Hoy se cumple el trigésimo quinto aniversario de la muerte de José Mallorquí, mi padre. Treinta y cinco años ya..., parece mentira que haya transcurrido tanto tiempo. Si cierro los ojos, puedo recordar con nitidez cada detalle de aquel lejano siete de noviembre de 1972. Ese horrible despertar, la carrera al dormitorio de mi padre, la imagen que yo no lograba interpretar, el objeto que mi inconsciente se negaba a ver. Hasta que lo vi. Y entonces, como un mazazo, todo cobró sentido, un macabro y terrible sentido, y pegué un puñetazo contra un mueble, y abandoné el dormitorio sintiéndome muerto por dentro, y me dejé caer en un sillón, en soledad, y lloré como nunca he llorado en mi vida. Sí, lo recuerdo perfectamente. ¿Cómo olvidarlo?
Mi padre se suicidó. Se pegó un tiro. Cuando alguien tan próximo como un padre decide quitarse la vida, lo que queda entre quienes le querían no sólo es dolor y tristeza, sino también culpabilidad. ¿Qué hice?, te preguntas. O, más apropiadamente, ¿qué no hice y podría haber hecho? Y luego te dices: ¿es que yo, su hijo, no era suficiente para retenerle? No, no lo eras César; ni tú ni nadie, con la excepción, quizá, de una única e inesperada persona. Pero tú, desde luego, no; ¿acaso le diste algún motivo, acaso hiciste algo por él, acaso te preocupabas entonces por alguien más que no fueras tú mismo?
Culpabilidad. Eso es lo que nunca he dejado de sentir desde que murió mi padre. No se trata de una sensación intensa, melodramática y omnipresente, claro, sino de algo así como una pequeña herida que no siempre te duele, pero que siempre está ahí. Aunque... quién sabe, quizá mi padre me perdonó muchos años después de morir. Ocurrió una noche, a mediados de los noventa; yo dormía al lado de mi mujer y tuve un sueño. Soñé que veía a mi padre, vivo de nuevo, con el mismo aspecto que tenía a finales de los sesenta. Yo sabía que estaba muerto y no podía comprender cómo era posible que se encontrase allí, delante de mí, e intenté hablar, decir algo, pero no pude, se me estranguló la voz. Entonces, mi padre sonrió sin decir nada, extendió los brazos y me abrazó. Pude sentir su calor y, lo que resultaba aún más insólito, también pude percibir su olor. ¿Alguna vez habéis soñado con olores? Yo nunca, hasta entonces, y nunca más después. Pero esa noche, en mi sueño, percibí, hasta sentirme inundado, el aroma a Old Spice que siempre rodeaba a mi padre. Entonces le abracé y me eché a llorar sobre su hombro.
Desperté llorando a moco tendido. Pepa, mi mujer, intentó consolarme, pero yo no lograba cerrar el grifo de las lágrimas. Luego, al cabo de un rato, me sentí mejor, y así me he sentido desde entonces. La culpabilidad está ahí, por supuesto, sé que nunca se irá; pero al mismo tiempo albergo el convencimiento de que mi padre, aquella noche, con aquel silencioso abrazo, me perdonó.
Un momento, alto, stop. ¿Quieres decir que crees que el alma de tu padre vive eternamente en algún lugar? ¿Crees que aquello no fue un sueño, sino una “comunicación” con el otro mundo? No, no creo nada de eso; sé que aquel sueño, por muy real que pareciese, sólo era un sueño. Pero también creo otra cosa: creo que si mi padre, por algún prodigio, resucitase, me diría que, en efecto, con su onírico abrazo pretendía transmitirme su perdón. Lo diría aunque fuese mentira, lo diría porque su corazón era tan grande que no le quedaría más remedio que perdonarme, porque yo era su hijo pequeño y me quería. También sé algo más: si mi padre viviese hoy, estaría orgulloso de mí. Supongo que esto es sobrado bálsamo para mantener a raya la herida.
Con todo, ¿sabéis lo peor? Yo no era consciente de lo mucho que quería a mi padre hasta que murió. Suele pasar y es triste, porque le deja a uno con mucho que decir y sin nadie a quien decirlo. Quizá por eso, siempre que me han pedido que escriba algo sobre mi padre he aceptado sin dudarlo un instante. Hablar sobre él es, en cierto modo, como hablar con él. Así pues, he escrito muchos artículos acerca de José Mallorquí; pero, de entre todos ellos, hay uno que sobresale.
En el año 1999, Fernando Martínez de la Hidalga (es un pseudónimo) me pidió que escribiera una semblanza sobre mi padre para incluirla en un libro cuyo tema era la literatura popular. Acepté encantado y el resultado fue un artículo llamado José Mallorquí: el hombre tras la máscara. Poco después, el libro (excelente, por cierto) se publicó con el título La Novela Popular en España (Ediciones Robel, 2000). Estoy muy satisfecho de mi artículo; a decir verdad, creo que es de lo mejor que he escrito. Por eso hoy, 35 años después de que mi padre se fuese, voy a abrir en la Biblioteca de Babel un volumen dedicado a su memoria con la semblanza de quien fue, no sólo un gran creador, sino sobre todo una gran persona. El texto comienza así:
En ocasiones, cuando yo era pequeño, entraba en el despacho de mi padre procurando no hacer ruido y le observaba trabajar. Era todo un espectáculo. Mi padre, sentado frente a una máquina de escribir eléctrica, pulsaba el teclado a toda velocidad, más rápido que una buena mecanógrafa, aunque sólo utilizaba cuatro dedos (el índice y el corazón de cada mano). Pero lo llamativo no era la velocidad, sino las pausas, lo que ocurría cuando no escribía. En esos momentos, mi padre comenzaba a recitar en voz baja los diálogos que acto seguido convertiría en tinta sobre papel, y gesticulaba con ambas manos, y su rostro se transfiguraba en un mosaico de expresiones.
Él no se daba cuenta de que yo estaba allí, espiándole; de hecho, creo que no era consciente de nada de lo que había o sucedía a su alrededor. En realidad, estaba en otro lugar, era otras personas, vivía diferentes vidas, las que brotaban como un torrente de su inagotable imaginación. Jamás he visto a nadie concentrarse tanto en su trabajo (...)
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Mi padre se suicidó. Se pegó un tiro. Cuando alguien tan próximo como un padre decide quitarse la vida, lo que queda entre quienes le querían no sólo es dolor y tristeza, sino también culpabilidad. ¿Qué hice?, te preguntas. O, más apropiadamente, ¿qué no hice y podría haber hecho? Y luego te dices: ¿es que yo, su hijo, no era suficiente para retenerle? No, no lo eras César; ni tú ni nadie, con la excepción, quizá, de una única e inesperada persona. Pero tú, desde luego, no; ¿acaso le diste algún motivo, acaso hiciste algo por él, acaso te preocupabas entonces por alguien más que no fueras tú mismo?
Culpabilidad. Eso es lo que nunca he dejado de sentir desde que murió mi padre. No se trata de una sensación intensa, melodramática y omnipresente, claro, sino de algo así como una pequeña herida que no siempre te duele, pero que siempre está ahí. Aunque... quién sabe, quizá mi padre me perdonó muchos años después de morir. Ocurrió una noche, a mediados de los noventa; yo dormía al lado de mi mujer y tuve un sueño. Soñé que veía a mi padre, vivo de nuevo, con el mismo aspecto que tenía a finales de los sesenta. Yo sabía que estaba muerto y no podía comprender cómo era posible que se encontrase allí, delante de mí, e intenté hablar, decir algo, pero no pude, se me estranguló la voz. Entonces, mi padre sonrió sin decir nada, extendió los brazos y me abrazó. Pude sentir su calor y, lo que resultaba aún más insólito, también pude percibir su olor. ¿Alguna vez habéis soñado con olores? Yo nunca, hasta entonces, y nunca más después. Pero esa noche, en mi sueño, percibí, hasta sentirme inundado, el aroma a Old Spice que siempre rodeaba a mi padre. Entonces le abracé y me eché a llorar sobre su hombro.
Desperté llorando a moco tendido. Pepa, mi mujer, intentó consolarme, pero yo no lograba cerrar el grifo de las lágrimas. Luego, al cabo de un rato, me sentí mejor, y así me he sentido desde entonces. La culpabilidad está ahí, por supuesto, sé que nunca se irá; pero al mismo tiempo albergo el convencimiento de que mi padre, aquella noche, con aquel silencioso abrazo, me perdonó.
Un momento, alto, stop. ¿Quieres decir que crees que el alma de tu padre vive eternamente en algún lugar? ¿Crees que aquello no fue un sueño, sino una “comunicación” con el otro mundo? No, no creo nada de eso; sé que aquel sueño, por muy real que pareciese, sólo era un sueño. Pero también creo otra cosa: creo que si mi padre, por algún prodigio, resucitase, me diría que, en efecto, con su onírico abrazo pretendía transmitirme su perdón. Lo diría aunque fuese mentira, lo diría porque su corazón era tan grande que no le quedaría más remedio que perdonarme, porque yo era su hijo pequeño y me quería. También sé algo más: si mi padre viviese hoy, estaría orgulloso de mí. Supongo que esto es sobrado bálsamo para mantener a raya la herida.
Con todo, ¿sabéis lo peor? Yo no era consciente de lo mucho que quería a mi padre hasta que murió. Suele pasar y es triste, porque le deja a uno con mucho que decir y sin nadie a quien decirlo. Quizá por eso, siempre que me han pedido que escriba algo sobre mi padre he aceptado sin dudarlo un instante. Hablar sobre él es, en cierto modo, como hablar con él. Así pues, he escrito muchos artículos acerca de José Mallorquí; pero, de entre todos ellos, hay uno que sobresale.
En el año 1999, Fernando Martínez de la Hidalga (es un pseudónimo) me pidió que escribiera una semblanza sobre mi padre para incluirla en un libro cuyo tema era la literatura popular. Acepté encantado y el resultado fue un artículo llamado José Mallorquí: el hombre tras la máscara. Poco después, el libro (excelente, por cierto) se publicó con el título La Novela Popular en España (Ediciones Robel, 2000). Estoy muy satisfecho de mi artículo; a decir verdad, creo que es de lo mejor que he escrito. Por eso hoy, 35 años después de que mi padre se fuese, voy a abrir en la Biblioteca de Babel un volumen dedicado a su memoria con la semblanza de quien fue, no sólo un gran creador, sino sobre todo una gran persona. El texto comienza así:
En ocasiones, cuando yo era pequeño, entraba en el despacho de mi padre procurando no hacer ruido y le observaba trabajar. Era todo un espectáculo. Mi padre, sentado frente a una máquina de escribir eléctrica, pulsaba el teclado a toda velocidad, más rápido que una buena mecanógrafa, aunque sólo utilizaba cuatro dedos (el índice y el corazón de cada mano). Pero lo llamativo no era la velocidad, sino las pausas, lo que ocurría cuando no escribía. En esos momentos, mi padre comenzaba a recitar en voz baja los diálogos que acto seguido convertiría en tinta sobre papel, y gesticulaba con ambas manos, y su rostro se transfiguraba en un mosaico de expresiones.
Él no se daba cuenta de que yo estaba allí, espiándole; de hecho, creo que no era consciente de nada de lo que había o sucedía a su alrededor. En realidad, estaba en otro lugar, era otras personas, vivía diferentes vidas, las que brotaban como un torrente de su inagotable imaginación. Jamás he visto a nadie concentrarse tanto en su trabajo (...)
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24 comentarios:
Todavía no he tenido tiempo de leer la anterior entrada y ya has publicado una nueva. César, contigo se me acumula la faena. En cualquier caso, sólo decirte, a la espera de leerla entera (esto es, también el enlace que has insertado al final de la entrada), que comparto tus sentimientos, pues algo similar, si no idéntico, siento en relación a mi madre. Esa terrible añoranza, esa inevitable sensación de, en vida, no haberle dicho más a menudo cuánto la quería, no haber pasado más tiempo a su lado. Cuando me fui de casa, la iba a visitar cada una o dos semanas, y ella aguardaba mi llegada con un entusiasmo inusitado que, ya fallecida, siempre me he reprochado no fuera recíproco o proporcional al que ella merecía. Y ella, dios, lo merecía todo, absolutamente todo. Qué injusticia que los hijos no seamos conscientes de la importancia de los padres hasta que los perdemos o hasta que nosotros mismos alcanzamos la condición de padres y, de repente, descubrimos cuánto amor había en todo lo que hacían por nosotros, cuánta dedicación incondicional, cuánta entrega.
Este próximo viernes mi mujer sale de cuentas. Será nuestro primer hijo. Hija en rigor. Se llamará Martina. A menudo reflexiono cuál será mi relación con ella, qué torpezas y aciertos seré capaz de cometer, y siempre que lo hago, acudo inconscientemente a la relación que yo tenía con mi madre, y asumo, resignado, que ella sólo será plenamente consciente de lo mucho que la habré querido cuando ya no esté a su lado. Quizá tú y yo, en el fondo, sólo escribamos para vencer esa injusticia, para que nos lean ellos, y a partir de lo escrito, intuyan o adviertan o directamente sepan la importancia decisiva que su presencia aporta a nuestras vidas.
Un beso, César.
Me ha costado leer la entrada y el artículo, porque estoy en el trabajo y está muy feo eso de que me vean llorar a moco tendido.
La semana pasada vi de nuevo, después de muchos años, "Los Viajes de Sullivan". Y mientras te leía pues no dejaba de venirme a la cabeza.
Otro beso.
Leí este artículo hace años en ese libro. Solo recuerdo tu artículo del libro, por cierto. La verdad es que me impresionó. Me encantó, vamos. Volveré a leerlo.
Un saludo, y gracias por recuperarlo.
amigo mio, tu padre por supuesto que estaría orgulloso de ti ahora, como también lo estaba cuando los conflictos generacionales presidían cualqueir relación paterno filial. Hasta cuando te rompliste un brazo con tu primera moto, seguro que dentro de él pensó:"ese es mi chico, ¡vaya pedazo de animal!".
El alma de las personas a lo mejor consiste en poder querer y ser querido con tanta intensidad, que su presencia se inmortaliza.
Un abrazo amigo.
Nunca pensé que iba a hacer un comentario en el blog del hijo de un mito. Al menos de uno de mis mitos, junto con Salgari, pongo por caso.
Por lo que veo, esto, aparte de la tristeza, de la que no te digo nada por falta de confianza, es un lujo. Voy a darme una vuelta, con tu permiso.
Yo no tuve ese sueño nunca, aunque he llorado infinidad de veces al recordarle. Y me ha hecho llorar el leer tus líneas. Tengo una hija que nació un mes antes de que él dijese "basta". Se llama Leonor, como su mujer, como nuestra madre. Fué un inútil intento de conservarle atado a la vida.
Por lo demás, pequeño hermano menor, totalmente de acuerdo en todo lo que cuentas. Y, un recuerdo personal que me emociona enormemente: En los primeros cincuenta escribió una serie de ciencia ficción ("Futuro"). Yo siemmpre he sido un fanático de la CF, y entonces mucho más. Algunas noches en las que él se quedaba escribiendo un cuento o novela para ella, me dejaba permanecer en su despacho, sentado en el suelo, sin estorbar. Y según iba escribiendo las páginas, me las pasaba. Yo las devoraba en unos instantes y me volvía a quedar, silencioso, sin estorbar, a la espera de la siguiente hoja.
Es más que probable, César, que tengas razón y no haya nada más allá pero sería una más que suficiente razón para que existiese la de poderle volver a encontrarle.
Esta misma semana, un amigo decidió poner fin a su vida, de modo que el tema me toca de cerca. Parece ser que hay dos tipos de personas en el mundo: los que tienen miedo a morir y los que tienen miedo a vivir. Sólo espero que ambos, tu padre y mi amigo, se fueran en paz consigo mismo.
Desde hace mucho tiempo leo este blog, tan interesante, tan original. Nunca me había atrevido a escribir ningún comentario, aunque siempre había tenido ganas de hacerlo. Sin embargo, con esta entrada, me he quedado sin palabras. Todos a los que nuestro padre se nos ha ido estamos en deuda contigo. Sin duda, lo has pasado mal, muy mal.
El hombre que creó y dió vida a Don César de Echagüe, y al otro don César, solo podía ser un gran hombre. Y sus hijos tambien lo son, por lo que veo.
Un abrazo.
Supongo que cuando alguien decide quitarse la vida, o está muy cuerdo o está muy enajenado. No hay término medio. En el segundo caso, es completamente exculpable porque está fuera de si. En el primero también, porque si no actuó de forma irracional, pensó en todo lo que dejaba atrás (tu, big brother, etc...) y decidió seguir hacia adelante. No creo que lo decidiera a tontas y a locas, y posiblemente pensara en vosotros. No te atormentes. Curiosamente un amio mío, que perdió a su padre y una hermana en la guerra de Líbano, tuvo un sueño similar: volvía a encontrarse con ellos. Supongo que el cerebro busca o inventa lo que le falta o necesita.
Me parece buena idea lo de la entrada dedicada a tu padre. Reconozco que me leí todo el coyote de ed. Molino. Me encantaba. Cuéntanos de las otras obras menos conocidas.
un abrazo
No tiene nada que ver con el tema de este post con tanta añoranza, pero al leerlo he recordado que Mercedes Salisachs, en una entrevista de hace unos días en El País, nombraba a yu abuela con agradecimiento. Supongo que la leíste.
Acerca del suicidio, recomiendo leer "The savage god", de Al Alvarez (creo que lo han publicado en español hace un par de años con el título de "El dios salvaje"); habla ddel suicidio como tema en la literatura así como del suicio de escritores famosos como Sylvia Plath, o el intento frustrado del propio autor del libro.
Qué difícil es ser hijo y, supongo, también ser padre debe de ser complicado. Mi madre murió en el 2001 (yo ahora tengo 40, a punto de cumplir los 41); en 1993 escribí un soneto en esperanto (que ella nunca pudo leer) anticipándome a su muerte, y cuya traducción cito:
Madre
Tú me creaste. Yo te sabía eterna,
terrible y apaciblemente hermosa,
siempre de buen humor y, ante todo,
acompañante próxima e íntima.
Ingenuas ilusiones de la infancia
naufragan en mi mente zaherida.
Ha poco que me duelo de antemano:
te irás, y todo seguirá sin cambio.
Tiempo y vida son cáncer que acaricia.
La muerte nos obsequia con un lote
solidario de silenciosa pena.
Dirá una voz experta: "es necesario
resignarse a lo dado". Así lo llaman,
quizás como consuelo, — "madurez".
Y mi padre... mi padre murió en 1996, cuando yo vivía en Bruselas. Año y pico más tarde escribí el siguiente soneto, esta vez bilingüe:
Anastasio
La última vez que lo vi fue cuando vino
a visitarme, por unos cuantos días.
Luego se fue. Si yo hubiera sabido
que sólo meses más tarde iba a morirse,
¿le habría hablado? No dijimos nada
salvo, tal vez, "En navidad nos vemos".
Una llamada nocturna trajo el mensaje,
una baraja colmó la noche infinita.
Hace un año que tengo que expresarlo.
No es posible callar y la métrica estorba.
¿Se puede comunicar una vivencia?
Jorge Manrique lo escribió hace siglos
en versos a la muerte de su padre.
Todavía no ha cesado el estupor.
Los dos murieron, por enfermedad o deterioro físico, antes de cumplir los 70. Y, claro, con ambos he soñado, de vez en cuando. Al igual que los antiguos romanos y los japoneses y chinos de hoy en día, ésta es mi religión: el culto a los ancestros.
Este Mundo es absurdo, no tiene sentido lo mires cómo lo mires. Y el gran peligro de los escritores es que tienen que pasarse la vida razonando sobre esta realidad, intentando encontrar respuestas que meter en sus novelas, para que la menos su obra tenga algo de lógica. Y pensar en estas cosas es muy peligroso, por eso hay un número tan alto de suicidios entre los escritores.
Hola César, escribo estas líneas para darte las gracias por los post sobre escritura, no los he seguido como un curso, pero me han ayudado mucho. Ahora pudeo hacer algo más ordenado a la hora de escribir además de mi habitual técnica de ensayo y error. Me he dado cuanta que hay que ser ordenado y disciplinado para poder escribir.Nadie saca nada de la manga sin trabajo, siento que soy muy obvio pero es cierto.
Respecto a la entrada de hoy , la verdad, es que no tengo palpabras. Cuando suceden estas cosas todo se tambalea y nos damos cuenta de lo frágil que es la vida y de muchas preguntas , tal vez, sin respuesta. No creo que se pueda superar del todo pero sí que se puede apreder a vivir con ello. El sueño que tuviste es una muestra de eso y de lo mágnifica persona que era tu padre y de lo mucho que tú lo eres, no sólo como escritor, sino como ser humano, algo mucho más importante. Un abrazo, César.
Ha sido una entrada preciosa y triste a la vez, preciosa porque estaba teñida de amor y es un bonito homenaje :) Desde aquí te mando un abrazo y muchos ánimos.
Un beso.
Gracias por el blog, César. Para la gente que nos gusta escribir es muy, pero muy interesante ver qué cuentan los escritores de verdad.
Será porque ya estás acostumbrado a poner mucho de ti a diario en lo que escribes, o puede ser por lo que me costaría a mí hacer lo mismo, pero esta entrada me ha sorprendido por los sentimientos has puesto en ella. Supongo que no debe ser fácil, y me recuerda a cuando en una amistad te das cuenta que puedes hablar desde el corazón, que no hay miedo a sincerarse. Veo que nos estimas, a nosotros, personas al otro lado de unas letras, y te lo agradezco.
Poco puedo decirte sobre lo que has pasado. Aunque perdí a mi padre no hace mucho, cada caso es diferente, tanto por cómo eran cada uno de ellos como por cómo somos nosotros. Yo sí soy creyente (cristiano y nacionalista, hay que joderse), y confío en algo más después de esta vida. No sé cómo será, ni siquiera puedo asegurar que exista, pero esa débil fe muchas veces me sostiene. Y allí, sea donde sea, seguro que tu padre también sueña contigo.
Un abrazo, César.
Qué mal mes es noviembre...
Yo tampoco tengo palabras.
Aunque quizá me sumaría a la recomendación de "The Savage God", de Alvarez.
He leído varias veces este post y no me he atrevido a escribir nada. Comprendo esa añoranza y nube de sentimientos y recuerdos que refleja el post. Y te agradezco unas palabras tan sinceras. A veces la escritura nos ayuda a expresar lo que se nos queda detenido en el fondo del alma.
Me encantan tus post sobre la escritura. Un abrazo
Muchas gracias por todos vuestros comentarios, amigos míos. Sois cojonudos. Es curioso cómo mucha gente se sorprende cuando alguien, sobre todo si es un hombre, muestra públicamente una emoción íntima. Parece mentira que nos encerremos tanto en nosotros mismos, ¿verdad? Yo mismo suelo ser hermético con mis sentimientos. Pero en lo relativo a mi padre... bueno, creo que lo justo es expresar abiertamente lo que siento y pienso. Se lo debo.
Cuánto más leo tu blog más me convenzo de que este Gigantón que en las reuniones recuerdo que demostraba enfados terribles y una importante mala uva, tiene un corazón de azúcar.
Como todos los Gigantones.
Y es que hay heridas que no se cierran nunca del todo. Por eso, para ayudar a sanarlas, se inventó la profesión de Escritor. No cura, pero alivia.
Luis: se puede ser un gigantón terrible y, al tiempo, tener corazón de azúcar ;)
Llego por primera vez a este blog por medio de otros y me topo con este escrito que me ha removido muchas cosas. Casi siento no tener derecho a escribir unas pocas palabras pero no me puedo resistir... Me gusta pensar que a veces los sueños curan, sacan a la luz aquello que prefiríamos esconder, templan culpabilidades y nos ayudan a soportar un poquitín -un poquitín tan sólo- ciertas cosas que nos toca vivir. Solo un deseo personal: que esa herida duela menos y menos y menos y menos...
Un texto magnífico. Un homenaje que me ha puesto un nudo en el estómago, como ya lo hizo el texto que menciona y que conservo y releo de vez en cuando. Es fantástico.
Un abrazo.
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