue una barbaridad aún mayor. Para los más jóvenes aclararé algo: en los años 50 y 60, José Mallorquí era el escritor de novela popular más famoso de España, y uno de los más conocidos en Europa y Latinoamérica. Era un mito, como lo sigue siendo para mucha gente hoy en día. Su éxito, sobre todo con El Coyote, había sido inmenso. Teniendo eso en cuenta, ¿cómo puede decírsele a una chaval de 14 años que debe ser como ese escritor? Joder, qué pesada carga, qué descomunal responsabilidad... Además, el aprendizaje literario de nuestro padre fue una auténtica locura. Por ejemplo, aprendió a traducir el inglés sin más ayuda que un diccionario, e incluía sus propios relatos, sin decírselo a nadie (ni cobrar por ello), en las antologías que traducía. Si las cosas le fueron bien fue porque estaba dotado de una gran voluntad y un inmenso talento. Pero ¿qué ocurre si no tienes tanta voluntad ni tanto talento?

Durante la segunda mitad de los 60, Eduardo comenzó, según lo previsto, a traducir del inglés. Creo que lo hacía bien; era muy meticuloso. Y por esa época también empezó a colaborar en la revista de humor La Codorniz, dirigida por Álvaro de La Iglesia con Víctor Vadorrey como redactor jefe. Eduardo era un excelente humorista, sus artículos estaban llenos de ingenio y talento. No tardó en convertirse en el crítico teatral de la revista y, al poco tiempo, ya se relacionaba con todo el mundo del espectáculo.

Aquél fue el mejor Eduardo que conocí. Estaba lleno de optimismo y energía, las cosas marchaban. Por esa época yo rondaba los quince o dieciséis años. Dada la distancia temporal que me separaba de mis hermanos (10 años con Eduardo, casi 14 con José Carlos), me había criado entre adultos y la conexión con mi familia era un tanto distante. Pero entonces Eduardo se aproximó a mí; de hecho, se convirtió en algo así como mi preceptor. Hablábamos mucho, me recomendaba libros y películas, me llevaba al teatro (con él vi la mítica Castañuela 70), me presentaba a actores famosos (Concha Velasco, Juan Diego, Emilio Gutiérrez Caba, Juan Echanove y muchos otros), me guió por los círculos de la bohemia madrileña, me descubrió un mundo desconocido para mí. Gracias a su intercesión, comencé a colaborar en La Codorniz con sólo 17 años de edad. Yo adoraba a Eduardo; era mi guía, mi gurú, mi Pigmalión, mi héroe, mi modelo. No os podéis hacer una idea de hasta qué punto le admiraba.

La relación de Eduardo con el resto de la familia era compleja y conflictiva. Con José Carlos se llevaba como el culo de mal; tanto que en más de una ocasión le agredió físicamente (un error, porque nuestro hermano mayor era sensiblemente más grande y fuerte que él). En realidad, a Eduardo le corroían los celos; pensaba que nuestros padres sentían debilidad por su primogénito y se lo consentían todo, y le sacaba de quicio que, mientras él curraba, José Carlos “se tocase las narices” estudiando arquitectura. Lo que Eduardo olvidaba es que era él quien había elegido ese camino; nadie se lo había impuesto.

Por otro lado, su relación con nuestros padres estaba llena de altibajos. Tenían grandes, tremendas broncas, pero también una gran complicidad. Hablaba mucho, muchísimo, con nuestra madre y sentía devoción por nuestro padre. No obstante, Eduardo veía las cosas de un modo deformado. Según su óptica, nuestra madre prefería a José Carlos y nuestro padre a él, pero como nuestro padre no quería contrariar a su mujer, siempre se ponía del lado de su hijo mayor. Así que en la familia había dos grupos: nuestros padres y José Carlos por un lado, y por otro él. Supongo que en cierto modo me escogió como aliado; dada mi extrema juventud no iba a ayudarle mucho, pero al menos podía desahogarse conmigo.

Entonces, en 1967, sucedió algo terrible. A nuestra madre le diagnosticaron mieloma múltiple, un cáncer sanguíneo. Su esperanza de vida era de unos tres años. Ese fue el comienzo del resquebrajamiento de nuestra familia y el primer paso hacia el desastre en la vida de Eduardo. Ahí cambió todo.

Estoy a punto de cumplir los cuarenta y ocho años, y estoy terminando de asimilar lo que significa cumplir los cuarenta. Voy bien, porque, qué demonios, asimilar los cuarenta significa asimilar que estás tan en la rueda como todo el mundo y tan abocado a morirte como todos los que antes que tú se murieron. Ahora sólo me queda asimilar los impuestos, y ya estaré preparado para el bien morir”. Diario, Eduardo Mallorquí. 17 de mayo de 1991.

Continuará.

9 comentarios:

Miroslav Panciutti dijo...

Supongo que tiene que costar escribir lo que estás escribiendo. En todo caso, los dos posts me han parecido tremendamente interesantes y me han hecho pensar en mi propia familia. Espero con impaciencia el siguiente.

Júlia dijo...

Evidentemente me ha encantado lo que has escrito, de verdad. Ya tengo ganas de leer la continuación.

Pascu dijo...

Gracias. Por lo que toca a los que estamos a tiempo.

Boeder Escalier. dijo...

El último texto de tu hermano es sencillamente genial.

Merak dijo...

Félix, el protagonista de El Viajero Perdido, me recuerda mucho a tu hermano. ¿Tal vez fue un pequeño esbozo de lo que tenías en mente para él?

Me están gustando mucho estas entradas. Y sí, permitir que dejara de estudiar fue un error. Mi hermana mayor, con la que me llevo 11 años, lo dejó a los 16, cuando mi padre murió. Mi madre se lo permitió porque estaba cansada y muy mal emocionalmente, no se paró a pensarlo; de hecho, mi padre en vida jamás le hubiera consentido dejar los estudios. Ahora, le tiene envidia a mi otra hermana mayor, licenciada en Filología Hispánica con master en Teatro. Y un poco a mí, que en un par de años acabaré Traducción e Interpretación. Claro, que mi otra hermana y yo pensamos que en el fondo le doy pena por mi inexistente vida sentimental. Así de simple es mi hermana a veces. Lo peor es que si hubiera estudiado, sería mucho mejor intérprete que yo, tenía una facilidad tremenda para los idiomas.

En fin, que en cierto modo me recuerda un poco a tu hermano. También se lleva a matar con mi otra hermana, aunque en mi familia quien más sustos dio fue la mediana. Curioso, pero es lo que suele pasar cuando hay tres hijos: siempre el de en medio se siente poco querido, menos especial, un estorbo.

Espero con ganas la tercera parte, que ya me estaba tardando mucho en llegar esta segunda. Un beso

CorsarioHierro dijo...

Gracias por mostrarte de esta forma. Tan pronto eres duro como cariñoso con el recuerdo de tu hermano. Supono que la vida es así.

Velda Rae dijo...

Tengo 48 años. Leo ese párrafo de tu hermano y le entiendo... Cómo le entiendo. :-S

Anónimo dijo...

todos llevamos demonios y cosas buenas dentro, el problema es cuando esos demonios pesan más y te acaban comiendo...la verdad, yo no entiendo a tu hermano (alguna explicación tendría)...aq es normal achacar la culpabilidad de ciertas cosas a otros...pero intentar enderezarlas, si puedes, es mejor que lamentarse...quizá tu hermano tuviera algún tipo de enfermedad mental, pero no se, las personalidades a veces son así...
la vida es una mierda, está claro, pero tpco vamos a dejar que nos coma así como así...aq vete a saber qué tenía en la cabeza cuando se quitó la vida...no se, ¿no hubo ningún signo o intento de comunicarse antes contigo o alguno de tus hermanos?...
Mazarbul

César dijo...

Merak: Félix es un buenazo y mi hermano no lo era, aunque ambos estaban igual de perdidos. Tienes razón en que los hermanos de en medio (cuando hay 3) suelen compartir caracterísiticas. Entre ellas una perturbación psicológica llamada "síndrome de Caín" (que es lo que su nombre sugiere). Mi hermano la padecía, no me cabe duda.

Mazarbul: ¿Enfermedad mental? Lo he pensado mil veces, y sin duda alguna patología habría, pero más bien creo que era un problema de personalidad. Tú mismo lo dices: sus demonios acabaron comiéndoselo. De todo lo que le pasaba, siempre le echaba la culpa a los demás, y nunca intentó enmendar las cosas, porque para hacerlo habría tenido que enfrentarse a sí mismo sin tapujos, y eso era incapaz de hacerlo. Y no, nunca intentó ponerse en contacto con mi hermano y conmigo, ni siquiera cuando al final era pasto de la depresión. Su ego se lo impedía. En realidad, su ego le mató.