
Hace tiempo, oí decir que
Casablanca era la mejor mala película de la historia del cine y, si te paras a pensarlo, es verdad. La película de Curtiz es un cúmulo de topicazos sentimentaloides, con un Marruecos de guardarropía, diálogos imposibles y personajes de una pieza. De hecho, cuentan que el rodaje fue un caos donde nadie estaba muy seguro de saber de qué iba el asunto y el guión se improvisaba día a día. Y sin embargo, por una prodigiosa conjunción de factores, ahí tenemos una película inmortal con, quizá, el mejor final de la historia del cine (junto con el de
El tercer hombre, me apresuro a afirmar).
No es
Casablanca, por supuesto, el único caso de buena mala película. Ahí tenemos, por ejemplo, todos los films de los Hermanos Marx; el más cuidado de ellos,
Una noche en la ópera, no pasa de mediocre y el resto son, cinematográficamente hablando, entre malos y muy malos. Pero, ¿eso qué importa? ¿Qué más da que la historia sea idiota, el guión inexistente y la dirección plana? El verdadero espectáculo son Groucho, Harpo y Chico, ellos impregnan de genialidad cada fotograma de sus películas y todo lo demás pasa a un segundo plano. O, ya en plan trash, podemos citar las películas hongkonesas de Bruce Lee. Son los films más cutres que he visto, pero a mí me fascinan. En cuanto aparece Lee toda la mugre se desvanece, y cuando se pone a repartir estopa suenan las campanas de gloria.
Aunque, claro, eso de Bruce Lee puede que sea una aberración exclusivamente mía. Porque todos, lo confesemos o no, tenemos unas cuantas buenas malas películas en nuestro altarcito particular dedicado al dios del mal gusto. Aunque, cuidado, no se trata de películas generalmente tildadas de bodrios que a nosotros nos parezcan buenas; no, son películas que nosotros mismos reconocemos como malas, pero que, por algún motivo, nos gustan.

Esto viene a cuento porque la semana pasada pillé en uno de los canales digitales una de mis malas películas favoritas; estaba empezada y ya la había visto dos o tres veces, pero me quedé viéndola hasta el final. Se trata de
Velocidad terminal (Deran Serafian, 1994), protagonizada por Charlie Sheen y Natassia Kinski. Podríamos definir esta película como un Hitchcock macarra; de hecho, comienza de forma casi idéntica a
Vértigo, sólo que en plan paracaidismo. Es la típica historia de hombre inocente que, por azar, se ve implicado en una conspiración que amenaza una y otra vez su vida. En este caso, la trama va de un rollo de espionaje escasamente original, está narrada de forma plana y contiene todos los tópicos imaginables. Pero hay algo en ella que me gusta. Puede que sea porque las secuencias aéreas están bien rodadas y resultan emocionantes, o porque la Kinski está jartá de buena, o porque Sheen me cae bien (es un actor limitado, pero capaz de burlarse de sí mismo), o porque es una producción sin pretensiones, o por su sentido del humor, o porque James Gandolfini aparece en un papelito secundario... no lo sé, pero, pese a lo mala que es, siempre me quedo mirándola.
Tras ver una vez más
Velocidad terminal, me pregunté si había otras malas películas que me gustasen y, en pocos minutos, encontré cinco. Seguro que hay más, pero mi memoria es un

desastre; en cualquier caso, permitidme compartir con vosotros mis vergüenzas. Por ejemplo, tenemos una exótica película llamada
Hechizo letal (
Cast a deadly spell, Martin Campbell 1991). Su argumento transcurre en 1948, en un Nueva York alternativo donde todo el mundo practica la magia menos el protagonista, un detective al estilo Marlowe llamado Lovecraft. Nuestro hombre recibe el encargo de buscar un libro misterioso (el Necronomicon, cómo no) y tendrá que enfrentarse a Primigenios, zombis, sucubos y todo tipo de monstruosidades. Vamos, un cruce entre los
Mitos de Chtulhu y
El Halcón Maltés. En realidad, se trata de una película producida para TV, pero como quedó resultona, decidieron proyectarla en cines, aunque en España se distribuyó directamente en video. El caso es que el acabado final es más bien cutre y los efectos especiales de barraca de feria (lo cual, por otro lado, le brinda cierto encanto). Pero Fred Ward está muy bien en su papel de detective cínico y duro, la idea es atractiva y el guión, aunque no saca todo el partido posible a sus planteamientos, está dotado de un juguetón sentido del humor. Una simpática buena mala película en definitiva.

Algo raro debe de pasarme con Martin Campbell, porque hay otra película suya en mi lista de malas-buenas:
Límite vertical (2000). El asunto va de alpinismo: dos hermanos escaladores, chico y chica, están enemistados a causa de la muerte de su padre en un accidente de montaña (la hermana culpa al hermano). El chico deja de escalar, pero la chica sigue haciéndolo y, tiempo después, dirige una expedición para coronar el K2, la segunda montaña más alta del planeta. Hay un accidente y la chica queda atrapada, entonces su hermano organiza una cordada para rescatarla. En fin, la película es un cóctel de tópicos lleno de insensateces y escenas absurdas. Y sin embargo, tiene algo, un no sé qué, que la salva de la quema; quizá sea su curioso punto de vista sobre el alpinismo. Veréis, cuando se piensa en el Himalaya y en la escalada, lo que a uno le viene a la cabeza es soledad y silencio; pues bien, nada más lejos de la realidad. Tal y como muestra Campbell, durante la época de escalada las principales montañas del Himalaya están hasta arriba de alpinistas; una comunidad de pirados que viven por encima de los cuatro mil metros de altura. Puede que sea esa inusual visión del alpinismo lo que le presta cierto atractivo a la cinta, o las espectaculares escenas de escalada, o algún que otro personaje atractivo, como el escalador-zen que interpreta Scott Glenn, o la presencia de ese bomboncito llamadoIzabella Scorupco... o a lo mejor la peli es una mierda absoluta y yo me he vuelto tonto.
La siguiente película de mi lista es
Temblores (Ron Underwood, 1989). Un pequeño pueblo de Nevada, situado en medio del desierto, se ve acosado por unos monstruosos gusanos gigantes. La verdad es que no estoy nada seguro de incluir esta película en la lista; porque si bien no cabe

duda de que se trata de una serie B (al estilo de las de los 50), ya es más dudoso que sea una mala película. Lo cierto es que tanto el guión como la realización saben sacar partido a la premisa de partida (si no puedes fiarte del suelo que pisas, no puedes fiarte de nada), los efectos especiales son muy apañados para el presupuesto que se manejaba, la cinta está presidida por un tonificante sentido del humor y son más que notables las interpretaciones de Kevin Bacon y Fred Ward. Así que, después de todo, quizá no sea una mala cinta. Examinando las críticas que he encontrado en Internet, he podido comprobar que la opinión está dividida: algunos la consideran una bobada y otros un clásico menor. Todo lo que puedo decir al respecto es que a mí me parece muy divertida.

Bueno, si con la anterior película tenía dudas sobre su calidad, en lo que respecta a la que voy a citar ahora no albergo ninguna, porque, amigos míos, se trata nada más y nada menos que de una peli de ¡Jean Claude Van Damme! Me refiero a
Blanco humano (John Woo 1993). De entrada, aclararé que, de todos los musculitos reparteleches que han pululado por el cine internacional, hay dos que no soporto: Segal y Van Damme. Me sacan de quicio con esa rígida inexpresividad achulada suya. No obstante, en el caso de
Blanco humano... Veréis, la película es tan insensata que se inspira en un clásico indiscutible del cine fantástico, nada más y nada menos que en
El malvado Zaroff (Ernest B. Schoedsack & Irving Pichel, 1932). La cosa va de un grupo que organiza cacerías humanas para millonarios; las piezas son ex-soldados vagabundos. Un día, la hija de uno de esos vagabundos comienza a buscar a su desaparecido padre, contrata a Van Damme, y la “ambición belga”, repartiendo bofetadas a diestro y siniestro, acaba con la organización. Como veis, una bobada de argumento nada original. Sin embargo, el director es John Woo, un realizador muy torpe a la hora de elegir los proyectos en que se embarca, pero un maestro de las secuencias de acción. Así que las secuencias de acción de la película están excelentemente coreografiadas (cabe destacar la casi surrealista pelea en el almacén del Mardi Grass). Por otro lado, jamás antes había ofrecido Jean Claude Van Damme un aspecto tan decididamente macarra, lo cual es muy apropiado, pues el belga siempre ha sido precisamente eso, un macarra. Además, la ambientación en los pantanos de Nueva Orleans confiere a la cinta un tono adecuadamente malsano. Y Lance Henriksen compone un excelente villano. Y Yancy Butler tiene unos ojos preciosos...
Y por fin llegamos al último título de esta breve lista:
Warlock, el brujo (Steve Miner, 1989). Debo confesar que sólo la he visto una vez cuando la pasaron por TV, así que no la recuerdo muy bien. El argumento narra la historia de un brujo que, condenado a la hoguera en el siglo XVII,

reaparece en Los Ángeles del siglo XX dispuesto a vengarse; para ello, busca los tres fragmentos de un grimorio capaz de destruir la Tierra. Pero le sigue a través del tiempo un cazador de brujos medieval que finalmente acabará con él gracias a la ayuda de una chica hechizada por Warlock. Se trata de una serie B muy serie B, pero rodada con inteligencia y sentido del humor. Julian Sands compone un correcto malvado, los efectos especiales están manejados con sobriedad e ingenio y está dirigida con ritmo y convicción. Pero una de las cosas que más me llamaron la atención de esta película es la clase de brujería que muestra; no se emplea alta magia al estilo del Necronomicon, ni un rollo altisonante inventado para la ocasión; por el contrario, los personajes usan conjuros y hechizos extraídos del folclore popular (por ejemplo, si cortas con un cuchillo de plata la huella de la pisada de alguien, le dejarás cojo), lo cual confiere a la cinta un divertido tono entre ingenuo y rural. De nuevo las críticas de Internet se muestran divididas y de nuevo me limito a afirmar que a mí me divirtió.
Bueno, pues se acabó la lista. ¿Alguna sugerencia?