
No recuerdo cuál fue mi primer contacto con la leyenda artúrica. Quizá fueran los tebeos del Príncipe Valiente, de Hal Foster, o puede que fuera la película de Richard Thorpe, o quizá fue algo distinto que he borrado por completo de mi memoria. En cualquier caso, la leyenda me fascinó. Cuando era adolescente, leí
Los hechos del Rey Arturo y sus nobles caballeros, de John Steinbeck; más tarde, en mi primera juventud (voy por la tercera), me zampé los tres tomos de
La muerte de Arturo, de Thomas Mallory, una obra tan tediosa en ocasiones como fascinante en otras; luego seguí con Chrétien de Troyes y, en fin, he mantenido un constante interés por lo que se ha dado en llamar la Materia de Bretaña.
¿Por qué me interesa tanto el mito artúrico? Porque, a mi modo de ver, es la gran leyenda europea, la narración simbólica que representa las aspiraciones políticas, sociales y morales de todo un continente. Pero, además, es una leyenda bellísima y terriblemente triste, pues trata de un hombre que intenta cambiar el mundo, establecer el Edén en la tierra (Camelot), y fracasa en todos los frentes. En efecto, Arturo fracasa políticamente al no conseguir mantener Britania unida, fracasa místicamente, pues no logra encontrar el Grial, fracasa sentimentalmente a causa de la infidelidad de Ginebra y, por último, fracasa militarmente al morir a manos de Mordred. Sin embargo, Camelot existió durante un breve periodo de tiempo, apenas un latido en el curso de la historia y el mito, y ese instante contiene toda la gloria de lo sueños imposibles.
Pero hay otro motivo para mi interés: tras la leyenda, como suele suceder, se oculta una realidad. Es decir, resulta muy probable, casi segura, la existencia histórica de Arturo. Ahora bien, cuando pensamos en la leyenda artúrica no podemos evitar evocar la imagen de caballeros con armadura, castillos con torres y almenas, torneos y damas galantes. Evocamos eso, porque es el retrato que nos han legado los dos principales forjadores de la leyenda: Geoffrey de Monmouth (s. XII) y Thomas Mallory (s XV). Es decir, la conformación definitiva del mito se estableció siguiendo el modelo caballeresco medieval. Pero el Arturo auténtico no fue un caballero medieval, sino un caudillo britano-romano que vivió entre los siglos V y VI.

La primera mención escrita a Arturo la encontramos en un poema épico -llamado
Gododdin y redactado alrededor del 603- que describe una de las muchas batallas entre britanos y sajones. Su autor, el bardo galés Anerin, se refiere a cierto héroe britano diciendo que su coraje era notable, “a pesar de que no era Arturo”. Es decir, si aceptamos que el Arturo histórico murió en la batalla de Camlann, tan sólo sesenta años después de su muerte ya era un referente de valor y arrojo; esto sólo tiene sentido si el personaje fue real, pues las leyendas totalmente ficticias necesitan más tiempo para asentar sus raíces. Por otro lado, a finales del siglo V el nombre “Arturo” era muy poco común; sin embargo, a finales del siglo VI había en Britania tres príncipes llamados Arturo, al igual que muchos nobles y jefes militares. Esta repentina popularización del nombre sólo puede explicarse si hubo un Arturo real que convirtió en famoso (e imitable) lo que antes era un nombre extraño. Pero, volviendo a los documentos, la primera referencia a Arturo en una crónica histórica la encontramos en la
Historia Brittonum (s.IX), del historiador galés Nennius. En ella se describe a Arturo como un
dux bellorum (duque o señor de la guerra) que luchó contra los sajones en doce batallas y los derrotó finalmente en la última, que tuvo lugar entre el 490 y el 517 en el Mons Badonicus (Monte Badon). Es decir, Arturo nunca fue rey, y menos rey de Britania, pues la isla, tras la marcha de los romanos, se había dividido en una serie de pequeños reinos y Britania había dejado de existir. La referencia a la batalla del Monte Badon es interesante, porque se trata de un acontecimiento histórico, pues Gildas la menciona en su
De excidio Britanniae (s. VI). Además, esa batalla fue importante, pues sirvió para contener las invasiones sajonas durante unos cincuenta años. Es decir, una gran victoria que condujo a un largo periodo de paz. Material más que sobrado para tejer una leyenda. Posteriormente, los
Annales cambriae (s. X) añaden una decimotercera batalla, la de Camlann (537 aprox.), en la que murieron Arturo y Medrawt (Mordred). Pero esto, posiblemente, sea más materia legendaria que histórica.
Resumiendo: En el 410, las legiones romanas abandonaron las Islas Británicas, dejando a sus habitantes celtas, los britano-romanos, a merced de sus enemigos; los pictos, los irlandeses y, sobre todo, los sajones, que habían creado numerosas colonias en la isla. Britania estaba dividida en varios reinos que competían y luchaban entre sí y esta desunión no hizo más que favorecer la invasión sajona. Pero a finales del siglo V surgió un señor de la guerra, Arturo, que, tras ser nombrado
Dux Bellorum (o algo similar), unificó militarmente (ojo: sólo militarmente) a los distintos reinos y derrotó a los sajones, estableciendo un largo periodo de paz. Esto es prácticamente todo lo que podemos afirmar con cierta certeza acerca del Arturo histórico. El resto no son más que especulaciones.

Y especulaciones las hay para todos los gustos. Me encantaría comentar los posibles orígenes de Excalibur, de Camelot, de la tabla redonda, de Ginebra, del Grial, de Avalon o de Merlín, pero no quiero alargarme demasiado. Tampoco mencionaré las diversas alternativas que los estudiosos (y los fantasiosos) han propuesto
acerca de la identidad de Arturo, salvo una: la que afirma que la leyenda artúrica no recoge los hechos y hazañas de un solo hombre, sino de varios. Puede, incluso, que se refiera a una estirpe. Me explicaré.
Como decía antes, “Arturo” era un nombre muy poco común. De hecho, no se trata de un verdadero nombre, sino de un apodo que puede proceder de la palabra celta “
arth”, que significa oso, o bien del término romano “Artorius”. En este último caso, la etimología no es latina, sino griega, pues procede de
Arktos-ouros, que significa “guardián de la Osa” (por la constelación). Dado que ambas opciones se refieren a un oso, es probable que el sobrenombre hiciera referencia a la figura que aparecía en el estandarte del personaje. También es posible que “Arthwyr”, “Arthus” o “Artorius” dejara de ser un nombre, o un apodo, para convertirse en un título, igual que ocurrió con “César” (que posteriormente dio origen a los términos “kaiser” y “zar”).
Según la teoría de la múltiple identidad, el primer Arturo fue un comandante romano llamado Lucio Artorius Casto, que luchó contra los escotos, los pictos y los sajones en la Britania de finales del siglo II. Al parecer, Lucio estuvo destinado como prefecto al frente de la VI Legion Victrix en York y, posteriormente, se le otorgó el título de dux para aplastar una rebelión. El caso es que Lucio Artorius Casto vivió trescientos años antes de la época artúrica, pero es posible que dejara descendencia en la isla, una estirpe que adoptó el nombre Artorius como patronímico. O quizá Artorius se convirtió en un título militar. Fuera como fuese, éste sería el primer referente de la leyenda artúrica. Otros personajes que posiblemente sumaron sus hechos a la leyenda fueron Aurelius Ambrosius (supuesto tío de Arturo), el caudillo militar Riothamus, el rey de Dumnonia, Arthwys, rey del norte de Britania y quizá último Dux Britannorum, Anwn Dynod, que gobernó el sur de Gales bajo el nombre de Arthun, Arthwys, rey de Gwent, cuyo padre, Meurig, era conocido como Uther Pendragon, u Owain Danwyn, rey de Powys y de Gwynedd.

En fin, quizá todos ellos influyeran en la leyenda (incluso puede que alguno fuera el verdadero Arturo), pero lo incuestionable es que sólo hubo un Arturo histórico: el señor de la guerra que derrotó a los sajones en Mons Badonicus. Porque la leyenda, por muchos añadidos posteriores que haya sufrido, se centra en ese personaje, fuera quien fuese. Según el esquema clásico establecido por Geoffrey y Mallory, Arturo unificó a los reinos britanos bajo su mandato, derrotó a los invasores, forjó un reino de paz y justicia que duró doce años y, finalmente, murió en el curso de una batalla a manos de Mordred, provocando así el fin de Camelot. En cuanto al Arturo histórico: unificó militarmente a los reinos britanos, infringió a los sajones una severa derrota en el Monte Badon y estableció un duradero periodo de paz y prosperidad para su pueblo. Pero en 556, los britanos fueron derrotados en la batalla de Deorhan, reiniciándose así la invasión sajona que acabó recluyendo a los últimos celtas de Britania en apartados rincones de Gales. Si os fijáis, ambas historias narran lo mismo; es decir, el último esplendor y la posterior decadencia y caída del pueblo britano-romano. Ésa es la realidad que late en el corazón del mito, el final de una era, una historia triste y melancólica que nos hace añorar un tiempo que quizá nunca existió. Si aceptáis un consejo, seguid las pistas que se ocultan tras la leyenda artúrica, porque es una labor fascinante. Ahora bien, tened cuidado con las fuentes, porque se han escrito muchas tontería sobre el tema. Internet, sin ir más lejos, está lleno de artículos plagados de falsedades, errores y fantasías (como, por ejemplo, el que Wikipedia dedica al tema).
Todo esto viene a cuento porque hace unas semanas leí
El señor de la guerra, de Henry Treece, una novela centrada en el supuesto Arturo histórico. Que yo sepa, en la última década se han publicado en España cuatro obras de ficción sobre el mito artúrico ambientado en su tiempo real: la trilogía
Crónicas de Camelot, de Jack Whyte,
La última legión, de Valerio Manfredi, la trilogía
Crónicas del señor de la guerra, de Bernard Cornwell y la ya citada
El señor de la guerra, de Treece.
Los dos primeros títulos proponen un Arturo de origen directamente romano. No puedo hablar mucho de estas novelas porque o no las he leído del todo o no las he leído en absoluto. De la trilogía de Whyte, emecé publicó sólo las dos primeras entregas (
La piedra y la espada y
El fragor del acero), así que me he quedado sin saber cómo termina. En cuanto a Manfredi… bueno, la verdad es que me parece un escritor sumamente mediocre, de modo que no he leído
La última legión. Por cierto, en una nota final, Manfredi da por cierto que el vencedor de la batalla de Monte Badon fue Aurelius Ambrosius, cuando eso no está ni mucho menos demostrado. Ni siquiera es seguro que Ambrosius participara en esa batalla, porque era un hombre demasiado anciano para guerrear e incluso es posible que ya hubiera muerto por esas fechas. Lo cierto es que la mayor parte de las fuentes atribuyen la victoria de Monte Badon a Arthur Pendragon, hijo de Uther y sobrino de Ambrosius. En cualquier caso, Aurelius Ambrosius fue conocido como
solus romanae gentis (“el último de los romanos”), así que Manfredi, arqueólogo italiano, no hace más que arrimar el ascua a su sardina al abogar por un Arturo romano.

Las otras dos obras proponen un Arturo britano-romano, es decir: celta. Treece expone un retrato de Arturo tan curioso como, en el fondo, realista. Al principio de la novela lo presenta como… un macarra, un matón petulante que lidera en su propia tribu una banda de facinerosos. Más tarde, el personaje evoluciona hasta convertirse en un hombre tosco, inteligente, ambicioso y terriblemente cruel. Más allá de la (brillante, es cierto) descripción del personaje,
El señor de la guerra intenta adaptar la leyenda artúrica (siete siglos posterior) a la realidad histórica de la Britania del siglo sexto, y ahí es donde más endeble se presenta la novela. Por ejemplo, resulta muy tonta su explicación sobre el origen de la Tabla Redonda, y muy cuestionable su propuesta de un Arturo cristiano. De hecho, las primeras referencias cristianas a Arturo, aparecidas en biografías de santos celtas, lo tachan de “rey tirano”, “enemigo de Dios” o “
rex rebellus” que permanece fiel al paganismo (antes de convertirse a causa de algún milagro del santo en cuestión). Así pues, parece que el Arturo histórico no mantuvo muy buenas relaciones con la iglesia. Por último, Treece elude, curiosamente, la figura de Merlín, haciéndolo aparecer una sola vez y, además, en forma de alucinación. En conjunto, la novela se lee con facilidad y cierto agrado, pero al acabarla le queda a uno cierto regusto a insatisfacción, como si el texto se quedara sólo en la superficie de un material mucho más profundo.

Y llegamos por fin a las
Crónicas del señor de la guerra. En esta trilogía, Cornwell se propone, al igual que Treece, adaptar la leyenda artúrica medieval a su contexto histórico real. La diferencia es que, donde Treece fracasa, Cornwell sale plenamente triunfante. Porque las
Crónicas del señor de la guerra, amigos míos, es uno de los mejores relatos de aventuras que he leído. Podría hablaros de las brillantes descripciones de las batallas, de la irónica voz del narrador, del magistral dibujo del personaje de Merlín o de las brillantes filigranas que emplea el autor para adaptar la leyenda (por ejemplo, Lanzarote es un villano cobarde y Ginebra una devota de Isis), pero me llevaría demasiado tiempo y espacio. Sólo quiero señalar que el tema central de la trilogía, aparte del mito artúrico, es el enfrentamiento entre el paganismo y el cristianismo, y que las simpatías del autor están claramente del lado pagano. Así pues, si me permitís un consejo, corred a la librería más cercana y comprad los tres títulos que componen las
Crónicas del señor de la guerra:
El rey del invierno,
El enemigo de Dios y
Excalibur. Da igual si os interesa o no la leyenda artúrica: os encantarán. (NOTA: La trilogía está editada en bolsillo por Editorial Quinteto y por Muchnik-El Aleph).
Para ir terminando, y como estoy seguro de que alguien sacará el tema, comentemos brevemente el asunto de los caballeros sármatas que propone la película
El Rey Arturo de Antoine Fuqua. En primer lugar, no hay noticias de presencia sármata en Britania a partir del siglo II; es decir, la época de Lucio Artorius Casto, tres siglos anterior a Arturo. Pero, aunque un pequeño grupo de sármatas hubiera permanecido en la isla, lo lógico es que la abandonaran cuando, en el 410, las últimas legiones partieron hacia Roma. Pero supongamos que se quedaran y, como se muestra en la película, plantaran cara a los sajones en el muro de Adriano; de ser así, ese supuesto hecho habría sucedido unos setenta u ochenta años antes de la época artúrica, de modo que no, Arturo nunca comandó a los feroces caballeros sármatas.

Por último, alguien se preguntará por qué no he citado dos obras que también se centran en el Arturo histórico o pseudo-histórico: La
Trilogía de Merlín, de Mary Stewart, y
Las nieblas de Avalón, de Marion Zimmer Bradley. Con respecto a las novelas de Stewart, la respuesta es sencilla: no las he leído. En cuanto a la obra de la Bradley… Bueno, un día, al saber que no me gustaba ni pijo
Las nieblas de Avalón, Elia Barceló me espetó con feminista socarronería: “Así que no te interesa una visión femenina del mito artúrico, ¿eh?”. A lo cual yo contesté: “No, querida; lo que no me interesa es una visión New Age del mito artúrico”. Y todo en
Las nieblas de Avalón apesta a New Age, esa corriente tan bienintencionada como cargante que ha hecho más daño a la cultura celta que los sajones, los anglos y los jutos juntos.
Y aquí acabo, amigos míos; no por haber agotado el tema, sino por temor a agotar vuestra paciencia. Sólo me queda aconsejaros una vez más que deis un paseo por la leyenda de Arturo, no sólo porque es muy hermosa, sino también porque oculta fascinantes secretos e insólitas sorpresas.