
Y, la verdad, es una idea que suena bien, sugerente, acariciadora. ¿A quién le gusta que le prohíban algo? De hecho, toda prohibición lleva implícita una invitación a infringirla. Si alguien dice: “prohibido comer bosta de vaca”, me entran unas ganas enormes de ponerme ciego a boñigas, y no por cuprofagia, sino por rebeldía. Y esto es así no tanto porque me impidan hacer algo (que a lo mejor ni siquiera deseo, como en el caso de la bosta), sino por el hecho de que alguien se arrogue el poder de decidir lo que puedo o no puedo hacer. Porque toda prohibición lleva implícito el concepto de “poder”; en caso contrario, ¿quién dictaría las prohibiciones y quién las impondría? El poder, por supuesto, adopte la forma que adopte. Y como siento un profundo recelo hacia el poder, reconozco que me resulta atractivo ese lema del prohibido prohibir. Sintoniza con mis fobias y mis filias.
Hasta que me paro a pensarlo con detenimiento y tropiezo con la cruda realidad. Vamos a ver, ¿prohibido prohibir... todo? ¿No deberían prohibirse el asesinato, el robo, la tortura, las violaciones o el maltrato infantil? O, descendiendo un peldaño en la escala de la gravedad, ¿deberían prohibirse las direcciones prohibidas, los semáforos, los ceda el paso y los stop? Y ya adentrándonos en lo más nimio, ¿qué pasa con los juegos? Todo juego tiene unas normas que incluyen restricciones. ¿Deberíamos olvidarnos de ellas y mover la reina como un caballo o aceptar pulpo como animal de compañía? Algo falla en eso del “prohibido prohibir”. De entrada, si suscribimos el principio humanista de que mi libertad acaba donde empieza la tuya, ahí nos topamos con un buen montón de restricciones “naturales”, por decirlo así. Prohibido agredirte, prohibido invadir tus propiedades, prohibido restringir tu derecho de expresión o, por ejemplo, prohibido hacerte un pijama de saliva sin tu consentimiento (en el caso de que seas Halle Berry).
La verdad –y aunque suene fachorra decir esto-, creo que las prohibiciones, además de inevitables, son imprescindibles para nuestro desarrollo como seres sociales. Incluso diría que son absolutamente necesarias para nuestro equilibrio psicológico (y si no el nuestro, al menos sí el de los demás). Ya sé que me pongo pesado contando anécdotas personales, pero como el blog es mío os jorobáis, así que os voy a contar no una, sino dos.
La primera sucedió hace, puf, no sé cuántos años; probablemente a mediados o finales de los setenta. Era invierno; seis amigos/as estábamos en un pueblo de la sierra de Madrid pasando el fin de semana. Una tarde, después de comer, salimos a dar un vuelta por el campo y allí, en medio de una pradera, nos encontramos con una más o menos joven madre que jugaba al balón con su hijo de seis o siete años de edad. Nos pusimos a hablar con ella y descubrimos que era periodista, que estaba separada y que era muy, pero que muy moderna y enrollada. En cuanto al niño, sólo adelantaré que se trataba de una criatura de aspecto angelical, lo cual demuestra que el rostro nunca es el espejo del alma. En fin, tras dar un paseo, invitamos a la madre a tomar un café en casa y allí nos dirigimos. Preparamos una cafetera, nos acomodamos los adultos en el salón, formando un corro con las sillas y los sillones, y seguimos charlando. Entre tanto, el niño se puso a jugar con el balón. La pregunta es: ¿cómo jugaba al balón? Pues giraba alrededor de nosotros y hacía rebotar su pelota contra nuestras cabezas. Algo muy molesto, creedme, pero la madre no decía nada. Y es que la madre era tan moderna, tan modernísima, que, según confesó orgullosa, seguía fielmente las enseñanzas educativas del Dr. Spock. No, no me refiero al orejudo de Star Trek, sino a Benjamín Spock, un pediatra norteamericano que a finales de los 40 escribió una serie de libros donde preconizaba que los niños debían ser educados sin ningún tipo de prohibiciones –lo que podrían traumatizarles-, permitiendo así el libre y armónico desarrollo de su naturaleza. En resumen: a aquel niño no le había reñido nunca nadie, siempre había hecho lo que le había salido de las narices.
Bueno, tras dar unas cuantas vueltas peloteando contra nuestros cráneos, aquella semilla del demonio decidió que mi cabeza, quizá por ser la más grande, era la más adecuada para convertirse en su frontón exclusivo y, a partir de aquel momento, comenzó a hacer rebotar la pelota, una y otra vez, contra mi nuca. Vale, era un balón de plástico y el niño no tenía mucha fuerza, pero ¿os imagináis lo irritante que puede ser un constante golpeteo contra la cabezota? Al cabo de unos minutos, me volví hacia el niño y, con gélida sonrisa, pero fingidamente dulce tono, le pedí por favor que dejara de darme pelotazos. Entonces, la madre intervino y me espetó: “No le hagas caso; enseguida se aburrirá y se pondrá a hacer otra cosa”.
Pero, ¿cómo no iba a hacerle caso si no paraba de aporrearme la mollera? Además, aquel monstruo, lejos de aburrirse, parecía infatigable, una mente obsesiva que había encontrado el objetivo de su existencia en el acto de arrearme pelotazos. Y así siguió un buen rato, pum-pum-pum-pum..., hasta que el azar y la balística unieron sus fuerzas para que la pelota, en uno de los rebotes, cayera en mi regazo en vez de volver a las manos del niño. Oh, santa Madona, qué satisfacción experimenté en aquel momento... Me volví hacia el niño, que tendía los bracitos, impaciente, exigiéndome la devolución de la pelota, y le sonreí con ternura. “Toma, guapo”, dije; y le lancé el balón. Se lo lancé con fuerza; es decir, con toda la fuerza que pude imprimirle al esférico sin que el gesto me delatase. Bastante fuerza, digamos.
La pelota, bendita sea, impactó vigorosamente contra la cara del niño, que se cayó de culo y rompió a berrear como un poseso. Me levanté inmediatamente, deshaciéndome en disculpas. “Pobrecito”, dije, secretamente orgulloso de mi puntería; “¡“la he tirado demasiado fuerte. ¿Te he hecho pupa?”. "¡SÍÍÍÍÍÍÍÍ!”, aulló el niño para mi íntima satisfacción. Afortunadamente, la madre creía tanto en la libertad de acción de su retoño como en su derecho a sufrir sin que ningún adulto le prestase particular atención, de modo que la cosa no pasó de ahí. Tras unos cuantos minutos de sonoros alaridos, el niño se sorbió los mocos, cogió su balón y se puso a jugar. Pero, atención amigos míos, aquel cachorro de Satanás continuó rebotando la pelota contra la cabeza de todos los presentes, salvo una: la mía.
Y es que yo, probablemente por primera vez en su existencia, había plantado una severa restricción frente a él. Un castigo, dirá alguien; pero no, no era un castigo porque no hubo reprimenda. Ni siquiera fue una lección, sino una advertencia. Aquel pelotazo quería decir: “Ojo, chaval, la cabeza de ese tipo grande y barbudo es tabú. Porque puede que tu madre sea un cordero contigo, y puede que el resto de la gente que hay aquí esté tan bien educada como para aguantarte en silencio, como a las almorranas, pero ese tipo grande y barbudo tiene los suficientemente pocos escrúpulos como para permitirse sacudirle un balonazo en los morros a un niño tan pequeño como tú sin que su conciencia vacile ni un segundo. Ya, ya sé que en el fondo no tienes la culpa; los responsables son tu madre y el Dr. Spock, pero consuélate pensando que este balonazo que acabas de recibir es la primera lección que te da la vida acerca de lo que puedes y no puedes hacer”. Sí, eso decía el pelotazo, y hay que reconocer que era un pelotazo de lo más locuaz.
La segunda anécdota ocurrió en 1983 y también tiene que ver con un niño. Resulta que un matrimonio venezolano, a quienes había conocido un par de años antes en Caracas, vino a Madrid de vacaciones. No importa cómo se llamaban; baste decir que ambos se dedicaban al mundo del espectáculo y que eran muy populares en su país; sobre todo él, un conocidísimo actor, presentador de TV y locutor. Además, estaban podridos de pasta. Por último, tenían un hijo de unos once o doce años que les acompañaba en sus vacaciones europeas. Ese niño, como descubriría poco después, era el ejemplo perfecto de hasta qué punto unos padres ricos pueden maleducar a su primogénito consintiéndoselo todo. Era un monstruo, pero el muy cabrón disimulaba; por lo menos al principio.
En fin, llegó la familia venezolana y nos fuimos a cenar con ellos; mi hermano, mi cuñada, mi mujer y yo. Durante la cena, el niño se portó razonablemente bien; supongo que estaba bajo los efectos del jet lag. Pero después de la cena decidimos ir a tomar una copa a no sé dónde; como había dos coches, el matrimonio fue con mis hermanos y su hijo con mi mujer y conmigo. Así que nos dirigimos los tres al aparcamiento, pagué, me dieron una ficha y nos montamos en el coche. Al llegar a la salida, el niño me dijo que quería echar la ficha en el aparato y yo, tan paternal como cándidamente, se la entregué. Él, sentado en el asiento trasero, bajó la ventanilla, sonrió malignamente... y arrojó la ficha cuan lejos pudo. Me quedé mirando el lugar de aquel oscuro aparcamiento por donde había desaparecido la ficha, tragué saliva, conté hasta cien y me recordé a mí mismo que el infanticidio está castigado con severas penas de cárcel. Luego, bajé del coche y me puse a buscar la ficha. Tardé mucho en encontrarla, mucho, mucho, mucho, pero finalmente di con ella. Cuando regresé al coche, el niño me pidió que le entregara otra vez la ficha, asegurándome que no la iba a tirar y que se limitaría a meterla en el aparato. Le expresé con claridad que ni jarto de vino pensaba darle otra vez la ficha, la eché personalmente en el cestito que había junto a la barrera y nos pusimos en marcha.
Yo debí de ser una de las escasas personas que había osado negarle algo a aquel pequeño villano y la cosa no pareció gustarle, porque entonces, de repente, se puso a darme guantazos en la cabeza (¿qué tendrá mi ilustre cráneo para cierto tipo de niños?). Atención: ya no estamos hablando de un niñito de seis o siete años, sino de un chaval preadolescente sin duda entrenado en sacudirle con entusiasmo a la servidumbre de su mansión caraqueña. Aquel hijo de puta, en resumen, me estaba arreando con todas sus fuerzas y me estaba haciendo verdadero daño. Le pedí que parara y él me respondió con una enérgica colleja. Le exigí que parara y él repitió la agresión. Entonces, recurrí a las amenazas: “Si vuelves a pegarme, paro el coche y te meto en un cubo de basura”, dije. ¿Qué hizo la alimaña? Levantó un pie y me propinó un patada en el cráneo, un contundente puntapié que lanzó mi cabeza hacia delante y me hizo ver las estrellas. Luego, después de las estrellas, lo vi todo rojo.
La gracia divina (la divinidad en concreto fue Thor, dios de la guerra) quiso que pocos metros por delante de nosotros hubiera un contenedor de basura. Paré el coche, abrí el contenedor y saqué al niño del vehículo. Tuve que sacarle a rastras, lo reconozco, y eludiendo las patadas que dirigía a mis partes nobles, pero yo era más fuerte, así que lo alcé del suelo, lo cogí por los tobillos y lo introduje cabeza abajo en el contenedor, dejándolo suspendido en el aire, con la cara muy próxima a las malolientes bolsas de basura que allí se amontonaban. Entonces le dije: “Escucha, comadreja: si vuelves a pegarme, a tocarme o tan siquiera a mirarme, te juro que te arranco los higadillos, te echo a un contenedor y nadie volverá a saber de ti”. Lo mantuve unos cuantos segundos más suspendido sobre la basura y luego lo devolví al interior del coche. El niño se encerró en un reconcentrado mutismo y no volvió a pegarme, ni a hablarme, ni a mirarme siquiera. Eso sí, nada más reencontrarse con sus padres, me señaló con un acusador dedo y les dijo: “¡Me ha metido en un cubo de basura!”. Yo me limité a sonreír con inocencia y respondí: “Estábamos jugando”. El caso es que, durante el resto de la estancia de los venezolanos, aquel engendro malcriado se mantuvo a una prudente y muy satisfactoria distancia de mí. Yo, de nuevo, era tabú.
Cuento estas dos anécdotas para ilustrar hasta qué punto la carencia de restricciones puede, durante el proceso de formación, crear monstruos. Ambos niños, cada uno a su manera, habían sido criados sin imposiciones, sin prohibiciones, de tal modo que su ego se expandía por todas partes, eran el centro del universo, podían hacer lo que les viniera en gana. Y no creáis que eso era así sólo porque se trataba de niños; con los adultos poco habituados a las restricciones sucede lo mismo. Lo que pasa es que un adulto no será tan directo (no me aporreará la cabeza, espero), actuará de forma más taimada y al final será mucho más hijo de puta que un niño. A fin de cuentas, un psicópata no es más que un ser humano sin limitaciones éticas, todo ego, un enorme YO.
Prohibido prohibir es una frase bonita, tentadora, pero sólo podría llevarse a cabo si fuéramos buenos. El problema es que no lo somos. Si permitimos que un ser humano se desarrolle en total libertad, sin recibir la menor imposición, sin que nadie le plantee prohibiciones ni límites, lo que obtenemos no es el buen salvaje de Rousseau, sino un mono egoísta y tocapelotas.
Por supuesto, eso no significa que haya que reglamentarlo todo. Debería prohibirse el menor número de cosas posible, aunque también es cierto que muchas cosas que hoy son enteramente legítimas deberían estar prohibidas. Adhiriéndome a una teoría de mi buen amigo Samael, lo ideal sería que evolucionásemos hacia el homo eticus. En ese caso no haría falta prohibir nada, porque nosotros mismos nos impondríamos nuestras propias restricciones. En realidad, lo hacemos habitualmente; si no violo a las mujeres no es porque la ley me lo prohíba, sino porque a mí, como a la mayor parte de los hombres, me repugna éticamente la idea de forzar a un ser humano. Pero no todas las personas somos iguales, no todos tenemos la misma moral. Además, en los extremos del arco ético la cosa está más o menos clara, pero en la zona central –ahí donde comienzan los balonazos y la collejas en el coco- todo es mucho más difuso.