jueves, agosto 28

Noche de agosto en Madrid

Hace muchos, muchos años, cuando yo era un niño, un adolescente o un alocado jovenzuelo, Madrid era una ciudad amable. En realidad, Madrid era un pueblo grandote, un pueblo lleno de pueblerinos emigrados de otros pueblos, un pueblo con aires de pueblo, olor a pueblo y ritmos de pueblo. ¿Me he pasado con lo de “olor a pueblo”? Pues no, porque en todos los barrios de Madrid había vaquerías; es decir, tiendas donde se vendía leche recién ordeñada de las tres o cuatro vacas que había en la parte trasera del establecimiento. De modo que ibas por el centro de la ciudad y era enteramente normal percibir olor a vaca y estiércol.

(Nota: no me gusta contar estas anécdotas jurásicas porque me hacen consciente de lo alarmantemente talludito que soy. Y también, por cierto, provocan mi asombro al evocar el sombrío y casposo mundo donde nací)

Cuando digo que Madrid era una ciudad amable, quiero decir que había un tráfico moderado, que la gente era simpática, que el ritmo de vida era apacible, que las calles invitaban al paseo. Así era once meses al año, pero al llegar agosto la amable villa se convertía en un páramo. La gente, igual que ahora, huía en masa del atroz calor de la ciudad; sólo se quedaban cuatro pringados, lo cual se traducía en que todo cerraba. Era una odisea encontrar una farmacia abierta, o una tienda de comestibles, o un simple bar; ni siquiera se estrenaban películas. La verdad es que Madrid se convertía en un remanso de paz, pero también en un ominoso desierto. La cosa era un poco aburrida, si queréis que os diga la verdad.

Madrid, hoy, es un caos, una ciudad histérica y agresiva donde todo el mundo va como si llevara una guindilla insertada en el recto. El tráfico parece una invasión de mecánicos y cabreados extraterrestres, las personas son bordes a la primera de cambio, todo va rápido, nadie pasea. Una mierda de ciudad, para seos sincero. Hasta que llega agosto. Porque al llegar ese mes, Madrid, igual que antaño, se vacía. Pero no tanto como antes, de modo que sigue habiendo tiendas abiertas y no tienes que encasquetarte un salacot para buscar un bote de aspirinas. Y, al mismo tiempo, apenas hay tráfico, puedes aparcar donde quieras, el ritmo es más lento, la gente es más agradable y todo invita al tranquilo paseo (menos el calor, por supuesto). De hecho, Madrid en agosto se convierte en la ciudad perfecta.

Veréis, si entráis en Madrid por el sur o por el este, os haréis una idea bastante aproximada de la realidad: la ciudad está en medio de un secarral y tiene unos alrededores horribles. Si entráis por el norte, la cosa mejora un poco, pero conforme os acerquéis a Madrid tropezaréis con un Dédalo de autovías salpicado de polígonos industriales y parques empresariales. Ahora bien, si entráis por el noroeste la cosa cambia mucho. Vais por la A-VI en medio de feraces urbanizaciones y lujosas zonas residenciales y, de repente, os encontráis con la ciudad, a lo lejos, elevándose sobre un mar de verdor. Esa es, sin duda, la entrada más mentirosa de Madrid, pues esa explosión vegetal se debe a que ahí están las dos mayores zonas verdes de la ciudad: los montes del Pardo y la Casa de Campo. Y su segundo jardín público, el Parque del Oeste, así como los jardines del Palacio Real y de la Cuesta de la Vega. El noroeste de la ciudad siempre me ha gustado.

De todas formas, decir “noroeste de la ciudad” es ser poco preciso. En realidad, me refiero al arco comprendido entre el Viaducto de Segovia y la Moncloa. El viaducto es eso, un viaducto que salva el desnivel de la calle Bailén sobre la calle Segovia. Antes era el lugar preferido de los suicidas madrileños, pues sus 22 metros de altura garantizan un eficaz espachurramiento, pero hace unos años el ayuntamiento puso unas mamparas de cristal protegiendo la barandilla para evitar los vuelos en picado. El viaducto no es especialmente bonito en sí mismo, pero me encanta su entorno, las callejas que lo rodean y las pequeñas zonas ajardinadas que hay en sus costados. Muy cerca está la Calle Mayor, la más antigua de Madrid, y justo al lado contrario, partiendo de la (espantosa) catedral de la Almudena, se encuentra la Cuesta de la Vega, uno de mis lugares favoritos. Es una sinuosa y pronunciada bajada que lleva desde la calle Bailén hasta la Ronda de Segovia; su trazado es árabe (cerca, en los Jardines del Emir Mohamed I, se conservan -muy mal- restos de la primitiva muralla) y está cubierta de pequeños jardines. Las vistas sobre la Casa de Campo son impresionantes y en verano no suele haber mucha gente. Un poco más allá se encuentra uno de los escasos lugares castizos que le quedan a Madrid: la Vistillas, unos jardines así llamados por sus vistas sobre la Ribera del Manzanares, el Parque del Moro y el Palacio Real. Allí, a mediados de agosto, se celebran las famosas fiestas de La Paloma.

Si seguimos hacia la Moncloa, justo al lado de la Cuesta de la Vega y de la Almudena, tenemos el Palacio Real y sus jardines . Allí, junto al patio de armas del palacio, pueden contemplarse los mejores atardeceres de Madrid (y Madrid, al estar a casi 700 m. de altura, tiene unos atardeceres preciosos). Continuando hacia el norte por la calle Ferraz está el Parque de la Montaña. Se llama así, porque en ese lugar estuvo el Cuartel de la Montaña, que en julio del 36 se alzó en armas contra la República y fue literalmente arrasado. Tan arrasado, que ya no queda ni rastro de él, salvo un horrible monumento fascista que Arias Navarro –a la sazón alcalde de la villa- erigió en 1972. Dejando aparte esto, el parque es un bonito jardín (en realidad, una prolongación del Parque del Oeste) que contiene una de las mayores curiosidades de la ciudad: el Templo de Debod, un santuario egipcio de 2.200 años de antigüedad. Egipto se lo regaló a España en 1.968 por su colaboración en el salvamento de los tesoros artísticos que iban a ser anegados por la presa de Asuán. Es un lugar muy mágico, aunque suele haber mucha gente, incluso en verano; entre otras cosas, porque allí, al atardecer, se celebran conciertos al aire libre.

Y, pegadito al Templo de Debod, comienza el Parque del Oeste. Veréis, el parque más famoso de Madrid es El Retiro, y con razón, porque es una maravilla. Pero está lleno de gente, sobre todo los fines de semana. El Parque del Oeste es mucho menos conocido y, por tanto, está menos frecuentado. Pero, antes de seguir, una pequeña digresión:

En el Retiro existe lo que posiblemente sea la única estatua del mundo dedicada al demonio: el Ángel Caído. Pues bien, Álvarez del Manzano, anterior alcalde de Madrid, era un meapilas de cuidado, y eso de que hubiera una estatua de Satanás le reconcomía por dentro, de modo que hizo una suscripción popular para sufragar una estatua de la virgen con el objetivo de colocarla en el Retiro como celestial desagravio. Afortunadamente, Patrimonio Nacional le dijo que eso de modificar el parque no era buena idea y le negó el permiso. Entonces, el beatorro alcalde se encontró con una estatua de la virgen sin ubicación, de modo que la puso en el Parque del Oeste. Bajando por el paseo de Camoens puede verse a la izquierda; afortunadamente está bastante oculta, porque es un espanto.

Volviendo al Parque del Oeste, reconozco que siento debilidad por él. Se trata de un jardín de estilo inglés, con grandes extensiones de hierba; el terreno tiene muchos desniveles, así que forma colinas y diminutos valles recorridos por senderos sinuosos. Hay una hermosa rosaleda, una ruta botánica, instalaciones deportivas, un observatorio de aves y un teleférico que conduce a la Casa de Campo, pero lo mejor es perdersepor el parque y pasear sin rumbo fijo, disfrutando de la tranquilidad.

En fin, esa es la zona de mi ciudad que más me gusta. Es agradable contemplar el atardecer junto al Palacio Real, y luego cruzar a la acera de enfrente para tomar un helado en Palazzo, o unas cañas en la vieja taberna El Anciano Rey de los Vinos. Después podemos dirigirnos al cercano Paseo de la Florida, junto al Manzanares, al lado de la Ermita de San Antonio de la Florida (la de los frescos de Goya), y cenar en Casa Mingo, una sidrería fundada en 1888 donde sirven los mejores pollos asados de la ciudad. Por último, no es mala idea dirigirse a la calle Rosales; allí, a la vera del Parque del Oeste, hay varias terrazas, de las de toda la vida, viejos quioscos flanqueados por largas filas de mesas y sillas donde puede tomarse horchata, granizado de limón o leche merengada.

Madrid en agosto, de noche, me recuerda a un cuadro de Edward Hooper; soledad y calidez al mismo tiempo, el ritmo lento de un blues en la madrugada, anónimos paseantes que se cruzan como barcos bajo las estrellas.

Por desgracia, agosto está a punto de concluir y dentro de poco Madrid volverá a ser una ciudad neurótica sin pizca de poesía. Qué pena.

lunes, agosto 25

Chapeau

He logrado resistirme a la tentación de escribir sobre la Olimpiada, pero ahora que ha acabado me voy a permitir un espero que breve comentario. Como todo el mundo sabe, los deportistas de élite norteamericanos suelen ser bastante antipáticos; supongo que se consideran a si mismos los superhombres & supermujeres del imperio y han acabado dominando como nadie el arte de mirar por encima del hombro al resto del mundo. En particular, los baloncestistas yanquis se llevan la palma de la antipatía, pues además de ser superhombres, están forrados de pasta y saben que su liga es la mejor del mundo, todo lo cual los convierte en auténticos monumentos a la vanidad y al desdén. El ejemplo perfecto es Kobe Bryan, un extraordinario jugador que no sólo es despectivamente borde con el mundo en general, sino también con sus propios compañeros.

Durante mucho, mucho tiempo, el baloncesto norteamericano estaba a años luz del baloncesto de los demás países. Tan superior era, que para ganar les bastaba con mandar selecciones universitarias a las competiciones internacionales. Sencillamente, arrasaban. Pero los tiempos cambian, y poco a poco el baloncesto fue sofisticándose en los demás países. En los Juegos Olímpicos de Seúl 88, Rusia, comandada por un espléndido Sabonis, derrotó a los cándidos universitarios de USA en semifinales. Cuatro años después, en Barcelona 92, los yanquis presentaros su famoso Dream Team, un equipo plagado de estrellas de la NBA que, como es natural, arrasó. A partir de entonces, quedó claro que ya no bastaba con mandar a un puñado de críos larguiruchos para subir al podio; había que seleccionar jugadores de la NBA. Eso hicieron, y USA ganó el oro tanto en Atlanta 96 como en Sidney 2000, pero cada vez les costaba más trabajo, cada vez subía más el nivel del resto de las selecciones.

Y llegó Atenas 2004. Los yanquis presentaron un supuesto nuevo Dream Team formado por jugadores de la NBA. Muy buenos, desde luego, pero no los mejores o, al menos, no todos los mejores. Argentina los derrotó en semifinales y el todopoderoso basket USA tuvo que conformarse con el bronce. De lo que sucedió en los Mundiales no voy a hablar, porque está en la dulce memoria de todos.

Heridos en su orgullo, los yanquis han presentado en Pekín 2008 un auténtico Dream Team formado por los mejores jugadores de la NBA. Un excelente equipo, muy, pero que muy motivado, que durante el torneo ha vapuleado sin piedad a todos sus contrincantes... hasta llegar a la final. También vapuleó a España, es cierto, pero permitidme una opinión: ese partido de la primera fase no tenía ninguna importancia, pues ambos equipos estaban ya clasificados, de modo que España se guardó muy mucho de mostrar su mejor arma frente a los yanquis: la defensa. En ese partido, si hacéis memoria, España jugó con una defensa muy débil, centrándose en el ataque, algo sin duda suicida frente a un equipo como el americano (es jugarles con sus mismas armas, siendo ellos muy superiores en este aspecto).

Pero llegó la final, amigos míos, y se acabó el garbeo de los yanquis. La selección española –que no estaba ni mucho menos tan fina como en los Mundiales-, plantó cara a los petulantes “superhombres” y jugó uno de los mejores partidos que he presenciado en mi vida, con una defensa en zona que volvió literalmente locos a los rivales. Salvo durante el primer cuarto, España estuvo por detrás en el marcador, pero siempre cerca, echándole el aliento en el cogote a esos gigantones adictos a los esteroides (a escasos minutos del final, USA ganaba sólo por dos puntos). Al final, los yanquis ganaron por 118-107, pero tuvieron que sudar la camiseta. Aunque... no quiero ser chauvinista, pero durante todo el torneo, los árbitros parecían aplicar las normas NBA a los yanquis y las normas FIBA a los demás equipos, lo cual es evidentemente injusto. Vale, los yanquis están acostumbrados al paso extra de salida y a defensas más contundentes; pues juguemos con la normativa NBA, pero todos igual. Sinceramente, si los árbitros hubiesen pitado todos los pasos y personales que cometieron los yanquis, no estoy seguro de quién habría ganado.

En cualquier caso, da igual. Ganaron los yanquis y probablemente sea justo, pues son un gran equipo. Pero ya no pueden seguir pavoneándose como antaño. Para ganar deben seleccionar sus mejores jugadores, sus estrellas, y ni aún así lo tendrán fácil. Los yanquis se han llevado el oro, en efecto, pero más vale que borren esa sonrisa suficiente de la boca, porque, permitidme un pareado, se les ha encogido tanto el ojete que no cabía ni un cacahuete. En cuanto a la selección española, chapeau, por supuesto.

Una cosa más. Estados Unidos es el imperio, vale; pero me toca las narices la prepotencia que demuestran. Entendedme, no soy antiamericano, ni mucho menos. Hay muchísimas cosas de los americanos que me gustan y sé que su cultura forma parte inseparable de mi cultura (el cine, por ejemplo). Admiro gran cantidad de valores consustanciales a USA, la capacidad de innovación, el pragmatismo, el sentido de la libertad y de la independencia, pero al mismo tiempo me tocan las narices sus defectos. Las grandes naciones, como los grandes hombres, tienen grandes virtudes y grandes defectos, y uno de los grandes pecados de los yanquis es su desmesurado ombliguismo. Para ellos, sólo hay un país de verdad en el mundo: USA; el resto de los estados son poco más que parques temáticos a su servicio.

Así pues, Estados Unidos, en su imaginario, debe estar siempre por delante de los demás, y sus ciudadanos deben ser mejores que los del resto del mundo. A ellos les corresponden los grandes récords; y, en particular, la velocidad. Los yanquis adoran las marcas, los superlativos; sobre todo, les chifla el título de “hombre más rápido del planeta”. ¿Concebís algo más americano? Ése es el motivo de que USA haya dominado tradicionalmente las carreras de velocidad. Hasta que en esta olimpiada los jamaicanos, capitaneados por ese extraterrestre llamado Usain Bolt, no sólo le han sobado el morrillo a los yanquis, tanto en las pruebas masculinas como femeninas, sino que además han pulverizado todos los récords.

Llamadme mezquino si queréis, pero encuentro muy satisfactorio que un diminuto país lleno de descendientes de esclavos humille al gigante americano. A fin de cuentas, si Goliat se hubiese cargado a David, nadie se hubiese molestado en contar la historia. ¿Un coloso vapuleando a un chaval?... eso no es noticia. Pero el pequeño David se cargó al enorme Goliat, y eso es lo que en el fondo todo el mundo deseaba. Yo creo que incluso los filisteos se alegraron de que alguien le bajara los humos a aquel chulo culturista.

Y es que no hay nada más tonificante que ver cómo, de vez en cuando, alguien le da una colleja al matón del barrio.

martes, agosto 19

Soy una especie en extinción

Pensaba escribir sobre otra cosa, pero el azar ha determinado que esta mañana tropezara con una información tan inquietante que me siento obligado a divulgarla cuanto antes. Veréis, mi apellido tiene ventajas e inconvenientes. De entrada, es un apellido poco común, lo cual resulta útil a la hora de reservar mesa e identificarte en los restaurantes. Además, se le relaciona inmediatamente con el Mallorquí más famoso, mi padre, y eso me ha granjeado las automáticas simpatías de muchos desconocidos.

Anécdota: hace tiempo, estaba yo en el aeropuerto de Barajas sacándome la tarjeta de embarque en clase turista para un vuelo a Barcelona. El empleado de Iberia que me atendía –un caballero de unos cincuenta años- realizó todos los trámites, pero antes de entregarme la tarjeta se fijó en el apellido que figuraba en el billete. “¿Es usted pariente de José Mallorquí?”, me preguntó. Le respondí que era su hijo y el buen hombre estuvo un rato hablando maravillas de mi padre. Entonces se detuvo un momento, rompió la tarjeta de embarque que acababa de imprimir e hizo una nueva, pero esta vez de primera clase. “No puedo consentir que un hijo de José Mallorquí viaje en turista”, dijo al tiempo que me entregaba la tarjeta.

El problema de mi apellido es su, al parecer, confusa ortografía. Con frecuencia lo escriben “Mallorquín”, o “Mayorquín”, o “Mayorquí”, o incluso “Marroquí”. Una lata, vamos; hasta tal punto que, cuando me preguntan cómo me llamo, suelo responder, todo seguido y sin respirar: “Mallorquícondoselesyacabadoenilatina”. En cualquier caso, estoy razonablemente contento con mi apellido. Según me contó mi padre, es judío y su origen se encuentra en una familia valenciana que tenía una barca con la que realizaba frecuentes viajes comerciales a Mallorca. Sus vecinos, en vez de molerlos a palos –como solía hacerse con los judíos en el pasado -, les llamaban “los mallorquí”, los de Mallorca. Ignoro si esta historia es cierta o no; indudablemente es un apellido judío, pero no estoy seguro de lo de la barca, entre otras cosas porque no hay ni un puñetero Mallorquí en Valencia. Sea como fuere, jamás me había preocupado particularmente por mi apellido. Hasta hoy.

Veréis, esta mañana, mientras escribía la segunda novela de Carmen Hidalgo, se me ha ocurrido comprobar el origen del apellido de uno de los personajes (“Zayat”, en concreto). Lo he buscado con ayuda de Google y he acabado en kindo.com, una página que ofrece información genealógica. Y también la posibilidad de averiguar al instante cuánta gente con un determinado apellido hay en España. Una tentación demasiado grande para dejarla correr, de modo que he tecleado “mallorquí” y he pulsado enter. ¿Sabéis la respuesta? En total, hay 226 personas así apellidadas en nuestro país. 135 en Gerona, 56 en Barcelona, 20 en Tarragona y 6 en Madrid (ya, faltan nueve; supongo que no estarán localizadas).

¡226 personas, vaya miseria! Con eso no llenas ni un cine de barrio, es deprimente. Si un día los López (hay casi 900.000) se cabrean con los Mallorquí, nos corren a gorrazos. ¿Pero qué demonios le pasaba a esa familia de barqueros valencianos? ¿No les gustaba follar o es que seguían un severo plan de control de la natalidad? ¿O quizá los Mallorquí somos un grupo de inadaptados incapaces de hacer carrera en el viejo juego de Darwin? Joder, me siento una especie en peligro de extinción. Peor aún, porque se habla mucho de los linces, pero aún quedan 1.200 ejemplares, una multitud en comparación con los Mallorquí. ¿Y qué me decís de los tigres? Los ecologistas se rasgan las vestiduras llorando por los tigres, pero quedan unos 6.000 ejemplares; es decir, 26’5 veces más que ejemplares de Mallorquí. ¿Y los gorilas de montaña? Todo el mundo va por ahí diciendo: ay que nos quedamos sin gorilas de montaña, ay que penita más grande que la diñan los gorilas, pero joder, quedan 700 ejemplares, el triple que especímenes Mallorquí. Pongamos las cosas en su sitio: cuando te dan envidia hasta los gorilas de montaña, es que algo marcha condenadamente mal.

Y yo me pregunto: ¿es que nadie va a hacer nada? Vamos a ver, circunscribámonos a los Mallorquí locales; es decir, los de Madrid. En total hay seis. Mi hermano (Big Brother), mi sobrina, mis dos hijos y yo. Queda por ahí un Mallorquí suelto al que no tengo el gusto de conocer (pero está claro que o es una mujer, o no se ha reproducido). Bien, mi hermano tuvo una hija y no repitió la jugada. Ahora, sinceramente, le veo un poco mayor para cargar sobre sus espaldas un plan extensivo de salvación de la especie. En todo caso, podríamos clonarlo, aunque no sé si vale la pena. Mi sobrina Leonor ha tenido dos hijas, de modo que a la siguiente generación se perderá el apellido. Mis dos hijos son voluntariosos, pero quizá aún demasiado jóvenes. Así pues, sólo quedo yo, the last semental. Ahora sólo faltan las numerosas hembras que necesito para aparearme y salvar la especie.

Chicas, no lo dudéis, es por una buena causa. Si estáis en edad fértil, venid a mi y tened cachorros conmigo; yo reconoceré a los vástagos y el apellido Mallorquí se salvará. Creo que con doscientas o trescientas hembras será suficiente, aunque si queremos ir a por los López harán falta unos cuantos centenares más.

¿Cómo, que yo también estoy bastante añoso?... Vale, puede que sí, pero contempladme como a un viejo gorila de lomo plateado: las canas me escarchan el vello corporal, pero sigo siendo el macho alfa, regio, sereno, imponente, con todo el encanto de un galán maduro. Además, no es momento de ponerse tiquismiquis: los Mallorquí vamos a desaparecer, y aún no he visto a un puñetero naturalista preocuparse por el asunto. ¿Os podéis creer que ni siquiera me han anillado todavía?

Así pues, esto no es un post, sino una llamada de auxilio. Si no hacemos algo y rápido, los Mallorquí acabaremos ingresando en el club de los mamuts, los dientes de sable y los dodos.

Aunque vete tú a saber; a lo mejor nos lo merecemos.

lunes, agosto 11

Petit tour française


Estas vacaciones, mi tercer largo viaje por Francia, han corroborado dos cosas sobre el país vecino. En primer lugar, que Francia es una tierra bellísima llena de historia (de historia muy bien conservada, añado), y en segundo lugar, que los franceses son extremadamente amables. Mejor dicho: los franceses son, en general, gente muy educada, algo que deberíamos imitar los españoles. Una tercera cuestión sería que las francesas son muy guapas y tienen mucho estilo.

Hacía tiempo que tenía ganas de conoce la Occitania. En esa región se desarrolló durante el siglo XII una cultura sorprendentemente avanzada para le época, una sociedad más igualitaria y justa donde floreció el arte y el pensamiento intelectual. También desarrolló (y amparó) la gran herejía de occidente, el catarismo, razón por la cual, a principios del siglo XIII, el papa Inocencio III montó una cruzada contra los cátaros que durante más de cuarenta años cubrió de sangre y fuego las tierras occitanas, hasta acabar con la herejía y, de paso, con los nobles que la apoyaron y la sofisticada cultura que habían creado. Las ciudades fueron saqueadas y las tierras pasaron a ser propiedad de los mucho más toscos nobles franceses de la época. Otro bello sueño de libertad hecho trizas con dolor y muerte gracias a la Iglesia Católica. Como símbolo de todo esto, tras destruir la ciudad de Albi –un gran centro de catarismo- y cargarse a todos los herejes, el papado mandó construir una catedral que representara el poder de la Iglesia. La catedral –muy bella, es cierto- tiene el voluntario aspecto de una fortaleza, como prueba de que la fuerza de la Iglesia no se basaba sólo en la oración, sino también, y sobre todo, en las armas.

Por desgracia, la historia de los cátaros ha sido pasto de los ocultistas durante tanto tiempo que ha acabado por tergiversarse hasta resultar casi irreconocible. Hoy en día, si hablas de los cátaros (o de los templarios) pareces un friki; pero la auténtica historia de los cátaros (y de los templarios) es lo suficientemente apasionante como para no necesitar absurdos añadidos esotéricos y mágicos. En particular, resulta grotesca la supuesta vinculación entre los cátaros y el Grial; pero también es fascinante, porque esa falacia se ha sumado a lo que yo considero que es hoy en día la más difundida leyenda de occidente. De eso hablaremos en otra entrada.

Hay lugares que respiran historia por todas partes, tierras donde el pasado se mezcla con el presente, como si el tiempo formara allí una laguna. Uno de esos lugares es, sin duda, el Languedoc, una región eminentemente rural y agrícola, probablemente una de las menos ricas de Francia. De hecho, en el resto del país se considera a esta zona bastante paleta, y su idioma, la “lengua de oc” (“oc” significa “sí”), que se parece muchísimo al catalán, es despectivamente denominado “patois” por los franceses. En la Occitania hay muchas villas muy hermosas; Toulouse lo es, igual que Foix, Pamiers, Mirepoix, Albi o Ambialet. Carcassonne, sin embargo, me decepcionó un poco; la ciudadela medieval es una auténtica maravilla... pero sólo por fuera, porque su interior (totalmente reconstruido a finales del XIX) no es más que una sucesión de braserías y tiendas orientadas al turismo. Un bajonazo, vamos. Rennes-les-Bains, un pueblecito encajonado entre dos montañas y el río Sals, es una estación termal deliciosamente decimonónica y decadente. Y muy cerca de allí se encuentra el famoso pueblo de Rennes-le-Château, pero de él hablaré en otra entrada.

Pueblos muy hermosos, sí, pero no se trata sólo de eso: todo el Languedoc está plagado de restos históricos, de modo que vas por cualquier carretera y te encuentras con innumerables fortalezas, castillos, abadías, iglesias o viejas mansiones salpicando el paisaje. Como el tristemente célebre Montsegur, o el Château D’Arques, o Saint Hilaire, o Quéribus, o Château Di Negre... Por desgracia, reservamos el último día en Occitania para visitar la Gascuña. Suena bien, ¿verdad? Dumas, D’Artagnan, los tres mosqueteros, uno espera grandes cosas de un sitio como ése, ¿no es cierto? Pues no, no lo es. La Gascuña es una aburrida sucesión de viñedos salpicados por pueblos más bien sosos. Si os fijáis en la foto situada junto a estas líneas, distinguiréis la torre de una iglesia y los tejados de unas casas; es el pueblo de Lupiac, el lugar donde nació el auténtico D’Artagnan, Charles de Batz-Castelmore, conde de Artagnan, el personaje que sirvió de inspiración a Dumas para su novela. Pues bien, quizá os preguntéis por qué hice la foto desde tan lejos. La respuesta es sencilla: porque Lupiac es una mierda de pueblo donde no queda la menor huella del famoso mosquetero. Dicen que allí hay un Centre D’Artagnan con audiovisuales sobre el personaje; si existe, y aunque el pueblo es muy pequeño, fuimos incapaces de encontrarlo. Auch, la capital de la Gascuña, no está mal; la Cathédrale de Sainte-Marie es interesante, con una asombrosa sillería del coro, pero el resto de la región... en fin, lo mejor que puede hacerse en ella es tomarse un armagnac. Ah, por cierto, el plato típico del Languedoc es la cassolulet, una especie de fabada hecha con cerdo y oca. Es deliciosa; pese a su contundencia y el calor reinante, me zampé una.

Pepa y yo abandonamos la Occitania para dirigirnos a la Provenza justo el día en que todos los franceses habían decidido salir de vacaciones, con el resultado de que tropezamos con varios atascos memorables. La Provenza es una región bellísima, pero tiene el defecto de ser una de las más solicitadas zonas de vacaciones de Francia. Eso se tradujo en lo mucho que nos costó encontrar alojamiento allí; finalmente, habíamos conseguido un hotel a las afueras de Marsella.

A primera vista, Marsella es una ciudad feísima. Pero si uno se detiene para echar un segundo vistazo, tendrá la oportunidad de ver plenamente confirmada su primera impresión. Además, es un caos, pues la ciudad está construida en las faldas de las colinas que rodean la bahía, de modo que toda aspiración de urbanismo racional quedó abandonada desde que se construyó la primera casa. De hecho, Marsella (la segunda población más grande del país) es la ciudad francesa menos francesa que conozco. Parece una confusa mezcla de lo francés, lo italiano, lo español y lo argelino, y eso, pese a lo fea que es, le da cierto encanto. No sé, uno espera ver pasar por ahí a Alain Delon persiguiendo a –o siendo perseguido por- la mafia marsellesa. Es, por decirlo así, una ciudad canalla. Y además, tiene el peculiar honor de ser la patria mundial de la bullabesa, quizá la mejor sopa de pescado del mundo. Os recomiendo el restaurante Chez Fonfon, situado en un diminuto (y nada fácil de encontrar) puerto de pescadores; su bullabesa es, según dicen, la mejor de la ciudad. Pepa y yo nos tomamos dos; pero no seguidas, ¿eh?, sino en diferentes días.

En Avignon, que es una ciudad bellísima, se estaba celebrando su famoso Festival de Teatro con más de setenta obras en cartelera. Dada la competencia, los actores salían a las calles disfrazados para repartir publicidad de las salas donde actuaban; era divertido y muy colorista. En Arles hay un enorme circo romano bastante bien conservado; en él tenían lugar combates de gladiadores y ahora, para continuar la barbarie, se celebran corridas de toros. También se encuentra en Arles los Alyscamps, un cementerio romano que, en época medieval, se convirtió en un famoso camposanto. Es un lugar tremendamente sugerente y romántico; y, como es poco conocido, apenas hay turistas.
El famoso Pont D'Avignon

Los Alyscamps

Pepa en los Alyscamps

La Camarga, situada al oeste de Marsella, es un hermoso parque natural donde el delta del Ródano forma innumerables lagunas e islotes. Al suroeste se encuentra la villa de Stes-Maries de la Mer, donde hay una curiosa iglesia románica, Nuestra Señora del Mar. Juanmi, un buen amigo y asiduo merodeador de Babel, me recomendó que la visitase, pues allí, en la cripta, está Santa Sara –Sara la Kali-, patrona de los gitanos. Anualmente tiene lugar una famosa peregrinación romaní. Además, la tradición dice que en ese lugar desembarcó –entre otras santas- María Magdalena. De esto hablaremos en un futuro post (el mismo que tratará sobre Rennes-le-Château y la nueva gran leyenda).

El Luberon es un extenso valle lleno de pueblos bellísimos; Gordes, Roussillon, Apt, Bonnieux... Lo malo es que también es el lugar donde los parisinos buscan su “casa campestre”, así que decir que está lleno de gente sería quedarse tan corto como afirmar que la bomba de Hiroshima fue un petardo. Resultaba un auténtico problema aparcar en los pueblos, y no me refiero sólo al casco urbano, sino hasta en los alrededores. No obstante, allí me llevé una sorpresa: en el cementerio parroquial de Lourmarin está enterrado Albert Camus. En fin, siempre he pensado que los franceses son únicos cuidando y conservando su patrimonio artístico y cultural, pero desde luego eso no puede aplicarse en este caso, porque la tumba de Camus está completamente abandonada.


El cementerio de Lourmarin



Aunque la tumaba está señalizada, no es fácil de encontrar



A la derecha la tumba de Camus y a la izquierda la de su esposa Francine Faure.
Como veis, la meleza lo invade todo


La lápida está prácticamente borrada


En fin, amigos míos, tras dos semanas de periplo francés, fuimos a Gerona, recogimos a nuestros hijos en el aeropuerto y nos tiramos otra semanita en un Hotel-spa cercano a Platja d’Aro tocándonos las narices guapamente. El único problema –porque siempre hay un problema- es que la mitad de las habitaciones del hotel estaban ocupadas por rusos. Rusos nuevos ricos. Algún día, cuando reúna el suficiente número de adjetivos, hablaré de ellos.

En resumen: Pepa y yo nos lo hemos pasado estupendamente recorriendo el sur de Francia. En lo que a mí respecta, me ha gustado más el Languedoc; la Provenza es preciosa, sí, pero hay demasiado turismo. Sea como fuere, ya tengo programado nuestro siguiente periplo francés: el Perigord. ¿Cuándo? Chi lo sa... (no muy tarde, en cualquier caso)

Pues ya está, amigos míos; se acabó el rollo. Espero que, aparte de daros la paliza, también os haya dado un poquito de envidia.

Pérfido que es uno.


lunes, agosto 4

Feliz cumpleaños, Pepa

Sí...

Sí...

Probando...

Uno-dos, uno-dos...

¿Mesescucha?...

Cuatro de agosto, amigos míos, plena temporada estival, todo dios de vacaciones. Mientras escribo esto me parece oír esa clase de eco que se produce en los locales vacíos mientras un deprimido, pero voluntarioso, orador desgrana su discurso. ¿Hay alguien ahí o está todo el mundo fuera? En fin, volví el sábado de vacaciones y me he encontrado con el mejor Madrid posible; es decir, un Madrid vacío. Pero bueno, ya hablaremos más adelante de mi viaje y de las delicias de una ciudad casi sin ciudadanos, porque ahora lo importante es otra cosa.

Porque hoy, amigos míos, merodeadores todos, es cuatro de agosto, y el cuatro de agosto es la fecha del cumpleaños de Pepa, mi reina, mi diosa, mi ama y señora, mi mujer. ¿Que cuántos años cumple? Por favor, las obras de arte –y Pepa lo es- no tienen edad. En cualquier caso, ahí arriba tenéis su imagen tomada este verano en la ciudad francesa de Arles.

Así pues, Pepa querida, si lees esto, sólo te diré una cosa: cada año que cumples sólo se nota porque te sirve para perfeccionar aún más lo que ya parecía perfecto.

¡Feliz cumpleaños, reina mora!

(Y un cariñoso hola-hola para todos los demás)