sábado, junio 21

B.C.

¿Os habéis fijado en que la vida tiene un “sabor” de fondo? Empleo la palabra “sabor” como metáfora, porque no existe ningún término para denominar a lo que me refiero; podría decir “tonalidad” o “sentimiento”, pero me parece más apropiado “sabor”, sobre todo en el sentido de “regusto”. Se trata de una sensación muy tenue, una especie de melodía mental absolutamente indefinible que nos acompaña en todo momento, como un suave sonido de fondo, una impresión que cambia con el tiempo y las circunstancias. Además, no siempre somos conscientes de ella; de hecho, cuantos más años tenemos, menos conscientes somos. Por ejemplo, ahora mismo, mientras escribo esto, no la percibo. Pero podría percibirla; bastaría con adoptar la actitud mental adecuada, aunque, al ser ésta básicamente contemplativa, tendría que dejar de escribir. Lo dejaremos para luego.

Ahora vamos a hacer un experimento. Recordad un episodio del pasado, uno relacionado con vuestra infancia; da igual que sea bueno o malo, significativo o banal; lo importante es que sea intenso. Vale, cerrad los ojos y concentraos en ese recuerdo... ¿No notáis la suave sensación que lo acompaña, no paladeáis su sabor? Pues a esa sensación me refiero. Si ahora evocarais otro recuerdo, uno de una época diferente, volveríais a notar una sensación de fondo, sólo que distinta. Cada momento tiene su sabor.

¿Qué es y de dónde procede esa sensación? Creo que de tres fuentes distintas. En primer lugar, de la percepción de nosotros mismos, el auto-reconocimiento de nuestro cuerpo y de nuestra mente. Esto me recuerda un chiste: Dos cincuentones se encuentran por la calle y uno dice: “Hombre, cuánto tiempo sin verte; ¿cómo estás?”. Y el otro responde: “Muy bien; pero si cuando tenía veinte años me hubiera despertado un día sintiéndome como me siento ahora, habría ido corriendo al hospital más cercano”. El caso es que nos percibimos a nosotros mismos constantemente; si tu cuerpo tiene buen tono, tu percepción mental también lo tendrá, y si tu cuerpo está, por ejemplo, cansado, ese cansancio impregnará tu mente. Hay un diálogo constante entre nuestro mundo emocional y nuestro cuerpo. Por ejemplo, estoy acatarrado, así que tengo una percepción “nublada” de mí mismo.

La segunda fuente es la percepción del mundo exterior. Mientras escribo esto, noto una determinada temperatura en la piel (calor, ya ha llegado el verano), noto una leve brisa procedente de la ventana, noto la luz (intensidad, inclinación, color...), debería notar olores (pero estoy acatarrado), noto el tacto de las teclas, del sillón, de la mesa y del suelo; percibo sonidos (una persiana enrollándose a lo lejos, un coche pasando por la calle, el tecleteo...) y veo lo que me rodea: me encuentro en mi despacho, un lugar que conozco tan bien que ni me fijo en él; pero ahí están los libros en sendas librerías, las decenas de objetos absurdos que pueblan las baldas, la desordenada mesa de cristal sobre la que trabajo, el gran póster de King Kong (sujetando a Fay Wray y machacando un biplano) que se alza frente a mí, la puerta abierta mostrando la fuga del pasillo...

Todas estas percepciones del mundo exterior afectan a mi estado de ánimo; a veces mucho (por ejemplo, durante una tormenta, que es un auténtico cóctel de sensaciones), y a veces, como ahora, poco. En ocasiones, algo nos produce un gran impacto emotivo-sensorial y esa impresión queda registrada indeleblemente en nuestro cerebro. Seguro que todos recordamos una luna maravillosa, o un firmamento estremecedor, o un atardecer deslumbrante, o una mañana especialmente luminosa. Todos esos momentos, todos esos factores, crean y modelan el “sabor” de fondo de nuestras vidas.

La tercera fuente es la imaginación. Es decir, la parte emocional que añadimos a nuestros recuerdos y sensaciones, sólo porque queremos que sea así, pues en realidad nos lo estamos inventando. Que estas impresiones tengan un origen falso no importa lo más mínimo, pues son tan intensas o más que las reales.

Por otro lado, lo cierto es que percibíamos mucho más el “sabor de fondo” de la vida cuando éramos niños, o muy jóvenes, que de adultos. Creo que eso tiene que ver con la forma en que percibimos el mundo y cómo cambia con el paso de los años. De pequeños, todo era nuevo; los primeros brotes de la primavera, la luz incidiendo sobre el aire polvoriento de una habitación cerrada, el frescor del agua cuando te zambulles, el olor de la hierba cortada, las personas, los paisajes, todo era nuevo para nosotros, porque lo vivíamos por primera vez, de modo que poníamos toda nuestra atención en percibir cada detalle de la vida. Así surge el “sabor”. Sin embargo, conforme envejecemos la vida pierde novedad y empezamos a dejar de prestar atención a las cosas importantes. Ya no nos fijamos en los brotes de la primavera, ni nos detenemos a contemplar cómo cambian las cosas a nuestro alrededor conforme la luz del sol declina. Dejamos de prestar atención a la vida, y el “sabor” se diluye hasta desaparecer.
Pero, por muy carrozas que seamos, podemos recobrar esas sensaciones. Basta con detenernos unos minutos y prestar atención a lo que nos rodea... Los trinos de un pájaro, el rumor de la brisa en los árboles, la textura de la luz... No pensar, sentir... Y poco a poco, como un suave bolero, el sabor de la vida va concretándose. Es distinto a lo que sentía hace treinta años, claro, pero está ahí y lo noto como una parte inseparable de mí mismo. En gran medida, sentirse vivo no consiste más que en prestar atención.

Pues bien, todo este rollo viene a cuento –si es que viene a cuento, cosa que dudo- porque ayer me di un inesperado atracón de “sabores” pasados. Veréis, a comienzos de los 70, Luis Gasca fundó la editorial Buru Lan, que estaba dedicada al comic. Lanzó varias series destinadas a recuperar lo mejor del comic clásico norteamericano (el Rip Kirby o el Flash Gordon de Alex Raymond, por ejemplo) y un par de excelentes revistas: El Globo y Zeppelin. Entre las series que publicó había dos –editadas en formato de libro de bolsillo- que yo (y mi buen amigo Samael) seguía con fidelidad: B.C. y Edad Media (The Wizard of Id). La primera estaba escrita y dibujada por Johnny Hart, y en la segunda el guión era de Hart y los dibujos de Brant Parker. En ambos casos se trataba de daily strips, tiras diarias de tres o cuatro viñetas, al estilo Peanuts.

Me encantaban B.C. y Edad Media. Su humor se basaba en el sarcasmo y el surrealismo, y también en los juegos de palabras, algo que lamentablemente se perdía con la traducción. B.C. era tanto el nombre de uno de los personajes como las iniciales de Before Christ, pues la serie versaba sobre un grupo de irónicos cavernícolas. Edad Media era lo mismo, sólo que trasladado a eso, la Edad Media. En realidad, ambas series eran un incisivo cachondeo sobre la naturaleza humana, una visión divertida, y bastante ácida, de la vida moderna y sus neurosis. Una pequeña obra maestra que no llegaba a la altura de Peanuts, su directo referente, pero que en muchas ocasiones bordeaba la genialidad. El caso es que, no sé muy bien por qué, asocio mis dieciocho y diecinueve años con esas dos series. Puede que sea porque al poco cerró Buru Lan y jamás volví a leer (ni siquiera ver) nada relacionado con B.C. y Edad Media. Ambas series aparecieron y desaparecieron en ese periodo de mi vida, quedando desde entonces íntimamente ligadas a él en mi recuerdo.

Pero ayer fui a Elektra, una tienda de cómics, para comprarle un regalo a un amigo y, de paso, para agenciarme el Lost Girls de Moore y Gebbie, cuando de pronto vi algo inesperado: El libro de oro de B.C., una antología publicada por Astiberri Ediciones con motivo del cincuenta aniversario de la serie. Huelga decir que lo compré y, después de treinta y seis largos años, volví a disfrutar de los sarcásticos cavernícolas de Johnny Hart. Fue como reencontrarme con un viejo amigo, aunque descubrí con tristeza que Mr. Hart había muerto hacía un año, en abril de 2007, poco antes de que el libro fuera publicado en inglés.

La cuestión es que, mientras leía una tras otra las tiras que aparecen en el libro –algunas las conocía, otras no-, percibía con toda nitidez el “sabor mental” de mis dieciocho y diecinueve años. No puede describirse, claro; no hay palabras adecuadas ni en este ni en ningún otro idioma, pero aun así voy a intentar explicar cómo es ese sabor:

Una brisa templada, el sol describiendo hileras al pasar a través de una persiana, un Bloody Mary, olor a lavanda, un cielo azul sin nubes, tacto a hierba fresca, sabor a vainilla, tintineo de cristales, espuma de cerveza, tierra mojada tras la tormenta, cabellos lacios acariciándome las mejillas, eternidad.

A eso “sabe” mi primera juventud, aunque imagino que la suma de sensaciones del párrafo anterior sólo tiene sentido para mí. Era, en cualquier caso, una sensación sumamente agradable, pura vitalidad y optimismo. No duró mucho; poco después mi vida cambió y el sabor se volvió más amargo. Quizá por eso lo valoro tanto, quizá por eso El libro de oro de B.C. me ha devuelto tan nítidamente el recuerdo de ese sabor, quizá por eso he decidido escribir esta entrada tan poco interesante.

Hoy es el día del solsticio de verano, un día que sabe a Sol, a piedra y a historias antiguas.

Feliz solsticio, amigos míos, y mil perdones por aburriros con mis pajas mentales.

14 comentarios:

Anónimo dijo...

Feliz solsticio para ti y mil gracias por compartir con nosotros tan hermosos arabescos mentales.

Anónimo dijo...

Pues sí, es cierto completamente. Hay un sabor de fondo, sobre todo de niño, bueno, y de adulto, pero ese es más dificil captarlo. La rapidez de esta vida nos lo impide. En mi caso, me sucedió algo así leyendo un antiguo ejemplar de la edit. molino y rick kirby. Te trasladas de golpe al pasado. Los sentidos estaban más a flor de piel.
mazarbul

Anónimo dijo...

¿Fumar algo ayuda? :-P
Recuerdo una tira de Edad Media:
Está el bufón haciendo malabares con una enorme cantidad de bolas que mantiene simultaneamente en el aire.
Se le acerca otro de los personajes y le pregunta:
--¿Cómo lo consigues?
--Sencillo: las caliento antes de empezar
Surrealisticamente genial o genialmente surrealista. A elegir.

Miguel Sanfeliu dijo...

Estoy de acuerdo. He experimentado esa sensación que te traslada a la época en que uno empieza a descubrir el mundo que le rodea, especialmente con la adquisición de un determinado libro o cómic. También en el momento previo al inicio de una película que he esperado con ansiedad. Es como un peso en el estómago que te traslada de golpe a la habitación de tu juventud, a tu primer coche, al momento en que leíste determinado libro... Yo creo que es algo muy similar a eso que conocemos como nostalgia.
Un saludo.

Anónimo dijo...

Las pajas mentales nunca son aburridas, y menos si están tan bien explicadas.

Hubo un estudio que no refleja exactamente lo que propones, pero sí está relacionado con esa idea del hilo común que recorre cada una de nuestras vidas.
Se hizo una encuesta sobre satisfacción personal, valoración de la vida, etc. a muchos jóvenes. Decenas de años más tarde, se volvió a hacer la encuesta. Los optimistas, positivos, etc. y los cenizos, cabreados, etc. seguían siendo los mismos, con independencia de lo mal o bien que les hubiese ido en la vida.
Si esto es realmente así (de lo cual no estoy muy seguro) es un poco descorazonador para los insatisfechos, que parece que tendrán que cargar con esa "madición" toda su vida.

Creo que me he salido un poco del tema, pero es lo que se me ha ocurrido al leer la entrada.

Anónimo dijo...

De "poco interesante", nada. Es la primera vez que "oigo" (leo) a alguien hablar de algo que para mí es muy importante y que nunca, tampoco, había formulado yo con palabras. Pero hace muchos años, prácticamente desde niño, que soy consciente de tener lo que hasta ahora había llamado para mis adentros un "paisaje mental" -pero lo del "sabor" tampoco me parece mala terminología- que es como el fondo anímico, sensorial e inconsciente, ininterrumpido y cambiante, sobre el que pasa lo que en cada momento me pase; y que está compuesto, efectivamente, de cosas tales como la temperatura del aire, su olor, el entorno físico que realmente estoy viendo, el que tengo en la cabeza, la música que realmente suena, la que me suena solo a mí, el libro que leo esos días, otro que leí hace años y que recuerdo sin ser consciente de estarlo recordando, mi estado de ánimo, mis proyectos, mis recuerdos... pero todo ello mezclado en un compuesto que es como un tapiz o un decorado mental... Y dentro de él hay asociaciones curiosísimas de las que solo a veces y a pedazos me doy cuenta: hay paisajes de mi ciudad que "son" a la vez otros lugares de otras ciudades en las que también he estado; hay pasajes de libros que tengo automáticamente asociados con lugares o con músicas con los que, sin embargo, no soy capaz de encontrarles ninguna relación objetiva consciente; hay evocaciones de lugares o de lecturas, más aún de músicas y de olores, que me suscitan de modo casi automático un estado de ánimo específico, que no se me produce más que así... Mi cabeza -imagino que la de todo el mundo- es un misterio densísimo e inagotable lleno de datos -en el sentido más amplio: de sensaciones, de sentimientos, de "visiones"...- ordenados de forma rigurosa, incomprensible y complicadísima... y todo ello con la suficiente "discreción", en un tercer o cuarto plano lo suficientemente difuminado -aunque también a veces extrañamente preciso- como para que pueda examinarlo y pasarle revista al tiempo que trabajo, leo, charlo o realizo cualquier otra actividad consciente, incluso complicada. Es una especie de "compañía interior" permanente, de fondo, que a mí me asegura, en general, un buen equilibrio emocional: una suerte de referencia afectiva de mí mismo cuya presencia silenciosa me sirve de apoyo sin hacer otra cosa que estar ahí, de telón de fondo... Efectivamente, no hay manera de explicarlo. Intentándolo, como véis, digo muchas tonterías. Pero me ha gustado mucho leer este post.

Anónimo dijo...

He vuelto de las nieves.

¡¡¡¡¡LIBRO DE ORO DE BC!!!!!!!

una ligera nubecilla de polvo queda suspendida en el aire a mis espaldas mientras salgo disparado de mi silla alcanzando mach 2. Espero llegar a tiempo a comprar MI ejemplar.
(Lucio se lo merece).

Anónimo dijo...

Pues sí. Sniff.

Yo soy sobre todo visual, y sin embargo el sentido del oído o del olfato es el que me traslada más fácilmente a otras épocas (como la madalena de Proust).

Oigo "Star Wars" en "Dolby-pamema-sensurraund" y ¡zas! sigo teniendo diez años y alucino con la película. Oigo "adios muchachos" de Gardel y, zas, debo tener sólo 7 y es una interminable tarde de sábado en casa de mis abuelos. Huelo determinado perfume y, ¡tachán! es mi mamá joven y guapísima poniéndose una crema.

Sí, es el cerebro que ha hecho una conexiones profundas, de manera que tocas la tecla X, y consigues un efecto Y.

Ahora, viene lo bueno: Podemos reprogramarnos. Para que con la tecla X, consigamos otro efecto ¡a elegir! (PNL: Programación neurolingúïstica ;-) ).
Lo de la PNL a mí me fascina... (lo he incluido en alguna novela...).

Anónimo dijo...

Feliz solsticio, yo quemé mis apuntes del selectivo :P.

Sí que es cierto que la vida tiene un sabor. Yo recuerdo muchísimas cosas, y puedo intuir muchas otras gracias al olor. A veces huelo el aire y digo, como si fuera un bruja, "Mal augurio". Otros huele, y en este caso puedo precisar el olor, a fregasuelos de olor a limón y sé que será un buen día. No sé exactamente de dónde hago yo esa asociación, pero es divertido.

A mí los olores me transportan a momentos maravillosos. Cada vez que uso el desodorante Dove me acuerdo de Roma, me siento en Roma, paseando por sus calles siendo más feliz que en toda mi vida. Evidentemente, utilicé ese desodorante durante todo mi viaje a Italia, y con sólo destaparlo estoy paseando por Capri con mi amiga, o por las calles de Taormina comprando limoncello. A mi hermana, en cambio, el de la marca NB la lleva a París... Sí, en mi casa nos pasan cosas muy rayantes con los desodorantes. El olor a croquetas de pollo me lleva casa de una de mis mejores amigas, en Murcia, cuya madre cocina como dios y donde disfrutaba particularmente de sus croquetas de pollo caseras, así como el olor de tierra mojada me conduce a Galicia, a casa de mi otra mejor amiga, y puedo sentir toda la plaza del Obradoiro a mi alrededor unida al verde, a la lluvia, y a los abrazos de mi amiga.

No sé, es una cosa extraña. Y me encanta. Un beso,

Cristina

Manuel dijo...

Además, ese "sabor" se recuerda más fácilmente cuando tiene relación con la infancia.

Por ejemplo, tengo grabado a fuego mi barrio, en construcción cuando la familia se fue a vivir allí. Recuerdo escombros, obreros haciendo cemento, el olor del metal de una puerta recién pintada y recalentado por el sol, el olor de la masilla usada para fijar las lunas, como a grasa rancia de pescado... Desde entonces, siempre que como pescado que ha estado demasiado tiempo en un congelador me siento transportado a esa época.

Justo ahora acabo de terminar la novela "Ahora es el momento", de Tom Spanbauer. Trata de un adolescente que hace autostop, huyendo de casa, y va contando su infancia con su familia; pues bien, todas las escenas las describe aludiendo al "sabor" que mencionas, Cesar: en lugar de describir los detalles importantes, enumera aquellos que subjetivamente son más sobresalientes para el protagonista, con frases cortas y repetitivas. Los olores y sabores son usados de forma mucho más abundante de lo habitual. Efectivamente, consigue recrear el mundo subjetivo del niño evocando ese "sabor" indefinible que acompaña los acontecimientos de su vida.

Por cierto, una de las escasas novelas que se permite el lujo de contar al detalle el final en las primeras páginas, sin perder por ello interés.

Akaki dijo...

La música a mi crea ese tipo de sabor en muchas ocasiones. Una canción que pudo estar acompañada de un sentimiento pasado hace sentir un hormigueo cuando vuelves a escucharla y en ocasiones revivir e imaginar momentos o simplemente "algo" que te produce satisfacción.

Saludos

S_Marc dijo...

No te preocupes, no eres el único que sufre de ese tipo de onanismo. Saludos!.

Anónimo dijo...

¿cómo podemos ser la misma persona de hace veinte años si ninguna de las células que tenemos ahora las teníamos entonces? En el caso de que a pesar de no ser el mismo cuerpo físico, conservemos la identidad, ¿puede ser debido a la "memoria" que tienen ciertas moléculas -ver formación de cristales-?
(No he encontrado el libro de oro de BC, pero como ya no soy el mismo de entonces, a lo mejor ya no me gusta por lo que me he ahorrado unos cuartos).

Perséfone dijo...

Es un poco como la magdalena de Proust. Mi magdalena es el olor de las patatas fritas en la calle, esas noches de verao en las que escuchas el chisporroteo del aceite desde la misma calle y hueles las patatas de la cena de todos los demás. Me recuerdan a la ducha nocturna de mis seis años, a tomar la cena con el pelo húmedo, el calor del secador mientras intento ver la tele...

Para mí ese sabor es muy importante y recurrente. En invierno pienso mucho en el olor al verano, para animarme cuando el frío y la oscuridad me deprime, y me remonto constantemente a otros años. Cuando escucho viejos discos recuerdo el momento en que más los escuché, o los asocio a los libros que leía mientras jugaba...

Si no estuviera tan cansada seguiría, porque es un tema que me encanta. Gracias por hacerme pensar en ello :)