miércoles, diciembre 27

El regalo (relato navideño)


Queridos amigos, aquí tenéis mi regalo de Navidad. Se trata de un relato escrito para, por y durante estas fechas, exclusivamente dedicado a los merodeadores de Babel. Espero que no os disguste demasiado. Felices fiestas.


Le echaron del último bar a las nueve y media de la noche. Vamos a cerrar, dijo el camarero. ¿Puedo tomar otro antes de irme?, preguntó Emilio, apurando de un trago los restos de su gin tonic. El camarero negó con la cabeza. Es tarde, dijo; me esperan en casa, compréndalo. Emilio pagó la consumición, se puso el abrigo y se dirigió a la salida. El camarero se despidió de él deseándole felices fiestas. Emilio no respondió.
La noche le saludó con una caricia helada. Introdujo las manos en los bolsillos del abrigo y miró a izquierda y derecha; decenas de guirnaldas tejían un dosel de luz sobre la avenida, pero los establecimientos públicos permanecían cerrados y oscuros. Había poco tráfico y los escasos peatones que recorrían las aceras lo hacían con prisa y cierto aire avergonzado, como si estar en la calle esa noche resultara de algún modo sospechoso. Es lo que tiene la Nochebuena, pensó Emilio: toque de queda.
Encendió un cigarrillo y echó a andar sin rumbo fijo, huyendo sin darse cuenta de la iluminación navideña y adentrándose en el oscuro anonimato del dédalo de callejuelas que se extendía más allá de la avenida. No quería volver a su casa; allí no sólo no le esperaba nadie, sino que ni siquiera se había molestado en preparar una cena. Y, lo que aún era peor, no tenía ginebra, ni tónica, ni hielo, ni limón. Ni un vaso limpio, si vamos a eso. No es que Emilio fuera un alcohólico, ni mucho menos; en la bebida buscaba el sabor, y puede que también el rito, no el aturdimiento. Nunca bebía antes de la puesta de sol y jamás tomaba más de tres copas. Pero aquella noche sólo llevaba dos, y la última había sido un gin tonic tristemente elaborado, en vaso largo, la tónica caliente y un par de hielos que se derritieron nada más zambullirse en el combinado. Un asco. Mientras caminaba dando taciturnas caladas al cigarrillo, Emilio reflexionó sobre el gin tonic perfecto. En copa grande, escarchada, aromatizada en el filo con limón; tres cubos de hielo a veinte grados bajo cero, ginebra Sapphire, tónica Schweppes y una corteza de limón flotando entre las burbujas.
Dos cigarrillos más tarde, tras adentrarse en una calle estrecha, solitaria y mal iluminada, poco después de que la campana de una lejana iglesia sonaran diez veces, Emilio lo vio. Allí estaba, las luces encendidas distinguiéndose a través de los cristales esmerilados de la puerta, con un letrero de neón encima del dintel dibujando en la oscuridad dos palabras de luz violeta: Pub Erebus. Un bar abierto, un inesperado oasis en el desierto de la Nochebuena.
Emilio cruzó la calle y entró en el local. Lo primero que percibió fue la música, no un villancico, no aburridas melodías ambientales, no el último cantante hortera surgido de la televisión. Música de órgano, quizá una fuga de Bach, quizá no. Simultáneamente notó el olor, un penetrante aroma a incienso que durante un instante le hizo recordar las misas del gallo de su infancia. Finalmente, al cruzar una cortina de terciopelo escarlata, vio el interior del local, un pub inglés con madera por todas parte, butacas con almohadones, mesas bajas, grabados en las paredes y suelo ajedrezado. El bar estaba desierto, salvo por el barman que, vestido con un smoking negro, permanecía tras la barra con los brazos cruzados a la espalda, el pelo brillante de fijador y una tenue sonrisa en los labios.
¿Un camarero de smoking?... Emilio se preguntó dónde se había metido y, durante un instante, consideró la posibilidad de irse, pero sabía que no iba a encontrar otro local abierto, de modo que se quitó el abrigo y tomó asiento en uno de los taburetes que se alineaban frente a la barra.
—Buenas noches, señor Atienza –le saludó el barman con una templada voz de barítono.
Emilio alzó una ceja.
—¿Nos conocemos? –preguntó.
—Por supuesto, señor –respondió el camarero-; le estaba esperando. De hecho, he abierto el establecimiento exclusivamente para usted.
Emilio le contempló con el ceño fruncido. No conocía de nada a aquel hombre, aunque... sí, había algo vagamente familiar en él.
—¿Quién es usted?
La sonrisa del camarero se amplió.
—Ya lo sabe, señor Atienza, aunque quizá le cueste reconocerlo. Dígame, ¿a qué huele?
—A incienso.
—¿Y por debajo del incienso? ¿No percibe otro olor?
Emilio alzó un poco la cabeza e inspiró por la nariz. En efecto, más allá del dulzón aroma del incienso flotaba un olor áspero e irritante. Olía levemente a azufre. Entonces recordó el nombre del establecimiento, Erebus, la puerta del infierno, y supo con entera certeza quién, por increíble que pareciese, era aquel extraño camarero vestido de smoking. Lo único que le sorprendió fue no sorprenderse.
—¿Es usted el diablo? –dijo, más en tono afirmativo que de pregunta.
El camarero hizo una apenas insinuada reverencia.
—Ése es uno de los nombres por los que se me conoce, pero tengo muchos. El Maligno, Luzbel, Satanás, el Príncipe de las Tinieblas, el Enemigo, Astaroth... Aunque, personalmente, prefiero considerarme la Oposición.
Emilio alzó las cejas.
—Entonces, ¿he muerto y estoy en el infierno? –preguntó.
El camarero rió suavemente.
—No, señor Atienza, usted sigue vivo y esto no es el infierno, sino una pequeña sucursal.
—Que usted ha abierto exclusivamente para mí, ¿no?
—Así es, señor.
—¿Por qué? ¿Quiere comprarme el alma o algo así?
El camarero volvió a reír.
—No, no, no, de ninguna manera –dijo-. Hace mucho que no compramos almas; de hecho, mi empresa tiene tantos clientes que ya no sabemos dónde meterlos. Además, hoy es el cumpleaños de mi rival y en estas fechas solemos cerrar para dar descanso al personal.
—¿Quiere decir que en Navidad no hay mal en el mundo? –preguntó Emilio con escepticismo.
—Yo no he dicho eso, señor. Los seres humanos no necesitan mi ayuda para hacer el mal. –Se inclinó hacia Emilio y añadió en tono confidencial-: A decir verdad, creo que si yo me retirase las cosas seguirían exactamente igual. O quizá peor, pues al menos yo introduzco cierto orden en el caos.
Emilio dejó escapar un suspiro.
—Disculpe, pero no lo entiendo -dijo-; si no estoy muerto, ni le interesa mi alma, y además es su día de descanso, ¿qué quiere de mí?
—La pregunta no es ésa, señor Atienza –replicó el camarero-. En realidad, la cuestión es qué desea usted de mí. –Unió las manos y entrecruzó los dedos, como un catedrático a punto de dictar una lección magistral-. Permítame explicárselo –prosiguió-. Como he señalado antes, hoy es el cumpleaños de mi rival. Por otro lado, el hecho de que seamos adversarios no significa renunciar a la cortesía, de modo que cada año, al llegar esta noche, le hago un regalo. El problema es que mi oponente es tan... magnánimo, tan desprendido, que no quiere nada para él, así que el único modo de agradarle es ayudar a una de sus criaturas. Por eso, cada vez que llega esta noche elijo a una persona, la más desgraciada de entre toda la humanidad, y le concedo un deseo.
Sobrevino un silencio.
—¿Y hoy me ha elegido a mí? –preguntó Emilio en tono neutro.
—Así es, señor.
—Yo no soy la persona más desgraciada del mundo.
El camarero se encogió de hombros.
—Quizá no –repuso-, aunque deberá reconocer que tiene muchos motivos para serlo. Permítame refrescarle la memoria. Hace tres años y medio, su mujer le abandonó para irse con quien usted consideraba su mejor amigo.
—Y lo era –replicó Emilio-; me hizo el gran favor de llevarse a esa bruja.
—Vamos, señor Atienza, no es necesario fingir; aquello le partió el corazón. Luego, un año más tarde, le despidieron de su trabajo y no ha vuelto a encontrar otro.
—Tampoco lo busco.
—Ahora no, pero durante un tiempo lo intentó en vano. Y ahora el dinero que tenía ahorrado se está acabando, así que no podrá pagar la hipoteca, perderá la casa y se verá en la calle. Sus padres murieron hace años, su único hermano no le dirige la palabra, carece de amigos... Permítame exponerlo con crudeza, señor Atienza: está usted completamente solo, nadie va a ayudarle.
Emilio contuvo el aliento y luego lo exhaló lentamente.
—Sigo pensando –dijo- que no soy el hombre más desgraciado del mundo. Seguro que hay por ahí un montón de negros, o palestinos, o lo que puñetas sea, que están más jodidos que yo.
—Por supuesto, señor; así es. Pero ninguno está tan vacío. A ellos les queda la fe, por irracional que sea, o la engañosa esperanza de que las cosas van a cambiar, o el amor, o el odio... Pero usted no tiene nada dentro, ninguna emoción, ningún sentimiento. Está vacío, y eso es terrible. Por eso le he elegido.
Emilio se frotó los ojos con el índice y el pulgar.
—Y va a concederme un deseo –dijo en voz baja.
—Así es, lo que usted quiera.
—A cambio de nada.
—Es un regalo, ya se lo he dicho.
—¿Y no tiene trampa? ¿No será uno de esos pactos diabólicos que luego resultan un desastre?
—Es que no hay ningún pacto, señor. Usted me pide algo, yo se lo concedo y lo que suceda después no tendrá nada que ver conmigo. –El camarero dudó un instante e hizo un gesto de aquiescencia-. Aunque sí, hay una pequeña trampa, por llamarlo así. Verá, usted puede pedir un deseo altruista, la paz en el mundo o el fin del hambre, por ejemplo, o solicitar un deseo egoísta, como dinero, poder o la vida eterna. Si escoge lo primero, demostrará ser una buena persona, y si elige lo segundo..., bueno, sólo habrá descendido un escalón más hacia la perdición de su alma. Reconozco que siento curiosidad por conocer su elección.
Emilio se llevó un cigarrillo a los labios, pero antes de encenderlo preguntó:
—¿Puedo pedir cualquier cosa?
—Lo que se le antoje. De todas formas, y como muestra de buena voluntad, voy a permitirme ayudarle un poco. Dentro de dieciocho meses, desarrollará usted un tumor maligno que acabará matándole. Si su deseo consistiera en una cura definitiva del cáncer, no sólo se libraría de esa muerte, sino que se haría rico con la patente, salvaría multitud de vidas y sería aclamado como un héroe por sus semejantes. Como ve, esa alternativa cubre la mayor parte de las expectativas posibles. Aunque sólo es una sugerencia, por supuesto.
Emilio encendió el cigarrillo, perdió la mirada y fumó pausadamente mientras reflexionaba. Un par de minutos más tarde, alzó la cabeza y se quedó mirando fijamente al camarero.
—¿Ya lo ha decidido? –preguntó éste.
—Sí.
—Muy bien, señor. ¿Qué desea?
Emilio dio una calada y respondió:
—Un gin tonic.
El camarero esbozó una leve sonrisa.
—¿Con corteza de lima o de limón verde?
—De limón, por supuesto.
—Enseguida, señor –repuso el Príncipe de las Tinieblas.
Y comenzó a preparar el combinado.

11 comentarios:

Jorge Gómez Soto dijo...

Muchas gracias por el regalo.
Me ha parecido genial. Es el reverso de un cuento de navidad al uso. Un protagonista absolutamente vacío que no quiere hacer una buena acción ni siquiera consigo mismo. ¿O en realidad sí? Ahora que lo pienso (es lo malo de pensar mientras se escribe, y no pensar y luego escribir) ha escogido lo mejor para él. Satisfacer su necesidad más imperiosa y dejar que el tumor haga con su vida lo que quizá él no se atreva a hacer.
Es la película que me he montado yo con el relato.

Anónimo dijo...

Gracias César, excelente regalo.

Joan dijo...

Quizá el Maligno le sorprendería sirviéndole un litro de kalimotxo...

Anónimo dijo...

hermoso regalo fray cesar. tb lo he entendido como jg. el tipo o era un incredulo o se la pelaba todo.

César dijo...

Bueno, me apresuro a señalar que comparto punto por punto la interpretación de jg. Para bien o para mal, eso es lo que pretendía decir con el relato.

Anónimo dijo...

hay algo más. No olvideis que yo era el camamrero.

Jorge dijo...

Vaya pedazo de cuento. Me has dejao pasmao. De paso, Feliz Nochevieja desde Lisboa (aquí hay españoles por un tubo, y una temperatura muy agradable, de unos 15 grados).

Anónimo dijo...

He detectado una errata, "abrigó" en vez de "abrigo".

Anónimo dijo...

Es un relato estupendo, de lo mejor que he leído en mucho tiempo. Muchas gracias.

miwok dijo...

Qué bueno César!! Yo también lo entiendo como jg.

kopi.J dijo...

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