Cuando era pequeño me encantaba la Navidad. Me gustaban los villancicos, las luces de colores en las calles, los escaparates refulgentes de espumillón, los anuncios de El Almendro y de las muñecas Famosa, los belenes y los árboles de Navidad, el olor a pino y a musgo... Sí, ese era, y es, el olor de la Navidad para mí; a pino y a musgo.
De hecho, tenía mi propio ritual para estas fiestas. Todo comenzaba a primeros de diciembre, cuando aparecían en los quiosco los extraordinarios de Navidad de Pulgarcito y Tío Vivo; dios, cómo hacía durar esos tebeos, leyendo y releyendo las historietas de Zipe y Zape, de Carpanta, de Mortadelo y Filemón o de Anacleto. Luego, comprábamos el pino -en el patio de alguna iglesia o en la Escuela de Montes- e instalábamos el belén, con su río de papel de plata y sus montañas de corcho. En mi antigua calle, Españoleto, había una sastrería en cuyo pequeño escaparate instalaban un peculiar nacimiento: el niño Jesús era más grande que María, José el buey y el burro juntos. En cierto modo, aquello me parecía lógico; si Jesús era hijo de dios, resultaba normal que viniese al mundo en plan super-bebé, un recién nacido gigante que podía defenderse a leches, a lo Suarcenaguer, de los sicarios de Herodes. Me lo imaginaba cruzando los campos de Galilea con los brazos extendidos hacia delante, mezcla de zombi y King Kong, aplastando cabañas bajo sus pies y poniendo en fuga al ejército romano.
En mi casa no se respiraba un ambiente religioso. Ni anti-religioso; sencillamente era un tema que se obviaba. Nunca he sabido si mis padres tenían alguna creencia o no; desde luego si la tenían era una creencia que carecía de prácticas y ritos. No obstante, las fiestas de Navidad en mi casa se celebraban a lo grande; sobre todo el día de Reyes, cuando me cubrían literalmente de regalos. Eso era felicidad en estado puro. U otra forma de felicidad: yo tumbado en el suelo, al pie del árbol, leyendo un tebeo de Zarpa de Acero y comiendo turrón de chocolate Suchard. Pura magia.
Años después, mis padres murieron y mis hermanos se casaron, mi pequeña familia se disgregó. Y la magia de la Navidad se fue. Uno crece, se hace adulto e inicia un plan sistemático para dejar de pasarlo bien. Ya no me bastaba para ser feliz comer turrón de chocolate y leer Zarpa de Acero. Guay, menudo avance... Y pasó más tiempo, y la Navidad no sólo dejó de gustarme, sino que empezó a molestarme. Oh, maldita sea, qué época de despilfarro y manipulación, de consumismo, borracheras, entripadas y falsos buenos deseos. Durante mucho tiempo trabajé en lugares situados cerca de El Corte Inglés de Castellana, de modo que estas fiestas se traducían para mí en fenomenales atascos y terribles mareas humanas. Me volví muy adulto, muy serio y distante, y comencé a mirar la Navidad por encima del hombro, con una mezcla de suficiencia y desagrado. ¿Magia? ¿Quién quiere magia?
Yo, yo quería magia, pero no lo sabía.
Entonces llegaron mi hijos; primero Óscar y tres años después Pablo. Y la Navidad, poco a poco, fue cobrando de nuevo significado. Porque estas fiestas son para los niños, y sólo se comprenden plenamente si eres un niño, o si tienes niños a los que quieres colmar de magia. Su ilusión, la de Óscar y Pablo, era mi ilusión, su hechizo de Navidad el mío. Por las mañanas, cuando los llevaba al colegio, concursábamos sobre quién veía más adornos de Navidad. Les compraba calendarios de adviento, les leía cuentos navideños, poníamos juntos el árbol y el belén (un belén descreído sin niño Jesús ni sagrada familia), y allí, en el belén, les permitía poner dinosaurios de plástico en las montañas, un caganer con barretina junto al río o una figurita de Superman en el portal. Los Reyes Magos y sus pajes se iban acercando mágicamente, cada día, a su meta bajo la estrella de plata. Juntos, mis hijos y yo, realizábamos cada año una peregrinación a Toys “R” Us para confeccionar las cartas a los magos de oriente. Y el día de Reyes... bueno, ahí tiraba la casa por la ventana, y no sólo por la cantidad de regalos –que también-, sino por el montaje. Llenaba el salón de globos de colores, ponía guirnaldas de un lado a otro e inventaba juegos que consistían en descubrir obsequios ocultos.
Así recuperé el cariño hacia la Navidad, y sólo espero haberles aportado a mis hijos al menos la misma magia que me hizo soñar en mi niñez. Pero ahora, de repente, los muy cabrones han crecido. Óscar tiene 20 tacos y Pablo 17, se han vuelto mayores y ya no les gusta la Navidad. Los muy idiotas se sienten adultos y contemplan con suficiencia lo que antes les encantaba. Así pues, ese par de merluzos me ha dejado con el culo al aire, lleno de sentimiento navideño y sin nadie en quien volcarlo. Entonces, ¿qué debo hacer ahora? ¿Volver a detestar la Navidad y esperar a tener nietos para sentirme navideño de nuevo? No, gracias. Estoy harto de ser tan listo y suficiente, tan distante y aburrido.
Como rezaba el famoso póster de Fox Mulder: I want to believe. Quiero creer en Papá Noel y en los Reyes Magos, quiero creer en la paz y en los buenos sentimientos, quiero creer en la magia, quiero creer que las personas, aunque sólo sea durante unos días, podemos ser mejores, quiero creer en los duendes y en los ángeles, quiero creer en que Melchor, Gaspar y Baltasar se mueven solos recorriendo el belén, quiero creer que puedo volver a ser un niño...
¿Pero en qué narices vas a creer tú, jodido ateo?, dice una voz interior. ¿Acaso piensas celebrar el nacimiento de Jesucristo, un dios en el que no crees? Pues sí, por qué no; celebraré el nacimiento de Cristo, y el de Mitra, y el de Dionisos, y el de Osiris, y el de Apolo, y el de Baal... Todos ellos son dioses solares que nacieron en estas fechas y murieron para después resucitar, igual que el Sol morirá mañana para volver a nacer al día siguiente. ¿Lo simplificamos? Voy a celebrar el solsticio de invierno, probablemente la fiesta más antigua de la humanidad.
Ah sí –prosigue la voz interior-, vas a celebrar una fiesta cuyo simbolismo la gente ha olvidado. Una fiesta materialista basada en el consumo alocado, una fiesta durante la cual aumenta la violencia familiar, una fiesta hipócrita, una fiesta de borracheras y de masas, una fiesta que es puro mercantilismo.
Pues sí, todo eso es cierto, pero... ¿No hay nada más? Creo, o quiero creer, que por debajo de todo eso late, todo lo débilmente que queráis, el deseo de ser mejores, aunque sólo sea durante unos días. Un deseo inducido por la propaganda, vale; un deseo que tiene más de sentimentalismo que de sentimiento, de acuerdo; un deseo vacío de contenido, no lo voy a negar. Pero, con todo, creo que es bonito que las personas nos unamos, aunque sea brevemente, en la aspiración de ser mejores seres humanos. ¿Y sabéis qué? En general, durante un corto espacio de tiempo, lo conseguimos. Prueba de ello es la fiesta de Reyes, porque toda ella consiste en una hermosa mentira. Hacemos regalos a los seres que más queremos y permanecemos ocultos, atribuyéndole el mérito de esos obsequios a unas entidades inexistentes. ¿No es eso puro altruismo? Si actuáramos así todo el año, si hiciéramos el bien sin esperar recompensa alguna, ¿no seríamos realmente mejores personas?
Vale, en estas fechas jugamos a ser buenos; sólo es un juego, pero ¿no os parece un hermoso juego? A mí sí, y por eso he guardado la suficiencia en el cajón de los objetos inútiles. Voy a ser jodidamente navideño, qué carajo. Por ejemplo, el año pasado escribí un cuento de Navidad escéptico y distanciado... porque no me sentía bien, estaba a disgusto conmigo mismo. Pero este año os obsequiaré –si es que un relato mío puede considerarse un obsequio- con un cuento absolutamente navideño, una de esas historias sentimentales que, si funcionan, nos dan un pellizquito en el corazón.
Mañana, a las 6:08 de la madrugada (hora solar), se producirá el momento del solsticio de invierno y tendrá lugar la noche más larga del año. Y yo lo celebraré como un niño.
Feliz solsticio, amigos míos.
De hecho, tenía mi propio ritual para estas fiestas. Todo comenzaba a primeros de diciembre, cuando aparecían en los quiosco los extraordinarios de Navidad de Pulgarcito y Tío Vivo; dios, cómo hacía durar esos tebeos, leyendo y releyendo las historietas de Zipe y Zape, de Carpanta, de Mortadelo y Filemón o de Anacleto. Luego, comprábamos el pino -en el patio de alguna iglesia o en la Escuela de Montes- e instalábamos el belén, con su río de papel de plata y sus montañas de corcho. En mi antigua calle, Españoleto, había una sastrería en cuyo pequeño escaparate instalaban un peculiar nacimiento: el niño Jesús era más grande que María, José el buey y el burro juntos. En cierto modo, aquello me parecía lógico; si Jesús era hijo de dios, resultaba normal que viniese al mundo en plan super-bebé, un recién nacido gigante que podía defenderse a leches, a lo Suarcenaguer, de los sicarios de Herodes. Me lo imaginaba cruzando los campos de Galilea con los brazos extendidos hacia delante, mezcla de zombi y King Kong, aplastando cabañas bajo sus pies y poniendo en fuga al ejército romano.
En mi casa no se respiraba un ambiente religioso. Ni anti-religioso; sencillamente era un tema que se obviaba. Nunca he sabido si mis padres tenían alguna creencia o no; desde luego si la tenían era una creencia que carecía de prácticas y ritos. No obstante, las fiestas de Navidad en mi casa se celebraban a lo grande; sobre todo el día de Reyes, cuando me cubrían literalmente de regalos. Eso era felicidad en estado puro. U otra forma de felicidad: yo tumbado en el suelo, al pie del árbol, leyendo un tebeo de Zarpa de Acero y comiendo turrón de chocolate Suchard. Pura magia.
Años después, mis padres murieron y mis hermanos se casaron, mi pequeña familia se disgregó. Y la magia de la Navidad se fue. Uno crece, se hace adulto e inicia un plan sistemático para dejar de pasarlo bien. Ya no me bastaba para ser feliz comer turrón de chocolate y leer Zarpa de Acero. Guay, menudo avance... Y pasó más tiempo, y la Navidad no sólo dejó de gustarme, sino que empezó a molestarme. Oh, maldita sea, qué época de despilfarro y manipulación, de consumismo, borracheras, entripadas y falsos buenos deseos. Durante mucho tiempo trabajé en lugares situados cerca de El Corte Inglés de Castellana, de modo que estas fiestas se traducían para mí en fenomenales atascos y terribles mareas humanas. Me volví muy adulto, muy serio y distante, y comencé a mirar la Navidad por encima del hombro, con una mezcla de suficiencia y desagrado. ¿Magia? ¿Quién quiere magia?
Yo, yo quería magia, pero no lo sabía.
Entonces llegaron mi hijos; primero Óscar y tres años después Pablo. Y la Navidad, poco a poco, fue cobrando de nuevo significado. Porque estas fiestas son para los niños, y sólo se comprenden plenamente si eres un niño, o si tienes niños a los que quieres colmar de magia. Su ilusión, la de Óscar y Pablo, era mi ilusión, su hechizo de Navidad el mío. Por las mañanas, cuando los llevaba al colegio, concursábamos sobre quién veía más adornos de Navidad. Les compraba calendarios de adviento, les leía cuentos navideños, poníamos juntos el árbol y el belén (un belén descreído sin niño Jesús ni sagrada familia), y allí, en el belén, les permitía poner dinosaurios de plástico en las montañas, un caganer con barretina junto al río o una figurita de Superman en el portal. Los Reyes Magos y sus pajes se iban acercando mágicamente, cada día, a su meta bajo la estrella de plata. Juntos, mis hijos y yo, realizábamos cada año una peregrinación a Toys “R” Us para confeccionar las cartas a los magos de oriente. Y el día de Reyes... bueno, ahí tiraba la casa por la ventana, y no sólo por la cantidad de regalos –que también-, sino por el montaje. Llenaba el salón de globos de colores, ponía guirnaldas de un lado a otro e inventaba juegos que consistían en descubrir obsequios ocultos.
Así recuperé el cariño hacia la Navidad, y sólo espero haberles aportado a mis hijos al menos la misma magia que me hizo soñar en mi niñez. Pero ahora, de repente, los muy cabrones han crecido. Óscar tiene 20 tacos y Pablo 17, se han vuelto mayores y ya no les gusta la Navidad. Los muy idiotas se sienten adultos y contemplan con suficiencia lo que antes les encantaba. Así pues, ese par de merluzos me ha dejado con el culo al aire, lleno de sentimiento navideño y sin nadie en quien volcarlo. Entonces, ¿qué debo hacer ahora? ¿Volver a detestar la Navidad y esperar a tener nietos para sentirme navideño de nuevo? No, gracias. Estoy harto de ser tan listo y suficiente, tan distante y aburrido.
Como rezaba el famoso póster de Fox Mulder: I want to believe. Quiero creer en Papá Noel y en los Reyes Magos, quiero creer en la paz y en los buenos sentimientos, quiero creer en la magia, quiero creer que las personas, aunque sólo sea durante unos días, podemos ser mejores, quiero creer en los duendes y en los ángeles, quiero creer en que Melchor, Gaspar y Baltasar se mueven solos recorriendo el belén, quiero creer que puedo volver a ser un niño...
¿Pero en qué narices vas a creer tú, jodido ateo?, dice una voz interior. ¿Acaso piensas celebrar el nacimiento de Jesucristo, un dios en el que no crees? Pues sí, por qué no; celebraré el nacimiento de Cristo, y el de Mitra, y el de Dionisos, y el de Osiris, y el de Apolo, y el de Baal... Todos ellos son dioses solares que nacieron en estas fechas y murieron para después resucitar, igual que el Sol morirá mañana para volver a nacer al día siguiente. ¿Lo simplificamos? Voy a celebrar el solsticio de invierno, probablemente la fiesta más antigua de la humanidad.
Ah sí –prosigue la voz interior-, vas a celebrar una fiesta cuyo simbolismo la gente ha olvidado. Una fiesta materialista basada en el consumo alocado, una fiesta durante la cual aumenta la violencia familiar, una fiesta hipócrita, una fiesta de borracheras y de masas, una fiesta que es puro mercantilismo.
Pues sí, todo eso es cierto, pero... ¿No hay nada más? Creo, o quiero creer, que por debajo de todo eso late, todo lo débilmente que queráis, el deseo de ser mejores, aunque sólo sea durante unos días. Un deseo inducido por la propaganda, vale; un deseo que tiene más de sentimentalismo que de sentimiento, de acuerdo; un deseo vacío de contenido, no lo voy a negar. Pero, con todo, creo que es bonito que las personas nos unamos, aunque sea brevemente, en la aspiración de ser mejores seres humanos. ¿Y sabéis qué? En general, durante un corto espacio de tiempo, lo conseguimos. Prueba de ello es la fiesta de Reyes, porque toda ella consiste en una hermosa mentira. Hacemos regalos a los seres que más queremos y permanecemos ocultos, atribuyéndole el mérito de esos obsequios a unas entidades inexistentes. ¿No es eso puro altruismo? Si actuáramos así todo el año, si hiciéramos el bien sin esperar recompensa alguna, ¿no seríamos realmente mejores personas?
Vale, en estas fechas jugamos a ser buenos; sólo es un juego, pero ¿no os parece un hermoso juego? A mí sí, y por eso he guardado la suficiencia en el cajón de los objetos inútiles. Voy a ser jodidamente navideño, qué carajo. Por ejemplo, el año pasado escribí un cuento de Navidad escéptico y distanciado... porque no me sentía bien, estaba a disgusto conmigo mismo. Pero este año os obsequiaré –si es que un relato mío puede considerarse un obsequio- con un cuento absolutamente navideño, una de esas historias sentimentales que, si funcionan, nos dan un pellizquito en el corazón.
Mañana, a las 6:08 de la madrugada (hora solar), se producirá el momento del solsticio de invierno y tendrá lugar la noche más larga del año. Y yo lo celebraré como un niño.
Feliz solsticio, amigos míos.
17 comentarios:
Feliz, feliz.
Y gracias, César, porque ya me estaba cansando de cerrarles la boca a los misonavideños diciéndoles que es muy bonito. Ahora por lo menos tengo más argumentos.
Hay quien dice que para hacer regalos, los podemos hacer todo el año. ¿Por qué una fecha? Jolin, ¿Es que no ven el mundo? Vivimos deprisa, siempre corriendo para lelgar a alguna parte, prácticamente todo el tiempo programado. De hecho me sorprendió que incluso un escritor que me encanta como tú, tuviera establecido un horario (lo encuentro algo frío, pero también dijo Isabel Allende que para escribir era necesaria disciplina, así que es comprensible). Ni siquiera se ven las familias, por favor. Al menos por unos días, nos vemos las caras, tenemos la oportunidad de hacer regalos de los de porque sí, y de ser buenos niños.
A mí me toca la moral porque ya tengo la edad de tu hijo Pablo, y me dicen que ya soy mayor para esas cosas. He estado a punto de creerlo, todavía no está el árbol puesto -siempre le toca a la niña de la casa y esa soy yo. A la mierda! Mañana lo pongo. Y compraré regalitos. Y seré feliz.
Tengo el resto del año para hacer lo siempre. Así pues, Feliz Yule a todos. Un beso,
Cristina
P.D.: Sí, Yule es el nombre wiccano del solsticio de invierno
Pues yo aborrezco el borreguismo de las gentes en las calles, cual zombis buscando cerebros calentitos en las tiendas... pero me encanta hacer regalos. Y recibirlos, claro. :) Pero sobre todo darlos.
Feliz Navidad, César, y felices fiestas para todos.
Hola, César
Feliz solsticio a ti también. Hoy se celebra otro gran rito pagano, el del sorteo de la lotería de navidad. Yo participo, claro, con un par de décimos compartidos y algo más de lo que te dan en la jamonería.
Otra cosa. Te recomiendo que añadas estiquetas temáticas (tags) a las entradas del blog, no sólo a las nuevas sino también a las anteriores. Por ejemplo, voy a enviarle a una amiga de NY los enlaces a varias entradas tuyas sobre la navidad y los solsticios:
http://fraternidadbabel.blogspot.com/2007/12/navidad.html
http://fraternidadbabel.blogspot.com/2006/12/el-regalo-relato-navideo.html
http://fraternidadbabel.blogspot.com/2006/12/yule.html
http://fraternidadbabel.blogspot.com/2006/06/solsticio-de-verano.html
http://fraternidadbabel.blogspot.com/2005/12/el-solsticio.html
http://fraternidadbabel.blogspot.com/2005/12/el-momento-del-solsticio.html
Cuénto más fácil habría sido de contar con esas etiquetas ("solsticio", "navidad", "consumismo" o las que te apetezca).
¡Felices fiestas a todos!
Jorge
Qué bonitas palabras, a mí afortunadamente me sigue encantando la navidad, porque la paso con familiares a los que veo muy poco, algunos de ellos sólo en estas fechas. Eso es para mí lo más importante :)
Felices Fiestas para todos ^_____^ vividlas con ilusión ;-)
Ah, por cierto, me encantará leer ese relato ;)
Jo, normalmente me entra en sentimiento navideño casi cuando ya ha pasado. Supongo que será la resaca o yo qué sé que hoy me he levantado con un estúpido sentimiento de espírito navidad que, mira, me está sentando estupendamente bien. Gracias por la entrada y esperaremos ansiosos el cuento.
Ay,Mulder y su "I want to believe"...¡Qué tiempos! Yo también quiero creer...en tantas y tantas cosas...
Feliz solsticio.
A mí ya empieza a molestarme todo aquel que se pronuncia en contra de lo que es popular y mira de soslayo, con desdén, por encima del hombro y lanza a destajo diatribas pretenciosas, y deplora y detesta y reprocha que la gente salga en tropel a la calle para contribuir al consumismo. ¿Y qué coño pasa si se practica o cae en el consumismo desmesurado cuatro días al año? Coño que cada cual haga con su dinero lo que le plazca, mientras no me lo pidan prestado a mí.
La mayoría de nosotros salimos alguna vez a cenar los fines de semana, si sumaramos todos los que lo hacen en España un sábado o un domingo cualquiera, el resultado sería superior al de la gente que compra durante los días de Navidad, ¿eso también es consumismo no? ¿Por ese motivo va uno a dejar de salir a cenar? ¿Para solidarizarse con quién?
A mí me gusta la Navidad, y disfruto mezclándome con esa multitud furiosa que deambula fuera de sí de una tienda a otra. ¿Qué tiene de malo? Si quieren quemar su tarjeta de crédito o fundirse la paga legítimamente ganada, ¿quién es nadie para juzgarlo?
Pero siempre aparece el aguafiestas de turno que piensa que él está por encima de todo eso y en modo alguno imitará todo aquello que hace el vulgo. Y, por ejemplo, tildará de comercial una película sólo porque la ha ido a ver mucha gente, porque, claro, una película para que adquiera la categoría de obra maestra debe ser aburrida y abocar a la introspección y, por descontado, no tener ni pajolera idea de cuál era su argumento, aburrir hasta Garci y no recaudar más que para pagar al cátering.
O censurará la saga (los libros, quiero decir) de Harry Potter porque es producto de una estudiada campaña de marketing, soslayando, que sea o no una campaña de marketing, lo único importante es que la gente, niños o adultos, lean y lean, y, dios, qué gozada asistir a la escena insólita de cómo una muchedumbre de gente aguarda horas y horas frente a unos grandes almacenes con objeto de.. ¡¡comprar un libro!!
Y, cómo no, el agorero de turno reprueba la Navidad, porque, según él, lo que hay que hacer durante estas fechas es encerrarse en casa, poner el mueble más grande que se tenga tras la puerta y reculirse y sobrevivir como se pueda al asedio de comerciantes, que vienen a buscarte a casa para obligarte a gastar. Y uno, como no tiene voluntad ni personalidad y es un pusilámine sin remedio, no podrá resistirse y se lanzará al dispendio desenfrenado, aunque no tenga dinero...
Pues eso, coño, que a mí me gusta la Navidad, y soy más ateo que nadie.
Filiz Navidad y que la felicidad os persiga sin descanso en 2008, incloso a los agoreros. Un abrazo
Pues yo echo de menos la ilusión que tenía de pequeña por la Navidad.
La emoción de poner el árbol, los regalos, las reuniones de familia.
Y eso que aún tengo 16 años... Pero cada vez parece ser que tengo menos ganas.
Me da pena, me da pena perder esa ilusión.
Ahora veo la Navidad como algo un poco hipócrita, muchas personas lo son en estas fechas.
El resto del año no saben nada de ti... ¡Ni si quiera si estás vivo!
Y claro, como es Navidad, pues vienen con un regalito y hale, a cumplir, haré como que te quiero mucho.
Quizás sea que estoy perdiendo un poco esa inocencia infantil.
Me da pena, yo quiero recuperar mi ilusión por la Navidad.
Me ha hecho gracia, por que justo hoy hablaba del tema con una amiga, y ver esta entrada ha sido como un Déja Vu.
=) ¡Esperaremos el relato con impaciencia!
César los buenos amigos están para echarse una mano y más en estas fiestas que como tú dices, nos queremos más. Me apena tanto que tus niños hayan perdido la ilusión y se crean adultos, tanto que son capaces de desdeñar las Navidades, que te ofrezco el salón de mi casa para que lo llenes de globos, guirnaldas y miles de regalos, todos carísimos. Ya me devolverás el favor cuando lo necesite.
Feliz Solsticio, viejo truhán.
Sólo quiero desearos a todos unas felices fiestas.
Cesar, nunca participo pero tus entradas siempre me hacen reflexionar y pasar un buen rato, yo ya me considero más que regalado por tu parte.
¿Ningún navideño-escéptico se da cuenta de que todo ese consumismo rara vez es para uno mismo y si, casi siempre, para los demás?. Me pone triste la Navidad pero no por motivos ideológicos sino por las apabullantes ausencias de seres queridos.
Por lo demás, César, ¡Amén!
Pues a lo mejor algunos somos, efectivamente, navideñoescépticos o misonavideños, o tenemos navidatropía negativa, o navidofobia, no sé. El caso es que a algunos de nosotros no nos gusta particularmente la navidad, y tampoco se trata de odiarla; simplemente me agobia tanta gente en todas partes y tanta felicidad por encargo, tanto "vuelve a casa por navidad" y tanta película cursi.
Y no, ni soy misántropo ni esnob (al menos, no por esta razón), me gusta mucho la gente, y adoro montones de cosas populares, desde "La guerra de las galaxias" a "House", o las novelas de Stephen King (algunas) o los bombones de chocolate, o el templo de la Sagrada Familia (sí, incluso la parte que no es de Gaudí).
Pero no soy cristiano, así que el aspecto religioso me es indiferente; no tengo hijos, así que tampoco tengo el disfrute indirecto (a mis perros, la verdad, les da lo mismo la navidad aunque Nero haya nacido un 2 de enero); y aunque tengo ahora mismo muchos motivos para ser feliz, no dependen de la época del año (y eso que cumplo años dentro de tres días).
Ni siquiera me gusta el cava, que siempre me ha dado un poco de asco, ni las uvas, así que no me veréis atragantándome en nochevieja. Quien sabe, a lo mejor soy genéticamente incapaz de disfrutar la navidad, pero oye, tampoco lo he echado de menos. No me siento nada infeliz por no compartir el espíritu navideño; al fin y al cabo, cuando llega San Juan (mi onomástica, si yo fuera cristiano) tampoco me parece algo particularmente divertido, y me tiro un mes maldiciendo a los críos y sus petardos...
En otro orden de cosas, Connie Willis, que sí adora la navidad y la defiende a capa y espada, tiene una antología de cuentos navideños francamente estupenda ("Miracle and Other Christas Stories"). Tiene un cuento mezcla de historia navideña clásica con "La invasión de los ladrones de cuerpos" que es lo más delirantemente divertido que ha escrito en años. Recomendable. Sí, incluso para aquellos de nosotros que SABEMOS que la navidad es un coñazo.
Me encanta esta entrada porque yo he seguido un proceso similar (sin el factor hijos...). Soy un profundo escéptico del fenómeno religioso y su "apropiamiento indebido" de las tradiciones paganas relacionadas con el solsticio de invierno.
Las cuales no se encuentran, por cierto, en los pueblos que viven en el desierto. Por eso en el Islam no hay celebraciones parecidas.
Bueno, salvo en Irán y pueblos bajo su influencia que, aunque son islámicos, su calendario es solar. Hace poco han celebrado su "Noche de Yalda" el día del solsticio. Véanse imágenes en el blog de mi amiga esperantista iraní Lumina. Por cierto, a resaltar el parecido de "Yalda" con el celta "Yule" o el finés "Joulua" que designan el mismo fenómeno.
Bueno, que desvarío ;-) Respecto a tus hijos, yo creo que deberías recomendarles la lectura de tu artículo; al menos que les ayude a tomar perspectiva de su propia rebeldía hacia la Navidad.
Pues esto es todo. Como no me sale lo de "feliz solsticio" (al menos en esperanto tenemos la alternativa "feliĉan julon!") pues te deseo feliz Navidad.
Hola de nuevo,
No hay por qué tomar partido a favor o en contra de la navidad como se suele hacer a favor o en contra de Bush, de Castro, de Acebes o del Betis. A mí ahora me parece bien que dediquemos un doceavo del año (todo diciembre) a celebraciones; me gustan los reencuentros, los brindis, algunos turrones y polvorones, recibir y haver regalos y, cómo no, vivir paganamente el solsticio. Pero me molestan el fomento interesado del consumismo, la mimetización de la navidad estadounidense con sus insufribles películas de Santa Claus, el borreguismo... En fin, para gustos los colores. Así que os que lo paséis de puta madre y, como decía Manolo, "feliĉan julon!"
PD: Como mi mujer, Chen, es taiwanesa, hoy cenamos en casa cocido chino (en inglés "hot pot", en chino "júo kúo").
Merak: me encanta tu comentario. No dejes que te convenzan de que ya eres "mayor" para esas cosas, porque nunca se es mayor para las cosas que te producen felicidad. Tienes 17 tacos, ya no eres una niña... pero todavía conservas en tu interior una parte de esa niña que fuiste hasta hace poco. No permitas que te la roben y consérvala como un tesoro. Tu amor hacia la Navidad es, sobre todo, amor, y el amor siempre es hermoso.
Álex Vidal: Estoy de acuerdo contigo: me encantan los regalos, sobre todo hacerlos. Me parece precioso intercambiar obsequios y eso siempre me ha gustado de la Navidad. Feliz Navidad para ti también :)
Jorge: sí, el rito pagano del sorteo navideño está muy bien... salvo por el hecho de que jamás me ha tocado ni una mísera pedrea. GRRRR...
En cuanto a lo de las estiquetas y el orden... Esto es Babel, amigo mío, la matriz del desorden. Si le pusiera etiquetas sería... no sé, otra cosa. Catalogarlo todo... ufff, que trabajo y que pereza... ¿Me disculparás si no lo hago?
Natalia: Feliz, feliz, feliz Navidad para ti también.
Ferlocke: Pues mira, igual la cosa es como tú dices: un dia, igual que te levantas con resaca, te levantas poseído por el espíritu navideño. Una posesión en toda la regla para la que no hace falta exorcismo.
Miwok: felices celebraciones del Sol Invictus, reina mora.
Arcadio: estoy totalmente de acuerdo con lo que dices; sobre todo acerca de los agoreros tocapelotas, porque yo fui uno de ellos. Ahora, me arrepiento de haberlo sido y pido perdón a todos los que di la matraca con mis admoniciones de gilipollas suficiente. Feliz Navidad para ti también.
Ginza: tienes 16 tacos, amiga mía, y estás creciendo. Y crecer significa ganar cosas, pero también perder otras. Puede que ahora necesites contemplar la Navidad con sentido crítico, puede que estés perdiendo la inocencia infantil... pero intenta no perderla del todo. Guarda un trocito y consérvalo oculto en tu interior, porque seguro que algún día lo necesitarás. ¡Felices fiestas!
Samael: tu proposición me parece muy interesante; tanto, que voy a meditar sobre ella durante un tiempo. Digamos que hasta Semana Santa.
Michel: gracias por tus amables palabras; son un auténtico regalo.
BB: tú y yo somos los restos del naufragio, así que amén.
Lektu: ¿Qué te puedo decir si hasta hace poco pensaba como tú? Todo lo que dices es verdad, pero no es toda la verdad. No obstante, soy un converso razonable y no voy a intentar convencerte de nada. Como tampoco soy cristiano: ¡felices fiestas del solsticio, mal que te pesen! ;)
Manolo: Muy interesantes tus observaciones. Las fiestas del solsticio son propias de los pueblos agrícolas, que fueron lo primeros, durante el neolitico, en empezar a observar el cielo para medir el tiempo. En el desierto, lógicamente, eso no vale para nada. Igual que en aquellas culturas situadas en el ecuador o en los trópicos, donde sencillamente no son percibibles los solsticios.
Muy interesante esa similitud de términos que mencionas. Feliĉan julon para ti también.
Jorge: como bien señalas, el mismo fenómeno puede percibirse de dos formas diametralmente distintas. Que cada cual elija la que le venga en gana. Por cierto, si tu mujer es taiwanesa, entonces celebraréis dos veces la Nochevieja (o su equivalente oriental) y el Año Nuevo, ¿no?
Claro. Y como el calendario chino es solar para los años y lunar para los meses, el Año Nuevo chino cambia de fecha cada año, como la Semana Santa. Apuntad la fecha: el 6 de febrero de 2008 será Año Nuevo chino (y el 5, su equivalente de la Nochevieja). Pasaremos del Año del Cerdo al del Ratón o la Rata.
Publicar un comentario