
Y digo que es curioso, porque en realidad lo tenía todo a favor para elegir esa opción. Mi padre, José Mallorquí, no sólo era escritor profesional, sino que además se ganaba muy bien la vida con su trabajo. Pero es que además, a mí me gustaba escribir. Lo hacía desde muy pequeño y, permitidme la falta de humildad, lo hacía bien. Aún conservo algunos escritos breves de cuando yo tenía doce o trece años y, la verdad, dejando aparte el infantilismo de los temas y el tratamiento, el manejo de la prosa es sorprendentemente maduro para un niño.
Pero es que a mí siempre me resultó fácil redactar bien (ojo: digo redactar, no escribir). Era como un don, como una facultad innata... lo que pasa es que no creo en dones ni facultades innatas. Pienso, mas bien, que se debe a otras circunstancias. En primer lugar, desde muy pequeño fui un lector compulsivo (en una casa llena de libros). En segundo lugar, en mi familia reinaba un ambiente de respeto y amor hacia la cultura, así como de decidida pasión por la literatura y el cine. En tercer y último lugar... Veréis, yo, el más pequeño de la familia, nací diez años después de mi siguiente hermano; soy, por tanto, fruto de un Ogino mal calculado o de un calentón de mi padres. Eso significa que crecí entre adultos, unos adultos cultos que hablaban con gran corrección. Y todo eso modeló mi cerebro en su momento de mayor plasticidad. Volveremos a esto.
Bien, además de lo dicho publiqué mi primer relato cuando tenía 15 años y a los 17 ingresé en el plantel de colaboradores de La Codorniz. O sea, que la cosa discurría en el sentido correcto para sumergirme en el océano de las letras. Pero no, ni siquiera me lo planteé. ¿Por qué? Por dos motivos: Primero, porque en mi familia existía el acuerdo tácito de que el heredero profesional de mi padre, el destinado a recoger la antorcha de la literatura en la siguiente generación, era mi hermano Eduardo. En cuanto a mí, dado lo inesperado de mi llegada al mundo, creo que nadie se había molestado en hacer muchos planes (de hecho, tengo la sensación de que mi familia tardó muchos años en sacudirse de encima la sorpresa de mi nacimiento). En cualquier caso, el puesto de escritor de segunda generación ya estaba ocupado, y dos Mallorquí escritores me parecía excesivo. El segundo y más importante motivo era... que algo fallaba. Podía escribir relatos cortos con cierta destreza, pero fracasaba al intentar una narración larga y no digamos una novela.
Estudié Periodismo, trabajé un tiempo como guionista de radio, luego fui periodista free lance (horriblemente pagado) durante unos años y, entre tanto, escribía, por pura afición, intentando pergeñar una novela. Pero no podía. Comenzaba a escribir y el texto se iba desinflando poco a poco, con cada página, hasta quedar reducido a nada. No sé cuántas novelas comencé por esa época... bueno, sí: las mismas que no acabé. Finalmente, a los 26 tacos, sufrí una crisis existencial y decidí darle la vuelta a mi vida. Hice la mili (no porque quisiera, sino porque los militares insistían en gozar de mi compañía) y cuando recuperé la condición de civil rompí con el periodismo y entré en el rutilante mundo de la publicidad.
También rompí con la escritura. Sabía redactar, pero no narrar, así que a la mierda. Durante la larga década en que me dediqué a la publicidad no escribí ni un sólo cuento, ni una línea, nada. ¿Y sabéis lo más curioso?: no lo echaba de menos. Supongo que estaba frustrado. Pero hay algo que sí continuaba haciendo: inventar historias. Cuando tenía que matar el tiempo, antes de una reunión, durante un aburrido rodaje o en las esperas de los aeropuertos, me distraía desarrollando mentalmente argumentos. De hecho, llegué a construir un par de novelas sólo en mi cabezota (si las hubiera escrito, la habría cagado).
Pues bien, pasó el tiempo, sufrí otra crisis vital y abandoné (más o menos) la publicidad. Entré en contacto con una cadena de TV y, tras colaborar en un par de programas horribles, me planteé escribir un guión piloto para una miniserie. Y lo escribí. Y el resultado, cómo no, fue una mierda. Porque no sabía narrar, de modo que tenía que aprender. Durante la primavera del 91 elegí un puñado de libros que me habían enganchado, novelas que en mi opinión estaban particularmente bien narradas. Cada día, a lo largo de dos o tres semanas, cogía uno de los libros, me iba en moto a la Casa de Campo (un inmenso parque/finca situado al oeste de Madrid), me sentaba a la sombra de un árbol y procedía a destripar el libro, buscando las herramientas, los trucos, las estrategias que utilizaba el autor. Y finalmente lo comprendí. Supe en qué me equivocaba y qué tenía que hacer para corregirlo. En realidad, era tremendamente sencillo, tan lógico y evidente que resultaba fácil no verlo. Pero al final lo vi; más vale tarde que nunca.
Lo primero que hice fue corregir el guión. Apenas tuve que escribir nada nuevo; bastó con cambiar el orden de varias secuencias. Quedó bien y le gustó a mucha gente, pero, ay, la miniserie no salió adelante. Entonces comencé a practicar mis recién adquiridas habilidades narrativas escribiendo relatos. De ciencia ficción y fantasía, los géneros que mejor conocía. Gané unos cuantos premios, obtuve cierto reconocimiento en el pequeño mundo del fantástico español y consolidé un estilo. Y también me quedó claro que escribiendo fantástico no me iba a jalar un rosco.
Entonces se cruzó en mi camino la literatura juvenil. Vi el anuncio de un premio literario, escribí una novela y gané. Además, esa novela se convirtió en un pequeño best seller. Mi segunda novela juvenil también se vendió bien, gané varios premios más... y descubrí que podía vivir de la literatura o, al menos, de esa parte de la literatura. Así me convertí en escritor profesional.
Bueno, ya os he contado mi vida. Si queda alguien despierto quizá se pregunte qué tiene esto que ver con las razones por las que escribo. Paciencia y anfetas, pronto llegaremos a eso.
Cuando le preguntan a un escritor por qué escribe, suele obtenerse una respuesta literaria. Por ejemplo: “...donde los sueños se acaban empieza el torrente de palabras que definen mi existencia, mi esencia son líneas de emociones contenidas que toman cuerpo en frases que puede que nunca sean leídas...”; o: “Escribo para conocer y conocerme para vivir y transgredir, y porque a veces sólo nos queda La Palabra” (frases reales sacadas de Internet). En fin, basura retórica que no significa nada. Existe una mística en torno a la literatura, un misticismo hueco y engolado que, lejos de aclarar las cosas, las emborrona. ¿Por qué escribes? En el fondo, la respuesta es “porque me gusta”. Pero eso tampoco aclara nada, ¿verdad? Una de las respuestas más honestas que conozco es: “Escribo para que me quieran”. Exacto; yo diría incluso que es una razón universal. Todos los escritores escribimos para que nos quieran (véase el post dedicado a la vanidad). Pero hay más respuestas posibles. Escribo para follar. Escribo para matar el tiempo. Escribo porque lo del solfeo es muy difícil. Escribo por la pasta. Escribo para sentirme diferente. Escribo porque es más barato que el psicoanálisis. Escribo por la fama... Hay multitud de respuestas, pero todas muy generales. Por otro lado, cada escritor tendrá su razón íntima para escribir, aunque no sea consciente de ella. Así pues, la cuestión en concreto es ¿por qué escribo yo?
La primera razón es la más común de todas. Siempre he sido un lector entusiasta, y como a todos los lectores que desarrollan un poco la imaginación, empezaron a ocurrírseme historias. De ahí a escribirlas sólo hay un paso. Dado que tenia facilidad para redactar, escribir se convirtió en una afición. Una afición de la que podría haber prescindido perfectamente, ojo. Me siento mucho más lector que escritor.
La segunda causa tiene que ver con mi formación. Veréis, es casi imposible que una persona llegue a ser Gran Maestro de ajedrez si no ha empezado a jugar antes de los ocho o nueve años. Esto es así porque durante la primera infancia el cerebro posee una gran plasticidad, de modo que adapta su conexiones, su “programación básica”, a las tareas que realiza en ese periodo. Pues bien, dado el entorno donde me formé, creo que mi cerebro se configuró en torno a los patrones verbales. A fin de cuentas, todo lo que he hecho hasta ahora, periodismo, publicidad, guiones, todo tiene que ver con el lenguaje.
¿Qué quiero decir con esto? Pues que escribo porque es lo que mejor sé hacer. Y cuando uno hace lo que se le da bien, experimenta cierto grado de satisfacción. Pero, ¿eso es todo? ¿Hago lo que hago simplemente porque lo sé hacer? Pues en gran medida sí, aunque hay algo más. Suele afirmarse que lo fundamental para ser escritor es tener algo que decir y, la verdad, no sé muy bien qué significa eso de “tener algo que decir”. ¿Un mensaje para el mundo? Yo no tengo ningún mensaje que transmitirle a la humanidad y si lo tuviera sería algo así como paz y amor, o algún tópico semejante. De hecho, como decía Billy Wilder, cuando tengo que mandar un mensaje voy a la oficina de telégrafos (aunque hoy sería mejor mandar un SMS).
No, no tengo nada concreto que decir. Pero tengo muchas historias que contar y quizá, sólo quizá, esas historias acaben diciéndole algo a alguien. No tengo un gran mensaje que dejar para la posteridad, es cierto, no me siento un mesías; pero tengo un punto de vista, una forma de ver las cosas que es mía y sólo mía (como las huellas dactilares), y tengo además la presunción de que ese punto de vista puede interesarle a los demás (aunque sólo sea para rebatirlo). Si no, ¿por qué iba a mantener este blog? De modo que eso es lo que ofrezco: historias contadas desde mi particular punto de vista, narradas con mi estilo y dotadas de las estética que he elegido. Eso es lo que ofrezco y eso es lo que hago, porque es lo que sé hacer.
La tercera razón es la más prosaica de todas. Escribo por dinero. Mucha gente sostiene que eso, escribir por pasta, es una especie de corrupción del arte; yo, por el contrario, lo considero un poderosísimo incentivo.
Y llegamos a la cuarta y última razón. El azar. Al mirar hacia atrás advierto que, si algunas cosas hubiesen sido diferentes en el pasado, hoy probablemente no escribiría. De modo que escribo por casualidad. Aunque supongo que esto puede aplicarse a cualquier faceta de la vida.
Y ya está, amigos míos; menudo coñazo os acabo de soltar. No os preocupéis, las siguientes entregas serán más cortas y, espero, más amenas. Para celebrar la paciencia que habéis derrochado, vosotros los que escribís, ¿por qué no me contáis vuestras razones para escribir? Pero no me hagáis literatura, ¿eh?, ni os pongáis místicos. Limitaos a ser sinceros.