martes, noviembre 20

El oficio de escribir V



            Todo lo que hemos comentado hasta ahora en esta serie de posts no es más que la base técnica de la escritura, la carpintería narrativa, la tramoya del oficio. Puede aprenderse; de hecho, todo aspirante a escritor debe aprenderlo. Sin embargo, aunque es necesario, no es suficiente. Se puede dominar la técnica y, pese a ello, escribir textos insatisfactorios, vacíos, sin alma. Eso se debe a que en la escritura intervienen factores que están más allá de la técnica.

            Paraos a pensarlo, ¿qué es una novela? Vale, una historia, unos personajes, un texto; pero, más allá de eso, ¿qué es en esencia? Hace unos años, Elia Barceló y yo debatíamos sobre algunos aspectos de la narrativa. Elia se preguntaba quién era el narrador en tercera persona. Es decir, tenemos a los personajes, que está claro quiénes son, pero ¿y el narrador, quién es? En fin, una pregunta casi metafísica; tras reflexionar durante unos segundos, respondí: “En realidad, los personajes no están ahí. El narrador describe sus acciones y reproduce sus diálogos, pero el único que habla es el narrador. Una novela es todo narrador. ¿Y quién es el narrador? El que narra, el que escribe, el autor. Tú”.

            ¿Entendéis? Una novela es su autor. O, más bien, una especie de “destilado” del autor. Todo lo que hay en una novela, desde el tema hasta la trama, pasando por los diálogos o los personajes, ha estado previamente en la cabeza del escritor, ha surgido de ahí. Es como si cogiéramos un cerebro, lo exprimiéramos y surgiera un texto (al menos, así me siento yo cuando escribo). Una novela es zumo de neuronas.

            Lo cual significa que, inevitablemente, en una novela se deslizan numerosas facetas de la personalidad de su autor. Es más, esas facetas son lo que le proporcionan “alma” al texto, lo que lo convierten en algo vivo. ¿A qué me refiero en concreto?

            “Inteligencia”. ¿Qué escribirá un escritor tonto? Tonterías. Pero, a fin de cuentas, la inteligencia es necesaria para cualquier tarea que emprendamos, así que no hay que darle más vueltas.

            “Imaginación”. Es decir, la capacidad de fantasear. Cabría suponer que cualquier aspirante a escritor ha de ser, por definición, imaginativo; pero quizá deberíamos formularnos una pregunta: ¿Hasta qué punto lo que escribo es original, o una mera copia de lo que me gusta leer?

            “Creatividad”. ¿Pero no es lo mismo que lo anterior? Pues no; la creatividad es la imaginación aplicada a obtener una respuesta original para un problema concreto. Es decir, podemos sentarnos en un sillón y dejar volar la imaginación fantaseando libremente. Ahí no hay creatividad. Pero si fantaseamos para lograr un objetivo, el que sea, sí que la hay. Ese proceso es un trabajo conjunto de la parte imaginativa del cerebro y la parte racional.

            “Cultura”. La creatividad no es sacar ideas de la nada. De la nada, nada surge. Más bien se trata de asociar ideas y conceptos aparentemente muy separados entre sí, o bien contemplarlos desde un punto de vista diferente. Por tanto, cuantos más conocimientos tengas en el coco, más asociaciones podrás hacer y más ricas y variadas serán. Un escritor debe tener un buen bagaje cultural; lo cual, claro, no significa que sea un erudito. Yo suelo decir que soy un océano de sabiduría con un dedo de profundidad. Sé muy poco de muchas cosas.

            “Sensibilidad”. La capacidad de ponerse en la piel de los demás; la capacidad de percibir la belleza; la capacidad de encontrar la poesía.

            “Intereses”. Esto está íntimamente relacionado con la cultura. Cuantas más cosas te interesen, mejor. Siempre he sostenido que para ser un escritor hay que ser primero muy curioso.

            “Sentido del humor”. Supongo que esto no es fundamental; más de un gran escritor carece por completo de sentido del humor. Sin embargo, para mí es muy importante. No me refiero sólo a los relatos humorísticos, sino a cualquier relato, incluso los más dramáticos. Un toque de humor puede ser un eficaz contrapunto, y también un magnífico “lubricante” para que la trama fluya. Pero lo dicho: es opcional.

            “Capacidad de autocrítica”. Un escritor debe ser el más duro juez de su propia obra. Debe dudar siempre de lo que hace.

            “Sentido de la observación”. Es decir, la capacidad de percibir el mundo que te rodea y sus múltiples detalles. La literatura es una imitación de la realidad, de modo que debes fijarte bien en cómo es la realidad, aunque sea para subvertirla. Un escritor debe ser un minucioso observador, sobre todo del comportamiento humano. Un mirón, vamos.

            “Sentido del ritmo”. Creo –al menos eso me dicen- que mis novelas tienen buen ritmo narrativo. Pero no sé cómo demonios lo hago. Es algo intuitivo; sencillamente “siento” si lo que escribo tiene ritmo o no. Ya sé que hay alguna “normas” sobre el asunto (lo de los valles y las crestas, ya sabéis), pero he visto demasiadas excepciones como para tomármelas en serio.

            “Inspiración”. ¿Pero existe eso? Pues sí, aunque no es lo que suele creerse. ¿Alguna vez, mientras no hacías ni pensabas nada, de repente se te ha ocurrido una gran idea, o la solución a un problema que te acuciaba? Es el “efecto eureka”, el acto básico de inspiración. Pero, ¿de dónde salen esa gran idea o esa solución? ¿La musa que te susurra al oído? ¿Magia? Para nada. Hay una parte del cerebro que, sin que te des cuenta, se dedica a buscar ideas y asociaciones, y de vez en cuando permite que algunas de sus conclusiones afloren a tu consciente. No es que sea una parte del cerebro muy brillante, porque la mayor parte de las cosas que se le ocurren son chorradas. Pero de vez en cuando da en el clavo. Y cuando lo hace parece un milagro.

            Seguro que hay más factores, como los gustos y las vivencias, pero creo que estos son los principales. El caso es que nada de lo que acabo de enumerar puede aprenderse; aunque sí cultivarse a lo largo de la vida. La imaginación, la creatividad, la inspiración y la sensibilidad son músculos que crecen conforme se ejercitan; la cultura se adquiere poco a poco; los intereses, el humor, la observación y la autocrítica se practican hasta automatizarse… Y lo del ritmo ya os he dicho que ni idea.

            Todos estos factores son determinantes para la creación literaria, pero no están ahí sólo para escribir. En realidad, forman parte de tu vida. Por ejemplo, si eres una persona creativa, no lo serás sólo cuando te sientas al teclado, sino en todos los aspectos de tu existencia. Estamos hablando de los hábitos y actitudes que una persona ha cultivado a lo largo del tiempo; pero no para escribir, sino porque forman parte de su estilo de vida. Luego le serán muy útiles si decide escribir; pero están ahí antes de la escritura (o quizá desarrollándose al mismo tiempo).

            Así pues, es posible que domines la técnica narrativa, que lo hagas todo bien, y a pesar de ello que tu novela no convenza. Porque quizá lo que hay en tu interior, eso que luego se destila en el texto, no resulte suficientemente atractivo. Suena duro, lo sé; es como si al juzgar tu texto te juzgaran a ti. Además, parece una sentencia definitiva: dado que el problema de tu escritura eres tú mismo, y tú no puedes ser otra persona, aparentemente no hay salida. Me apresuro a aseguraros que eso es falso.

            Dicen, y creo que es cierto, que para escribir novela hace falta cierto grado de madurez. Las diferentes personas, por supuesto, alcanzarán esa madurez en distintos momentos de su vida; unos antes y otros más tarde. Puede que a los veintitantos no estés preparado para ser novelista; pero quizá unos años después sí. Cuando a los veintisiete años abandoné la escritura, carecía de la madurez necesaria para ser escritor; no tenía nada interesante ni atractivo que ofrecer. Tuve que esperar una larga década para encontrarme con mi yo escritor. Retrasado que es uno. No obstante, tengo la intuición de que, a veces, no escribir puede ser bueno. Vale, para ser escritor hay que escribir mucho; pero si llegas a un punto en que tienes problemas con la escritura, un aparente callejón sin salida, creo que puede ser positivo dejar de escribir durante una larga temporada, años. Una especie de reseteado.

            Por todo esto, cuando alguien me pide consejo para dedicarse a escribir, lo primero que recomiendo siempre es: paciencia. Porque el camino que hay que recorrer para ser escritor es largo y no admite atajos.

            En la próxima y espero que última entrada hablaremos sobre algunos aspectos de la escritura profesional.

miércoles, noviembre 14

El oficio de escribir IV



            ¿Cómo van a interesarte las cosas que ocurren en una novela si no te interesan los personajes a quienes les ocurren? Había experimentado ya con la creación de personajes en mis novelas El coleccionista de sellos y La casa del doctor Pétalo; pero cuando escribí mi primera juvenil, obsesionado como estaba con la estructura, me olvidé de trabajar los personajes. Un error.

            Así que mi nueva obsesión fue el diseño de personajes. En mi siguiente novela, El último trabajo del sr. Luna, presté especial atención a uno de los personajes, Doña Flor, intentando dotarlo de la mayor humanidad posible. Y en la siguiente, La cruz de El Dorado, me propuse que todos los personajes, incluso los más secundarios, fueran especiales y tuvieran caracteres muy marcados.

            “Dime lo que dices y te diré quién eres”. El diseño de personajes es uno de los puntos débiles más usuales entre los escritores novatos y entre no pocos escritores profesionales. Esto no es un curso de escritura, así que no me voy a meter en cómo se construye un personaje. Baste señalar que hace falta un montón de observación previa del género humano. Pero sí voy a comentar cómo se transmite la personalidad de los personajes.

            Es un error hacer que el narrador “explique” al personaje. Y lo es porque si el personaje no transmite su personalidad, explicarlo no sirve para nada. ¿Y cómo la transmite? En mi opinión, de tres maneras: 1. Por lo que otros personajes comentan acerca de él. 2. Por lo que hace. 3. Por lo que dice y cómo lo dice. Esto último es muy importante. Todo diálogo debe contemplar a la vez dos objetivos: comunicar algo y definir al personaje. Lo cual nos lleva al siguiente punto.

            “Dialoguemos”. Algunos escritores desconfían de los diálogos y los utilizan lo menos posible. Como García Márquez, que decía: “El diálogo en lengua castellana resulta falso”. Sin embargo, otros escritores, como Manuel Puig, llegan a escribir novelas que son todo diálogo.

            En realidad, el escritor colombiano tenía razón: los diálogos de las novelas siempre son falsos. En la vida real no hablamos así; lo hacemos con errores de sintaxis y repeticiones, de forma atropellada, con cortes bruscos o dejando frases sin terminar. Si en una novela transcribiéramos diálogos reales, quedaría horrible.

            Así que, en efecto, los diálogos literarios son falsos. Pero, y ahí está el problema, deben sonar naturales. Para ello hace falta entrenar el oído. Por otro lado, no hay nada más triste que una novela donde todos los personajes hablan igual. Como decía en el punto anterior, los diálogos deben reflejar retazos de la personalidad del personaje. Para ello, el escritor debe interiorizar al personaje, convertirse en él, hablar como él. Yo sé que he construido mal un personaje cuando me cuesta escribir sus diálogos. Eso significa que lo he diseñado mal y no puedo interiorizarlo. Si estuviera bien diseñado, los diálogos surgirían con naturalidad.

            Sólo un apunte más: A los lectores, en general, les gustan los diálogos.

            “Descríbemelo, por favor”. Pero a los lectores, en general, no les gustan las descripciones. Es cierto que hay auténticos genios de la descripción, como Proust; pero, reconozcámoslo, todos hemos leído alguna vez en diagonal cuando un autor se pone estupendo describiendo algo. No obstante, las descripciones son necesarias y minimizarlas es un error. La cuestión es cómo hacerlas sin ponernos coñazo.

            Yo tengo un sistema que llamo “naturalista”, porque intenta reproducir lo que hacemos en la realidad. Consiste en no describirlo todo de un tirón, sino por partes que vas intercalando en medio de una acción o, sobre todo, de una conversación. Pondré un ejemplo: vamos a entrar en un despacho que no conocemos para hablar con un amigo. Entramos en el despacho y lo primero que percibimos es una impresión general del lugar: ¿Es amplio o pequeño? ¿Oscuro o luminoso? ¿De estilo clásico o moderno? ¿Muy decorado o poco? ¿Lujoso o modesto? ¿Algún detalle sobresale? Todo eso lo observamos mientras caminamos hacia el escritorio. Saludamos a nuestro amigo, nos sentamos frente a él y comenzamos a charlar. Y mientras hablamos, paseamos la vista por el despacho y nos fijamos que ese cuadro de ahí es una copia de Modigliani, o que sobre la mesa descansa la foto de una mujer. ¿Comprendéis? Al fragmentarla, la descripción no se hace pesada. Pero bueno, ese es mi método, que no tiene por qué ser el mejor.

            Sin embargo, las descripciones no solo sirven para describir. También se utilizan para crear ambientes y provocar emociones. Y eso se consigue con la prosa.

            “Seamos prosaicos al estilo latino”. Me sorprenden esos autores que sólo manejan un tipo de prosa, escriban el relato que escriban. En mi opinión, cada historia exige su propia prosa, porque la prosa definirá el tono del relato. Yo manejo habitualmente al menos tres estilos distintos de prosa, aunque todos ellos comparten algo que luego comentaré.

            La prosa puede ser como os dé la gana: barroca, minimalista, laberíntica, funcional, colorista, elegante... lo que más os guste. Pero siempre ha de ser expresiva, capaz de despertar emociones. Y debe fluir con la suavidad de un mecanismo bien engrasado. Eso, que la prosa fluya sin sobresaltos, que cada línea enlace con la siguiente con naturalidad, que los párrafos se engarcen entre sí como cuentas de un collar, todo eso es muy importante para mí. Hace que el lector se sienta cómodo leyendo, incluso que se olvide de que está leyendo.

            En lo que a mí respecta, sea cual sea el estilo que emplee, mi objetivo es que la prosa se note lo menos posible, que sea transparente, de tal forma que en la mente del lector sólo quede la historia y los personajes. Empleo figuras retóricas, pero nunca como alarde estilístico, sino por su funcionalidad y con moderación. Pero esa es mi opción, que por supuesto no tiene por qué ser la mejor, ni siquiera buena.

            Cuando era un alocado y melenudo jovenzuelo realizaba un ejercicio que me vino muy bien. Escogía a una serie de autores de prosa muy marcada; por ejemplo, García Márquez, Borges, Delibes, Lezama Lima, Cela, Carpentier… Elegía a uno de ellos, leía fragmentos de alguna de sus obras y luego escribía un breve texto intentando imitar su prosa. Era divertido.

            “Vale, ¿y qué?”. Todo lo que he citado hasta ahora son técnicas narrativas. Creo que cualquier aspirante a escritor profesional (o escritor a secas) debe conocerlas, porque, precisamente por ser técnicas, se pueden aprender. Pero, ojo, no se trata sólo de entenderlas, ni siquiera de asimilarlas, sino más bien de interiorizarlas de tal manera que funcionen de forma automática (más o menos como aprender a conducir). Y eso, amigo mío, requiere tiempo, mucho tiempo. Por eso, cuando un aspirante a escritor me pide consejo, siempre le digo lo mismo: paciencia. Porque escribir es uno de los trabajos que más paciencia requieren.

            El caso es que son técnicas, la carpintería del oficio. Pero en la escritura intervienen otros factores que no se pueden aprender. Cultivar sí; aprender no. Y, probablemente, son los factores más importantes.

            Hablaremos de ellos en la próxima entrega de esta apasionante serie.

 
            Nota: Cuando tenía catorce años aprendí a escribir a máquina en una Underwood muy parecida a la de la foto. Ya era una máquina muy vieja por aquel entonces; la heredé de mi padre. Aún la conservo.

lunes, noviembre 5

El oficio de escribir III



            A finales de los años 70 decidí dejar de escribir, porque era incapaz de desarrollar una novela. Aunque entonces no lo sabía, el problema era que no tenía ni pajolera idea de narrar. Creía que sí, pero no. No fue una decisión dramática, porque por entonces escribir sólo era una afición, así que me centré en mi trabajo (publicidad) y no escribí nada durante una larga década.

            A comienzos de los 90 volví a escribir, pero con un objetivo prioritario: aprender a narrar. Escogí unas cuantas novelas, muy distintas entre sí, de diversos autores. Todas tenían una peculiaridad: me habían enganchado más que otros libros, me habían mantenido pegado a sus páginas de forma obsesiva. ¿Cómo lo habían logrado esos autores? Decidí averiguarlo.

            Cogía un par de libros, me montaba en la Vespa, me iba a la Casa de Campo (un parque/bosque contiguo a Madrid), buscaba un lugar solitario, me sentaba a la sombra de un árbol y me ponía a destripar los libros. Descubrí muchas cosas. La primera de ellas que esas novelas, todas, tenían una estructura invisible. Me sentí como Pablo camino de Damasco. Vi la luz. Me di cuenta de que gran parte de la capacidad de enganche de un texto se encuentra en su estructura. Me obsesioné con eso.

            ¿Pero qué demonios es la estructura narrativa? Tienes una historia que contar. Vale, antes de darle al teclado debes decidir varias cosas: ¿Desde qué punto de vista vas a escribirla? ¿Con qué tono? ¿Con qué ritmo? ¿Qué clase de narrador vas a utilizar? ¿Cómo empieza y cómo acaba? ¿Qué cuentas y qué ocultas? ¿En qué orden lo cuentas? ¿Tiempo lineal o tiempo alterado? ¿Dónde vas a encajar el o los clímax? ¿Una única línea narrativa o historias paralelas?... Y algunas cuestiones más, aunque creo que esas son las principales. Bueno, pues todo eso conforma la ESTRUCTURA NARRATIVA.

            Descubrirlo me alucinó. Me di cuenta de que al controlar la estructura podía hacer cosas que antes me estaban vedadas. Y algo aún más importante: controlando la estructura podía controlar (manipular) al lector. Fue un éxtasis. A partir de ese momento y durante varios años me puse a experimentar obsesivamente con la estructura. Por ejemplo, uno de mis primeros cuentos largos (50 pag.) allá por comienzos de los 90: La pared de hielo.

            Quería presentarme a un concurso de relatos de ciencia ficción y se me había ocurrido una historia, pero tenía un problema. El reglamento del concurso exigía un máximo de cincuenta páginas, y mi historia necesitaba por lo menos el doble. Contada linealmente, claro. Porque si la contaba así tendría que hacer unas elipsis brutales para poder adaptarme a la extensión requerida y al final quedaría un relato esquemático, como si sólo fuera un esbozo. Pero ¿y si no lo contaba linealmente?

            Lo narré en primera persona y comencé por el final de la historia. Las tres primeras páginas son un “flujo de conciencia” donde los pensamientos del narrador van de un lado a otro de forma desordenada. El lector se encuentra con un texto caótico en apariencia. Sin embargo, todo lo que se dice en esas primeras páginas es en realidad coherente, pero está presentado con desorden, por eso parece incomprensible. Y el lector de algún modo se da cuenta; advierte que hay alguna lógica en ese caos y quiere saber qué es. Por eso sigue leyendo. A partir de ahí, el narrador comienza a contar la historia, pero lo hace mediante una serie de flash backs alternados con fragmentos de su presente (que sigue pareciendo absurdo), hasta llegar a un final donde  todo cobra sentido.

            Al hacerlo de esa manera, las elipsis siguen estando ahí, pero disimuladas por los saltos temporales y por el enigmático presente  del narrador, que tira del relato y azuza el interés del lector. Pero lo más importante de todo es que, contada de esa manera, no solo se resolvía el problema de la extensión, sino que además la historia resultaba mucho más interesante. Ese es el poder de la estructura narrativa.

            Más adelante, seguí haciendo experimentos con la estructura. Por ejemplo, en mi novela El coleccionista de sellos me planteé el reto de contar la misma historia tres veces consecutivas, variando sólo el contexto del relato. Creo que ese proceso de experimentación culminó con mi novela La Mansión Dax, donde me propuse lo aparentemente más sencillo: contar una historia con una estructura totalmente lineal (prácticamente comienza con el nacimiento del narrador), y aun así hacerla interesante. Para ello, claro, tuve que recurrir a otra clase de “trucos”.

            Un inciso: para poder diseñar la estructura narrativa, evidentemente hay que conocer previamente la historia. Lo que significa ser “escritor de mapas”. De hecho, en su momento fracasé en el intento de escribir una novela porque intentaba hacerlo con brújula. Cuando comprendí el poder de la estructura, me convertí al instante en un entusiasta escritor de mapas. ¿Cómo manejan la estructura los escritores de brújula? Ni idea.

            Pero, ¿qué tiene esto que ver con ser o no un escritor profesional? Pues lo que ya hemos dicho: un escritor profesional debe ganarse al lector. Y a un lector se le gana despertando y manteniendo su interés en el texto. ¿Recuerdas la anterior entrada, cuando preguntaba por qué un lector sigue leyendo? La estructura es una valiosa herramienta para capturar la atención del lector.

            ¿Y a ti qué narices te interesa, querido lector? La primera cuestión es por dónde comenzar a contar la historia. ¿Por el principio? ¡Vade retro, Satanás! En la mayor parte de los casos, eso es un error. Hay que empezar la narración por el punto de la historia que más curiosidad despierte, que suele estar situado en algún lugar entre la mitad de la trama y el final. Piensa que dispones de entre, digamos, diez y cincuenta páginas para ganarte al lector.

            Quizá la forma más primaria de generar interés es el cliffhanger, que puede traducirse como “colgando del acantilado”. Consiste en dejar a alguno de los personajes principales en una situación de peligro al final de cada capítulo, obligando al lector a seguir leyendo para saber qué pasa. Ha sido muy utilizado en los folletines y las películas de episodios. Pero, en fin, es un recurso tan manido que conviene no abusar de él.

            Creo que la forma más sencilla de estructurar un relato para generar interés son las historias paralelas. Dos historias distintas con protagonistas diferentes que se van narrando más o menos alternativamente hasta acabar confluyendo en algún punto de la trama. El truco está en terminar cada tramo de las diferentes historias en un punto de interés. No necesariamente una situación de riesgo, sino cualquier circunstancia que despierte la curiosidad. Así, el lector experimentará un pelín de frustración por no saber ya lo que quiere saber, y se pondrá a leer la otra historia rápidamente para recuperar la trama anterior. Pero la otra historia también se interrumpe en un punto de interés y… bueno, ya me entendéis.

            Sólo son un par de ejemplos sencillos de cómo generar interés con la estructura. En general, los dos principales factores con los que se juega para atrapar al lector son el suspense y el misterio. Y con esto no me refiero sólo a los thrillers, sino a cualquier género. Lo único que variará serán las causas del suspense y la naturaleza de los misterios.

            Los escritores profesionales de ficción suelen ser escritores que cuentan historias. Y para contar bien una historia hay que dominar las herramientas de la narrativa. Las que acabo de esbozar y muchas otras; p’orque con la estructura no basta, ni mucho menos.

            En mi primera novela juvenil, el texto más largo que había escrito por entonces (300 pag.), recurrí a las historias paralelas. Estaba bien estructurado –no es de extrañar, porque eso me obsesionaba- y era un eficaz pasapáginas. Pero tenía un defecto: los personajes.

            Hablaremos de eso en la siguiente entrega.