jueves, diciembre 24

El tradicional y entrañable cuento navideño de Babel

 


            ¿Recordáis que el año pasado nos despedíamos diciendo “feliz año nuevo”? Vaya ojo teníamos, ¿eh? Que 2020 ha sido (está siendo) un año de mierda no lo duda nadie. Así que no le demos más vueltas: Vaffanculo duemilaventi!

            Pero, claro, ahora este puñetero año siniestro amenaza con cargarse la Navidad. Vale, pues que se la cargue; mejor eso que acabar boqueando como un pez fuera del agua. No olvidemos que este bicho es muy chungo y sigue aquí. ¿Qué es terrible no poder abrazar a los seres queridos? (Joder, qué manía con abrazar...) Pues más terrible aún sería infectar a tus seres queridos a base de arrumacos. Así que ni abrazos, ni besos, ni achuchones, salvo con tus convivientes; a esos puedes sobarlos todo lo que quieras. Y de follar con extraños/as, ni hablamos. Qué triste, ¿no?

            ¡Pues no! No tiene por qué ser así. Vale, se supone que en estas fiestas nos reunimos con toda la familia. Pero, ¿de verdad queréis encontraros con toda, toda, toda la familia? ¿También con ese cuñado facha? ¿O con esa prima que no para de hablar? ¿O con los horribles hijos de tu hermano? ¿O con esa tía que tiene una risa tan irritante? ¿O con el abuelo, que es una máquina tirándose pedos? ¿O con todos esos que ya están borrachos antes de llegar al segundo plato?

            Ya, ya, en tu familia también hay gente encantadora con la que te encantaría reunirte. Pues no pienses en ellos, sino en todos aquellos que afortunadamente no vas a ver este año. Parafraseando a Tagore; no llores por los que no están y te gustaría que estuviesen, porque las lágrimas te impedirán disfrutar de las jubilosas ausencias. Además, siempre nos quedará Zoom.

            Céntrate en tu familia más próxima. ¿Os queréis? Pues entonces tienes de sobra con eso. Aunque puede que tus hijos te ignoren y tu pareja quisiera poder ignorarte... Pero da igual: es Navidad, el momento ideal para fingir. Aunque no, seguro que os queréis. Pues céntrate en lo que tienes, disfruta de lo pequeño. ¿Que no podéis estar más de seis juntos? Coño, pero si en mi familia, de pequeño, éramos seis y ya me parecía una multitud.

            Me voy a poner cursi: La Navidad no está fuera, sino dentro de uno mismo. La Navidad es un estado de ánimo. ¿A que doy asquito? En realidad, preferiría llamarlo Solsticio de Invierno, que es el auténtico origen de esta festividad; pero si lo hago se me enfada Casado, porque, para él, todo lo que no sea cristiano y/o rojigualda es antiespañol.

            Igual que para Almeida, el pequeño alcalde de Madrid. El tío ha puesto, como luces navideñas, una bandera de España luminosa de más de un kilómetro de largo en el paseo de la Castellana. En fin, no tengo nada contra la bandera, tampoco a favor; es un símbolo y, como tal, significa lo que a cada cual le salga de las narices. Pero, ¿no se supone que la Navidad es una celebración ecuménica que propicia la unión y la fraternidad? Entonces, ¿a qué viene mezclarla con el puñetero nacionalismo, que es la esencia misma de la desunión? Al final todo se reduce a ver quién la tiene más grande. La bandera, digo.

            Volviendo al tema inicial, nada en esta coronavidad va a ser lo mismo. Por ejemplo, yo tengo un ritual: Al llegar estas fechas, voy al barrio donde vivía, Chamberí, y deambulo por algunas de sus calles; sobre todo por Manuel Silvela, donde estaba mi primer colegio, por la parroquia del Perpetuo Socorro o por la plaza de los Chisperos. Luego voy a la bodega La Ardosa, en Santa Engracia, y me tomo una bravas (quizá las mejores de Madrid). Es decir, visito los escenarios de mi infancia. Pues bien, este año no lo he hecho. No me apetece ir con mascarilla y miedo al bicho. Ya volveré el año que viene.

            Afortunadamente, hay cosas que no cambian, y una de ellas es el tradicional cuento navideño de Babel, tan entrañable él. Normalmente, al llegar noviembre me pongo a pensar en argumentos; a veces, porque estoy liado con otras cosas, tardo en encontrarlo y me entra la paranoia; otras veces se me ocurre a tiempo y me relajo. Este año, a finales de noviembre tenía dos argumentos para dos cuentos distintos: uno triste y otro gamberro. Bastantes tristezas hemos tenido este año, me dije, así que ya sabéis cuál escogí.

            Quizá penséis que me inclino por los cuentos navideños irreverentes y/o traviesos. Y, bueno, es cierto que mi lado anarco, y mi negro sentido del humor, me llevan a escribir con frecuencia sobre caníbales, extinciones masivas o demonios. Pero también es verdad que me gustan los cuentos navideños tradicionales, siempre y cuando sean originales y no demasiado babosos. Os confesaré que, de todos los que he escrito, mi favorito es La historia del indiano, un cuento que es puro buen rollo. Pero es difícil encontrar historias navideñas que no suban la glucosa; además, creo que tiendo al gamberrismo; debería volver a tomar la medicación...

            El relato de este año se llama “El poni” y cuenta la conmovedora historia de un tierno Santa Claus. O algo así. Espero que os guste.

            Un año más, amigos, os deseo que paséis unas fiestas estupendas. Ya os habéis librado de la comida de empresa y os vais a librar de los parientes pesados, ¿qué más le podéis pedir a la vida? Sed felices, cuidaos mucho, quedaos en casita –que es donde mejor se está- y no toqueteéis a los extraños. Queridos merodeadores: un gran y virtual abrazo de oso (amoroso)

 

            El poni

            By César Mallorquí

 

            Como buen Santa Claus que era, a Germán le encantaban los niños y la Navidad. Por eso cada año, cuando la ciudad se vestía de luces de colores y el aire se llenaba de villancicos, Germán se ponía un traje rojo con ribetes blancos y acudía a distintos centros comerciales para atender pacientemente las peticiones de los niños.

            Lo hacía por ellos, por los niños, pero también por el dinero que le pagaban, una cantidad que le venía muy bien para complementar su magra pensión. Y, justo es reconocerlo, Germán era un excelente Santa Claus. No necesitaba barba postiza, pues la suya era blanca, larga y algodonosa, y tampoco requería un traje acolchado, pues era de natural entrado en carnes. Además, tenía la edad adecuada: setenta y dos años. La verdad es que, incluso con traje de calle, Germán parecía Santa Claus. Eso por no mencionar su carácter, tranquilo, cariñoso, bonachón y apacible (...)

 

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miércoles, diciembre 9

Babel 15

 


            Quince años han transcurrido desde aquel lejano diciembre de 2005 en que me dio por crear La Fraternidad de Babel. Quince largos años en los que ha sucedido de todo, incluyendo esta distopía vírica que nos rodea. La niña bonita... ¿por qué se le llama así al 15? ¿Es que las niñas de 16 ya no son bonitas? Da igual, el caso es que quince son un montón de años.

            Entre las muchas cosas que han ocurrido durante este tiempo, los blogs han pasado de moda. Afortunadamente, porque cuando inicié Babel brotaban como hongos. Y qué horror de blogs, amigos míos. Como estaban de moda y eran gratis, todo dios tenía su blog; olvidando que un blog hay que alimentarlo, lo cual implica tener algo que decir. Y la mayoría no tenía nada que decir.

            Yo sí que tengo; gilipolleces en su mayor parte, pero la clase de gilipolleces que no tienen cabida en ningún otro lugar. Así que Babel sigue adelante, aunque ha estado a puntito de desaparecer. Blogger cambió su interfaz y empecé a tener todo tipo de problemas, como por ejemplo que desaparecieran los puntos y aparte, o que no pudiera cortipegar textos de Word. Era imposible seguir así, de modo que a punto estuve de tirar la toalla y abandonar el blog. Entonces, en el último momento, se me ocurrió algo: Yo estaba usando Explorer, un navegador que ya me había causado algún que otro inconveniente, así que lo cambié por Chrome. Y todos los problemas se solucionaron como por arte de magia (quizá el que Blogger pertenezca a Google tenga algo que ver). Sea como fuere, ¡larga vida a Babel!

            Que 2020 está siendo un año de mierda es evidente. Su única ventaja es que todo el mundo lo recordará fácilmente. ¿Cuándo fue el año de la plaga? El veinte veinte, está chupado. Es como la batalla de las Navas de Tolosa, que todo el mundo sabe que ocurrió el doce doce. Por lo demás, un año horrible, Y para mí, muy triste. En marzo murió mi querido padrino Josep María Gispert. Y en mayo murió Isabel González Lectte. ¿Quién era esa mujer? Fue más conocida como Patricia Montes y era una de las más populares escritoras de novela romántica durante los 50, 60 y 70 del pasado siglo. Ella y su marido, Antonio Martínez Torre, fueron los mejores amigos de mis padres. Así que, en el mismo maldito año, se han ido quizá las dos últimas personas de mi pasado más remoto, dos personas muy queridas por mí. En fin...

            Basta de tristezas, que esto es un cumpleaños. 2020 también es un año en el que he escrito mucho. El año en que he publicado El Círculo Escarlata, la segunda parte de Las lágrimas de Shiva. El año en que he continuado mi incursión en la literatura infantil, con tres novelas. Y otras buenas noticias de las que, si los dioses son propicios, ya os informaré. Ah, claro, y es el año en que, después de cinco lustros, me han operado para alicatarme el tabique nasal. De momento es chungo, porque llevo tres semanas moqueando; pero me han jurado que luego respiraré como los ángeles.

            Para la tranquilidad de mi ánimo, ya he acabado el tradicional cuento de Navidad y no tengo que estar escribiéndolo hasta el último momento, como en tristes ocasiones ha sucedido (una vez lo acabé el mismo día 24). Se llama “El poni” y... ¿será tan dulce como las manos que lo han escrito, tan bondadoso y apacible como el cerebro que lo ha pergeñado? ¿O será gamberro, irreverente y maligno, como el lado oscuro de mi alma?. El 24 lo descubriréis, si así os place.

            En fin, es el décimo quinto cumpleaños de La Fraternidad de Babel. Os voy a decir lo mismo que os digo todos los años: Imaginaos que estamos en un viejo café, reunidos en torno a un velador de mármol. Es de noche; a través del ventanal que se abre a la calle vemos caer la nieve. Alzamos nuestras jarras de cerveza y brindamos por el blog.

            ¡Feliz cumpleaños, merodeadores!

martes, noviembre 17

Gambito de dama

 


            No sabía nada de Gambito de dama –una miniserie de 7 episodios-cuando empecé a verla, salvo que estaba ambientada en el mundo del ajedrez durante los años 60. Y a mí me fascina el ajedrez; aunque creo que debo aclarar eso: Mi fascinación por el ajedrez se parece a amar a una top model; las posibilidades de consumar ese amor son similares a las que tengo yo de llegar a jugar, no digo bien, sino tan solo mediocremente al ajedrez. Soy malísimo, un auténtico asno, de pasar vergüenza, así que nunca lo practico, ni siquiera amparado en el anonimato de internet. Pero me fascina ese juego endiablado; tanto, que escribí un cuento sobre él (cuento, por cierto, que fue colgado en un montón de webs de ajedrez). Ah, y la resolución final del misterio de mi última novela, El Círculo Escarlata, también tiene que ver con el ajedrez. Vamos, que me encanta ese juego. Por eso me puse a ver una serie de la que no sabía nada.

            ¿De qué va Gambito de dama? Básicamente, cuanta la historia de una chica huérfana, Beth Harmon, desde que tiene 8 años y es internada en un orfanato, hasta los veintitantos. Pero Beth es especial: tiene un talento innato para el ajedrez, un juego que le enseñó a jugar el bedel del orfanato, el señor Shaibel. Además de eso, Beth es rara: fría, distante, poco habladora; y cuando habla suele recurrir al sarcasmo. Es una persona sumida en la soledad, atrapada por su incapacidad para abrirse a los demás. Ah, y tiene problemas con las drogas (tranquilizantes) y el alcohol. La miniserie sigue un esquema clásico: Trauma. Aprendizaje. Ascenso. Caída. Infierno. Redención. Enfrentamiento final.

            Dos comentarios antes de seguir: No hace falta que te guste el ajedrez para disfrutar de esta serie. Ni siquiera es necesario que sepas cómo se mueven las piezas. En segundo lugar: no hay nada nuevo en Gambito de dama. Todo lo que vemos lo hemos visto ya más de una vez, aunque en contextos distintos. Sin embargo, está tan inteligentemente rodado que es como si te lo contaran por primera vez. ¿Hay tópicos? Claro que sí, pero tan brillantemente tratados que adquieren una nueva apariencia.

            Una de las claves de esta serie es la contención. El argumento –la historia de una pobre huérfana, a fin de cuentas- podría haber dado para un melodrama. Pero no hay ni pizca de eso en Gambito de dama, nada de sentimentalismo. Pese a todas las putadas que le pasan a Beth –incluyendo la dramática muerte de su madre-, solo la vemos llorar una vez, en el penúltimo capítulo de la serie, cuando asiste al funeral de la persona que le enseñó a jugar al ajedrez. O la relación de Beth, una niña de 9 años, con el viejo bedel, una relación que no tiene nada de paternofilial, una relación sin rastros de afecto, pero sí de algo igual de importante: respeto. Esa ausencia de énfasis, paradójicamente, contribuye a que escenas fríamente rodadas resulten especialmente emotivas.

            Todo en la serie es igual a lo ya visto y, a la vez, completamente diferente; como por ejemplo la curiosa relación entre Beth y su madre adoptiva, o los escarceos amorosos de la protagonista. Gambito de dama no es original en lo que cuenta, pero sí, y mucho, en cómo lo cuenta.

            Uno de los aspectos más destacables es el trabajo actoral, comenzando por Anya Taylor-Joy en el papel de Beth. No la conocía (luego he descubierto que la vi en La bruja), pero me ha dejado con la boca abierta. ¡Qué pedazo de actriz! Y no es un papel fácil; ella aparece en casi todas las escenas, muchas veces sola, aguantando unos primeros planos en los que transmite sus emociones con una simple mirada. Consigue, además, que empaticemos con un personaje en principio muy poco simpático. Sin Anya Taylor-Joy, esta serie no sería lo mismo. En cuanto al resto de los actores, todos están entre bien y maravillosamente bien. Aunque aparece poco, quiero destacar a Marcin Dorocinski en el papel del campeón ruso Vasily Borgov, que compone al ajedrecista ruso más ajedrecista ruso de la historia.

            Otro aspecto fundamental es la dirección, a cargo de Scott Frank (también responsable del guion). Una realización tan clásica como precisa, justo lo que requiere la historia. Es admirable cómo logra hacer emocionantes las partidas de un juego que hay que conocer a fondo para emocionarse con él. Lo consigue, no mostrando con detalle el tablero, sino a través de las sutiles expresiones faciales de los personajes. Para los frikis, añadiré que Scott Frank es el director de Logan, y que la serie está basada en una novela de Walter Tevis, autor de varios relatos de ciencia ficción –entre ellos El hombre que cayó a la Tierra-, y premio Nebula.

            En cuanto a la ambientación de los 60, perfecta, al igual que la fotografía y el vestuario. Para los muy aficionados al ajedrez, añadiré que ese es un aspecto especialmente cuidado –tenían como asesor a Garry Kasparov-, y que todas las partidas que aparecen son reales. La única licencia es que los movimientos se hacen mucho más deprisa de lo real.

            No suelo escribir posts sobre una única serie de TV, pero Gambito de dama me parece un maravilloso descubrimiento que merece compartirse. En mi opinión, la mejor miniserie de Netflix. Yo lo definiría como un cuento de hadas sin hadas; o un drama sin drama, pero dotado de una exquisita sensibilidad. No soy un tipo de lágrima fácil –podéis preguntarle a cualquiera que me conozca y os dirá que soy un ogro sin corazón-, pero viendo los dos últimos episodios no pude evitar que los ojos se me humedecieran, ni que, ante su precioso final, una lágrima corriera a esconderse, avergonzada, entre la espesa barba.

            Si exudas testosterona y crees que las mejores películas de la historia son las de John Wick, quizá no debas verla; pero si tienes tan solo un poquito más de sensibilidad que un adoquín, debes ver Gambito de dama. Me lo agradecerás. Y si te interesa la técnica narrativa, es imprescindible que la veas, porque contiene sabias lecciones. Yo, sin duda, la volveré a ver.

            Ah, una cosa más: aunque Gambito de dama parece un biopic, no os pongáis a buscar a Beth Harmon en internet, porque nunca existió.

sábado, octubre 31

Un cuento de miedo

 

            Otra vez Halloween, amigos; esa fiesta pagana tan odiada por algunos adultos serios y severos, y tan querida por los niños. Y por mí; ya sabéis lo que pienso de la noche de brujas: me encanta. Aunque no la celebro de ninguna manera, pero da igual. Me gusta Halloween.

            Por desgracia, este año, como todo en este maldito año, va a ser un Halloween descafeinado, soso, triste. No habrá fiestas de disfraces, ni monstruos y brujas recorriendo las calles, ni truco o trato, ni golosinas. Una mierda de Halloween, vamos. Y, paradójicamente, este va a ser el Halloween más Halloween de todos, porque hay un auténtico Leatherface, o Lecter, o Jigsaw, o Freddy Krueger, o Jason, o Norman Bates, recorriendo las calles; un asesino en serie invisible llamado Covid-19.

            En fin, vamos a intentar olvidarnos del puñetero virus durante un ratito. Antes de nada, una advertencia: para conmemorar este Halloween homeopático, he escrito un cuento de miedo. Se llama El reencuentro y os espera al final del post. Ahora vamos a hablar de nuestros gustos terroríficos. Es decir, de los míos, que para eso es mi blog; luego, si queréis, opináis en los comentarios.

            De entrada, no soy especialmente aficionado al género de terror. Tampoco me desagrada, pero no soy un fan. No obstante, mis tres novelas de terror favoritas son estas:

            1. Los libros de sangre, de Clive Barker. En realidad no es una novela, sino cinco antologías de relatos. Y qué relatos, amigos; todos entre buenos, magníficos e insuperables. Un obra maestra.

            2. Cementerio de animales, de Stephen King. Podría haber elegido casi cualquier otra de King, pero esta me parece especialmente inquietante. Una versión de La pata de mono, de W. W. Jacobs. Que, por cierto, quizá sea mi relato de terror favorito.

            3. En las montañas de la locura, de H. P. Lovecraft. Creo que es su mejor novela o, al menos, la más fascinante. No es mi escritor favorito, pero es un autor canónico y le rindo un pequeño homenaje en mi próxima novela El Círculo Escarlata.

            Y ahora mis películas de miedo favoritas. Mejor dicho: las que más yuyu me han dado:

            1. Alien: el octavo pasajero, de Ridley Scott. Me hice caquita en los pantalones la primera vez que la vi en cine. Disfruté como un loco pasándolo mal con esta historia gótica disfrazada de ciencia ficción.

            2. Al final de la escalera, de Peter Medak. En mi opinión, la mejor historia de casa encantada jamás filmada. Un monumento a lo inquietante. Parece mentira que se pueda sobrecoger tanto con una simple pelotita.

            3. La matanza de Texas, de Tobe Hooper. Quizá la película más desagradable de la historia. Se rodó en 16 mm, que luego fueron “hinchados” a 35, lo que le da una textura sucia y grimosa a la imagen; algo muy apropiado para una historia sucia y grimosa hasta decir basta.

            Estoy pensando en cómics, pero no se me ocurre ninguno; debo de haber leído pocos de ese género. Ahora vamos al cuento.

            No suelo escribir historias de terror. En realidad, creo que no había escrito ninguna hasta ahora. Tampoco suelo escribir relatos ultracortos, pero este lo es: apenas 650 palabras. Y de miedo. Espero que os guste; o, mejor dicho, que os desagrade.

            Feliz y tenebroso Halloween, merodeadores.

            El reencuentro

            By César Mallorquí

       Aquel atardecer, como cada día, cada hora, cada minuto, el ocaso me sorprendió recordando a Isabel. Apenas habían transcurrido dos meses desde nuestra separación, pero a mí se me habían antojado una eternidad. La añoraba tanto... ¿Por qué me abandonaste, Isabel? ¿Qué hice mal? ¿En qué me equivoqué? Tu ausencia ha convertido mi vida en un infierno; si querías castigarme, ya lo has hecho sobradamente.

            Los ojos se me llenaron de lágrimas al evocar la filigrana de sus rizos, la perfección de sus facciones –como los rasgos de una diosa tallados en mármol-, la suavidad de su piel de melocotón. La primera vez que la vi, recuerdo, pensé que era la mujer más hermosa del mundo, y que era con ella, y no con ninguna otra, con quien quería compartir el resto de mi vida. ¿Y cómo olvidar la dicha que me embargó cuando ella confesó compartir mi amor y, poco después, nos casamos? Mi felicidad era plena, exultante, absoluta; pero algo, en algún momento, se torció.

            Tales eran mis pensamientos desde que Isabel me dejó; un ir y venir en torno a ella, dando vueltas a su imagen como una polilla fascinada por el resplandor de un quinqué. Llorando su ausencia por dentro y por fuera, anhelándola, deseándola, doliéndola.

            Me enjugué las lágrimas con el antebrazo y fijé la mirada en el sol, una esfera anaranjada flotando sobre el horizonte. Mi mente se quedó en blanco durante unos instantes y, de pronto, algo se removió en mi interior, un relámpago de determinación adueñándose de mi ánimo. Basta de no hacer nada, me dije, deja de compadecerte a ti mismo y reacciona. Me negaba a creer que Isabel ya no me amase; puede que la hubiese ofendido de algún modo, puede que estuviera dolida conmigo, pero seguía amándome. De eso no albergaba duda alguna.

            Animado por aquel repentino arranque de energía, abandoné el balcón, me puse una chaqueta y salí de la mansión en busca de Isabel. La encontré en aquel jardín melancólico y sombrío, inmóvil, con la mirada perdida. ¿Pensando en mí? Eso quiero creer. No mostró sorpresa al verme, no dijo nada, era como si estuviera esperándome. Yo tampoco hablé; la cogí entre mis brazos, la apreté contra mi pecho y nos besamos. Luego, la conduje de regreso al hogar que nunca debió haber abandonado.

            La noche había caído cuando llegamos a la casa. Con ella en brazos, como si fuéramos una pareja de recién casados, subí al dormitorio y la deposité suavemente sobre el lecho. Me quedé mirándola; era tan hermosa... Me incliné sobre Isabel, la besé y comencé a despojarla de la ropa; ella se dejó hacer, lánguida como una ninfa. Cuando le quité la última prenda, me desvestí rápidamente, con premura, con ansiedad, y me tumbé a su lado. No hubo reproches ni excusas; las palabras ardían, consumidas por la pasión, antes de aflorar a los labios.

            Hicimos el amor una y otra vez, toda la noche; al principio como tímidos adolescentes, luego como fieras salvajes que quisieran arrancarse la piel a base de mordiscos y besos. Acaricié con avaricia sus generosos pechos, lamí sus pezones de fresa, traspasé la frontera de su palpitante vulva. Fue un eclosión de lujuria y amor. Mi felicidad era plena.

            Horas más tarde, los primeros rayos del sol naciente atravesaron el ventanal, tiñendo de oro el interior del dormitorio. Isabel y yo estábamos tumbados en la cama, desnudos, uno al lado del otro, exhaustos y felices. Reprimiendo el perezoso impulso de quedarme así para siempre, me levanté de la cama, me desperecé y me vestí. Luego, cogí a Isabel en brazos, salí con ella de casa, la llevé de nuevo al cementerio y volví a enterrarla.

            Más tarde, cuando regresé a mi hogar, quité las sábanas de la cama para limpiarlas de fluidos, carne putrefacta y gusanos, y abrí la ventana con el propósito de espantar el olor.

 

F I N

           

 

viernes, octubre 16

Ineptos, mediocres y ambiciosos

             La política es el arte de impedir que la gente se meta en lo que sí le importa, dijo el escritor Marco Aurelio Almazán. Y Edmond Thiaudière, por su parte, comentó: La política es el arte de disfrazar de interés general el interés particular.

            Me gustaría creer que la política no es siempre así, que existen políticos honestos. Y cuando digo “honestos” no me refiero a que no roben –estoy casi seguro de que no todos los políticos lo hacen-, sino a que pongan el bien del país y de sus habitantes por encima de cualquier otra consideración. Puede que en el pasado los haya habido en España, pero desde luego ahora no. De hecho, creo que el actual sistema de partidos ha tomado una deriva que pone en peligro nuestra democracia y, lo que es peor, mi salud gástrica.

            Los partidos se han convertido en empresas que no producen nada, salvo, en mayor o menor medida, poder. Por tanto, un partido-empresa vale tanto como el poder que maneje; no solo poder parlamentario, sino también el poder de su influencia social. Como toda empresa, los partidos generan estructuras en las que pululan los grandes jefes, los jefes, los jefecillos y los pringados. Y también generan unas normas extraoficiales de funcionamiento interno que regulan, entre otras cosas, el sistema de ascenso en la organización.

            ¿Qué hay que hacer para prosperar en un partido político? Primero, estudia derecho. Después (o durante) afíliate a las juventudes del partido. Participa mucho, ofrécete voluntario a todo, procura conocer –y que te conozcan- el mayor número posible de líderes de la formación. Porque necesitas un padrino. Así que te dedicas en cuerpo y alma a lamer todos los culos importantes que se crucen en tu camino. Hasta que encuentres un culo poderoso que considere agradable el masaje linguo-anal que le practicas y te adopte.

            Entonces ese culo poderoso te promocionará. Primero, quizá una concejalía, después algún puesto intermedio en el partido... Pero ojo, tienes que ser absolutamente fiel a tu culo protector. Nada de tener ideas propias, porque tus ideas deben ser las suyas. Y nada de brillar demasiado, no vaya a ser que le hagas sombra. Pero eso no debe preocuparte, porque el culo importante se cuida muy mucho de adoptar a gente mediocre que no pueda competir con él. Así que no le des más vueltas, porque no debes esforzarte en parecer mediocre. Lo eres. Aunque, no te creas, eso es una ventaja para tu carrera.

            Ahora todo depende de si tu culo protector sigue bien implantado en el partido. Por si acaso, tú vas a seguir lamiendo todos los culos importantes que tengas a mano. Pero, ojo, ni se te ocurra lamer los culos rivales de tu protector, porque eso pondría en entredicho el valor más importante que tienes: la lealtad.

            En el caso de que tu culo mecenas prospere, tú prosperarás. Aunque, claro, tendrás que aprender algunas habilidades, como poner zancadillas a los compañeros y propagar infundios sobre ellos. Porque la tuya no es la única lengua que lame ese culo, tienes competencia. Debes ser un buen trepa. Así que te abres paso a codazos y, si tu culo padrino alcanza la presidencia del partido, cuenta con un buen cargo interno. Y si alcanza la presidencia de gobierno, serás ministro o, cuando menos, secretario de estado. A partir de ahí, el infinito es tu límite. ¡Y sin haber dado un palo al agua en tu vida!

            ¿Pero qué pasa si tu culo protector cae en desgracia? Debes ser ágil y buscar rápidamente otro culo importante que lamer. Lo catastrófico sería que el poder interno cayera en algún culo rival de tu protector, porque entonces tú quedarías señalado con la marca de Caín y serías un paria. En tal caso, lo mejor que puedes hacer es quedarte en hibernación y seguir lamiendo culos a la espera de tiempos mejores. En última instancia, podrás dejar la política y ser contratado por algún bufete. Y tranquilo: no te querrán para que trabajes (¿Trabajar? ¿Qué es eso?), sino por tus contactos.

            Vale, ¿adónde quiero ir a parar con esto? Pues a que, en política, lo que se premia no es la inteligencia, ni el conocimiento, ni las ideas, ni la capacidad de trabajo, sino la lealtad y la mediocridad. En consecuencia, los partidos han generado un sistema que expulsa a los mejores y promociona a los peores. Y por eso tenemos el panorama político que tenemos.

            Centrémonos en las tres primeras fuerzas del parlamento. El líder de Vox, Santiago Abascal, se saltó la parte de estudiar una carrera y entró en el PP con 18 añitos. Eligió el culo de Esperanza Aguirre para lamer, y ella le premió con algunas mamandurrias. Pero no debió de ver el panorama lo suficientemente abierto para sus ambiciones, así que se cambió de partido y desembocó en una fuerza extraparlamentaria de extrema derecha. Que la corrupción del PP y la inutilidad de Rajoy hicieron posible que llegara al congreso. Siempre hay que contar con la suerte. Abascal nunca ha estudiado, nunca ha trabajado y sus ideas son del pleistoceno. Pero ahí lo tenéis.

            ¿Y qué decir de Pablo Casado? Estudió Derecho en el ICADE durante los cursos 1999-2004, y sólo consiguió aprobar 12 asignaturas. Pero ya había entrado en las juventudes del PP, así que  trasladó su expediente al centro privado “Colegio Universitario Cardenal Cisneros” (afín al partido), y en tres añitos más logró aprobar la carrera. Luego está lo del máster, claro. El caso es que Casado no parece ser muy avispado que digamos. Un punto a su favor.

            Comenzó su carrera política como diputado de la Asamblea de Madrid, lamiéndole el culo a Esperanza Aguirre. Luego, siempre en el mismo sector ideológico del partido, fue jefe de gabinete de Aznar. Ese sí que era un culo suculento que lamer. En fin, resumiendo: Rajoy dice ciao. Sáenz de Santamaría y Cospedal, dos pesos pesados, compiten por el liderazgo. Casado es el tercero en discordia; un mindundi al lado de ellas. Gana Sáenz de Santamaría. Pero Cospedal, antes muerta que ver a su rival coronada, así que le cede los apoyos a Casado y éste sale triunfante de carambola. La suerte, la suerte...

            Casado fue un mal estudiante, nunca ha trabajado en su vida y jamás ha expresado un idea medianamente original. Pero ahí lo tenéis.

            ¿Y qué decir de Pedro Sánchez? Mira por dónde, no estudió Derecho, sino Ciencias Económicas y Empresariales. Jamás ha trabajado en el sector privado. Se afilió al PSOE en 1993, y ahí ha seguido desde entonces. Lamió los culos de Trinidad Jiménez y de Pepe Blanco, y prosperó en el partido hasta que, tras la marcha de Rubalcaba, alcanzó la secretaría general. Pero se granjeó muchos enemigos, así que en 2016, tras un motín de la Ejecutiva Federal, renunció a la presidencia y entregó su acta de diputado. Luego, en 2017 anunció su candidatura y volvió a ser elegido secretario general. El resto ya lo sabéis.

            A mí Sánchez me recuerda a uno de esos boxeadores rocosos que aguantan los golpes sin inmutarse, un fajador que, por muchos uppercuts que reciba, sigue en pie hasta derrotar a su adversario por puro cansancio y aburrimiento. En eso es admirable, sin duda. Pero ¿brillantez?: cero. ¿Sentido de estado?: cero. ¿Planes de futuro?: cero. Da la sensación de que su único propósito es alcanzar el poder y mantenerse en él con uñas y dientes. ¿Para qué? Si lo sabe no lo ha dicho.

            Sánchez nunca ha trabajado, su única experiencia ha sido el partido y jamás ha expresado una idea motivadora. Pero ahí lo tenéis, presidiendo el país.

            Así son nuestros principales líderes. Es para echarse a llorar, aunque será mejor que ahorremos lágrimas para nuestro último ejemplo: Isabel Díaz Ayuso. Estudió periodismo y se afilió al PP en 2005, cuando Casado presidía las nuevas generaciones. Alfredo Prada, consejero de justicia e interior de Madrid, la llevó a su departamento de prensa. Allí conoció a Esperanza Aguirre, y se puso a lamerle el culo con entusiasmo (ese culo parecía una rampa de lanzamiento). Aguirre, en agradecimiento a la muchacha, le confió una tarea importante: gestionar la cuenta de Twitter de su perro Pecas. Creo que fue entonces cuando Ayuso alcanzó su nivel de incompetencia.

            Después de eso, Ayuso ocupó algunos carguitos en la asamblea de Madrid. Pero como previamente le había hecho un trabajo fino al ojete de Casado, este la nombró candidata a la presidencia de la Comunidad de Madrid. Ayuso obtuvo el peor resultado del PP en la capital, pero aliada con la extrema derecha y los bobos de Ciudadanos, alcanzó la presidencia. Carece de formación y experiencia de gestión, es inculta, inepta y con muy escasas luces; no ha trabajado en su vida, no ha hecho nada que valga la pena reseñar. No está preparada para presidir ni una junta de vecinos. Es, sencillamente, tonta e inútil. Pero ahí la tenéis, hecha una reinona, conduciendo con mano firme el rumbo de la comunidad hacia una debacle pandémica. Ayuso es el mejor ejemplo de hasta qué punto puede ser perverso nuestro sistema de partidos.

            Podemos y Ciudadanos son partidos demasiado recientes para aplicarles el proceso que he descrito. Pablo Iglesias es un hombre preparado y, además, ha trabajado (¡!). El problema es que su ego no cabría ni en el hangar que la NASA emplea para guardar sus cohetes. Él fue el principal artífice del fulgurante crecimiento de su partido. Y él es el responsable de su declive electoral. Demasiado vanidoso y demasiado egocéntrico; un hombre cegado por su propia inteligencia. En cuanto a Ciudadanos, baste decir que Albert Rivera ganó merecidamente el premio al político más tonto de la historia de la democracia española. Y mira que tenía competencia. Respecto a los demás partidos... en fin, no nos pongamos pesados.

            Así son nuestros líderes, amigos; una panda de mediocres e ineptos cegados por la ambición. Con semejantes mimbres, no es de extrañar que el Congreso se haya convertido en el bochornoso espectáculo que es ahora. Una especie de guiñol en el que ¿nuestros representantes? vociferan y se insultan con un ímpetu digno de mejor causa.

            ¿Os imagináis si nos comportáramos como ellos en nuestra vida privada? Salgo de casa, me encuentro con el vecino del segundo y el hombre me saluda: Buenos días, César. Y yo le respondo: Buenos días tu puta madre, vecino felón, traidor, irresponsable, incapaz y desleal. Sería raro, grotesco y grosero, ¿verdad? Cualquiera en su sano juicio reprobaría ese comportamiento. Pues, entonces, ¿por qué lo aceptamos en el ámbito político?

            No es de extrañar que los españoles consideremos que el segundo mayor problema del país sea la clase política. Lo es. Una panda de irresponsables que denigra las instituciones y abona el terreno para los populismos. Nos están conduciendo al desastre, y nosotros los seguimos como tiernos corderitos camino del matadero.

            Ya no leo la sección política de los periódicos (salvo los titulares), ni la veo en los telediarios, ni la escucho en la radio. La política, que antes me interesaba y luego me indignaba, ahora lo único que hace es provocarme bochorno y sopor. Aunque, vale, tampoco hago nada para remediarlo; salvo escribir este texto, que no es un post, sino una pataleta.

martes, octubre 13

Babel sigue cabalgando

 



            El sol asoma por entre las nubes, queridos merodeadores, regalándonos un radiante amanecer.

            ¡Los problemas con Blogger parecen haberse solucionado!

            Así pues, La Fraternidad de Babel sigue adelante.

            Estoy más contento que unas castañuelas.

            Floreat Babel!

 

P.S.: De todas formas, por si acaso, ya había creado con Wix otro blog, La Fraternidad de Babel II.

martes, octubre 6

¿Adios?

Queridos merodeadores: Ha llegado un momento que, más tarde que temprano, acabaría llegando. El final de La Fraternidad de Babel. Lo inesperado son las causas. Blogger ha decidido cambiar la interfaz de sus blogs. Y ahora no sólo es un lío, sino que además funciona fatal. Hasta ahora, escribía las entradas en Word y luego las pegaba al blog. Ya no se puede. Y eso me impide, entre otras cosas, colgar los cuentos de Navidad. Utilizar Blogger ha pasado de ser algo fácil y rápido, a convertirse en lento, dificultoso y desagradable. No puedo seguir así, es un soberano coñazo. De modo que de momento dejo el blog. Esperaré a ver si se corrigen los problemas, intentaré encontrar alguna solución. Pero por ahora no subiré ningún post más. No sabéis cuánto lo siento; se me parte el corazón. Han sido muchos años en Babel, y me entran ganas de llorar al pensar que este año, el 24 de diciembre, no colgaré mi tradicional cuento navideño. Ni siquiera lo escribiré. En fin... Si las cosas no cambian, intentaré escribir una última entrada despidiéndome. De momento, hasta luego.

jueves, septiembre 10

Hasta siempre, Sra. Peel

Hoy ha muerto el amor de mi vida. No me refiero a Pepa; ella es el segundo amor de mi vida. Estoy hablando de Diana Rigg, la mujer que fue Emma Peel. Mi amor eterno. Ya hemos charlado en Babel de la vieja serie de TV Los Vengadores, y además ahora todo el mundo está hablando de ella. No obstante, voy a repetir aquí parte de lo que escribí en 2013. La serie Los Vengadores nació en 1961 producida por la ABC. Su protagonista, el Dr. Keel, jura vengar el asesinato de su novia a manos de un grupo de narcotraficantes, y para ello cuenta con la ayuda de un misterioso agente secreto llamado John Steed (interpretado por Patrick Macnee). Durante la segunda temporada (1962), Keel desaparece y Steed se hace con el protagonismo de la serie, acompañado por tres ocasionales colaboradores. Uno de ellos, una arrojada mujer llamada Cathy Gale (Honor Blackman), se convertirá en la pareja fija de Steed durante la siguiente temporada (1963). Qué yo sepa, estas tres primeras temporadas nunca se han emitido en España, así que no las he visto. En el 63, Honor Blackman abandonó la serie para convertirse en chica Bond (fue Pussy Galore en Goldfinger) y hubo que buscarle una sustituta: Emma Peel –la señora Peel-, interpretada por Diana Rigg, que coprotagonizó con Steed las dos siguientes temporadas. Y su presencia revolucionó la serie convirtiéndola en un producto de culto. Pero yo aún no lo sabía, porque la cuarta de temporada de Los Vengadores, emitida en Inglaterra entre 1964 y 1966, no llegó a España hasta 1968, cuando yo tenía quince años. Es difícil explicar de qué va la serie. Básicamente, se trata de las aventuras de dos agentes secretos británicos en los años 60. John Steed tenía unos cuarenta años, siempre vestía trajes con chaleco, usaba bombín y jamás se separaba de su paraguas. El clásico gentleman inglés. Por contra, su compañera, Emma Peel, era una mujer joven, guapa, elegante, inteligente y experta en artes marciales. De hecho, ella repartía bastante más leña que él. En realidad, el concepto era más amplio. No olvidemos que la serie se produjo en los 60, en plena eclosión de la contracultura, la liberación de la mujer, el pop y la psicodelia. Así que Steed representaba a la Inglaterra de siempre, y la señora Peel a la nueva Inglaterra, la de los Beatles y Mary Quant. Los Vengadores podría definirse con dos palabras: sofisticación e ironía. La serie, cuyos argumentos solían oscilar entre el espionaje, el pulp y la ciencia ficción, no se tomaba demasiado en serio a sí misma. Todo estaba contemplado a través del prisma de un humor que oscilaba entre lo más genuinamente british y lo abiertamente surrealista. Los diálogos eran ingeniosos, la situaciones delirantes y los argumentos muy imaginativos. Steed conducía un precioso Bentley de 1926 y la señora Peel modernos deportivos. Él vestía siempre impecables ternos clásicos y ella a la última moda (de los 60). Ambos eran extremadamente aficionados al champán francés. Todo muy sofisticado y muy pop. El éxito de la serie se debió a la señora Peel/Diana Rigg. Una mujer independiente, inteligente, con mucho sentido del humor, valiente, moderna. Una mujer que no estaba ahí para ser rescatada por el machote de turno, sino para rescatar a su querido Steed cuando era necesario. Una mujer fuerte, elegante y divertida. Creo que me enamoré de ella nada más ver el primer episodio. Diana Rigg era esbelta, elegante, guapa sin estridencias, pero no fue nada de eso lo que me enamoró. Fue su mirada. En sus ojos aleteaba una permanente ironía, como si en el fondo nada fuese del todo serio. Era una mirada inteligente, chispeante, la mirada de una mujer absolutamente segura de sí misma. Sólo he visto una mirada similar (aunque no idéntica): la de Lauren Bacall en Tener y no tener (una película de Hawks, como no podía ser de otra forma) cuando le dice a Bogart: “Si me necesitas silba. Porque sabes cómo silbar, ¿no Steve? Tan solo tienes que juntar los labios y ... soplar". En fin, que Diana Rigg ha sido el gran amor de mi vida. Alto ahí, diréis; eso no es amor, porque no te enamoraste de Diana Rigg, sino de Emma Peel, un personaje de ficción, un ser que no existe. Y yo respondo: ¿Acaso no se enamora uno siempre de alguien que en realidad no existe? Pero, insistiréis, eso no es amor, sino un calentón adolescente. Pues os equivocáis; jamás utilicé la imagen de Diana Rigg para mis fantasías masturbatorias. Habría sido como mancillarla y yo la respetaba demasiado. Lo único que quería es estar con ella, poder mirarla, quizá cogerla de la mano, zambullirme en sus burbujeantes ojos de chica lista y dura. Eso es amor; amor puro, total y entregado. Por lo demás, yo era consciente de varias cosas: 1 Diana Rigg era mucho mayor que yo; por aquel entonces ella tenía 29 años y yo 15. 2 Eso ya bastaba para ser un muro insalvable entre nosotros. 3 Pero es que, además, ella vivía en Londres y yo en Madrid, y ella sólo hablaba inglés y yo sólo español. Eso es lo que se llama un amor imposible. Y no sabéis hasta qué punto sufría al ser consciente de que jamás iba a estar ni siquiera medianamente cerca de Diana Rigg. Me dolía. Me dolía de verdad. Estoy seguro de que si mi querida Diana hubiera vivido en Madrid, yo me habría ganado, con justicia, una orden de alejamiento por acoso. Supongo que esto os parecerá una anécdota sin importancia, una chifladura de adolescente. Pero os equivocaréis, porque fue muy importante en mi vida, Veréis, Hace unos años, una periodista me preguntó una cosa en la que yo no había caído: ¿Por qué los personajes femeninos de mis novelas están cortados casi todos por el mismo patrón? Lo pensé y me di cuenta de que era verdad; la mayor parte de mis personajes femeninos son mujeres o chicas con mucho carácter, independientes, echadas p’alante, inteligentes y con sentido del humor. ¿Por qué? La respuesta que le di a la periodista fue sencilla: porque así son las mujeres que me gustan. De hecho, me casé con una mujer de esa clase. Ahora bien, ¿por qué me gustan ese tipo de mujeres? Pues por Emma Peel, claro. Diana Rigg definió para siempre mis gustos femeninos. ¿Os parece poco? Hay, por cierto, un malentendido acerca de Emma Peel: La gente se empeña en recordarla vestida de cuero. Y, en efecto, durante su primera temporada usaba esa vestimenta. Porque la había heredado de la anterior co-protagonista, Cathy Gale (Honor Blackman). Pero a Diana no le gustaba, y durante la segunda temporada sustituyó el cuero por minifaldas pop y, sobre todo, por unos ajustadísimos buzos de tela elástica. Ese tipo de prenda fue tan popular que pasó a llamarse “emmapeeler”. En fin, Diana Rigg ya no está y mi corazón se ha roto. Alzo mi copa de champán por ti, querida Diana; descansa en paz. Tú has muerto, pero Emma Peel vivirá para siempre.

jueves, julio 23

Guillermo Brown


 
            El pasado domingo regresé del Festival Celsius, cambiando las frescas tierras asturianas por el horno madrileño (jesú, qué caló). Ha sido un Celsius extraño a causa del C-19. Pero ha sido, lo que basta y sobra para prorrumpir en una agradecida ovación en honor de Cristina, Jorge Iván, Diego y el resto de los organizadores. ¡Gracias, amigos/as!

            El caso es que presenté el tercer volumen de las Crónicas del parásito y, tras el acto, firmé unos cuantos ejemplares. Y ahí me reencontré con mi buen amigo y viejo merodeador Juan H. Qué, como el año pasado, me hizo un regalo (infinitas gracias, Juan, pero no lo hagas más, porque me creas mala conciencia). Me regaló un CD, The Chieftains 3, una antología de relatos policiacos de Fredric Brown y un ejemplar de Guillermo Brown en inglés, que es toda una curiosidad.
 
 

            Ya os he hablado de las historias de Guillermo, de Richmal Crompton. Esos libros han marcado mi vida como ningún otro lo ha hecho. Me convirtieron definitivamente en lector, forjaron mi sentido del humor, me enseñaron lo que es la rebeldía y son una de las principales influencias de lo que escribo. Comencé a leerlos cuando tenía unos nueve o diez años, porque los heredé de mis hermanos y porque en esa época, comienzos de los 60, Crompton y Blyton eran las dos autoras de literatura infantil más populares.

            Me apresuro a aclarar dos cosas: Yo era (y soy) fan absoluto de Guillermo, mientras que las historias de Blyton me parecían (y parecen) tontas y blandorras. Y, en segundo lugar, Guillermo es un niño de once años y sus historias fueron un éxito entre los niños. Sin embargo, pueden -y deben- ser disfrutadas por los adultos. De hecho, los primeros relatos estaban dirigidos a los lectores adultos, y son una divertidísima sátira de la sociedad inglesa.

            Los libros de Guillermo (son antologías de relatos) fueron publicados en España por Editorial Molino entre 1935 y 1970, hasta un total de 39 volúmenes. Hubo una reedición, la última, en 1999, que debió de ser un fracaso porque a los niños de ahora no les divierte Guillermo. Se lo leía a mis hijos cuando eran pequeños, y el único que se reía era yo. Incluso hubo un absurdo intento de adaptar sus historias a los tiempos actuales. ¿Por qué no le gusta Guillermo a los niños de hoy?

            Supongo que por diversos motivos, entre ellos que la sociedad inglesa de los años 30 debe de resultarles más extraña que Mordor. Pero leí una explicación muy convincente. La base de las historias de Guillermo puede resumirse en una frase: El enemigo natural de los niños son los adultos, especialmente los padres. Eso era cierto en los años 30, y en los 40, y en los 50, y en los 60, y en los 70..., pero a partir de los 80 la cosa empieza a cambiar. Los padres de ahora ya no son las figuras autoritarias y restrictivas de antaño. Más bien al contrario; los actuales progenitores son tolerantes y generosos, y más que padres ambicionan ser amigos de sus hijos. Rebelarse contra ellos sería tan absurdo como ponerle barricadas a Santa Claus. Por eso Guillermo resulta incomprensible para los niños de hoy.

            Pero volvamos al libro que me regaló el bueno de Juan H. En la foto de arriba podéis ver la portada. William, the dictator. Ojo, recordad que se trata de una sátira; a la señora Crompton jamás la acusaron de filonazi (al contrario de su colega Blyton). El libro se publicó en Inglaterra en 1938, y en España en 1962. Y ahí está la curiosidad: dado que en nuestro país “disfrutábamos” de una bonita dictadura, ese libro de Guillermo (el 22 de la serie española), apareció con otro título y otra portada.

            Aún no lo he comentado, pero otro de los alicientes de Guillermo son las maravillosas ilustraciones de Thomas Henry (autor de la portada de arriba). Pues bien, en la edición española el libro pasó de titularse William, the dictator, a llamarse Guillermo el luchador. Y la portada inglesa de Thomas Henry fue sustituida por otra de J. Correas. Comparando el contenido de ambas ediciones, vemos que la inglesa consta de diez relatos, mientras que en la española sólo hay nueve. Falta What’s in a Name?, que debe de ser el relato relacionado con los dictadores. Ya veis, amiguitos; así era la vida durante la oprobiosa.
 
 

            Lo más cabreante es que en las posteriores reediciones que se hicieron, ya en democracia, no se recuperó el título original, y el libro siguió llamándose Guillermo el luchador, sin la portada y el relato omitidos. Censura heredada se llama eso, y también escaso rigor editorial.

            Después de en Inglaterra, España fue el país de Europa donde más éxito tuvieron las historias de Guillermo, y creo que eso se debió en parte a la dictadura. Guillermo es el paradigma del rebelde, siempre enfrentado a la autoridad. De él dijo John Lennon: «Me sentí del todo identificado con su rebeldía, su audacia, su sentido del humor, los vuelos de su fantasía, su necesidad de ser siempre el jefe, pero tener siempre también compañeros, e incluso su preferencia por los pieles rojas sobre los vaqueros». No olvidemos que su pandilla de amigos se llama Los Proscritos.

            Los que nunca, oh infelices, habéis leído una historia de Guillermo, quizá penséis que son las típicas historias inocentonas de niños, a lo sumo al estilo de Daniel el Travieso. Nada más lejos de la realidad; en los relatos de Crompton no hay ni un ápice de sentimentalismo o ternura, nada de lo que habitualmente relacionamos con la infancia. Guillermo es sucio, torvo y malencarado, una fábrica ambulante de desastres. Nadie en su sano juicio querría tenerlo como hijo. Pero sí como amigo. ¡Floreat por siempre, Proscritos!

 

viernes, julio 3

Fracasos en un pendrive



            A veces me preguntan de dónde saco las ideas para mis relatos. Y yo respondo que de todas partes. De lo que veo, de lo que leo, de lo que me sucede, de lo que sueño, de lo que me cuentan... En realidad, la pregunta debería ser otra: ¿Cómo y por qué entre tantas ideas escoges una en concreto? Ojo: cuando digo “idea” no hablo de un argumento, sino de algo mucho más pequeño, poco más que un tema. Pues bien, cada idea plantea una pregunta diferente. Lo que hago es escoger la pregunta que en ese momento más me interesa.

            Por ejemplo, hace ocho años, tras una de mis múltiples lecturas sobre mi leyenda favorita, la del Rey Arturo, reflexioné acerca del tema general de la leyenda y llegué a la conclusión de que trata sobre la barbarie y la civilización, y sobre la difusa frontera entre una y otra. Entonces surgió la pregunta: Si la sociedad se derrumbase y cayera en la barbarie, ¿qué harías: intentar mantener la civilización o convertirte en un bárbaro? Lo que me fascinó de esa pregunta es que no tiene una respuesta sino muchas, y que incluso las respuestas más antagónicas se sostienen sobre argumentos razonables.

            Mi forma de intentar responder (o no encontrar respuesta) a esas preguntas consiste en escribir ficción, así que ideé un argumento y me puse a darle al teclado. Al cabo de un par de semanas, paré, revisé lo que había escrito y llegué a la conclusión de que aquello era malo, malo, malo. Esa no era la respuesta, así que dejé de escribirlo.

            Entonces ideé otro argumento. No me limité a corregir lo anterior, hice algo muy distinto. Y al poco volví a pararme, volví a releer y volví a mandar a la mierda lo que llevaba escrito.

            Dejé pasar un tiempo para reposar las ideas. Al cabo de unos dos años, más o menos, volví a retomar el proyecto, desarrollé un nuevo argumento distinto a los otros dos, y entonces la cosa funcionó. Escribí la mitad de la novela y tuve que parar para atender otros compromisos editoriales. Finalmente, hace unos meses, la acabé.

            Pues bien, ayer estaba revisando el contenido de un pendrive y encontré un archivo sin título (sólo ponía “novela”). Tras abrirlo, descubrí que era un texto de casi treinta páginas. Lo leí y me quedé perplejo: lo había escrito yo, pero ni recordaba haberlo hecho ni tenía la menor idea de lo que era. Finalmente caí: se trataba de la primera versión de la novela. ¡Pero no me acordaba de nada!

            Y eso no es normal. Veréis, aunque planifico mis novelas antes de escribirlas, apenas tomo notas, porque lo guardo todo en la cabeza. Para otras cosas tengo memoria de pez de colores, pero a la hora de escribir soy una máquina. He sido capaz de escribir una novela corta a lo largo de casi 20 años, recordando cada detalle del argumento. Pero ese texto se había esfumado de mi cabeza; tanto que al releerlo no encontraba nada familiar en él. Nada me sonaba. Era como si lo hubiera escrito otra persona. Y debía de haberlo trabajado bastante, porque los personajes empleaban una jerga inventada.

            ¿Por qué lo olvidé? Supongo que al descubrir que lo que había escrito no valía, me cabreé. Demonios, a buen ritmo (en mi caso) 30 páginas son más de una semana de trabajo tirada a la basura. Así que mi rencoroso cerebro debió de mandar a la mierda aquel texto inútil, no dejando ni rastro de él en la memoria.

            El caso es que en el pendrive había otro archivo sin nombre: la segunda versión de la novela. Sólo ocho páginas. Que tampoco recordaba haber escrito; aunque había cosas que me sonaban. Vagamente.

            Es curioso eso de leer textos propios como si fueran ajenos. Da un poco de grima. Aunque al menos me permitió averiguar en qué me había equivocado las dos primeras veces. ¿Recordáis la pregunta? Si se derrumba la sociedad, ¿intentas conservar la civilización o te sumes en la barbarie?

            La primera versión presentaba un futuro en el que la sociedad se derrumbó hace tiempo y la gente ha vuelto a una vida tribal y nómada. El problema es que en ese contexto no hay nada que conservar; en todo caso, se trataría de refundar la civilización, no de mantenerla. Y no era eso lo que yo quería hacer. Otro problema era que el texto parecía una mezcla entre Mad Max y La naranja mecánica. Es decir, más visto que el TBO (qué frase hecha más añeja, pardiez).

            La segunda versión se desarrollaba en un futuro cercano en el que una minoría de privilegiados vive en ciudades fortificadas, mientras que el resto de la población malvive en medio de la barbarie. De nuevo no hay civilización alguna que mantener, porque ya existe la civilización, aunque en manos de pocos. Eso sería un escenario situado antes del colapso definitivo. No me extraña que abandonara ese argumento tan rápido, porque no respondía a ninguna pregunta.

            La versión definitiva, ambientada en un futuro más cercano todavía, se sitúa en el momento en que la sociedad se colapsa definitivamente. Es justo ahí cuando la pregunta es pertinente, porque es en ese preciso momento cuando se plantea la cuestión. Aunque descarté por completo los dos primeros argumentos, tomé algunos elementos de ellos, pero apenas unos cuantos detalles. Incluso en los errores siempre hay algo aprovechable.

            Por si alguno se pregunta cuál es la respuesta a la pregunta, no le responderé que tendrá que aguardar a leerlo en la novela, porque como decía antes, no hay respuesta correcta. La historia está protagonizada por tres hermanos; cada uno de ellos representa una respuesta distinta. Que el lector decida.

            ¿Qué haría yo si la civilización se colapsase? Pues nada, porque dudo mucho que formara parte de los supervivientes.

martes, junio 23

Videoteléfonos


 
Como viejo fan que soy de la ciencia ficción, cuando era adolescente, allá por los lejanos 60/70, me preguntaba qué artefactos futuristas iba a conocer yo a lo largo de mi vida. Pensaba que la aparición de esos artefactos sería la señal de que ya vivía en el futuro (en un futuro de cf). Por ejemplo, esperaba llegar a ver estaciones orbitales, coches aéreos, robots androides, inteligencia artificial, holografía, aceras rodantes, vehículos sin conductor, antigravedad, bases lunares... Huelga decir que la mayor parte de esas esperanzas se han visto frustradas. Hay una estación orbital, pero es una cochambre comparada con lo que esperaba. Los hologramas son rudimentarios. No hay androides funcionales. Las IA’s son más bien tontas. Aceras rodantes sólo en los aeropuertos. La antigravedad ni olerla. Los vehículos autónomos están en proceso de prueba. ¿Coches voladores? Ya hay bastantes accidentes circulando en dos dimensiones, como para añadir una tercera. Y a la Luna ni siquiera hemos vuelto. En fin, que el futuro ya no es lo que era.

Pero había un artefacto en el que tenía puestas muchas esperanzas, porque era el que más viable se me antojaba: el videoteléfono. Y lo curioso es que no existe como tal, no hay ningún cacharro que se llame así. Lo que si hay son unos pequeños teléfonos portátiles que hacen muchas más cosas que un simple teléfono; entre ellas, videollamadas. Y resulta que, sin teléfono siquiera, mi ordenador también las puede hacer.

Pero yo no lo utilizaba. ¿Para qué demonios hace falta ver el careto de tu interlocutor? Así que, como no lo utilizaba, no era consciente de ello. Hasta que ha llegado el Covid-19, encerrándonos a todos en casa. Y entonces he empezado a hacer videollamadas como un loco. Para hablar con los amigos, para celebrar reuniones de trabajo, para celebrar partys virtuales o para tener charlas con mis lectores.

La semana pasada tuve un encuentro a través de Zoom con jóvenes de Perú que habían leído los dos primeros tomos de las Crónicas del parásito (foto de arriba). Paraos a pensarlo: me reuní con unas sesenta personas y charlé con ellas viéndonos las caras ¡a casi 10.000 kilómetros de distancia! Entonces me acordé del Dr. Floyd hablando con su hija por videoteléfono desde la estación orbital (en 2001: Una odisea del espacio), y pensé que era lo mismo. Bueno, faltaba la estación orbital y el cohete de la PanAm (de hecho, falta incluso la PanAm), pero aparte de esos pequeños detalles, era lo mismo.

Así que, sin darme cuenta, resulta que ya vivo en el futuro.