lunes, mayo 8

Pequeños pecados

Hace tiempo que tengo empezados –e inacabados- varios relatos (cinco cuentos y una novela corta, para ser precisos). Los voy escribiendo poquísimo a poquísimo, en las pausas entre una novela y otra, porque en realidad no tienen ningún objetivo (España no es un buen país para los cuentos y las novelas cortas), salvo el hecho de que quiero escribirlos. Uno de ellos, llamado Pequeños pecados, trata de un hombre de mediana edad que un buen día comienza a padecer insomnio; se despierta en mitad de la noche y ya no puede volver a conciliar el sueño. Para soportar las largas horas de soledad nocturna, sale a pasear por las calles de la ciudad y mientras camina, piensa; en sí mismo, en su vida, en la clase de persona que es. Una noche, mientras recorre su barrio, pasa por un lugar donde, durante su juventud, ocurrió algo, un suceso sin importancia, pero en el curso del cual él se comportó de forma ruin. Entonces, recuerda todas las veces que se ha portado mal durante su vida, todas las ocasiones en que ha sido innecesariamente mezquino, cruel y egoísta. No los grandes pecados, sino los pequeños, esas minúsculas maldades que cometemos casi sin darnos cuenta y a las que en su momento no concedemos importancia. El hombre del relato decide entonces intentar enmendar uno de sus errores –sólo uno-. Cuando lo consigue, vuelve a dormir.

Esa historia tiene una faceta autobiográfica: el pecado en cuestión. Veréis, cuando yo era un niño de ocho o nueve años, tenía un compañero de colegio cuyo hermano mayor –llamémosle M- era deficiente mental. M tenía por aquel entonces unos catorce años y era guapo, grande y fuerte, pero su mente se había varado en nuestra edad, así que solía jugar con nosotros, los más pequeños. Una mañana de verano, un grupo de chavales, armados con pistolas de plástico, jugábamos en la calle a policías y ladrones. Bang, bang, estás muerto..., ya sabéis. De pronto, M, que militaba en el bando contrario al mío, me agarró por detrás y me inmovilizó sujetándome por el cuello. Estaba jugando, claro, pero era demasiado grande, demasiado fuerte, y sin darse cuenta de lo que hacía, comenzó a asfixiarme. Yo intenté gritar, pero no pude (no tenía aire); poco a poco, fui sintiendo cómo se me escapaban las fuerzas, cómo se me iba la cabeza, hasta que, en una pura explosión de terror, eché el brazo hacia atrás y golpeé a M en el cráneo con mi pistola de juguete. Al instante, M me soltó y se echó a llorar. Yo caí al suelo, de rodillas, jadeando, aspirando aire con asustada glotonería.

Bueno, ahí acabó todo, aunque me dejó una secuela: desde entonces, los deficientes mentales comenzaron a darme miedo. Incluso ahora, después de tanto tiempo, cuando estoy en presencia de un subnormal, noto en mi interior una punzada de irracional y vergonzoso temor. Supongo que es algo así como un reflejo de Pavlov. Pero sigamos con mi historia. Cambié de colegio y perdí de vista a mi compañero y a M, su hermano. Pasó el tiempo y un buen día –yo debía de tener alrededor de 25 años- entré en un bar y pedí una caña. De pronto, alguien se acercó a mí y me saludó efusivamente. Era un hombre de treinta y tantos años, alto y grande –aunque ya menos que yo-, guapo y con la mirada de un niño pequeño. Era M. No sé cómo, después de tanto tiempo, me había reconocido y ahora estaba delante de mí, con una enorme e inocente sonrisa, feliz de verme. Me dijo que estaba bien, me contó que trabajaba en una fábrica y me invitó a tomar una caña con él.

¿Qué hice? Rechacé su invitación improvisando una excusa, apuré mi cerveza y me largué a toda prisa. Estaba incómodo, no sabía qué decirle; en el fondo, me daba miedo. Sí, supongo que sentía temor, como cuando era niño. Pero, aunque M seguía siendo un niño, yo ya no lo era. Tendría que haberme quedado con él, debería haber aceptado su invitación, tomarme esa caña y haberle invitado a otra. No me costaba nada y a él le hubiera encantado. Pero no lo hice; fui mezquino, y me arrepiento profundamente de ello.

¿Es una tontería? ¿No tiene apenas importancia? Quizá, pero ya os he dicho que estoy hablando de los pecados pequeños, no de los grandes. Os contaré otro: cuando yo tenía doce o trece años, había en mi clase un chico gordito, soso y poco ducho en habilidades sociales. Se llamaba O y era lo que en zoología denominan el “macho omega”, el último en la jerarquía del grupo, aquel que recibe las afrentas de todos, el solitario sin amigos. Yo, sencillamente, le ignoraba. Hasta que una mañana, poco antes de que comenzaran las clases, mientras charlábamos y alborotábamos, O apareció en el patio. Automáticamente, todos los chavales comenzaron a meterse con él. Le llamaban algo a coro, no recuerdo qué..., pero sí recuerdo que yo me sumé a las burlas.

Entonces, mientras O pasaba por delante de mí, con la mirada fija al frente, fingiendo no escuchar las puyas y los insultos, advertí que una lágrima le corría por la mejilla. Me callé al instante, pero el daño ya estaba hecho. Os lo juro, jamás me he sentido peor persona, jamás me he avergonzado tanto de mí mismo. Estaba haciendo daño a un infeliz por pura diversión, sin ningún motivo, sencillamente porque sí; yo, y todos los demás, estábamos convirtiendo la infancia de un pobre chaval en un infierno... Y eso no es que lo piense ahora; lo pensé entonces, a mis doce o trece años, con toda claridad y contundencia. Pero no hice nada para remediarlo, lo cual es aún peor.

¿Sabéis?, tengo tendencia a engordar. Si no me vigilo, puedo ponerme hecho un ceporro con dos de pipas. Eso me ha permitido desarrollar una curiosa habilidad: adoptar delante del espejo la postura justa para parecer más delgado. Si giro el tronco treinta grados, si echo para atrás los hombros, si alzo un poco la cabeza, entonces la perspectiva me quita seis o siete kilos de encima. Es decir, encontré un sistema para auto-engañarme incluso delante de un espejo.

Pues bien, creo que cuando pensamos en nosotros mismos, hacemos precisamente eso: adoptar un punto de vista lo más favorable posible. Limamos las asperezas, olvidamos lo que nos conviene olvidar, tergiversamos cuanto sea necesario tergiversar para formarnos la mejor imagen de nosotros. A fin de cuentas, no hemos matado a nadie, no hemos robado ni cometido tropelías. Somos gente normal. Sí, es cierto; ni siquiera en el pecado somos grandes; nos limitamos a chapotear en el egoísmo y la mezquindad. Somos pecadores de clase media-baja.

Al menos, yo lo soy.

Siempre me han maravillado quienes aseguran que, aunque pudieran hacerlo, no cambiarían nada de su vida, porque no se arrepienten de nada. Alguien que diga eso sólo puede ser un santo, un hipócrita o un idiota. Yo cambiaría miles de cosas; me cambiaría incluso a mí. Mejor dicho: me cambiaría particularmente a mí. Me gustaría ser mejor persona. Pero soy lo que soy, estoy prisionero de mí mismo. Al menos, me digo, procuraré ser un prisionero consciente.

¿Por qué he escrito este post? No lo sé... Quizá para demostrar cierto grado de honestidad, para demostrar que soy sensible y sincero, para demostrar que, por lo menos, soy capaz de aceptar mi culpa y, de este modo, merecer un ápice de redención.

Pero no os dejéis engañar. No es más otra postura delante del espejo.

14 comentarios:

miwok dijo...

Creo que todos hemos cometido ese tipo de pecados, que aunque no graves, se nos quedan en la cabeza en forma de punzada no demasiado dolorosa pero tal vez demasiado continua. El que diga que nunca se ha comportado de forma algo despreciable miente, porque nos equivocamos todos, aquí no se salva nadie. De todas maneras, el ser conscientes de ello, nos redime un poquito, ¿verdad?

César dijo...

Lo que yo me pregunto, querida Miwok, es si el hecho de ser conscientes no será una coartada más que una redención... Por lo demás, lo has definido perfectamente: una punzada sorda y continua. Sí, eso es.

Unknown dijo...

No creo que, a pesar de los pesares, haya redención posible para este tipo de pecados, porque lo único cierto es que su recuerdo, la punzada dolorosa que menciona Miwok, nos acompañará el resto de nuestros días, y sobre todo a los que más conscientes somos de esos pequeños pecados, porque los que consiguen engañarse y olvidarlos viven sin sentimiento de culpa, mientras que los "conscientes" los revivimos cada nuevo día.

Anónimo dijo...

¡Ay, fray César! Es usted en su confesión tan pecador como modesto era Juan de Mairena cuando afirmaba: “Sed modestos: yo os aconsejo la modestia, o por mejor decir: yo os aconsejo un orgullo modesto, que es lo español y lo cristiano. Recordad el proverbio de Castilla: “Nadie es más que nadie”. Esto quiere decir cuánto es difícil aventajarse a todos, porque, por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre. ¿Comprendéis ahora por qué los grandes hombres solemos ser modestos?"
Gordo, más que gordo.

Anónimo dijo...

Hay una diferencia, creo, entre querer cambiar cosas que has hecho a lo largo de tu vida (todos, supongo, en mayor o menor medida lo queremos referido a momentos muy concretos) y querer cambiarnos a nosotros mismos tal como somos ahora.

Sin duda hay cosas que hice y desearía no haber hecho. Pero, al mismo tiempo, soy consciente de que todas y cada una de las cosas que he hecho (incluyendo las más mezquinas, crueles y egoístas) han sido necesarias para convertirme en la persona que soy. Y, será pura autocomplacencia quizá, me gusta ser la persona que soy, incluido mi lado oscuro y mezquin. Porque pienso que sin ese lado oscuro y mezquino el otro, el "bueno", el que sobre el papel merece la pena, carecería de sentido; y que necesitamos las sombras para que la luz tenga sentido. Soy lo que soy y, evidentemente, tengo tantos defectos y he cometido tantos errores (lo siento, no me gusta el término "pecados": remite demasiado a una moral judeo-cristiana basada en la culpa que cada vez me gusta menos) como el que más. Pero me gusta ser lo que soy y ciertamente no cambiaría nada. Ni siquiera mis peores partes: las necesito, allí donde están. En parte para que mis mejores partes tengan sentido; en parte porque luchar contra mi parte mezquina, cruel y egoísta es parte del proceso de vivir, seguir adelante y no rendirte ni conformarte con las cosas.

Así que me temo que sí, que cuando me levanto por las mañanas y me miro al espejo, me gusta la persona que me contempla desde el otro lado. Y me gusta mucha. Quizá soy un hipócrita o un tonto que se engaña a sí mismo, no lo sé. Pero es así.

Anónimo dijo...

No estoy de acuerdo contigo Rudy. Yo me miro al espejo, y las cosas que no me gustan, no me gustan, sencillamente. Mi lado "bueno" no compensa aquello que me desagrada de mí mismo. Ni considero que ese lado oscuro sea necesario para seguir siendo yo. Preferiría ser yo sin esa/s manchas.
Y leyendo el psot de cesar, me recordó una anecdota que leí de sta teresa de jesus, en la que ella pensaba que cumplía todos los preceptos divinos y que realmente era la repera de bondad y santidad, y en un sueño suyo (de mistico, no como los míos) le pidió al angel del señor que le mostrara tal como ella era. Y lo que vio fue un cadaver lleno de gusanos. Al despertar se dio cuenta de todas esas manchas y lacras, pequeñas, si, pero que ensombrecen y que cuesta borrar.

En cualquier caso, luchar contra uno mismo es dificil, somos nuestro peor enemigo. Quizá sea porque la personalidad es complicada, y a veces actuamos llevados por vete a saber qué motivos (p.ej. el encuentro de fray cesar y M. ¿Qué motivos tuvo para salir del bar y dejarlo plantado?. Vete a saber). Quizá sean producto de nuestras debilidades. Aunque de pequeño, cuando se es un cabrón, se es con saña. Es esa crueldad cuartelera, de hominido gregario y monstruito.

César dijo...

bliss: enteramente de acuerdo. Un gran pecado puede tener redención; los pequeños no.
oro et laboro: exacto, has dado en el clavo.
Rudy: me parece que en este caso estamos hablando de un asunto tan personal que es imposible generalizar. Tú te miras en el espejo y te gustas. Eso está bien, supongo, porque te da más seguridad en ti mismo y te hace ser más feliz. Yo, sin embargo, no me gusto. Me tolero, pero no me gusto. Ya sé que si amputara mis partes negativas dejaría de ser yo para convertirme en alguien distinto. Sólo puedo ser yo en mi integridad, lo blanco y lo negro, todo junto. Quizá por eso me gustaría ser otra persona. Y he empleado a conciencia el término "pecado", precisamente por esa connotación judeo-cristiana de la "culpa". Porque eso es lo que siento yo ante mis pequeños pecados: culpa.
Mazarbul: de acuerdo contigo. Es más, me pregunto algo: ¿quién toma nuestras decisiones? Pensamos que nosotros, nuestra mente consciente, pero yo muchas veces he actuado de determinada manera y, al minuto, me he dado cuenta de que estaba equivocado, de que mi actuación no había sido reflexiva, sino fruto de un impulso... ¿propiciado por qué? ¿Por mi inconsciente? Quizá. Entonces, ¿quién decide: el César pensante o el lado oscuro que se encuentra debajo de los pensamientos?

Anónimo dijo...

Como muy bien dice César, esas cosas son personales e intransferibles. Evidentemente, no era mi intención convencer a nadie, sino explicar cómo veo yo el asunto, simplemente.

César dijo...

Y así lo he entendido, Rudy =)

Javier Albizu dijo...

Esta quien ve lo que hay, quien ve lo que quiere ver. Dentro de estas hay otra serie de sub-divisiones.
Esta quien trata de mostrar lo que cree que quieren ver los demas, quien utiliza el "ser fiel a uno mismo" para tratar de justificar lo que hace, y quien trata de ser mejor.
Y como estas, habra otras tantas.
Lo que pasa es que lo malo, a la larga, pesa mas que lo bueno (al menos para los que tratamos de mejorar, o decimos que tratamos de hacerlo)
La carga es el que no se puede deshacer lo que se ha hecho (bueno, al menos rara vez) y eso es algo que nos acompaña de aqui en adelante. Nos flagelamos diciendonos "que malo soy porque hice esto" pero al mismo tiempo nos preguntamos ¿que sentido tiene decir esto? ¿lo digo solo para finjir que soy mejor por culparme? ¿aceptar esta segunda pregunta me hace mejor, o mas consciente? ¿hacerme esta tercera sirve para algo, o solo para seguir flagelandome?
Y asi hasta el infinito.
Pero es falcil el rendirse. El decir "soy asi" acepto que soy "malo" y ya esta.
Porque ser "bueno" no es una meta que alcances y ya esta. Ahora a descansar y a vivir de las glorias pasadas. No se puede ser "bueno". Puedes actuar de manera (que consideres) correcta una vez, pero basta que falles una vez para que tu autoestima vuelva a hundirse.
Y no se si entre tanta palabra he dicho que sirva para explicar nada, asi que lo dejo por ahora.

Skalagrim dijo...

A mí me pasó una cosa muy curiosa.
Hasta más o menos los 30 años, pensé tener las cosas clarísimas. No había tenido esa sensación de haber cometido pequeñas miserias, y pensaba que la autodisciplina podía regular esas tendencias. Pensaba que el caracter se "educaba". Tenía esa misma sensación de la que habla Rudy de gustarse uno, de llevarse bien con uno, y quizá también era un poco suficiente.

Cuando la vida llegó con la rebaja me pilló completamente inerme. Hice cosas en las que no me reconocía a mí mismo, e incluso cometí algunas pequeñas infamias con tal de que aliviaran el dolor.

Ese recuerdo te persigue luego, en efecto, pero también opera un cambio en tí. Comprendes que no todo es tan sencillo, que el ser humano es débil y patético, que es fácil sentirse uno bien consigo mismo cuando no pasa nada, porque es en los tiempos de crisis cuando se bate el cobre. Comprendí el dolor y la vergüenza, que había juzgado hasta entonces en los demás con cierta severidad.

Creo que me hice más humano. Al caer supe lo que era estar abajo, y que pequeños y miserables y egoistas somos. De pronto ya no me fué tan fácil juzgar con dureza las debilidades ajenas.

Curiosamente el efecto resultante fué que aún me gustara más que antes mi reflejo en el espejo. Creo que se me quitó la tontería, y que la persona resultante es mejor persona. Y como de todos modos sigo siendo un tanto estricto conmigo mismo supongo que me moriré pensando que tengo unas cuantas cuentas pendientes, si no consigo pagarlas de aquí a entonces...

Anónimo dijo...

Sólo decirle que me ha llamado la atención su post. Entre otras cosas, porque estoy escribiendo un relato que se basa en la misma idea que usted ha expuesto, y con la cual, desde luego, estoy de acuerdo.

Anónimo dijo...

Querido Fray César,

Me pasa como a Rudy: Me gusta lo que veo en el espejo.

No me gustan esas pequeñas infamias del pasado, pero no puedo cambiarlas y me han ayudado a ser lo que y cómo soy. Las acepto pues como mi parte oscura...

Y, en fin, os contaré algo, nuestro amigo el Destino, que a veces es un desgraciado con un sentido del humor muy retorcido, me dio hace años la oportunidad de redimirme de uno de esos pecados que sí me pesaban (el más gordo), y ¿sabéis?, NO PUDE HACER NADA para cambiar el final.

La situación se repitió tal cuál, yo hice lo que debía hacer y no había hecho en el pasado, hice aquello que debería haber hecho y me había reprochado no hacer durante tantos años...

¿Y?... Nada cambió. Como en una novela de viajes en el tiempo, dio igual lo que yo hiciese, porque la situación decidió por sí misma, los demás elementos humanos repitieron sus comportamientos del pasado, y el resultado fue de nuevo el mismo.

Joder. (No suelo escribir palabrotas, aunque las diga). Joder. No es justo. ¡Por fin puede redimirme! ¡Y no sirvió de nada!

Si estas cosas las escribes en una novela nadie las creería... ¡Demasiadas casualidades! ¡Cómo va a repetirse aquella situación de la que tanto te has arrepentido!

Pues sí... Sucede.

Y... Joder, joder. ¿Y si todo está escrito y realmente no podemos cambiar nada? Y si cada uno ha de comportarse de "esa manera" para que ocurra algo que tiene que ocurrir. Y si por casualidad, puedes luchar y cambiar "esa manera", da igual, porque lo que va a ocurrir, ocurrirá de todas formas...

No sé. El arrepentimiento por nuestros pecados quizás sólo nos ayude a aceptarlos.

Anónimo dijo...

Enjoyed a lot! » »