viernes, marzo 31

La mujer del río


Hace tiempo, allá por comienzos de los 70, cuando yo estudiaba COU, tuve un profesor de religión que había sido misionero. No recuerdo cómo se llamaba, pero sí que era un buen tipo, uno de esos sacerdotes honestos que realmente están dispuestos a sacrificarse por los demás. Debía de tener treinta y tantos años y su talante era claramente posconciliar; de hecho, en sus clases no impartía doctrina, sino que las convertía en debates sobre los más diversos temas, casi siempre de índole social. Y hay que reconocerle que aceptaba con deportividad todo tipo de opiniones, incluyendo las de cierto joven y arrogante agnóstico que acababa de descubrir con desmedido entusiasmo a Bertrand Russell.

Ese profesor nos contaba a veces historias sobre su experiencia como misionero en diversos países del África subsahariana, y recuerdo que eran muy interesantes, aunque la verdad es que he olvidado la mayor parte de ellas. Pero hay una que se me quedó grabada, supongo que por su atrocidad. Según contaba mi profesor, cuando recorría en jeep los caminos de no recuerdo qué país centroafricano y llegaba a la altura de una aldea o se cruzaba con gente, bajaba lo más posible la velocidad e iba a paso de tortuga. ¿Por qué? Porque muchos padres arrojaban a sus hijos pequeños al paso del vehículo para cobrar el seguro.

Sorprendentemente, mi profesor, ese buen y sabio sacerdote, nos dijo que él comprendía aquella barbaridad. Sacrificando a su hijo menor, los padres obtendrían el dinero necesario para que sus restantes (y numerosos) hijos pudieran subsistir. Una cuestión de simple y fría economía vital. Lo terrible, decía él, no era que esa gente fuera capaz de matar a un hijo, sino que vivieran en un mundo donde ésa era su única alternativa para sobrevivir.

Ahora, permitidme una anécdota personal. A finales de los ochenta, pasé un mes en Colombia rodando anuncios de café. Llegamos a Bogotá, de allí cogimos un vuelo a Cali y acto seguido nos dirigimos en todo terreno a Buenaventura, el principal puerto colombiano en la costa del Pacífico. Buenaventura está situado en una zona selvática habitada mayoritariamente por negros. No, no hablo de mulatos ni mestizos; me refiero a descendientes directos de los esclavos africanos. Y no os podéis ni imaginar lo pobre que es esa gente. El caso es que parte del rodaje debía realizarse en plena selva, en un viejo puente de hierro situado sobre un río, junto a una aldea.

Llegamos allí a primera hora y, mientras descargaban el material de rodaje, cogí mi Nikon y me fui a dar una vuelta por los alrededores para hacer unas fotos. La aldea era una mera acumulación de chozas de madera sin calles, ni electricidad, ni agua corriente, ni nada de lo que nosotros consideramos imprescindible. Un lugar paupérrimo habitado por unos cuantos negros sin futuro ni esperanza. De pronto, me fijé que había una mujer en la orilla del río, lavando a un bebé de muy corta edad. Me acerqué y vi que estaba aplicando al cuerpo del niño una especie de infusión verdosa que tenía en una vasija. Le pregunté para qué era y ella me contestó que para cuidar la piel del bebé. Le pedí permiso para hacerle unas fotos y ella me lo concedió sin exigirme nada a cambio. Hice las fotos y luego le pregunté como se llamaba el niño. Entonces, ella, sin mirarme, muy seria, concentrada en lo que estaba haciendo, me contestó una de las cosas más terribles que he oído nunca: “Aún no tiene nombre; si vive, ya se lo pondremos”.

Si vive... No dije nada más; avergonzado, le di las gracias y me fui. En realidad, debería haberme metido la Nikon por el culo.

Con frecuencia pensamos que nuestros sentimientos, nuestra sensibilidad, es algo universal y común a todos los hombres y mujeres que pueblan el planeta. El amor a los hijos, la pasión romántica, la amistad desinteresada, el respeto a la vida y a la libertad ajena, el disfrute del arte, la empatía... todo ello nos parece natural, valores relacionados con lo más noble de la esencia humana. Pero no es cierto. Son lujos que sólo una cultura muy próspera puede permitirse.

Yo nunca me planteé si mis hijos, una vez nacidos sanos, iban a vivir o no, porque vinieron al mundo en un hospital moderno, recibieron toda la atención que necesitaban, se criaron en un entorno higiénico con una alimentación equilibrada y rica en proteínas. Todo jugaba a favor de su supervivencia. Pero ése no era el caso de la mujer del río; en su universo, la vida de su hijo era una moneda tirada al aire, cara o cruz, cincuenta por ciento a favor, cincuenta por ciento en contra. Con esas expectativas, no es de extrañar que la mujer no le pusiera nombre a su bebé recién nacido, porque darle nombre a un ser vivo es darle carta de naturaleza, certificado de existencia, y ella no estaba nada segura de si su hijo iba a existir mucho más tiempo o no. Yo, por el contrario, puede permitirme el lujo de buscar nombres para mis hijos cuando sólo eran un puñado de células con apariencia de sapo, me permití el lujo incluso de quererles antes de verles la cara. Pero es que lo mío era una apuesta casi segura; la mujer del río, sin embargo, no podía derrochar su cariño en lo que sólo era una moneda tirada al aire.

No, amigos míos, no estemos tan orgullosos de nuestra exquisita sensibilidad, porque sólo es un refinamiento que nos podemos permitir gracias a ser unos privilegiados, gente que nada en la abundancia dándole la espalda a la realidad. Vivimos en una especie de Disneylandia y por eso, cuando visitamos el mundo real de la pobreza y el dolor, lo contemplamos como si fuera una atracción de feria que nada tiene que ver con nosotros, y deambulamos por en medio de su miseria con cara de capullos, haciendo fotos y preguntas idiotas.

Jamás volveré a ver a la mujer del río. Teniendo en cuenta su esperanza de vida, lo más probable es que ya esté muerta. Pero si la volviese a ver, si me la encontrase de nuevo, le preguntaría por su hijo, cruzando los dedos para que ya tuviese un nombre, y le diría que nunca la he olvidado, que recuerdo con admiración su dignidad y que comprendo que nunca me mirara a la cara ni me ofreciera el consuelo de una sonrisa, porque yo no me lo merecía ni me lo merezco. Luego, le pediría perdón; perdón por atreverme a aparecer ante ella con mi Nikon y mi ropa de explorador de guardarropía, perdón por hacerle fotos en un estúpido intento de extraer belleza de su miseria, perdón por rodar anuncios en su pueblo, perdón por preguntar estupideces, perdón por no haber pedido perdón. Mi única excusa, le diría, el único atenuante que puedo ofrecer, es que soy un gilipollas.

20 comentarios:

B. Llamero dijo...

Solo añado: si fueras un gilipollas no escribirías nada de esto porque ni se te hubiera pasado por la cabeza. No demos coartadas a los gilipollas.

Anónimo dijo...

¿Y cómo demonios se evita que el mundo sea como es y lleve siéndolo desde siempre? ¿Escrbiendo verdades como puños confiando en que algunos de los que podrían arreglar las cosas las lean y actuen en consecuencia? (Lo sarcástico es que es eso, precisamente, lo que hacen)
A lo mejor, César, lo único que queda es hacer lo que tu maestro-misionero. Aunque sirva de bien poco.

miwok dijo...

Habría que pedir perdón por tantas cosas...creo que todos somos gilipollas...

Anónimo dijo...

Leí en algún sitio (vete a saber dónde porque leo cosas muy raras incluyendo los folletos de las medicinas o la publicidad del buzón o algunos blogs) que antes a los niños no se les "quería" hasta que cumplían 5 años. (Esto se refiere al "primer mundo", pero hace 100 años).

De hecho que el amor, ese amor desinteresado, "natural" por los bebés, es cosa de la época moderna. Antes, las probabilidades de que un niño muriese antes de los 5 años era tan alta, que no se les "quería"... No apostabas emocionalmente por él, hasta que tenía unas ciertas garantías de que sobreviviese...

El ser humano no desgastaba recursos emocionales en batallas perdidas.

Ahora somos gilipollas no por ir vestidos de exploradores y hacer fotos "al tercer mundo", sino por olvidarnos de que la Muerte está siempre a nuestro lado, y que simplemente, las probabilidades de que nos bese a nosotros y a nuestros bebés, son tan pequeñas, que lo olvidamos, le damos la espalda y la ignoramos.

De ahí lo que nos cuesta aceptar la muerte (de un hijo o de quién sea -especialmente la propia-).

Felideus dijo...

Francamente no creo que haya que disculparse por la sensibilidad propia, precisamente es la falta de sensibilidad y de conciencia y de “cultura”, lo que hace del primer mundo el gran depredador que es. A ver si va a resultar ahora, que el estado natural “prístino” del hombre integrado con la naturaleza era la extrema pobreza y que no había artistas entre sus miembros, o que fueron los artistas los culpables de esta gran jodienda.
El tercer mundo no es la realidad “más real” que occidente, el tercer mundo es una realidad, es el producto destrozado de la aberración del primer mundo, de la política expansionista, guerrera y depredadora del hombre, de su estatus vírico, no de su faceta creativa o sensible.
Pensar que la sensibilidad es un lujo al alcance de unos pocos y que la gente que vive una realidad descarnada que lo obliga a insensibilizarse para sobrevivir son más “Reales y auténticos” es una forma de justificar la Aberración a que son sometidos. La insensibilidad no es un estado natural, la extrema pobreza no es un estado natural (como tampoco lo es el exceso del primer mundo).
Lo que sí es cierto es que conocer estas realidades debería hacernos menos autocompasivos en nuestro insulso ombliguismo.

Anónimo dijo...

Hace tiempo tuve un amigo somalí, y me enseñó algo muy parecido al tema que nos ocupa. Me pasó con el dos anecdotas. La primera referente a la guerra de somalía, en la que me contó que perdió a su primer hijo en un ataque, y que no pude hacer nada ya que se vio obligado a elegir entre buscarlo o salvar al resto (mujer y seis críos más). La segunda era referente a la ablación de clítoris. Un dia no vino a la oficina, y cuando le pregunté si había estado enfermo me dio una respuesta para salir del paso. Con el tiempo me contó que había ido a un hospital a que le hicieran una ablación a una hija. Me horrorizé como un hombre blanco del primer mundo, pero él me dijo que no había otra solución. Su hija se había casado y ya no le pertenecía. ël no estaba de acuerdo, pero negarse podía desencadenar una guerra. Por eso prefería que se lo hicieran en una clínica con todos los medios que una hechicera venida de eritrea. Me lo dijo mirándome como si fuera un idiota o un marciano que no entiende nada, que habla como los dioses sin saber las vicisitudes de los mortales, como dice cesar, como a un gilipollas.

César dijo...

Llamero: gracias por poner en duda mi estupidez, pero si creo que soy un gilipollas no es por no entender las cosas, sino por entenderlas tarde.
Big Brother: pues sí, me temo que tienes toda la razón. Lo justo no es pedir perdón, sino hacer algo, como mi profesor, aunque no valga para nada. Pero soy demasiado cobarde, demasiado panzón y acomodado.
Anónima de las 9:59: es cierto, le damos la espalda a la muerte, nos negamos a pensar en ella. Otras culturas, sin embargo, las más pobres quizá, conviven con ella a diario, así que pueden mirarle a los ojos sin pestañear.
Felideus: no me excuso por mi sensibilidad, sino por no haberla usado a tiempo. Por otro lado, ¿qué es más inmoral, ignorar que existe la injusticia o ser consciente de ella y no hacer nada? Me temo que yo estoy en ese último caso, como tantos otros (aunque eso no es una diculpa). En cuanto a la sensibilidad... bueno, quizá no me he explicado bien. Mira, no nacemos con una sensibilidad formada, sino con un potencial de sensibilidad que desarrollaremos más o menos en un sentido u otro, dependiendo de nuestro entorno, necesidades y circunstancias. Si vives en un "ecosistema" de mera subsistencia, tu sensibilidad será muy distinta a la que hubieras desarrollado en el caso de vivir en una sociedad opulenta. Pura adaptación al medio.
Cristian: estoy de acuerdo contigo en que el sentimiento de culpa, si se queda en eso, no sirve de nada. Pero, ¿cómo evitarlo?
Mazarbul: tus ejemplos son perfectos para ilustrar lo que pretendo decir: la sensibilidad depende del contexto.
Juanmi: tienes toda la razón del mundo. El término "normalidad" depende de la mayoría, y la mayoría de la humanidad es pobre. Nosotros somos la excepción, la burbuja, lo irreal. Algún día reventaremos, está claro.

Felideus dijo...

Cesar cuando dices:
"Si vives en un "ecosistema" de mera subsistencia, tu sensibilidad será muy distinta a la que hubieras desarrollado en el caso de vivir en una sociedad opulenta. Pura adaptación al medio"
Estás exponiendo una máxima claramente determinista, de un determinismo social (en contraposición al determinismo genético, espero) pero determinista a fin de cuentas. Y a mí ese tipo de máximas, como que me dan mucho repelús. En otros temas suelo coincidir contigo, pero en este caso disiento de pleno.

Ramón Masca dijo...

De acuerdo con Cristian y Felideus. No me puedo sentir culpable por aquello que no he elegido (sería una postura muy de moral cristiana esa, ¿no? Suena a “pecado original”.)

Y no, tampoco me conformo con decir: “el mundo es una mierda”.

Porque igual que una persona que vive en esos países no se resigna a vivir en la miseria y hace lo que está en su mano (por poco y chocante que os parezca) para mejorar su vida y la de los suyos, hay mucha gente aquí que hace lo que cree que está en su mano (por poco que os parezca) para que esta situación de desequilibrio cambie.

¿Que no sirve de nada? ¿Que los políticos son unos mangantes y las grandes empresas parten el cotarro y bla, bla, bla? Bien.

Mejor eso que nada.

César dijo...

Felideus: ¿Determinismo?... No acabo de entenderte, la verdad. ¿Tú crees que las condiciones sociales, economícas, geográficas y culturales no afectan al modo de ser y pensar de la gente? Yo creo que sí; es más, mi experiencia me demuestra que sí. ¿Es esto determinismo? Depende de a lo que le llames determinismo; yo prefiero denominarlo adaptación. El ser humano es plástico, no rígido, lo cual le permite adoptar un ámplio catálogo de respuestas dependiendo de sus circunstancias y entorno. Eso, por supuesto, no le "determina" de una forma absoluta: la gente cambia, se adapta, evoluciona. Ahora bien, que la sensibilidad depende del contexto, eso, amigo mío, creo que ni siquiera es una opinión, sino un hecho. Y para comprobarlo no tienes que irte a África; basta con echarle un ojo a las diferencias de sensibilidad que en muchos aspectos puedes encontrar comparando el norte y el sur de España. Pero si te apetece viajar, date una vuelta por ciertos países de Latinoamérica y comprobarás, por ejemplo, qué distinta a la nuestra es su sensibilidad sobre el valor de la vida humana. O la sensibilidad sobre la muerte en general. O sobre tantas otras cosas. De verdad, la nuestra no es la única forma de sentir.
Cristian & Javier Esteban: la culpabilidad no sólo es fruto de la acción directa, sino también de la complicidad por inacción. De todas formas, Cristian, tienes razón: la culpabilidad también es una forma de coartada. Si me siento culpable, demuestro la suficiente "sensibilidad" como para quitarme culpas de encima. Yo sé que soy malo, luego no soy tan malo. Qué puta artimaña intelectual, joder.

Felideus dijo...

“¿Tú crees que las condiciones sociales, economícas, geográficas y culturales no afectan al modo de ser y pensar de la gente? Yo creo que sí; es más, mi experiencia me demuestra que sí. ¿Es esto determinismo?”
No en efecto, eso no es determinismo, lo que sí es determinista es decir que el desarrollo de la sensibilidad depende del entorno. Un ejemplo irrefutable con el tema de la sensibilidad artística: Hay más arte por metro cuadrado en la mayoría de poblados chabolistas, que en la calle Serrano. Pero claro, ahora alguien me dirá que las chabolas no son tercermundistas o que el flamenco no es arte.

Ramón Masca dijo...

La sensibilidad ni siquiera es la misma entre personas del mismo país, ni del mismo nivel “socio-económico”. Influyen miles de factores en la construcción de la personalidad de un individuo, no digamos ya en los valores de una sociedad. Pero si se hace una afirmación del tipo: “la gente del tercer mundo no percibe el valor de la vida igual que nosotros” se está abriendo la puerta a argumentos muy peligrosos. Que, obviamente, no digo que sea lo que se ha dicho aquí, que conste. Pero se podría extrapolar. Y ese sí sería un punto de partida muy propio del determinismo.

Felideus dijo...

Y yo también me remito a mi experiencia, algunos de los mayores Artistas que he conocido en mi vida, salieron de una favela.

César dijo...

Mirad: estoy hablando de la sensibilidad general, la de la gente de la calle, no la de un puñado de artistas. De hecho, ni siquiera estoy hablando de sensibilidad artística. Y vamos a ver, por favor, que la vida no tiene el mismo valor aquí que en Zambia es un hecho. No digo que esté bien, digo que es real. ¿O es que ahora hay que ser politicamente correcto negando la realidad? Lo terrible, como decía mi profesor, es que existan lugares donde la única forma de sobrevivir es mediante la muerte.
Y, Felideus, supongo que exageras, porque eso del arte de las chabolas... bueno, qué quieres que te diga. ¿Y todo el flamenco es arte? Y una leche. La mayor parte, como ocurre con todo, es malo, y mucho es artesanía. No nos pongamos ahora estupendos con las maravillas de la pobreza, porque la pobreza es una puta mierda. Y el arte, en general, suele brotar con mucha más frecuencia de las clases medias que del lumpen. ¿O también vamos a negar esto?

Ramón Masca dijo...

No es ser políticamente correcto, César. La tragedia está, precisamente, en que la vida sí tiene el mismo valor aquí que en Zambia.

Felideus dijo...

"No nos pongamos ahora estupendos con las maravillas de la pobreza, porque la pobreza es una puta mierda".
¿En qué momento he dicho yo que la pobreza sea una maravilla?. Jamás me oirás decir (precisamente a mí) algo semejante.
"Y el arte, en general, suele brotar con mucha más frecuencia de las clases medias que del lumpen. ¿O también vamos a negar esto?"
El arte que brota de las clases medias tiene más facilidad para llegar al público que el arte del lumpen, obviamente, lo que no quiere decir que brote con más frecuencia entre la clase media. Esta, por ejemplo es una aseveración claramente determinista. ¿Si Einstein hubiera nacido en una chabola habría nacido tonto?. No, habría sido igual de inteligente, pero sus estudios y sus posibilidades se habrían visto seriamente medradas. Seguramente Klimt habría pintado con tiza en lugar de con óleo y Mozart habría sido un genio del cajón. Esto quiere decir que no habrían podido ser reconocidos, no que no habrían sido genios o artistas.
La cosa se reduce a lo siguiente: hay genios sumidos en la pobreza y asesinos subhumanos viviendo entre la nobleza, así de simple.

Felideus dijo...

Y remarco la frase de Javier: "La tragedia está, precisamente, en que la vida sí tiene el mismo valor aquí que en Zambia"

César dijo...

Lo siento, Felideus, cada vez estamos menos de acuerdo. Si Einstein hubiese nacido en una favela, si su alimentación hubiese sido deficitaria, si no hubiese recibido todos los estímulos, formación e información que recibió en Europa, Einstein hubiese sido, en efecto, menos inteligente. Como cualquier otro en su lugar.
En cuanto a las chabolas, he visto muchas, te lo juro, y muy poco arte. Pero que muy poco.
Además, ya no sé de qué estamos hablando. Me limito a decir que la sensibilidad -en general, no sólo la artísitica- depende del entorno. No digo que sea mejor o peor, no digo que los ricos tengan mucha y los pobres poca. DIGO QUE ES DIFERENTE, QUE VARÍA DE UN ENTORNO A OTRO. Y yo jamás he dicho que lo nuestro sea absolutamente mejor; es más, en muchos casos es sensiblemente inferior. Pero,sobre todo, diferente.
Bien. "La vida tiene exactamente el mismo valor aquí que en Zambia". Chachi. La pregunta es ¿para quién? ¿Para vosotros? ¿Para mí? Vale, de acuerdo. Pero desde luego no para la sociedad de Zambia. Os puedo garantizar una cosa: la vida no tiene el mismo "valor social" en todas partes. Que es a lo que me refería. ¿Sí lo tiene? Pues que raro es el mundo, porque os juro que no lo parece.

Felideus dijo...

En efecto, cada vez estamos menos de acuerdo.
Pero a fin de cuentas, la disensión es la clave de las discusiones (y me encanta discutir, en tono cordial claro está).
Aunque me temo que la mayor parte de las veces las discusiones sirven únicamente (lo cual no es poco) para reafirmarse en los propios principios y el caso que nos ocupa podría mantenernos lanzando opiniones contrapuestas durante horas.
Así que, ha sido un placer, pero me planto aquí mismo :)

Un saludo

César dijo...

Me parece muy bien, Felideus; esta charla no conducía a ninguna parte, porque no se trata de una cuestión de diferencia de opiniones, sino de una profunda diferencia en la percepción del mundo, lo que es mucho más difícil de compaginar. Ya estaremos de acuerdo en algún otro asunto ;-)