martes, diciembre 24

El clásico y enternecedor cuento navideño de Babel



            Aquí estoy, merodeadores, haciendo lo mismo que el año pasado, y el otro, y el otro... Eso es todo un rito, ¿no? Nuestra cita anual, tan ineludible como grata. Estoy en mi despacho, tomando un café con leche y un zumo de naranja. Desde mi ventana se divisa la vista que podéis ver en la foto de arriba. La casa está en relativo silencio; Pepa se ha ido a hacer las últimas compras y oigo a mi hijo Pablo deambular. Óscar ya se ha independizado, pero vendrá a comer y se quedará hoy y mañana. ¿Sabéis lo que más echo de menos? Las risas de mis hijos cuando eran pequeños. Vale, Óscar y Pablo siguen aquí y los adoro, pero los muy cabrones se han convertido en algo distinto.

Permitidme que os transcriba un párrafo de mi próxima novela: “¿Sabes?, los hijos sois como mariposas al revés. Al principio, las mariposas son orugas llenas de pelos que luego se transforman en lindos bichitos voladores. Pero con los hijos ocurre lo contrario: nacéis siendo mariposas, preciosos y encantadores, y luego, poco a poco, os convertís en orugas”. Pues eso, que ahora tengo dos orugas. Dos orugas que, cuando eran mariposas, me devolvieron el cariño hacia la Navidad.

            Ya he contado aquí, hace tiempo, mi relación con la Navidad. Me quedé huérfano del todo a los 19 años, cuando mi padre decidió quitarse de en medio por el expeditivo método de pegarse un tiro. Eso ocurrió en noviembre del 72. Aquellas navidades fueron horribles. A partir de entonces, y durante varios años, pasé la Nochebuena en casa de mi hermano José Carlos y su familia; pero de algún modo me sentía desvinculado de aquello. De niño adoraba la Navidad, era mi celebración favorita; pero cuando murieron mis padres y mi hermano Eduardo (con quien vivía) se precipitó al alcoholismo, esa fiesta familiar perdió todo significado para mí. Peor que eso: la Navidad se convirtió en un sarcasmo, en un recordatorio de lo que había tenido cuando era un niño, para serme arrebatado nada más cruzar el umbral de mi primera juventud. Empecé a odiar la Navidad.

            Mucho después, y durante más de ocho años, trabajé en dos agencias de publicidad situadas al ladito mismo de El Corte Inglés del paseo de la Castellana. Y eso, al llegar la Navidad, era un horror. La zona se llenaba de gente, a la hora de comer todo estaba abarrotado, al salir de currar me encontraba con abrumadores atascos... Terminé de odiar la Navidad.

            Además, lo confieso, era cool despreciar estas fiestas. Yo era publicitario, tenía un trabajo sofisticado e infrecuente, era culto, moderno, de izquierdas. Casi resultaba obligado contemplar con desdén unas fiestas tan tradicionales. Así que miraba con suficiencia a los que manifestaban espíritu navideño. Pobres idiotas, pensaba, cuando el único idiota era yo.

            Luego me casé con Pepa, que es muy navideña. Nuestro hogar volvió a adornarse al llegar estas fechas y pasábamos las fiestas en la casa de mis suegros, en San Sebastián. Una familia muy navideña, pero tumultuosa (mi mujer tiene siete hermanos). Yo nunca había pasado las navidades con tanta gente, me sentía cohibido. Además, mi familia siempre fue rara, de modos que las navidades de mi infancia fueron maravillosas, pero algo raritas. Y mi familia política era muy tradicional, así que yo sentía que no encajaba, que aquello no iba conmigo. Seguía siendo muy escéptico respecto a la Navidad.

            Pero, amigos míos, llegó el momento en que Pepa y yo tuvimos hijos, y entonces todo cambió. Mis navidades de niño habían sido maravillosas, de modo que haría lo humanamente posible para que lo fueran también para Óscar y Pablo, nuestros retoños. Les montaba un Belén en el salón, con sus montañas de corcho, sus praderas de musgo y su río de papel Albal; todo muy tradicional (salvo por un detalle: en el portal ponía a Superman en vez de al niño Jesús). Los llevábamos a la Plaza Mayor, y a ver las luces de la ciudad, y al Cortilandia. La víspera de Reyes Pepa iba con ellos a la cabalgata, mientras yo me quedaba en casa envolviendo regalos. Y el día de Reyes (mi fiesta favorita), el salón amanecía lleno de globos y con un mogollón de regalos. Y cuando los habían desenvuelto todos, aún quedaban más regalos, pero escondidos; para encontrarlos debían resolver una serie de pruebas, como una especie de gincana.

            Estoy seguro de que mis hijos han tenido unas navidades felices; y, gracias a ellos, recuperé el espíritu navideño, como un moderno señor Scrooge. Me volvieron a encantar estas fiestas, y así sigo. Aunque, claro, no siendo creyente lo que para mí significa la Navidad es algo distinto a lo usual. Estas fiestas, con diferentes nombres y diferentes ritos, se vienen celebrando desde la noche de los tiempos, probablemente a partir del neolítico, cuando la humanidad comenzó a mirar las estrellas buscando sentido a la existencia. Son las fiestas del Solsticio de Invierno, del Sol Invictis, de la Deuorius Riuri, del  Hogmanay escocés, del Karachun eslavo, de la Brumalia helenística, de la Makara Sankranti hindú, de la Modresnach germánica, del Meán Geimhridh céltico, de la Rozhnitsa rusa, de la Saturnalia romana, del Yule vikingo... Me estoy poniendo pesado; lo que quiero decir es que desde hace milenios, en todo el mundo se han celebrado en estas fechas fiestas cuyo objetivo era celebrar la muerte y resurrección del Sol. Por tanto, al celebrar la Navidad me siento vinculado a toda la gente que hizo lo mismo desde tiempos remotos y a la que lo seguirá haciendo en el mañana. Para eso sirven los ritos: para enlazarte con el pasado y el futuro.

            En Babel sólo hay un rito: el cuento de Navidad. Y, como bien sabéis, esos cuentos pueden ser de dos clases: A) Tradicionales (buen rollo) B) Gamberros (mal rollo + humor). En el post anterior ya os conté que el cuento de este año se llama Las sonrisas de los niños, y os planteaba si era del tipo A o del B. En realidad era una pregunta estúpida. ¿De verdad creéis que podría escribir un cuento blanco como la leche sobre la inocente felicidad de los niños en tan señaladas fechas? ¿Yo? ¿En serio? Además, si lo hiciera jamás lo titularía así.

            Queridos merodeadores, os deseo que estas fiestas disfrutéis como cerdos en un lodazal, si me permitís la fina metáfora. Comed, bebed y reíd; sobre todo eso, reíd mucho, porque la risa es el conjuro que os hace invulnerables, sabios y poderosos. Feliz Navidad, feliz Solsticio, feliz año nuevo, y un festival de besos y abrazos.

            Ahora el cuento; espero que os guste. Comienza así:

 

Las sonrisas de los niños
By César Mallorquí

 
            Si quisiéramos precisar cuándo y dónde comenzaron los insólitos sucesos de la Navidad de 2019, deberíamos retroceder seis meses en el tiempo, al diez de junio de ese mismo año, y trasladarnos a la sala de juntas de la compañía Wonderful Toys Ltd, con sede en Nueva York.

            La reunión extraordinaria del consejo de administración de la empresa había sido fijada para las siete y media de la tarde, cuando todos los empleados se habían marchado ya y las oficinas estaban desiertas. En la sala de juntas había una larga mesa rectangular; la cabecera estaba ocupada por John Roberts Jr, presidente de la compañía, y a ambos lados, tres a tres, se sentaban los seis consejeros. En el otro extremo de la mesa había un sillón vacío. Tras un carraspeo, Roberts tomó la palabra:

            --Señoras, señores, acabamos de recibir el informe de resultados del último semestre. -Hizo una pausa y añadió-: Para resumirles la situación: estamos al borde de la ruina. (...)

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lunes, diciembre 9

Babel 14


 
            Catorce años ya, amigos míos, cuantísimo tiempo. Dicen que los hijos son termómetros que no solo ponen en evidencia tu progresivo envejecimiento, sino que además lo aceleran, los muy cabrones. Y es cierto; mis hijos tienen ya mi misma edad. Bueno, pues igual ocurre con los blogs. Si cierro los ojos, puedo evocar con nitidez la tarde del 9 de diciembre de 2005 en que, sólo por procrastinar, diseñé un blog y lo llamé La Fraternidad de Babel. Y cómo luego, ya puestos, lo colgué en la Red. Parece que fue ayer, pero qué coño; fue hace catorce larguísimos años.

            Y han sucedido tantas cosas desde entonces... Algunas buenas, otras malas y también pésimas, como la pérdida de Big Brother. No os hacéis una idea de cuánto le echo de menos. Pero también han ocurrido cosas buenísimas, como ganar el Premio Nacional o el Cervantes Chico. En conjunto, el balance es positivo, así que no me quejo.

            Aunque vosotros sí que tenéis motivos para quejaros. Durante los primeros años mantuve más o menos una periodicidad de una entrada semanal, con altibajos. Pero estos últimos tiempos se ha reducido a menos de la mitad, unos dos posts al mes. Eso no significa que me haya cansado de Babel, qué va. Lo que pasa es que durante los últimos cuatro o cinco años mi cuerpo se cabreó conmigo. Primero fue el repunte de una enfermedad, luego resbalé en una ducha y me rompí la pierna izquierda. El pasado diciembre, tropecé con un escalón y me rompí la cadera derecha. Todo eso se tradujo en que mi ritmo de escritura se fue a hacer gárgaras con tachuelas, en lo que respecta al blog y en lo que atañe a mi trabajo como novelista. Escribí muy poco, demonios.

            Sorprendentemente, la rotura de cadera (mucho más llevadera que la fractura de pierna; si tenéis que romperos algo os aconsejo esta opción) disparó un resorte en mi maltrecho cerebro y me puse a escribir de forma casi compulsiva. Tanto es así, que en los últimos once meses he terminado tres novelas, dos de las cuales se publicarán el año que viene. Eso le ha robado tiempo al blog, lo siento; pero comprendedme, la obligación va por delante de la devoción, mal que nos pese.

            Una de esas tres novelas es El círculo escarlata, la segunda parte de Las Lágrimas de Shiva, ya os hablé de ella. Otra es una historia ambientada en un futuro cercano tras el colapso de la civilización. Y la tercera es mi segunda incursión en el género infantil, pero a mi manera. Una novela de aventuras ambientada en 1932, pero en un universo paralelo dieselpunk (Terra Prima). Es la primera de dos novelas con el título genérico de Las extraordinarias aventuras de Dan Rider y Le Lizard. Ahora voy a ponerme a escribir la segunda. Os hablaré más adelante del asunto.

            Dentro de quince días tendrá lugar la Gran (y única) Tradición de la Fraternidad, el cuento navideño. Ya está casi acabado; se llamará Las sonrisas de los niños. Como sabéis los más veteranos, suelo escribir dos clases de cuentos de Navidad. Por un lado los que podríamos llamar “tradicionales”, que encajan en los esquemas usuales de esas fechas (buen rollo, vamos), y por otro los, digámoslo así, “gamberros”. Un ejemplo de la primera clase sería La historia del indiano (2017), y de la segunda Doña Julia y los pobres (2016). No hay ningún orden en esto, no elijo de un tipo un año y del otro el siguiente; se me ocurre una idea y puede ser de cualquiera de las dos clases, aleatoriamente; aunque reconozco que tienden a ocurrírseme más las gamberras. Pero eso es por mi mente enferma.

            ¿Qué creéis que será Las sonrisas de los niños, tradicional o gamberro? Seguro que acertáis, el título lo dice todo, siempre y cuando tengáis en cuenta mi afición a la ironía.

            En fin, hoy es el cumpleaños de La Fraternidad de Babel. Cerrad los ojos... bueno, no los cerréis porque entonces no podréis seguir leyendo. Cerrad los ojos metafóricamente e imaginad que estamos en un viejo café. La barra es de madera y mármol, las paredes están adornadas con espejos y apliques, el suelo es ajedrezado. Hay un gran ventanal de vidrios emplomados que da a la calle. Fuera anochece, llueve y hace frío, pero el interior es cálido. En el centro del local se extiende un pequeño archipiélago de mesas. Ahora estamos sentados a una de ellas, chalando en voz baja. Alzamos nuestras copas y brindamos por el aniversario del blog.

            Feliz cumpleaños, merodeadores.