jueves, noviembre 29

Bajo sospecha

Cuando a comienzos de los 90 volví a escribir, no me planteaba vivir de la literatura; prueba de ellos es que mis primeros trabajos se adentraban en el fantástico, un género al que uno, en España, sólo se dedica por amor o por confusión, pero jamás por rentabilidad. Más adelante, vi anunciado el Premio Edebé de literatura juvenil y me presenté. Y gané con El último trabajo del Sr. Luna, un título que se convirtió en un pequeño best seller. Publiqué otra juvenil que se vendió muy bien, gané otras dos veces el Edebé, luego gané el Premio Gran Angular y...

Y entonces me di cuenta de algo: podía vivir de la literatura juvenil. Las novelas forman parte de colecciones y, por tanto, se mantienen en catálogo –y en el punto de venta- durante mucho tiempo. Si los títulos funcionan, los derechos de autor se van acumulando anualmente, de forma que cada vez cobras más, y de forma constante, por este concepto. Por otro lado, cuanto más vendes más alto es tu caché y más puedes pedir como adelanto de derechos en la firma de nuevos contratos. Por último, la literatura juvenil es un sector en abierto crecimiento en el que las editoriales se están volcando cada vez más.

Por todo esto, he seguido escribiendo literatura juvenil durante una docena de años. ¿Por motivos económicos? Desde luego, pero no sólo por eso: me divierte la literatura juvenil, entre otras muchas cosas porque puedo escribir y publicar lo que me de la gana, algo que no puede decirse de otros sectores editoriales. Hay más razones, pero da igual, porque el tema de esta entrada es otro.

Al comenzar a adentrarme en el “género” juvenil, lo primero que hice fue intentar comprender en qué consistía dicho género, de modo que leí seis o siete novelas juveniles. No saqué nada en claro. Algunas eran condescendientes con sus lectores, otras eran blandas y bobas, otras ni fu ni fa, y al menos dos eran bastante buenas. Fuera como fuese, lo que no vi es nexo alguno entre ellas. Así que me puse a razonar y llegué a las siguientes conclusiones:

1. A partir de los, digamos, 14 años se puede leer prácticamente cualquier cosa.
2. Un adolescente no es un niño grande, sino una persona que aspira a ser considerada adulta.
3. Analizando el fondo editorial de la literatura juvenil, se comprueba que no existen constantes de ningún tipo en ese supuesto género.
4. Por tanto, el “género juvenil” es una ficción editorial.
5. En general, las novelas juveniles forman parte de otros géneros: thriller, fantasía, romántico, ciencia ficción, histórico, etc.
6. El único factor común de las novelas juveniles es que su público, en gran medida, está formado por lectores todavía inexpertos.
7. Así pues, las novelas juveniles deben ser lo más divertidas posible (teniendo en cuenta que “divertido” no es lo contrario de “serio”, sino de “aburrido”)
8. En cualquier caso, una novela juvenil, para ser considerada buena, debe ser en primer lugar una buena novela a secas y, por tanto, deberá poder gustarle a un adulto.

Todas mis novelas juveniles han sido escritas teniendo en cuenta estos puntos. Por lo general, elijo un protagonista, o pseudoprotagonista, adolescente, de entre dieciséis y dieciocho años, pero a partir de ahí escribo con total independencia de la edad de mis lectores. Da igual que tengan catorce o setenta años; intentaré respetar su inteligencia y me abstendré por completo de ser condescendiente. Es decir, dejando aparte la calidad de mis novelas (ese es otro tema), procuro escribir exactamente igual para jóvenes y para adultos. Y sinceramente, creo que lo consigo, pues es algo que mucha, mucha gente, incluyendo mis editores, me dice: mis novelas no son novelas orientadas hacia el público juvenil, sino novelas que también los jóvenes pueden leer.

De hecho, un buen día me propuse descubrir hasta dónde podía llegar con mis novelas juveniles. Hasta entonces, había escrito dos clases de títulos: novelas ligeras, de puro entretenimiento, como La Fraternidad de Eiwhaz, y otras un poco más ambiciosas, como La Catedral. Bueno, pues lo que decidí hacer es escribir alguna que otra novela más compleja, sobre todo desde el punto de vista ético, para ver qué pasaba. Mi primer intento fue La cruz de El Dorado, un relato protagonizado por un joven delincuente, un pícaro moderno casi totalmente inmoral. ¿Qué pasó? Nada; supongo que el tono humorístico del texto suavizaba su deshonestidad. La novela ganó el Premio Edebé y se vendió muy bien; de hecho, ha acabado por convertirse en una serie. Mi siguiente intento fue La Mansión Dax, una novela oscura y desesperanzada protagonizada por un ladrón joven, triste y absolutamente carente de sentido del humor. Este intento ya tuvo más éxito, pues la novela se convirtió en mi título menos vendido. Aún así, ha tendido tres o cuatro reediciones, de modo que di un paso adelante y escribí La compañía de las moscas, un texto muy duro –y muy tierno al mismo tiempo- que narra la génesis de una masacre tipo Columbine en un colegio de Madrid. Aunque creo que es uno de los mejores relatos que he escrito (quizá mi mejor novela), di de pleno en el clavo: a estas alturas no ha vendido ni dos mil ejemplares. Es lo que yo llamo un triunfal fracaso.

De modo que ya conocía los límites del “género” juvenil. Pero sabía algo más: esos límites no los marcaban los lectores adolescentes a quienes supuestamente iba dirigida la novela, sino sus padres y sus profesores. Eran estos los que se asustaban ante el texto, no los jóvenes; y se asustaban porque tenían prejuicios acerca de lo que podía o no podía leer un joven. Y es que un día, por pura casualidad, entré en un foro de Internet dedicado a la literatura juvenil donde un grupo bastante nutrido de adolescentes (la mayor parte chicas) debatía sobre La compañía de las moscas; todos consideraban que la novela era dura, muchos decían que en algunos momentos lo habían pasado mal leyéndola, pero a todos les había encantado la novela. De modo que yo tenía razón y al mismo tiempo no la tenía. El género juvenil, si es que eso existe, carece de límites en cuanto a los lectores, pero los prejuicios sociales sí que ponen límites y muchos.

Bueno, antes decía que prácticamente todo el mundo que conozco, tanto en el sector editorial como fuera de él, está de acuerdo en que mis novelas juveniles pueden ser perfectamente leídas por adultos. Todo el mundo salvo dos personas, ambos grandes amigos míos. Vamos a llamarles A y B. Mi amigo A siempre ha desdeñado amablemente mis novelas juveniles por considerarlas “infantiles”. Nunca me quedó muy claro a qué se refería, pues cuando le preguntaba al respecto, respondía con vaguedades o ponía ejemplos en los que él percibía infantilismo y yo no percibía nada. El caso es que escribí La Mansión Dax, la novela menos infantil que os podáis imaginar, y se la dediqué a mi amigo A, precisamente por eso, por ser un texto tan escasamente “juvenil”. Cuando le pregunté qué le había parecido, me respondió que, bueno, como todas, demasiado infantil para su gusto...

En fin, le mandé mentalmente a hacer gárgaras con tachuelas y decidí no volver a darle ninguna de mis novelas juveniles. Acepto las críticas, pero no los prejuicios. Desgraciadamente, hace poco cometí el error de darle mi última juvenil publicada, La caligrafía secreta...

La caligrafía secreta es un thriller con elementos fantásticos ambientado en el París inmediatamente anterior a la Revolución Francesa. Lázaro Aguirre, maestro calígrafo afincado en Madrid, recibe una carta de Michel Lafitte, un antiguo discípulo suyo, en la que le pide que viaje a París para ayudarle a copiar –y entender- el Códice Bensalem, un viejo manuscrito de naturaleza incierta. Lázaro Aguirre, acompañado por su cochero y guardaespaldas Tértulo Urriza, por su sobrina Mariana y por su discípulo Diego Atienza, viaja a París, donde descubre que Lafitte ha desaparecido y es buscado por la policía como responsable de varios asesinatos, y que el Códice Bensalem ha sido robado. El resto del relato narra las pesquisas de don Lázaro hasta descubrir el secreto de la trama.

La novela está narrada por Diego, que cuando sucede la acción tiene diecisiete años; pero la narra mucho tiempo después, cuando ya es un anciano. Por otro lado, Diego no es el protagonista de la historia, sino un testigo presencial, porque el verdadero protagonista es don Lázaro Aguirre, un adulto de cuarenta y tantos años. De hecho, don Lázaro es una suerte de Sherlock Holmes con una personalidad muy distinta, y Diego sería algo así como el Dr. Watson. O, por citar un ejemplo más acorde con las edades de los personajes, don Lázaro sería el equivalente del Guillermo de Baskerville de El nombre de la rosa, y Diego el equivalente de Adso. Lo importante, en cualquier caso, es que la novela está narrada por un adulto, el Diego anciano que aparece al principio y al final de la historia, y que el verdadero punto de vista del relato corresponde a don Lázaro, también un adulto. Teniendo en cuenta esto, no es de extrañar que varias personas me preguntaran por qué no había publicado La caligrafía secreta en una colección para adultos.

Bueno, pues cuando le pregunté a mi amigo A qué le había parecido la novela, ¿qué me contestó? Bingo; resumiendo, que era demasiado infantil para su gusto. Entonces se me llevaron los diablos. “¿Ah, sí”, mascullé; “¿y qué coño le ves tú de infantil?”. “Bueno”, respondió él, “está narrada por un adolescente...”. “Rechazo la mayor”, repliqué. “Está narrada por un anciano”. Al principio se resistió a reconocerlo, pero las pruebas eran contundentes; de hecho, el final de la historia –un buen final, si me permitís la falta de humildad- lo protagoniza precisamente un Diego anciano. “Insisto”, insistí: “¿qué le ves de infantil?”. Tras un titubeo, A respondió: “Pues, por ejemplo, la conversación entre don Lázaro y su sobrina Mariana que hay al principio de la novela”.

Pasmo total. Os juro que he leído y releído esa conversación y no encuentro en ella el menor ápice de infantilismo. De verdad, si sus supuestos lectores hubieran sido adultos, o centenarios, la hubiese escrito exactamente igual. Es más, invito a cualquiera a comprobarlo: es el texto que va desde la página 38 hasta la 42. Sinceramente, no encuentro nada de infantil en La caligrafía secreta; pero mi amigo A sí. Porque tiene muy presente que eso es una “novela juvenil” y está convencido de que va a encontrar infantilismo en ella. Por tanto, inevitablemente lo encuentra.

En cuanto a mi amigo B, es bastante más dúctil que A, pero a mi modo de ver también cae a veces en el prejuicio. Entre las múltiples labores de B se cuenta la de crítico literario, y ha criticado varias de mis novelas. Unas las ha puesto bien, otras las ha puesto menos bien, a veces estoy de acuerdo con él, a veces no, pero da igual, porque no pretendo criticar a la crítica. Sin embargo, en su última crítica –precisamente la crítica de La caligrafía secreta-, B ha dicho algo que considero incierto y motivado precisamente por el prejuicio. En dicha crítica –en general positiva-, B incluía en el “debe” de la novela un didactismo “muy característico del subgénero”.

¡Horror! Yo odio con todas mis fuerzas el didactismo, me provoca auténticos ataques de caspa; ¿cómo podía un texto mío caer en el profundo error del didactismo? Eso no me lo había dicho nunca nadie... Repasé la novela de cabo a rabo y llegué a las siguientes conclusiones: don Lázaro, como buen alter ego de Sherlock Holmes, va un paso por delante de Diego y del resto de los personajes, de modo que en repetidas ocasiones debe explicar a los demás qué está pasando. Pero tal cosa no es didactismo, sino una característica del género policial. Aparte de eso, sólo he encontrado dos momentos susceptibles de ser considerados didácticos. En el primero, don Lázaro –maestro calígrafo- instruye a Diego –su discípulo- sobre el arte de la caligrafía. Pero de nuevo eso no es didactismo, sino parte de la caracterización de los personajes. Porque supongo que nadie pensará que pretendo ser didáctico con los lectores ¡sobre caligrafía!

El otro momento sospechoso sobreviene cuando Diego le pregunta a don Lázaro qué está pasando en Francia (son vísperas de la Revolución Francesa, no lo olvidemos), y don Lázaro se lo explica. Esto se ve complementado por un paseo que Diego y Mariana dan por París, visitando los barrios altos y bajos, y por la posterior charla con el párroco de Sainte-Marie, una iglesia cercana a La Bastilla. ¿Es esto didactismo? No y mil veces no. Veréis, si planteo un escenario histórico, no puedo dar por hecho que todos los lectores conocen los pormenores de ese escenario; lo que debo hacer es explicarlo. Y eso lo haría tanto con lectores adolescentes como con lectores adultos. Lo que pasa es que mi amigo B jamás hubiese mencionado el didactismo si la novela estuviese publicada en una colección para adultos, pero como se trata de una editorial juvenil y B parte de la premisa de que el "género" juvenil es didáctico por naturaleza, B espera encontrar didactismo en La caligrafía secreta y, por tanto, la encuentra. Y resulta curioso este prejuicio, porque B es muy aficionado a un género que siempre ha sido víctima de los prejuicios.

En fin, parece ser que suelo escribir sobre un supuesto género que está permanentemente bajo sospecha. Pero tampoco creáis que me importa mucho, porque pensándolo bien, todo lo que he escrito, dirigido al público que sea, pertenece a géneros que están bajo sospecha. Así de burro soy.

jueves, noviembre 22

En la mente del escritor 8. La escritura (III)

Continuamos, amigos míos, con lo que hago mientras escribo. Lo estoy reseñando por partes (porque no hay otra forma de hacerlo), pero os recuerdo que el orden que planteo es arbitrario y que, a la hora de la verdad, todo esto se hace más o menos a la vez, en plan barullo. Adelante pues.

La voz

Toda narración literaria posee un “tono” determinado, una especie de “pátina” que cubre al relato confiriéndole un “sabor” de fondo. “Tono”, “pátina”, “sabor”... sólo son aproximaciones, pero es lo único que se me ocurre para definir eso que suele denominarse “la voz”. Pero la voz ¿de quién?... Pues del narrador, claro.

Como decía al final de la anterior entrada, la prosa debe ser dúctil para adaptarse a las necesidades del relato. Si quiero escribir una historia evocadora y melancólica, quizá deba darle un tono poético a mi prosa, si pretendo escribir un hard boiled, mi prosa será más seca y fría, y si mi historia tiene humor le daré un toque ligero e irónico. No quiere decir esto, por supuesto, que historia y voz tengan necesariamente que correr paralelos; a veces, utilizar un tono distinto, incluso contrario, a la textura de la historia consigue excelentes resultados. Por ejemplo, narrar un relato intrínsicamente triste mediante una voz muy distanciada genera mayor emotividad que si hubiéramos empleado paletadas de énfasis.

Antes decía que la “voz” pertenece al narrador, lo cual plantea dos alternativas: primera persona o tercera persona. Si se trata de un narrador en primera persona, la voz del relato será la suya; es decir, la de un personaje de la novela, y si a estas alturas de la novela no sé cuál es la voz de un personaje fundamental, es que no he hecho los deberes. Por tanto, un narrador en primera no debería suponer ningún problema a la hora de elegir la voz, pues basta con dejarle hablar.

Ahora bien, no ocurre lo mismo con la tercera persona; ahí tenemos que elegir, y no siempre es fácil, porque la voz no es algo que se pueda imponer al relato, sino algo que se encuentra, una tonalidad que surge de nuestro interior impregnando al texto. Pero, ¿y si no surge? ¿O surge, pero de forma equivocada? Entonces, hablando mal y pronto, la hemos cagado, amigos míos. Así, de memoria, recuerdo al menos un par de novelas mías frustradas precisamente por problemas con la voz. Además, corregir una voz errada, cambiar una tonalidad por otra, significa reescribir todo lo que has escrito hasta el momento. Lo dicho, un desastre.

Entonces, ¿cómo encontrar la voz adecuada? Mi buena amiga Elia Barceló me comentó hace tiempo el método que seguía ella: antes de comenzar una novela, Elia prueba distintas voces escribiendo, en cada caso, no más de un par de folios. Luego, elige. Yo lo he hecho alguna vez y suele dar buenos resultados. Pero, ¿cómo saber que se ha elegido bien? En el fondo es sencillo; la voz, para ser correcta, debe ser auténtica, debe brotar con facilidad, sin forzarla. Si al escribir tengo que estar pendiente de mantener el tono, si tengo que forzar la prosa, eso significa que me he equivocado.

La carne

La novela es una imitación de la vida, y en la vida, aparte de los asuntos básicos, hay constantes digresiones. ¿Recordáis que comparaba la novela con un árbol? El tronco es el argumento, pero de él brotan una serie de ramas que no tienen que ver con la trama, que no aportan nada a la historia central, pero que sirven para dar apariencia de vida a la ficción. Usando otro símil, el argumento estructurado que he diseñado sólo es un esqueleto, de modo que ahora, mientras escribo, tengo que recubrirlo de carne.

Una forma de hacerlo es desarrollar una o más subtramas; es decir, historias que no tienen que ver con el argumento, salvo por los personajes, y que se narran paralelamente a la trama principal. Otra manera es utilizar la digresión. Los personajes no pueden estar todo el tiempo centrados obsesivamente en el tema medular del argumento; a veces, deben irse por peteneras. Un personaje se enrolla con sus opiniones sobre determinados aspectos de la vida, o le sucede una anécdota, o cuenta una historia de su pasado, o se relaciona con otros personajes... puede ser cualquier cosa. Por otro lado, no olvidemos que los personajes son imitaciones de personas y, por tanto, deben hacer todo lo que hacen las personas: comer, defecar, dormir, hacer el amor, leer, ver la TV... Todo eso, esa cotidianidad, debe quedar reflejada de algún modo en el texto.

Mientras escribo suelen ocurrírseme muchas ideas para estas digresiones. Para ser sincero, ignoro cómo se me ocurren, porque no hago el menor esfuerzo en buscarlas; sencillamente, estoy escribiendo y la idea brota en mi cabeza como surgida de la nada. No todas las ideas son buenas, por supuesto; pero todas las que considero aceptables las escribo. Luego, durante la corrección del texto, si considero que me he pasado, sacaré las tijeras de podar. Todo esto, las subtramas, las digresiones, las anécdotas, las acciones paralelas, no sirve sólo para dotar de carne al texto, sino también para desarrollar los personajes

Las escenas de transición

Veréis, por lo general no tengo ningún problema en escribir una escena de acción, o una conversación, aunque sea a múltiples bandas, o una descripción profusa... sin embargo, lo que me plantea verdaderos quebraderos de cabeza son las puñeteras escenas de transición.

En toda novela hay una serie de escenas, la mayoría, que tienen particular importancia argumental; es decir, son significativas y necesarias para el desarrollo de la trama. Pero al mismo tiempo hay otras muchas escenas que, por razones de continuidad o de ritmo, deben incluirse, pero que en sí mismas carecen de relevancia y, sobre todo, de interés.

¿No os ha pasado estar leyendo una novela con atención y, de repente, llegar a una parte del texto que es un tostón? A mí sí y me parece deplorable por parte del autor; es como si éste, al llegar a las zonas coñazo de la narración, tirara la toalla y se limitara a cumplir el expediente. Mal hecho. En mi opinión, siempre hay que darle algo al lector; tienes que ingeniártelas para aportar algún elemento de interés a lo que en sí mismo no lo tiene. ¿Qué puede ser? Una divagación ingeniosa, una conversación brillante, una pequeña peripecia, un gag... lo que sea, cualquier elemento que capte la atención del lector lo suficiente como para hacerle olvidar que esa parte del texto es aburrida.

Porque el peor pecado de un escritor es aburrir.

El problema es que, normalmente, esas zonas de transición suelen ser como páramos, lugares donde no hay nada que me permita alegrar un poco el paisaje, así que tengo que partir de cero, y eso no siempre es fácil. Creo que esta clase de escenas son las que más tiempo me hacen perder mientras escribo; a veces puedo tirarme, literalmente, horas intentando aportarle algo a una escenita de mierda en la que, probablemente, nadie se va a fijar. Y es cierto, el lector no se fijará en esa escena en especial; pero sí percibirá el conjunto de todas esas escenas; quizá no sepa qué es en concreto lo que percibe, pero su impresión global no le engañará.

Volviendo al símil arquitectónico, esta parte de la escritura sería algo así como la decoración interior. Tenemos unas habitaciones con malas vistas, de modo que procuremos que queden bonitas y agradables.

Y esto es todo por hoy, estimados merodeadores. Arrivederci.

martes, noviembre 20

20N

Pasé los primeros veintidós años de mi vida bajo la dictadura de Franco. Pero digamos que fue a partir de mis catorce cuando comencé a darme cuenta de que aquello no era correcto; es decir, durante ocho años viví con la plena consciencia de estar protagonizando una injusticia. Entonces aquello me parecía tremendamente real –lo era-, pero ahora, cuando vuelvo la vista atrás, lo que me parece es fantasmagórico. ¿Cómo es posible que yo provenga de un mundo como aquél? Y lo que es peor, ¿cómo es posible que todo aquello me pareciera entonces normal?

No estoy hablando de los grandes y abyectos crímenes del franquismo, de los fusilamientos, del secuestro de la libertad política, de las detenciones arbitrarias, de las listas negras, de los juicios sin garantías, de los asesinatos impunes... no, los adjetivos que merece todo esto están claros y no hace falta repetirlos. A lo que me refiero es a la vida cotidiana, al día a día, y eso sólo puede definirse como mediocridad en estado puro. Imaginaos no poder leer ciertos libros ni ver determinadas películas, porque están prohibidos; o lo que es peor: leer libros amputados por la censura y ver películas cortadas con el objeto de librarnos del gravísimo pecado de contemplar un simple beso en la boca. Imaginaos un mundo dominado por la más cavernaria moral católica, un mundo en el que, al llegar Semana Santa, las radios sólo podían emitir música clásica y los cines proyectar cintas religiosas. Imaginad una sociedad en la que la prensa está amordazada por el Estado, o directamente a su servicio, una sociedad donde el poder habla de Imperio mientras la miseria se adueña de las calles, una sociedad en la que no puedes expresar libremente tus ideas ni escuchar las ideas de los demás. Imaginad un país que desprecia la cultura y el arte, un país paleto, ignorante y gris.

Bueno, pues así era el puñetero franquismo que yo viví. Y es que uno de los peores pecados de la dictadura fue sumergir a España en un baño total de mediocridad, una mediocridad que hoy, 32 años después, seguimos sufriendo, quizá en parte porque todavía hay gente, mucha más de lo que cabría esperar, que sigue añorando aquellos tiempos grises y aburridos, o que piensa que el franquismo se vivió por muchas familias con gran placidez. Claro que sí: sus familias, esa placida clase social que tanto prosperó chupando de la teta de la dictadura y cuyos vástagos, convenientemente maquillados de demócratas, siguen hoy convencidos de que el poder les pertenece por cuestión de estirpe y de casta.

¿Sabéis algo? Cuando el hijo de puta de Franco estaba vivo, yo no concebía que se fuese a morir en algún momento; de algún modo, mi inconsciente había decidido que aquel anciano cruel y miserable siempre había estado ahí y siempre iba a estar. En el fondo, creo que eso nos pasaba a todos. Por aquellos tiempos se contaba un chiste: Franco está moribundo en la cama y una gran multitud se reúne frente al Palacio del Pardo aclamando al dictador. Franco, alarmado por el ruido, pregunta qué sucede, y Carmen Polo responde: “Es el pueblo, Paco, que viene a despedirse de ti”. Franco alza una ceja y dice: “¿Ah, sí? ¿Y adónde se va?”. Puede que ni su excremencia contase con su propia muerte.

Pero se murió. Tardó en hacerlo el muy cabrón, pero al final, después de pudrirse en vida, la espichó, la diñó, estiró la tromboflebítica pata. Y yo me alegré; no porque muriera un monstruo, sino porque por fin iba a cambiar algo en aquel país dormido. En cuanto a por qué no me alegré especialmente de la muerte del monstruo..., pues porque el mediocre tirano murió en la cama, de viejo, después de ejercer plácidamente el poder durante cuarenta años y, la verdad, no encuentro ningún motivo para enorgullecerse, o alegrarse, de nada de eso.

domingo, noviembre 18

Heinlein 100

Si le preguntan a los aficionados a la ciencia ficción (cf) españoles cuál es el mejor escritor del género de todos los tiempos, unos responderán Asimov, otros Lem, otros Bester, otros Le Guin, otros Silverberg... en fin, un ramillete de respuestas diferentes, y similares resultados obtendremos si le preguntamos a cualquier aficionado europeo. Pero si la pregunta se la formulamos a un fan norteamericano, lo más probable es que nos responda: Robert A. Heinlein. En efecto, Heinlein sigue siendo (porque murió en 1988) una institución en el mundo de la cf yanqui, el Gran Patriarca Póstumo. ¿Por qué?

En primer lugar, porque Heinlein es, sin lugar a dudas, el más norteamericano de todos los escritores norteamericanos de cf, algo así como la plasmación del sueño y los valores yanquis en clave futurista. En segundo lugar, porque Heinlein fue el primer escritor profesional de cf, y quizá el autor fundamental en el movimiento de modernización del género que tuvo lugar a mediados del siglo pasado bajo la tutela de la revista Astounding. En tercer lugar, porque Heinlein era un excelente narrador, en la estela, aunque a considerable distancia, de algunos clásicos norteamericanos.

No obstante, en Europa, o cuando menos en España, Heinlein es un autor más bien poco valorado. Sobre todo por ser taaaaaan norteamericano; porque Heinlein, amigos míos, no sólo era muy, pero que muy yanqui: era un ultraconservador yanqui, en la más rancia tradición de la derecha dura USA. Y esto se refleja en la mayor parte de sus novelas. El ejemplo más conocido es Tropas del espacio (1959), donde Heinlein no sólo lleva a cabo una entusiasta exaltación militarista, sino que además se atreve a proponer ¡una utopía fascista! (Por cierto, la película basada en esta novela, donde su director Paul Verhoeven, optó inteligentemente por el camino de la sátira, es mucho más interesante de lo que cierta obtusa crítica afirmó en su momento). Con todo, hay otra novela suya aún peor, aunque no suele citarse, quizá porque sólo se ha editado una vez en España y hace mucho tiempo: Los dominios de Farnham (1964), un infumable –e inconcebible- alegato racista sobre el que pasan de puntillas hasta los más acérrimos defensores del escritor. Pero quizá lo peor de todo sea la presencia en la mayor parte de sus novelas de una clase de personaje al que yo llamo “el tipo que lo sabe todo”. Ese personaje tan repetido, evidente alter ego del autor, es..., pues eso, un tipo que lo sabe todo, que lo ve todo meridianamente claro, que tiene respuestas para todo. El problema es que esas respuestas son simplistas y parciales, fiel reflejo de una ideología basada en el capitalismo sin restricciones (él lo llamaba “anarco-capitalismo”), el darwinismo social, la desconfianza hacia el Estado, y el individualismo y la iniciativa privada a ultranza... La verdad es que ese personaje acaba resultando muy cargante.

Por otro lado, Heinlein (que, antes que escritor, fue militar y, tras una enfermedad que le obligó a abandonar el ejército, ingeniero) tenía una fe ilimitada en la ciencia y la tecnología, y albergaba una visión absolutamente optimista del futuro (un futuro, eso sí, liderado siempre por USA). Quizá por eso sus novelas rara vez se adentran en los problemas reales de la humanidad, y cuando lo hacen es desde la óptica radical, y simplista, del autor. Además, Heinlein no cuenta con una galería demasiado amplia de personajes; de hecho, suele manejar una serie de estereotipos que, con diferentes nombres, se repiten de novela en novela. Todas estas críticas son ciertas. Pero, con todo, no se puede echar a Heinlein a la basura, porque no es ni mucho menos un autor desdeñable.

Cuando yo era un preadolescente de trece o catorce años, me encantaba Heinlein. Adoraba novelas suyas como Jones, el hombre estelar (1953), La hora de las estrellas (1956), La bestia estelar (1954) o Ciudadano de la galaxia (1957), lo cual no es de extrañar, porque, aunque yo entonces no lo sabía, eran novelas destinadas al público juvenil (hay quien sostiene que las mejores novelas de Heinlein son precisamente las juveniles). En cualquier caso, también me gustaban a rabiar sus novelas para adultos, como Amos de títeres (1951), El hombre que vendió la Luna (1950) o la fascistoide El día de pasado mañana (Sixth Column, 1949), que entonces me parecía simplemente un divertidísimo relato de aventuras científicas. Y es que Heinlein era un autor increíblemente ameno, no puede negarse.

Luego, siendo ya un jovenzuelo, leí Tropas del espacio y Los dominios de Farnham, y mi amor por Heinlein comenzó a flaquear. Su ideología, demasiado radical y contraria a la mía, impregnaba demasiado el espíritu de sus obras. Entonces, inesperadamente, Heinlein publicó una novela que parecía darle la vuelta a su doctrina: Forastero en tierra extraña (1961). Esta novela, que sintonizó al instante con el incipiente movimiento contracultural estadounidense, narra la llegada a la Tierra de un humano nacido en Marte y criado por los marcianos, su controvertido periplo entre los humanos normales y su posterior conversión en líder de una secta. Recuerdo que esta obra, prohibida en España durante el franquismo, me gustó mucho en su momento; no obstante, y aunque no la he vuelto a leer, con el tiempo he llegado a la conclusión de que se trataba de un texto más aparente que auténtico, y sobre todo demasiado ambiguo. En 1966, Heinlein publicó La Luna es una cruel amante -quizá su novela más valorada entre los aficionados yanquis-, que narra la independencia de la Luna como metáfora de la revolución norteamericana. En fin, una novela patriotera y, en mi opinión, bastante aburrida. A partir de los 70, las novelas de Heinlein se vuelven más audaces, pero sólo en un aspecto: el sexual. Y tampoco muy audaces, porque sus descripciones son más bien timoratas; no obstante, el protagonista de (creo) Tiempo para amar (1973) viaja en el tiempo y se folla, a sabiendas, a su madre (lo que sin duda dice algo acerca del autor, aunque, aparte de un edipazo de tomo y lomo, no sé exactamente qué). En fin, sus novelas se vuelven más sexualmente “audaces”, pero también más y más aburridas. A partir de los 80, Heinlein parece olvidar sus habilidades narrativas y convierte sus novelas en largos y pesados textos discursivos que no son más que pretextos para ofrecer su peculiar visión del mundo. “El tipo que lo sabe todo” toma el timón y, aunque su ideología ya no es tan radical como antes (pero sí mucho más confusa), sigue siendo un pesado. De modo que dejé de leer a Heinlein. Tampoco me perdí mucho, porque lo mejor de su obra (luego veremos qué es) ya lo había leído.

Entonces, ¿qué tiene de bueno Heinlein? Pues bastantes cosas, aunque parezca mentira. Lo primero de todo, que era un excelente narrador, en el sentido más básico de la palabra. Heinlein narra con una soltura envidiable, haciendo que el lector se deslice por el texto con toda facilidad, obligándole a leer incluso aquello que no le interesa. Maneja con gran habilidad el ritmo y la elipsis, es parco, pero preciso, en las descripciones, y es un buen dialoguista (salvo cuando habla “el tipo que lo sabe todo”). En más de una ocasión se le ha acusado de poseer una prosa plana e impersonal, pero esto es falso. De hecho, la prosa de Heinlein es una de las más personales de la cf yanqui, y si bien es cierto que no maneja muchos recursos, también es verdad que los que emplea son usados con bastante maestría. Cuando al principio decía que Heinlein se hallaba en la estela de algún clásico norteamericano, me refería concretamente a Mark Twain, ecos de cuya prosa, y salvando las distancias, pueden rastrearse fácilmente en el estilo de Heinlein.

Además de esto, Heinlein fue uno de los autores que más contribuyeron a sacar la cf de las cavernas del pulp, dándole un tono más adulto y serio. Eso por no hablar de sus aportaciones temáticas e incluso técnicas, como ese famoso “la puerta se dilató”. Pero, a mi modo de ver, lo que realmente le convierte en un autor estimable son sus relatos cortos. Heinlein era mucho mejor cuentista que novelista, quizá porque las distancias breves le obligaban a obviar sus peores tics y a dejar algo de lado sus obsesiones ideológicas. Sea como fuere, Heinlein nos ha proporcionado algunos de los mejores cuentos de cf, como Por sus propios medios (1941), Las carreteras deben rodar (1940), o el turbador Todos vosotros, zombies (1959)

En fin, ¿por qué estoy hablando de Robert A. Heinlein? Pues por dos motivos: en primer lugar, porque este año se cumple el centenario de su nacimiento, y en segundo lugar porque hace poco leí El granjero de las estrellas (La Factoría de Ideas, 2007), una novela juvenil que Heinlein publicó en 1950 y que permanecía inédita en castellano.

Y no me extraña que permaneciera inédita, porque es una novela malísima. A grandes rasgos, cuenta la terraformación y colonización de Ganímedes en clave similar a la colonización del Oeste USA, pero sin indios. Y eso, así, a grandes rasgos, es prácticamente todo lo que cuenta, porque apenas hay argumento. En ocasiones, el texto parece un manual de divulgación científica; en otros momentos adopta la forma de entusiasta tesis sobre el darwinismo social; y entre tanto, los personajes, unos adolescentes que parecen salidos de un sueño de pipa de Norman Rockwell, navegan sin rumbo ni consistencia. Es, sin duda, la peor novela de Heinlein que he leído.

Pero la leí, amigos míos, la leí, pese a que al cabo de veinte páginas ya me había dado cuenta de que era una castaña infumable. La leí porque Heinlein es tan buen narrador que consigue que no te cueste mucho leer sus bodrios; pero sobre todo la leí por pura nostalgia, porque mientras reproducía en mi mente, después de tanto tiempo, la peculiar prosa de Heinlein, recuperaba parte del sabor de mis trece o catorce años...

Ay, que chunga es la añoranza. Bueno, amigos míos, quisiera antes de despedirme recomendar algo de Mr. Heinlein. Por supuesto, los relatos cortos; eso ya lo he dicho. Recuerdo con mucho cariño sus novelas juveniles –en particular La bestia estelar-, pero las leí hace tanto tiempo que no me atrevo a decir nada acerca de ellas. Podría recomendar Estrella doble (1956), una versión en clave futurista de El prisionero de Zenda, o Amos de títeres, un simpático thriller de invasiones alienígenas, o la ya comentada Forastero en tierra extraña... pero no, no voy a recomendaros nada de eso.

En mi opinión, la mejor novela de Heinlein es Puerta al verano (1956). Me apresuro a aclarar que se trata de un relato sin la menor pretensión, una intranscendente aventura de viajes en el tiempo... pero absolutamente deliciosa. Es como si Heinlein, al escribir este título, hubiera dejado de lado todos sus defectos quedándose sólo con lo mejor de su talento. Además, la metáfora que da título a la novela –y que está relacionada con un gato- siempre me ha parecido singularmente sugestiva.

¿Qué más puedo decir de Heinlein? Creo que, pese a tenerlo todo tan aparentemente claro (era “el tipo que lo sabe todo”, no lo olvidemos), fue desplazándose con el tiempo hacia una ideología cada vez más confusa. Digamos que era demasiado brillante para ser un radical y demasiado radical para ser brillante. Su pensamiento evolucionó con el paso de los años, es cierto, aunque resulta difícil determinar hacia dónde, pero siempre fue un ultraconservador, un halcón. No obstante, también era una persona contradictoria. La derecha dura norteamericana ha sido y es muy religiosa, pero Heinlein –contumaz racionalista al fin y al cabo- se declaraba agnóstico. Así que, como cierre, permitidme reproducir un par de frases suyas al respecto: “Las prostitutas desempeñan la misma función que los curas, sólo que muchísimo mejor”. “La teología nunca ha sido de gran ayuda; es como buscar, a medianoche y en un sótano oscuro, a un gato negro que no está ahí”.

Esto es todo, amigos; Auf Wiedersehen.

jueves, noviembre 15

El rincón del odio: Vista

Imputado: Sistema Operativo Vista

Delitos denunciados: Dejando aparte que todavía estoy por encontrarle una puñetera ventaja, dejando aparte sus innumerables incompatibilidades (lo cual incluye, por increíble que parezca, a algunos programas de la propia Microsoft), dejando aparte que hasta el momento ya ha recibido casi cuarenta parches, Vista se cuelga, se cuelga, se cuelga... y el muy cabrón no se muere.

Razonamientos: Que Bill Gates, el hombre más rico del planeta, dueño de Microsoft, una inmensamente poderosa compañía que funciona como monopolio de facto, lance al mercado un producto tan defectuoso, chapucero e inútil como Vista, ya sería motivo más que suficiente para que el peso de la ley cayese sobre él con toda contundencia. Pero no sólo es eso. Hace cinco meses cambié de ordenador, un ya anticuado Compaq, y compré un HP. Llevaba incorporado el sistema Vista, pero yo no lo quería, porque me habían hablado fatal de él, de modo que intenté instalar el XP, que, aunque tampoco es gran cosa, al menos no se colgaba. Pero no era posible, porque mi nuevo ordenador tenía preinstalado el Vista y no se podía instalar el XP. De modo que he tenido que tragarme el pueñetero Vista contra mi voluntad porque el poderoso marketing comercial de Microsoft así lo ha determinado. Y de eso, de marketing, sí que saben mucho los fieles colaboradores de Mr. Gates. Mejor nos iría si supieran un poco más de informática.

Pena solicitada: Teniendo en cuenta la gravedad, por su extensión y tocapelotez, de la estafa perpetrada, solicito que Bill Gates sea colgado, colgado y colgado por los testículos hasta que silbe completa La Marsellesa y jure no volver a lanzar al mercado un producto tan desastroso.

martes, noviembre 13

En la mente del escritor 7. La escritura (II)

Todo lo que he hecho hasta ahora no ha sido más que la preparación para escribir, pero –es una perogrullada decirlo- una novela se hace escribiéndola. Si ahí me equivoco, de nada valdrán todos los preparativos. Esta fase es lenta y laboriosa; de hecho, no me gusta ni un pelo, porque es trabajo y a mí, qué queréis que os diga, no me gusta currar. Además, durante el proceso de escritura suelo sufrir, lo paso mal, muchas veces me desespero (ya veréis más adelante por qué), de modo que no, no creáis que me entusiasma escribir. No obstante, repitiendo por enésima vez la frase de Brown, odio escribir, pero adoro haber escrito. Así que escribo, por mal que me siente.

Bien, ¿qué es lo que tengo hasta ahora? Un argumento estructurado de determinada manera, algo semejante a los planos de un edificio. Siguiendo el símil, algunas de las estancias del edificio están muy detalladas en los diseños, pero aún habrá que amueblarlas y decorarlas. Otras zonas, sin embargo, no están ni siquiera tabicadas, de modo que tendré que ir estableciendo su compartimentación y dimensiones conforme trabaje en ellas. ¿En esta fase hago cambios sobre la estructura prevista? Sí, muchos; a veces porque lo que yo había planeado no funciona bien, pero sobre todo porque encuentro alternativas mejores a la prevista. La estructura es el soporte sobre el que descansa el texto, pero no manda; lo que manda es el resultado, y si la narrativa cojea, eso significa que la estructura está mal y hay que corregirla.

Mientras escribo hago muchas cosas; de algunas ya hemos tratado, como desarrollar los tramos del texto que no había planificado o diseñar los personajes secundarios, de modo que vamos a hablar ahora de los restantes temas. Lo voy a hacer siguiendo un orden más o menos aleatorio, pero no son cuestiones que se presenten de forma ordenada, sino dependiendo de cada tramo del texto que esté escribiendo. Adelante pues.

La prosa

Ésta es la primera elección estética que realiza un escritor: ¿cómo quiero que sea mi prosa? La respuesta, claro, tiene mucho de arbitrario, pues se trata de una elección sustentada en los gustos personales. También tienen que ver, por supuesto, los objetivos que quieras darle a la prosa y el balance que realices entre narrativa y estilo. En cualquier caso, existen muchas alternativas y, a mi entender, todas igual de válidas, al menos en principio.

En mi caso particular, la elección estética que tomé estuvo influida por dos sencillos consejos que me dieron mis padres: “escribe como habla la gente y no uses muchos adjetivos”. Tomado literalmente, el primer consejo parece absurdo, porque las personas hablamos francamente mal; pero lo que mis padres pretendían decirme era que no escribiese de forma engolada y ampulosa, sino con sencillez. En el fondo, se trata del famoso “lo que pasa por la calle” de Juan de Mairena. El segundo consejo, por el contrario, es totalmente literal. En mi opinión, los adjetivos sirven para bien poco; de hecho, suelo emplearlos más para completar el ritmo interno de las frases que con la esperanza de que describan algo. “Era una bella mujer...” ¿En qué sentido bella? ¿Era una maciza de grandes tetas, una atlética amazona o una lánguida sílfide? “Bella” apenas significa nada. Pero el caso es que muchos escritores noveles, y bastantes consagrados, parecen partir de la premisa de que el arte literario consiste en acumular adjetivos en medio de enrevesados laberintos de frases subordinadas. Bien, es una alternativa como otra cualquiera, y reconozco que hay maestros en el difícil arte de la adjetivación; pero, como decía Borges, si un adjetivo no te sorprende, no es un buen adjetivo.

Volviendo a su seguro servidor, ¿cómo pretendo que sea mi prosa? Responderé con las palabras de uno de nuestros mejores narradores, el escritor Juan Marsé: “Aspiro a una prosa transparente, invisible”. Exacto; lo suscribo al cien por cien. Para mí, lo que manda en una novela es la narrativa; no el argumento, ni la trama, sino la forma en que se cuenta ese argumento. Por tanto, los restantes elementos de la novela han de estar en función de la narrativa; lo cual, claro, incluye a la prosa. Y la prosa, tal y como yo la entiendo, es el soporte expresivo de la narrativa, pero nunca un fin en sí misma.

Cuando escribo un relato, una novela, lo que pretendo es que el texto absorba al lector hasta el punto de hacerle olvidar que está leyendo. Quiero que la narrativa se adueñe de su mente impidiéndole distinguir entre ficción y realidad, quiero que el lector no reconozca las diferentes partes de un texto, sino que lo contemple como un todo, quiero que nunca llegue a vislumbrar al autor que está detrás de las palabras. Bueno, pues para conseguir esto lo primero que tengo que hacer es que mi prosa no se note demasiado, que se vuelva transparente, invisible, como decía Marsé. Lo cual, por supuesto, no consiste en renunciar a ningún recurso retórico, sino en manejar con discreción dichos recursos. Por ejemplo, si yo hubiera incluido en un párrafo de una de mis novelas una de las metáforas más hermosas jamás escritas, pero esa metáfora entorpeciese la narración, la eliminaría sin dudarlo un segundo. No obstante, en mis textos hay símiles, oximorones, hipérboles, paradojas, sinestesias y toda suerte de figuras, sólo que usadas por su capacidad expresiva y no como alardes de estilo. Tal y como también dice Marsé, desconfío mucho de los artificios literarios.

Esto, como señalaba al principio, es una opción estética personal entre otras muchas, y todas igual de válidas en la medida en que cumplan con similar eficacia su cometido. Además, al final será el talento del escritor lo que determine la calidad del texto, con independencia de su estilo estético. Sin embargo, hay gente que no lo ve así, gente que denomina a lo que yo expuesto, no sin un deje de desdén, “prosa neutra”.

Prosa neutra. ¿Qué demonios es eso? ¿Un prosa ni positiva ni negativa?... Bueno, supongo que se refieren a una prosa meramente funcional, de andar por casa. Una mala prosa, en definitiva. Y no digo que no exista esa clase de prosa; la hay en abundancia, pero no es de lo que yo estoy hablando. Hace poco, un conocido crítico desdeñaba al Cormac McCarthy de La carretera tildando su prosa de “neutra”. ¿Cómo se puede estar así de ciego? McCarthy es tan minimalista que mi estilo, a su lado, parece barroco; pero consigue una expresividad intensísima, una emotividad incluso dolorosa, y lo hace empleando el mínimo número de elementos. Bueno, pues esto, que debería figurar entre los méritos del autor, es displicentemente desechado como “prosa neutra” por un caballero que, sin duda, sólo ve arte literario en los laberintos de Faulkner o en la pompa de Carpentier. En cierto modo, esta clase de críticos me recuerdan a esos comensales que sólo saben apreciar sabores muy intensos, que sólo disfrutan con manjares muy especiados, al tiempo que desdeñan los platos más sutiles, más matizados, tildándolos de insípidos. Además, no existe nada llamado “prosa neutra”, eso es una tontería; sólo hay buenas y malas prosas, eso es todo.

Pero volvamos a mi caso. Mientras escribo, me preocupa que mi prosa “fluya”; pero, ¿en qué consiste ese “fluir”? La verdad es que no lo sé con exactitud; se trata, creo, de que las frases conecten entre sí con suavidad, que un párrafo desemboque en el siguiente sin brusquedades, que el texto se lea sin tropiezos, como si el lector navegara por un río a favor de la corriente. En resumen: que la prosa fluya igual que una corriente de agua. Para conseguir esto tengo que trabajar mucho el texto, depurarlo, buscar alternativas... pelearme con él. Según dicen, mis novelas son fáciles de leer; por tanto, mucha gente deduce que me resulta igualmente fáciles de escribir. Mentira pocha: me cuesta muchísimo escribir, precisamente porque elaboro mucho la prosa. Pero la elaboro, no lo olvidemos, con el principal objetivo de hacerla invisible.

Por último, es evidente que no se puede utilizar la misma clase de prosa para todas las novelas. Cada tema, cada tratamiento, cada “voz” requerirán un estilo distinto o, cuando menos, variaciones sobre el mismo estilo. Por ejemplo, mis novelas de Jaime Mercader están escritas con frases más largas y retóricas, y un tono ligeramente arcaizante. La casa del Dr. Pétalo, sin embargo, adopta un prosa poética y melancólica, mientras que El coleccionista de sellos está construido con frases cortas y secas. La prosa, por tanto, también ha de ser dúctil.

Bueno, amigos, pensaba incluir en este post el tema de la “voz”, pero me he enrollado mucho con la prosa, así que lo dejaremos para la siguiente entrada. Au revoir, pues.

miércoles, noviembre 7

35 años


Hoy se cumple el trigésimo quinto aniversario de la muerte de José Mallorquí, mi padre. Treinta y cinco años ya..., parece mentira que haya transcurrido tanto tiempo. Si cierro los ojos, puedo recordar con nitidez cada detalle de aquel lejano siete de noviembre de 1972. Ese horrible despertar, la carrera al dormitorio de mi padre, la imagen que yo no lograba interpretar, el objeto que mi inconsciente se negaba a ver. Hasta que lo vi. Y entonces, como un mazazo, todo cobró sentido, un macabro y terrible sentido, y pegué un puñetazo contra un mueble, y abandoné el dormitorio sintiéndome muerto por dentro, y me dejé caer en un sillón, en soledad, y lloré como nunca he llorado en mi vida. Sí, lo recuerdo perfectamente. ¿Cómo olvidarlo?

Mi padre se suicidó. Se pegó un tiro. Cuando alguien tan próximo como un padre decide quitarse la vida, lo que queda entre quienes le querían no sólo es dolor y tristeza, sino también culpabilidad. ¿Qué hice?, te preguntas. O, más apropiadamente, ¿qué no hice y podría haber hecho? Y luego te dices: ¿es que yo, su hijo, no era suficiente para retenerle? No, no lo eras César; ni tú ni nadie, con la excepción, quizá, de una única e inesperada persona. Pero tú, desde luego, no; ¿acaso le diste algún motivo, acaso hiciste algo por él, acaso te preocupabas entonces por alguien más que no fueras tú mismo?

Culpabilidad. Eso es lo que nunca he dejado de sentir desde que murió mi padre. No se trata de una sensación intensa, melodramática y omnipresente, claro, sino de algo así como una pequeña herida que no siempre te duele, pero que siempre está ahí. Aunque... quién sabe, quizá mi padre me perdonó muchos años después de morir. Ocurrió una noche, a mediados de los noventa; yo dormía al lado de mi mujer y tuve un sueño. Soñé que veía a mi padre, vivo de nuevo, con el mismo aspecto que tenía a finales de los sesenta. Yo sabía que estaba muerto y no podía comprender cómo era posible que se encontrase allí, delante de mí, e intenté hablar, decir algo, pero no pude, se me estranguló la voz. Entonces, mi padre sonrió sin decir nada, extendió los brazos y me abrazó. Pude sentir su calor y, lo que resultaba aún más insólito, también pude percibir su olor. ¿Alguna vez habéis soñado con olores? Yo nunca, hasta entonces, y nunca más después. Pero esa noche, en mi sueño, percibí, hasta sentirme inundado, el aroma a Old Spice que siempre rodeaba a mi padre. Entonces le abracé y me eché a llorar sobre su hombro.

Desperté llorando a moco tendido. Pepa, mi mujer, intentó consolarme, pero yo no lograba cerrar el grifo de las lágrimas. Luego, al cabo de un rato, me sentí mejor, y así me he sentido desde entonces. La culpabilidad está ahí, por supuesto, sé que nunca se irá; pero al mismo tiempo albergo el convencimiento de que mi padre, aquella noche, con aquel silencioso abrazo, me perdonó.

Un momento, alto, stop. ¿Quieres decir que crees que el alma de tu padre vive eternamente en algún lugar? ¿Crees que aquello no fue un sueño, sino una “comunicación” con el otro mundo? No, no creo nada de eso; sé que aquel sueño, por muy real que pareciese, sólo era un sueño. Pero también creo otra cosa: creo que si mi padre, por algún prodigio, resucitase, me diría que, en efecto, con su onírico abrazo pretendía transmitirme su perdón. Lo diría aunque fuese mentira, lo diría porque su corazón era tan grande que no le quedaría más remedio que perdonarme, porque yo era su hijo pequeño y me quería. También sé algo más: si mi padre viviese hoy, estaría orgulloso de mí. Supongo que esto es sobrado bálsamo para mantener a raya la herida.

Con todo, ¿sabéis lo peor? Yo no era consciente de lo mucho que quería a mi padre hasta que murió. Suele pasar y es triste, porque le deja a uno con mucho que decir y sin nadie a quien decirlo. Quizá por eso, siempre que me han pedido que escriba algo sobre mi padre he aceptado sin dudarlo un instante. Hablar sobre él es, en cierto modo, como hablar con él. Así pues, he escrito muchos artículos acerca de José Mallorquí; pero, de entre todos ellos, hay uno que sobresale.

En el año 1999, Fernando Martínez de la Hidalga (es un pseudónimo) me pidió que escribiera una semblanza sobre mi padre para incluirla en un libro cuyo tema era la literatura popular. Acepté encantado y el resultado fue un artículo llamado José Mallorquí: el hombre tras la máscara. Poco después, el libro (excelente, por cierto) se publicó con el título La Novela Popular en España (Ediciones Robel, 2000). Estoy muy satisfecho de mi artículo; a decir verdad, creo que es de lo mejor que he escrito. Por eso hoy, 35 años después de que mi padre se fuese, voy a abrir en la Biblioteca de Babel un volumen dedicado a su memoria con la semblanza de quien fue, no sólo un gran creador, sino sobre todo una gran persona. El texto comienza así:

En ocasiones, cuando yo era pequeño, entraba en el despacho de mi padre procurando no hacer ruido y le observaba trabajar. Era todo un espectáculo. Mi padre, sentado frente a una máquina de escribir eléctrica, pulsaba el teclado a toda velocidad, más rápido que una buena mecanógrafa, aunque sólo utilizaba cuatro dedos (el índice y el corazón de cada mano). Pero lo llamativo no era la velocidad, sino las pausas, lo que ocurría cuando no escribía. En esos momentos, mi padre comenzaba a recitar en voz baja los diálogos que acto seguido convertiría en tinta sobre papel, y gesticulaba con ambas manos, y su rostro se transfiguraba en un mosaico de expresiones.

Él no se daba cuenta de que yo estaba allí, espiándole; de hecho, creo que no era consciente de nada de lo que había o sucedía a su alrededor. En realidad, estaba en otro lugar, era otras personas, vivía diferentes vidas, las que brotaban como un torrente de su inagotable imaginación. Jamás he visto a nadie concentrarse tanto en su trabajo
(...)

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lunes, noviembre 5

En la mente del escritor 6. La escritura (I)

Hasta este momento –a excepción del post dedicado a los personajes-, todo lo que he contado ocurría en el interior de mi cabeza; a lo sumo, he tomado unas cuantas notas, pero todavía no he escrito ni una línea. Esa labor mental la he desarrollado en todas partes, menos en mi despacho, porque, la verdad no hay situación más absurda que estar sentado frente a un escritorio, inmóvil, con la mirada perdida y cara de bobo. Por lo general, todas esas cosas las pienso cuando estoy haciendo algo que no requiere la actividad de mi neocortex, como por ejemplo, cuando conduzco, cuando cocino, cuando arreglo mi biblioteca (siempre estoy arreglando mi biblioteca, no sé cómo lo hago), cuando ordeno papeles... en fin, esa clase de cosas. Ah, y también cuando apago la luz y estoy a punto de dormirme; en ese estado de duermevela suelen ocurrírseme muchas ideas geniales, así que tengo un pequeño cuaderno en mi mesilla para apuntarlas y descubrir, al día siguiente, que no eran, ni mucho menos, tan geniales como yo había creído.

En este post vamos a hablar hoy de la parte exclusivamente mecánica de la escritura; es decir, del conjunto de rituales, usos y prácticas que me acompañan durante el acto de escribir. Afortunadamente, el amable Arcadio me dejó, en un comentario anterior, una especie de cuestionario que me ha servido de excelente guía. Recordad, por cierto, que soy escritor profesional; es decir, que me gano la vida escribiendo y no me dedico a ningún otro trabajo, de modo que algunas de mis prácticas, sobre todo las relacionadas con los horarios, son bastante radicales. Adelante pues.

Escribo de lunes a viernes; de nueve y media de la mañana a una y media de la tarde, y de cinco de la tarde a nueve o nueve y media de la noche. Como veis, horario de oficina. Pero es que, como decía no recuerdo qué escritor (aunque me temo que fue Cela), la inspiración está muy bien, pero que cuando llegue me coja trabajando. Prosigamos. Me levanto a las ocho menos cuarto de la mañana, me ducho y me visto, tan zombi que siento unas tremendas, aunque afortunadamente reprimibles, ganas de comerles los higadillos a mi mujer y mis hijos. A las ocho y media entro en mi despacho y Patricia, mi amable asistenta, me trae el desayuno: un café con leche y un Bio, o cómo leches se llame ahora lo de los bífidus. Mientras acabo de desayunar, conecto el ordenador, reviso el correo y le echo un vistazo a los blogs. Todavía estoy bastante dormido, así que suelo leer algo hasta las nueve y cuarto o nueve y media. Llegada esa hora, como muy tarde y por poco que me apetezca, comienzo a trabajar.

Un inciso: dejando aparte las horas que trabaje, también me fijo un número mínimo de páginas: cuatro al día (aunque por lo general suelen ser seis o siete). Eso se lo leí decir al escritor Frederik Pohl en una entrevista donde afirmaba que esa cantidad puede parecer escasa, pero a medio plazo no lo es. En efecto, cuatro páginas al día son veinte a la semana y más de ochenta al mes. Y ochenta páginas al mes no está nada mal, creedme.

Bien, abro el Word y corrijo lo que he escrito el día anterior. Esa es la primera corrección del texto, pero no lo hago tanto por la labor de pulido como por comenzar a “meterme” en la novela. Necesito concentrarme mucho para escribir, así que debo estar aislado y en silencio. Lo cual implica que no escucho música mientras trabajo, salvo que quiera dotar a mi relato de cierto “tono” que la música puede aportarme. Por ejemplo, si voy a escribir una historia melancólica, quizá ponga tristonas y lacrimógenas baladas irlandesas en el reproductor de CD’s.

Mi despacho es una habitación rectangular con dos grandes librerías a lo largo de los lados más prolongados del rectángulo. A mi espalda, mientras estoy sentado frente al escritorio, hay una ventana orientada al Sur. De la pared situada justo enfrente de mí cuelga un enorme cartel enmarcado del King Kong de 1933. Detrás, a la izquierda de la ventana, hay un mueble sobre el que descansa el equipo informático. Uso un ordenador HP Pavilion Mediacenter M7780. Lo compré hace cinco meses (antes tenía un Compaq) y el sistema operativo es, ¡aggg!, Vista. La impresora es una HP Laser Jet 1018 y el escáner un HP Scanjet 2400; como veis, estoy absolutamente hachepeizado (es que me hacen rebaja). El monitor es un Sony LCD de 21 pulgadas y el teclado y el ratón son Logitech, ambos inalámbricos.

Los estantes de la librería izquierda que se encuentran más cerca del escritorio están llenos de diccionarios de todo tipo (tengo más de un centenar). Arcadio me preguntaba si utilizo un diccionario de sinónimos, pues al parecer algunos escritores se vanaglorian de no usarlo. Qué mentirosa es la gente... Claro que utilizo el diccionario de sinónimos; mejor dicho, utilizo algo mucho más práctico: el Diccionario de ideas afines de Fernando Corripio. Ahí están todos los sinónimos y, como indica el nombre, las palabras afines, que muchas veces te solucionan mejor el problema. Aparte de éste, los diccionarios que más uso son el Diccionario de la lengua española, de la RAE, el Diccionario del español actual, de Seco, Andrés y Ramos, y el Diccionario panhispánico de dudas, de la RAE. También uso con frecuencia el Diccionario de heráldica de González­-Doria, para buscar los apellidos de los personajes, y el Diccionario de nombres de persona, de Albaiges, para escoger, pues eso, los nombres. Hay otros que uso mucho menos, pero que, cuando los necesito, me vienen de perlas. Por ejemplo, el Diccionario de palabras y frases extranjeras, de del Hoyo, el Pequeño Diccionario de Construcciones Preposicionales, de Slager, o Los 15.000 verbos españoles, de Sopena, con todas las conjugaciones. Una curiosidad: mi padre, José Mallorquí, utilizaba para escoger los nombres y apellidos de sus personajes anglosajones un viejo libro de 1913 llamado The Trafalgar Roll, del coronel R. H. Mackenzie, donde aparece un listado completo de todos los ingleses fallecidos durante la batalla de Trafalgar. Yo hago lo mismo con ese mismo libro.

Los estantes de la librería de la derecha están repletos de libros de documentación. Hay de todo, desde un tratado de cetrería hasta una historia de la moda, pasando por manuales de supervivencia, tratados de arquitectura o textos de esgrima y artes marciales. Una de las baldas está destinada al material y la documentación que necesite para la novela que esté escribiendo en ese momento (ahora hay libros sobre la América de comienzos del siglo XX, sobre Colombia y California, sobre los indígenas norteamericanos y sobre El Coyote). Por cierto, aún no he dicho nada acerca de la documentación. No todas las novelas la necesitan, pero muchas sí; en cualquier caso, poco puedo decir al respecto, aparte de lo obvio: documentarse es buscar datos sobre algún tema que desconoces y necesitas conocer para lo que estás escribiendo. Me limitaré a dar tres consejos: 1º No abuséis de la documentación; documentarse no consiste en saberlo todo sobre un tema, sino en saber justo lo que necesitas saber. 2º No intentéis meter en el texto todo lo que habéis descubierto al documentaros, por muy interesante y curioso que sea. Ese es un pecado que cometen muchos escritores de novela histórica; y digo que es un pecado porque, por lo general, la sobreabundancia de datos no hace más que lastrar a la narrativa y cargarse el ritmo. 3º Si podéis, elegid temas para vuestros relatos que no precisen excesiva documentación.

Por cierto, Arcadio me planteaba una pregunta: ¿Qué tipo de autores debo obviar para que no contaminen con la suya mi narrativa? Interesante cuestión, porque, en efecto, cuando volví a escribir tenía que evitar leer a ciertos escritores (aquellos que tienen un estilo más acusado, supongo), pues tendía a copiar inconscientemente su prosa. Eso me pasaba, por ejemplo, con Auster o con García Márquez. Afortunada, o desafortunadamente, ya tengo muy definido mi estilo y, lea a quien lea, sigo escribiendo igual.

Volviendo a mi entorno de trabajo, antes de empezar a escribir una novela ordeno mi escritorio y lo dejo escamondado de pulcro, como si lo hubiera dispuesto todo con escuadra y cartabón. Tan solo cuarenta y ocho horas más tarde, el desorden ya me llega a las orejas. Creo que, por algún motivo psicológico, y sin duda aberrante, el orden me pone nervioso y necesito cierto caos a mi alrededor para estar a gusto. Conociéndome, no sería de extrañar.

Bueno, pues estoy en mi despacho, en absoluto silencio, totalmente aislado, y tras alcanzar el grado adecuado de concentración, me pongo a escribir. Ya veremos en posteriores entradas lo que hago en esta sección del proceso, pero avanzaré que la mayor parte del tiempo no lo dedico a escribir, sino a pensar. De modo que hago muchas pausas; no suelo escribir de corrido, salvo que lo tenga todo clarísimo. Para mí es vital mantener la concentración, meterme de lleno en el relato que estoy escribiendo, pero tampoco puedo estar concentrado ad aeternitatis; de hecho, la concentración no suele durarme más de hora u hora y media. Cuando la pierdo, o cuando tropiezo con un problema que no logro resolver y me tiene paralizado, dejo de escribir y... juego en Internet tres partidas de Reversi (un juego de tablero también llamado Othello). Sólo tres partidas, ni una más, y con el único objetivo de relajarme. Luego, al tajo otra vez.

Al principio solía anotar todo lo que había desarrollado previamente acerca del argumento y la estructura, pero descubrí que jamás consultaba esas notas, porque ese material lo tenía grabado a fuego en la cabeza. De hecho, creo que si no lo tengo todo en el coco no puedo escribir. Así pues, mientras escribo sólo manejo dos tipos de anotaciones: una cronología interna del relato y una lista con los nombres de los personajes (es que se me olvidan y en más de una ocasión le he cambiado el nombre a un personaje sin darme cuenta). En el caso de que haya manejado mucha documentación, las anotaciones se incrementan, claro.

Escribo mis novelas empezando por el principio y acabando por el final (el principio y el final de la estructura, no del argumento, claro). A veces, se me ocurre una buena resolución para alguna escena futura; como sé que se me va a olvidar, la escribo y la guardo hasta que llegue su momento. Pero esto sólo ocurre ocasionalmente. Por otro lado, si tengo problemas con alguna parte del texto, no lo dejo para más adelante y sigo escribiendo, sino que insisto e insisto hasta que me sale. En ocasiones, generalmente por motivos de documentación, tengo que dejar inacabada alguna sección del relato, pero esto me provoca una especie de sensación de ansiedad muy desagradable, así que procuro completar cuanto antes lo que me falta. En cuanto a las cuatro páginas que me obligo a escribir como mínimo, soy inflexible. Da igual que escriba cuatro páginas de mierda, cuatro páginas que hasta Dan Brown rechazaría por mal escritas; si es así, al día siguiente las corregiré, o reescribiré... y me obligaré a escribir otras cuatro páginas como mínimo. Soy un horrible jefe de mí mismo. Por cierto, gracias a mi padre, que me obligó a aprender cuando yo tenía 13 años, sé escribir al tacto. Es decir, empleando los diez deditos de las manos (nueve en realidad) y sin mirar al teclado. Si no sabéis, os recomiendo que aprendáis; no se tarda mucho y es muy práctico (En cuanto a mi padre, pese al empeño que tenía en que sus hijos aprendieran a escribir a máquina, no sabía escribir al tacto y utilizaba sólo cuatro dedos; aunque, eso sí, a todo pastilla).

En fin, ya no sé qué más decir respecto al “aspecto externo” de la escritura... En cualquier caso, si se os ocurre alguna pregunta estaré encantado de contestarla. Hasta el siguiente post, amigos.