viernes, abril 15

Eduardo Mallorquí (VI)


Para Eduardo, el centro del universo era él mismo. Se trataba de un hombre inteligente, no cabe duda, pero se consideraba mucho más inteligente de lo que en realidad era. De hecho, estaba permanentemente en posesión de la verdad, de todas las verdades. Él era el árbitro, el fiel de la balanza, el único oráculo capaz de desentrañar la naturaleza del mundo. Jamás dudaba de sus ideas ni permitía que los demás las pusieran en cuestión; y si alguien lo hacía era un imbécil.


El problema es que esas ideas -la versión que mi hermano tenía del mundo- giraban siempre en torno a él. Y el concepto que tenía de sí mismo, aparte de elevado, era inmutable; de modo que si la realidad y ese concepto no casaban, no se replanteaba el concepto, sino que retorcía la realidad hasta conseguir que encajara con su visión de sí mismo. Y podía retorcer mucho la realidad, creedme.

Por ejemplo, la opinión que sostenía sobre nuestra familia. Según él, José Carlos era un mimado, un indolente al que le habían “comprado” el título de arquitecto, un pedante, un cobarde, un vocacional de la normalidad, un vendido. Y cosas más gordas que me callo. En fin, no es de extrañar que pensara así; José Carlos y él siempre se llevaron fatal. Nuestro padre, por su parte, era –según la visión de Eduardo- un hombre con talento, pero tan débil y acomplejado que dependía absolutamente de su mujer para relacionarse con el mundo. En cuanto a nuestra madre... Eduardo la consideraba una indolente, una egoísta que se había subido a la chepa de su marido para vivir como una reina. De pronto, era la mala de la película.

Veréis, mi familia era muy “especial”, y mi madre era especialmente “especial”. Su mayor excentricidad consistía en levantarse muy tarde, acostarse más tarde aún y apenas salir de casa. Por lo demás, era encantadora con la gente, fascinante, y todo aquel que la haya conocido puede corroborarlo. También podía ser extraordinariamente entregada a los demás. Su mayor defecto: lo absolutamente segura que estaba, el desmedido concepto que tenía de sí misma. Jamás dudó de sus creencias y actos. Como su hijo Eduardo, sólo que ella de verdad. Cuando murió, yo tenía 17 años y no me llevaba bien con ella; supongo que por entonces tenía con mis padres los mismo problemas que cualquier adolescente. Pero la quería y, pese a sus defectos, que los tenía, mi madre distaba mucho de ser la bruja perversa que dibujaba mi hermano en su imaginación. ¿Por qué Eduardo retorció las cosas para forzar esa visión de nuestra familia? Sencillo; su vida se había ido a la mierda y él no podía aceptar su total responsabilidad sobre el desastre. Necesitaba culpables, ¿y qué mejores culpables que nuestros padres? La patológica necesidad que mi hermano sentía de ser inocente hacía que esas versiones retorcidas de la realidad evolucionaran con el tiempo. Para peor. Más adelante transcribiré literalmente la opinión que, un par de décadas después, Eduardo acabó sosteniendo sobre sus padres. Ah, he olvidado incluir la opinión que mi hermano tenía de mí. Como es lógico, no lo sé a ciencia cierta, pero creo que podría resumirse así: yo era un proyecto de persona interesante que acabó convirtiéndose en un hijo de puta.

Eduardo era absolutamente maniqueo. Las cosas eran o blancas o negras, sin gama de grises. Lo mismo ocurría con las personas. Había personas interesantes y personas anodinas. Con estas últimas actuaba como si no existiesen, miraba a través de ellas, no les prestaba la menor atención. Eran como bultos en el paisaje. Y daba igual el grado de proximidad que tuvieran con él. A Teresa, la mujer de José Carlos, la ignoraba de forma olímpica. A Pepa, mi mujer, la consideraba una idiota. Fernando, su mejor amigo de siempre, se casó con una chica que mi hermano no aprobaba, ergo se acabó la amistad. Así de radical era.

En cuanto a las personas “interesantes”, se distribuían en distintos niveles. Mi hermano consideraba que había personas más inteligentes y brillantes que él. Por ejemplo Bertrand Russell, Enrique Jardiel Poncela o Aldous Huxley. Sí, todos gente ya muerta. Luego estaban los que eran tan inteligentes y brillantes como él. Sus iguales. Este grupo era muy escaso y resultaba sumamente fácil caerse de él. Después estaban quienes eran, en distinto grado, menos inteligentes y brillantes que él, pero le admiraban. El grupo más nutrido, sin duda; aunque también era fácil caer en desgracia y pasar al último grupo: el de los hijos de puta, aquellos que le traicionaban o fallaban. Éste es el grupo que más creció a lo largo del tiempo.

Eduardo estaba demasiado centrado en sí mismo para prestar verdadera atención a las personas. Le resultaba imposible empatizar, porque la empatía requiere ponerte al nivel de los demás, y Eduardo vivía encaramado a un podio ficticio. No, en realidad Eduardo no comprendía a los seres humanos, porque todo lo veía a través de la lente deformante de su cada vez más deformado ego. Según su idea de la amistad, llegado el caso sus amigos estaban moralmente obligados a hacer cualquier cosa que él les pidiese. Y si no lo hacían, ingresaban automáticamente en el grupo de los hijos de puta. Al revés no ocurría, por supuesto; él no estaba obligado a nada. Bastante hacía mi hermano honrándoles con su amistad.

Durante los últimos años de su etapa alcohólica, Eduardo perdió a muchísimos amigos. A la mayor parte los mandó a la lista negra por no plegarse a sus deseos; otros acabaron hartos de él y le abandonaron.

Pero ahora tenemos a Eduardo volando hacia Venezuela para rehacer su vida. Y lamentablemente debemos hablar un poquito de mí. Quizá he dado la falsa impresión de que, tras dejar de vivir con Eduardo, mi vida se remansó, y eso no es ni mucho menos cierto. Llevaba una vida muy desordenada; menos que antes, pero un desastre en cualquier caso. En 1979, coincidiendo más o menos con la partida de Eduardo, decidí poner un poco de orden en mi existencia. Tenía pendiente la mili, algo que me había impedido en más de una ocasión conseguir un contrato fijo, así que renuncié a la última prórroga y en 1980 ingresé en el ejército, primero en Pontevedra y luego en La Coruña. Lo único bueno que tenía el servicio militar es que te dejaba muchísimo tiempo para pensar. Yo lo empleé en darme cuenta de que no me gustaba el periodismo y quería dedicarme a otra cosa. Me licencié en la primavera del 81 y regresé a Madrid. Unos años antes había optado a un puesto de creativo en Young & Rubicam, una agencia de publicidad; no me eligieron por no tener la mili hecha, así que volví allí, ya con mi cartilla sellada, y ese mismo verano empecé a trabajar en publicidad.

Lo que siguió es demasiado largo y complicado para contarlo con detalle, sobre todo porque ésta no es la historia de mi vida. Baste decir que, pese a que intentaba ordenar mi existencia, aquellos dos años, el 81 y el 82, fueron los más convulsos y agitados que jamás he vivido. Tenía problemas en el trabajo, tenía problemas sentimentales por varias bandas, tenía problemas de amistad, tenía problemas con el alcohol. Mi vida se convirtió en un caos, y el estrés derivado de ello me enloqueció. Perdí el sentido de la realidad. Me chiflé. Hasta que, a mediados de verano del 82, me dije a mí mismo: basta, hasta aquí hemos llegado. Tenía que alejarme, adquirir perspectiva, recuperar la serenidad. En aquella época pre-Internet, Eduardo y yo manteníamos el contacto por carta. Un día le llamé por teléfono y le dije que iría a verle a Caracas en agosto. Compré un billete y crucé el charco por primera vez en mi vida.

Por aquel entonces, y tras diversos avatares que no recuerdo bien, Eduardo había logrado establecerse y trabajaba para un periódico venezolano, creo que El Diario de Caracas; era el director del suplemento dominical. Vivía en un pisito de clase media y tenía un Ford de segunda mano. Había dejado de beber por completo.

Le encontré físicamente bien y, por supuesto, más animado que durante su última etapa en Madrid. Pero había cambiado; algo en él se había roto. Carecía de alegría. Seguía teniendo sentido del humor, pero era un humor “mecánico”, sin alma, más ácido y menos simpático que nunca. Además, su intolerancia había aumentado alarmantemente. Todos los rasgos de su personalidad que he intentado dibujar al principio de esta entrada se habían incrementado y reforzado. Si le llevabas la contraria sobre cualquier tema, por nimio que fuera, reaccionaba con una violencia desmedida. Se tomaba demasiado en serio a sí mismo.

Pero yo estaba hecho polvo; no había ido allí a discutir con mi hermano, sino a verle y a intentar tranquilizarme. Pasé un par de semanas en su piso. Conocí a su círculo de amigos, entre ellos a Orlando Urdaneta, un actor venezolano de TV (muy famoso en su país por aquel entonces) con el que Eduardo había colaborado en alguna ocasión. Y conocí, por supuesto, a Alicia, la tercera pareja estable de mi hermano.

Por aquel entonces debían de llevar algo así como un año viviendo juntos. Eduardo hablaba maravillas de ella, pero siempre hacía lo mismo al principio de sus relaciones. Parecía muy enamorado. ¿Cómo era Alicia en realidad? A Eduardo, ya lo he dicho, le gustaban las mujeres sumisas y complacientes, y Alicia era sin duda sumisa... pero, al parecer, no muy complaciente. Según todos los testimonios que he podido recoger, en realidad era una vaga que se pasaba el día sin dar un palo al agua. Además, a Eduardo le gustaban guapas y esbeltas, y Alicia era más bien vulgar y tirando a gorda. ¿Cómo era personalmente? Agradable, tranquila y... digamos que muy poco interesada en casi todo. La verdad, no parecía la pareja más adecuada para mi hermano. El 17 de mayo de 1991 escribe en su Diario:

*¿Alicia?
-La persona más encantadora del mundo hasta que empecé a tener ganas de matarla. Una insigne metedura de pata que duró siete años y medio, de los que sólo los cinco o seis primeros meses tuvieron una gran parte positiva. Supongo que es buena persona, a su manera; pero me ha jodido bien. Fue exasperante y, sobre todo, muy triste. ¿Algo positivo? Estando con ella dejé de beber. Ella no hizo nada para conseguirlo; pero... Aunque sea una coincidencia, le concedo el beneficio de la duda. Lo demás, un naufragio.
(...)
(27 de diciembre de 1992) Por lo demás, (Alicia era) una inútil, irresponsable y estúpida encantada de conocerse e incapaz de hacer el más mínimo cálculo sobre las consecuencias de sus acciones. El 86, yo estaba sin un duro y entrampado hasta el cuello, y a casa venía diariamente una señora a limpiar, mientras mi encantadora “compañera” se dedicaba a tocarse las narices, a hincharse de chocolate a escondidas y a pasarse por las tardes a casa de la vecina para jugar a la canasta hasta medianoche.

Entre ambos comentarios sobre Alicia hay un lapso de año y medio. Y fijaos; en el primero todavía se advierte cierto cariño, pero el segundo es puro vitriolo. Eso le ocurría a Eduardo: sus rencores y sus odios, lejos de menguar, crecían con el tiempo.

Las dos semanas que pasé en Caracas me sirvieron para tranquilizarme y recuperar la cordura. Regresé a Madrid con las ideas más claras y la firme decisión de intentar arreglar todo lo que había estropeado. Y, más o menos, lo conseguí. Dejé de beber, recuperé a la mujer que amaba y me casé con ella en marzo del 83.

Entre tanto, sucedió algo: Planeta compró los derechos de El Coyote y de pronto nos llegó un dinero inesperado. Entonces, aprovechando esa circunstancia, Eduardo decidió volver a España. José Carlos negoció con el banco y la deuda de nuestro hermano, el único obstáculo para su regreso, quedó saldada.

¿Cómo me tomé el retorno de Eduardo a nuestras vidas? Cuando inicié esta ¿semblanza? sobre mi hermano me puse una única norma: sinceridad. Debía ser absolutamente franco sobre él... pero también sobre mí. El regreso de Eduardo me alegró, y al mismo tiempo me preocupó. Con Eduardo, en el pasado, todo habían sido problemas y lo último que yo quería en aquel momento eran problemas. Bastantes había tenido ya. No obstante, Eduardo había dejado de beber, era absolutamente abstemio, y la mayor parte de los conflictos que mi hermano había protagonizado en el pasado se debían al alcohol (o eso creía yo entonces). Pero, por otro lado, estaba su cambio de carácter, su radicalización, su agresivo malhumor, su extraña percepción de la realidad, su intolerancia... Yo sólo había visto una pequeña muestra de eso durante mi estancia en Caracas, pero bastó para ponerme a la defensiva. Aunque a lo mejor le había pillado en una mala época, quién sabe... Respiré hondo y crucé los dedos.

Poco después, a mediados de 1983, Eduardo y Alicia aterrizaron en Barajas.

“Lo que no puedo hacer es comprometerme a seguir viviendo en esta soledad y en esta insatisfacción. No voy a seguir viviendo bajo mínimos, de eso tengo la certeza. No creo en lo de que “mientras hay vida, hay esperanza”, sino más bien en lo contrario: “mientras hay esperanza, hay vida”. Y la esperanza la he perdido”.
Diario, Eduardo Mallorquí. 15 de octubre de 1992.

Continuará



8 comentarios:

César dijo...

Queridos amigos, merodeadores todos: Mañana salgo de viaje y estaré fuera toda la semana, así que, probablemente, la siguiente entrada sobre la vida de mi hermano se retrasará un poco.
Feliz semana santa.

Amaranta dijo...

Feliz semana santa a ti también.

Anónimo dijo...

César,

¿Y con una historia de este calibre entre las manos... si realmente te sientes incapaz de escribirla tú, cómo es que no acudes a cualquiera de tus amigos escritores, tantos que tienes?
A mí se me ocurren varios autores que podrían hacer una buena novela con todo esto. ¿A ti no?

Júlia dijo...

Una vez más, me ha encantado esta entrada, es imposible no interesarse por la historia de tu hermano.

Feliz semana santa a ti también, César.

Lluviabrumosa dijo...

Gracias César por compartir estas entradas con tus lectores.
Un saludo.

CorsarioHierro dijo...

Feliz Semana Santa. Feliz viaje. ¡Qué te haga feliz y te de tema a nuevos escritos!

César dijo...

Anónimo de las 4:28: En realidad, no es que yo quisiera que "se escibiese" una novela con esta historia: quería escribirla yo... pero no puedo, qué le vamos a hacer. No obstante, cualquier escritor que desee utilizar la historia de mi hermano para escribir una novela tiene mi bendición, por supuesto.

Anónimo dijo...

Queremos máaaas. :(