martes, enero 29

¿Maestro?




            Una de las palabras más bonitas del español es “maestro”. Lo es porque hace referencia a uno de los trabajos más importantes y honorables que existen. El oficio de enseñar, proyectar luz en la oscuridad, transmitir sabiduría. No hay palabras para describir la deuda que tenemos con los maestros.

            Pero “maestro” tiene otros significados. Según la RAE, en su primera acepción: Adj. Dicho de una persona o de una obra: De mérito relevante entre las de su clase. Es decir, un/a maestro/tra es una persona que realiza una labor de forma sensiblemente mejor que sus colegas. Por ejemplo, y sin pasar de la B, el Bosco fue un maestro de la pintura, Bach de la música, o Borges de la literatura.

            Digo esto porque de un tiempo a esta parte algunas simpáticas personas tienen la amabilidad de referirse a mí, directa o indirectamente, como “maestro” (cabe suponer que maestro en la escritura, porque la danza no se me da del todo bien). Vale, ante todo: “Gracias”. Y a continuación: “Pero no me lo merezco”.

            Dicen que quien rechaza un halago es porque quiere oírlo dos veces. No es el caso, creedme. Porque el hecho de que me llamen maestro me genera unos cuantos problemillas. El primero de ellos: que despierta mi latente síndrome del impostor.

            En el fondo de mi ser, albergo la sospecha de que soy un bluf. Tengo la sensación de que todos los éxitos y reconocimientos que he conseguido como escritor se deben a la suerte o, aún peor, a haber conseguido engañar a un montón de gente. Es decir: no me merezco lo que tengo. En fin, procuro no pensar mucho en ello; pero cuando me llaman maestro el síndrome despierta cual Godzilla y empieza a corroerme por dentro.

            El segundo problemilla tiene que ver con el ego. Detesto a la gente vanidosa, así que toda la vida he luchado por mantener mi ego estable, procurando evitar que se hunda, pero sobre todo impidiendo que se hinche. Si de verdad creyese que soy un maestro, ¿en qué clase de gilipollas me convertiría?

            Por último, estoy convencido de que aquellos que me llaman maestro lo hacen por deferencia, no porque piensen que soy un auténtico maestro de la literatura. Es una muestra de amabilidad, y como tal la agradezco de todo corazón, en serio. Pero también es una señal. Hace diez años nadie me llamaba maestro. Ahora sí. ¿Qué ha cambiado? Sencillo: mi edad. Mucho me temo que me llaman maestro por la simple y deprimente razón de que soy viejo. Así que me lo tomaré como un piropo inmerecido y una muestra de respeto a mis canas. Gracias de nuevo. Pero no soy un maestro.

            Siempre me he considerado, en cuanto a calidad, un escritor de clase media. No soy un estilista de la prosa (ni quiero serlo); no he abierto nuevos caminos en la literatura; no he abordado grandes y profundos temas.  Soy un escritor de género (o más bien de géneros) cuya máxima ambición es narrar historias lo mejor posible. Nunca he pretendido ser un artista, pero sí un buen artesano.

            Mi estilo literario es, en general, clásico; lo cual significa que copio a un montón de autores mejores que yo. Aunque, eso sí, aportando mi toque personal, esa huella particular que, para bien o para mal, hace diferente lo que escribo. Así que, ya veis, no soy un maestro, sino un alumno.

            En un país  donde lo que siempre ha primado ha sido la literatura realista, a mí el realismo a palo seco tiende a aburrirme. Creo, como reza la atinada frase, que la realidad es lo que inventan las personas que tienen poca imaginación. Prefiero los sueños, porque sin sueños la vida sería un coñazo. Y soñar no está bien visto en este país de gente adusta y sombría. Nada de eso me da puntos para alcanzar la maestría, más bien al contrario.

            Pero es que, además, aunque pudiera no querría ser un maestro. ¡Por Júpiter, qué responsabilidad! Me sentiría obligado a ir por el mundo con aire circunspecto, las manos entrelazadas a la espalda y diciendo “hum…” y “mmm…” en tono severo. Acabaría tomándome en serio a mí mismo, y no concibo mayor pecado para alguien que le gusta soñar y se dedica a la ficción.

            En 1950, durante la caza de brujas de McCarthy, tuvo lugar una reunión de la junta del Sindicato de Directores de Estados Unidos, cuyo objetivo era dirimir si se expulsaba a Joseph L. Mankiewicz por negarse a colaborar con el inquisitorial  Comité de Actividades Antiamericanas, y confeccionar una lista negra de directores. El principal impulsor de ambas medidas era Cecil B. De Mille. En un momento del debate, John Ford pidió la palabra y, antes de poner a parir a De Mille, se presentó a sí mismo de la siguiente manera: “Me llamo John Ford y hago películas del oeste”.

            Por aquel entonces, Ford era el director más respetado de Hollywood. Quizá sea el mejor realizador de la historia del cine. Si alguien merecía ser tildado de maestro, era él. Sin embargo, a la hora de presentarse, Ford se limitó a decir “hago películas del oeste”. Bravo, esa es la actitud. Por mi parte, y sin pretender ni remotamente equiparar mi pobre talento al suyo, me gustaría presentarme diciendo: “Me llamo César Mallorquí y cuento historias”. Pero, ¿maestro?... Qué va.

            Así que, si algún día me llamáis “maestro”, sé que lo haréis por amabilidad y responderé al halago con una sonrisa, intentando olvidar que en el fondo me estáis llamando “viejo”. Cabrones, que sois unos cabrones. Pero encantadores, eso sí.

miércoles, enero 2

Diez maneras de sacar de sus casillas a un escritor.


 
            Por lo general, tenemos una imagen mental según la cual los escritores son personas sosegadas, sabias y amablemente intelectuales. Es falso, por supuesto; hay toda clase de escritores, desde los adorables hasta los asesinables, y aquí me tenéis a mí como malhumorado ejemplo. Porque, por si no os habíais dado cuenta, los escritores somos seres humanos… Si nos pincháis, ¿no sangramos? ¿No nos reímos si nos hacen cosquillas? ¿Si nos envenenáis no morimos?, y todo ese rollo que se marcó el viejo Will.

            Pero da igual, imaginemos un escritor ideal, tranquilo, reflexivo, moderado, un encantador escritor de peluche. ¿Queréis sacarlo de sus casillas? ¿Queréis verlo bramar en medio de un acceso de ira? ¿Queréis que eche espuma por la boca? Pues estáis de suerte, porque os voy a proporcionar la receta infalible para tocarle los pelendengues a cualquier escritor. En realidad, se trata de diez frases que, una vez pronunciadas, son torpedos bajo la línea de flotación del literato que las oiga, por templado que sea.

            1. Pues a mí se me ocurren muchas historias. Ya verás, te voy a contar unas cuantas… Normalmente, quien te dice eso es un extraño que te acaban de presentar. O un cuñado. Y el escenario de tamaña amenaza suele ser un restaurante o el comedor de una casa. Si eres escritor y alguien te dice eso, dispones de varias opciones: a) Coge un encendedor y, disimuladamente, préndele fuego al mantel. Entonces, con la excusa de buscar un extintor, echa a correr y huye como un conejo. b) Fingir un ataque al corazón también suele funcionar, pero luego tendrás que dar muchas explicaciones en el hospital. c) Si todo falla, dale un puñetazo en la nariz.

            2. He escrito una novela de 600 páginas y he pensado que no te importaría leerla, y corregirla, y darme unos consejos… Claro, claro; porque no tengo nada mejor que hacer. Y luego te la chupo, ¿no? Por lo general, quien te dice eso es un perfecto desconocido que contacta contigo por mail o messenger. Cuando me recupero del asombro que me produce esa propuesta, le recuerdo al remitente del mensaje que hay profesionales de la edición que, por un módico precio, le prestarán esos servicios que a mí me solicita gratis.

            3. He leído tu novela y está muy bien, pero ¿te importaría decirme qué pasa después? ¿Que qué pasa después?... ¿Que qué pasa después?... ¡No pasa nada! ¡Ni antes! ¡Ni durante, porque todo eso me lo he inventado!

            4. ¿Y a ti eso de la literatura te da para vivir? (pronunciando “eso de la literatura” como si se estuviera hablando de un saco de mierda). Lo mejor es no perder los nervios y responder: “No, pero me saco un sobresueldo prostituyendo a menores”.

            5. Cuéntanos algo acerca de tu vida bohemia. Esto me pasó a mí. Tras dar una charla en no recuerdo qué instituto, en el turno de preguntas, la profesora me pidió que les hablara a sus alumnos de mi vida bohemia. Le dije que mi vida no era nada bohemia, que estaba casado y tenía dos hijos, le conté mi oficinesco horario de trabajo, pero nada, la buena mujer siguió convencida de que mi vida oscilaba entre la absenta y las prostitutas. Ahora me arrepiento; debería haberme inventado algo horrible…

            6. Yo tengo un montón de ideas. Te las cuento, las escribes y vamos a medias. Claro, porque esa mierda de idea que se te ha ocurrido tiene el mismo peso que los muchos meses que se tarda en escribirla. Porque el tratamiento, la composición de personajes o la estructura narrativa no tienen ninguna importancia al lado de la gilipollez que se te ha pasado por la cabeza en un momento de distracción. Además, yo soy medio tonto y no se me ocurre nada, pero lo que me sobra es tiempo para escribir… Lo habéis pillado, ¿no?; lo mejor es el sarcasmo.

            7. ¿Por qué el protagonista se llama Fermín? O ¿por qué el coche que sale es un Citroën?, o ¿por qué el mayordomo es calvo?, o por qué lo que sea. Veréis, queridos niños, no todo lo que aparece en un relato tiene que tener una razón. Por ejemplo, pequeñines, muchas de las cosas que hay en mis novelas son así, sencillamente, ¡porque me sale de los güevos!

            8. Y, aparte de escribir, ¿tienes algún trabajo de verdad? Se pueden buscar respuestas ingeniosas, pero no vale la pena; mucho mejor un buen puñetazo en la nariz.

            9. ¿Por qué en tus novelas no aparecen transexuales? (Lo que, traducido, significa: eres un nauseabundo representante del heteropatriarcado). Tampoco aparecen chinos, ni hermafroditas, ni albanokosovares, ni mendigos hindúes, ni albinos, ni ingenieros de telecomunicaciones, ni guerrilleros revolucionarios, ni islamistas, así que, además de machista, debo de ser xenófobo, clasista, retrógrado, islamófobo y elitista. ¿Valdría de algo decir que mis novelas son simples relatos, no catálogos de las diversas variantes de la especie humana? ¿Valdría de algo objetar que no conozco personalmente a ningún transexual, que si quisiera escribir sobre ellos debería documentarme antes en profundidad, y que no le encuentro ningún sentido a todo ese esfuerzo si el argumento no lo precisa? No, no valdría de nada; así que a Parla, ya sabéis para qué.

            10. ¿Qué pretendes decir con tu novela? O sea, que después de muchos meses de planificar la novela, después de muchos meses de escribirla, después de revisarla, corregirla y editarla, vas tú, lees la novela ¿y no sabes lo que he pretendido decir? Ahora sí; traedme la cicuta, por favor…